La cruzada de las máquinas (16 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La cruzada de las máquinas
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El Gran Patriarca subió los amplios escalones y fingió sorpresa cuando se topó con cuatro monjes ataviados con túnicas amarillas que bajaban con cuidado. El más alto llevaba un gran cilindro cubierto con una tela que lo protegía de la lluvia: era la pensadora Kwyna, a la que trasladaban como un pájaro en una jaula. Iblis sabía que estarían allí y lo había preparado todo para que se encontraran
casualmente
.

Iblis hizo una señal a sus acompañantes y estos cerraron el paso a los subordinados.

—¡Ah! ¡Qué suerte! —exclamó Iblis—. Llevaba días pidiendo una audiencia con la pensadora. Estoy seguro de que tenemos muchas ideas que compartir. —Y sonrió, anhelando secretamente la misma clase de interacción que tuvo con el brillante pensador Eklo antes de la terrible rebelión de la Tierra.

Pero la tarea que le tenía ocupado actualmente era mucho más compleja que sus torpes esfuerzos por empujar a los esclavos a una revuelta contra sus amos. Necesitaba ayuda, y estaba seguro de que la pensadora podía ayudarle si lograba convencerla de que compartiera sus vastos conocimientos con él. Sin embargo, hasta el momento, el antiguo cerebro filósofo se había mostrado reacio y distante, como si no quisiera reconocer que las acciones de Iblis estaban justificadas.

—Kwyna ha estado ocupada —replicó el subordinado que llevaba el contenedor cerebral.

Una cicatriz queloide bajaba por un lado de su cara, de la sien al mentón. Las gotas de lluvia le manchaban la túnica.

—Por supuesto, a mí la Yihad también me tiene ocupado. Pero estamos en el mismo bando, ¿no es cierto? Somos aliados, puede que incluso colegas.

Adelantándose con temeridad y expectación, Iblis levantó una parte de la cubierta de tela y dejó al descubierto el recipiente sellado donde el cerebro rosado reposaba en electrolíquido azul. El monje hizo una mueca, y la cicatriz se crispó; sus ojos negros miraban con expresión inflexible, pero no se opuso al Gran Patriarca.

—¿Pensadora Kwyna? —Iblis habló directamente al recipiente—. ¿Por qué no vamos a un lugar donde podamos resguardarnos de esta horrible lluvia y hablamos? Necesito que me ilumines.

La mente de Kwyna era una inmensa reserva de conocimientos y perspicacia, igual que lo fuera la de Eklo. Quizá accedería a enseñarle si le prometía utilizar la información correctamente. Iblis había leído algunas de sus anteriores declaraciones esotéricas y necesitaba confirmar si las había interpretado correctamente.

Aunque intuía la incomodidad de Kwyna ante su interés, Iblis deseaba estar más cerca de ella intelectualmente, cerca de toda aquella maravillosa información y filosofía. Su voz se convirtió en un hilo ansioso.

—Por favor.

—Espera, Gran Patriarca. —Los ojos del monje de la cicatriz se volvieron vidriosos cuando se puso en contacto con el antiguo cerebro.

Sin hacer caso de la fría lluvia, que ahora caía con más fuerza, el subordinado pronunció con voz ronca y gutural lo que la pensadora decía a través de él.

—Gran Patriarca, deseas preguntarme por escrituras y textos antiguos. Lo percibo en tu voz, en tus actos, en tu respiración.

Iblis asintió, impresionado.

—Me siento fascinado por las antiguas profecías muadru y la forma en que se aplican a estos tiempos tan agitados en que vivimos. Basándome en mis lecturas, he encontrado incontables justificaciones para la Yihad santa contra las máquinas pensantes. Tus propios escritos y tus discursos me han inspirado para que envíe a muchos bravos combatientes al campo de batalla.

La pensadora parecía afligida.

—Esas ideas nunca han sido relevantes para tu Yihad.

—¿Acaso no hay ideas atemporales? Sobre todo las tuyas, Kwyna. —Todos estaban empapados. Uno de los sargentos de la Yipol le pasó un trapo seco al Gran Patriarca, y este se secó la cara y prosiguió—: En uno de tus manifiestos escribiste acerca de la locura colectiva de la guerra, dices que los ganadores invocan poderosas ilusiones para conseguir la victoria. He estado tratando de alcanzar ese elevado objetivo, y debo decir que con cierto éxito. Pero ahora deseo llevarlo a un nivel más elevado.

—Yo jamás he abogado por semejante práctica. Era solo una de las muchas ideas que di como ejemplo —respondió Kwyna—. Has sacado mis palabras de contexto. ¿Has leído el rollo entero, Iblis Ginjo? Creo que contiene varios millones de palabras, y tardé siglos en compilarlo.

—Lo he mirado por encima buscando ideas. Me has inspirado.

—Los conceptos importantes deben ser asimilados en su totalidad. No trates de interpretar las escrituras con anteojeras para amoldarlas a tus propósitos.

Iblis sabía perfectamente que había extraído selectivamente la información de los escritos de la pensadora y luego la había manipulado. Pero disfrutaba dialogando con Kwyna, era como un juego, el desafío de comprobar si podía estar a la altura de una de las mentes más grandes de la historia. Y aplacaba la necesidad que sentía de estar bajo la tutela de alguien como el pensador Eklo, que compartió sus conocimientos con él hasta que fue destruido durante las terribles revueltas terrestres.

El Gran Patriarca citó rápidamente algunos pasajes de varias escrituras relativas a los
últimos tiempos
, antiguas runas muadru y otros testamentos que —con una interpretación bastante libre— proclamaban que la Humanidad encontraría su paraíso después de mil años de sufrimientos… y solo si hacían los suficientes sacrificios.

—Creo que en Ix tenemos la oportunidad perfecta para hacer esos sacrificios. Mis yihadíes y mis mercenarios están dispuestos a pagar el precio, y también la población de Ix.

—La sangre de los inocentes siempre ha sido la moneda de cambio de los líderes carismáticos —dijo Kwyna a través de la voz del subordinado—. Lees fragmentos y escritos que están incompletos. Por tanto, hay lagunas en tus conocimientos, y es posible que tus conclusiones estén equivocadas.

Iblis, con repentina intensidad y entusiasmo, alzó las cejas.

—Entonces ¿sabes tú cuál es el resto del mensaje? ¿Qué hay en los otros fragmentos? —Quería toda la munición escritural que pudiera conseguir. Necesitaba conseguir el entusiasmo de los planetas que ahora despertaban, mover a la acción a las gentes oprimidas prometiéndoles que sus tribulaciones habían terminado.

Tras un momento de intenso silencio, Kwyna dijo:

—¿Eres realmente un hombre religioso, Iblis Ginjo?

Iblis sabía que no podía mentir a la antigua filósofa.

—La religión ayuda a mi sagrado propósito, que la humanidad se alce en contra de sus opresores.

Con aquella extraña voz que hablaba a través del monje, Kwyna preguntó:

—¿Has escuchado alguna de mis muchas protestas contra la Yihad? ¿Haces todo esto por la humanidad, Gran Patriarca… o lo haces por ti mismo?

—Sí, quizá lo hago por una persona —respondió Iblis con maestría—, pero no por mí. No, lo hago por el hijo inocente de Serena Butler, a quien vi morir a manos de una insensible máquina pensante. Los que protestan son personas cortas de vista e irrelevantes, y yo no soy más que un instrumento de la victoria. Cuando logremos el éxito, gustosamente pasaré a un segundo plano.

A través de su vínculo con el subordinado, Kwyna emitió un peculiar sonido.

—Entonces eres un hombre admirable… y atípico, Iblis Ginjo.

Dando por terminada la audiencia, el monje volvió a cubrir el contenedor cerebral con la tela. Ya con su voz dijo:

—Debemos regresar a la Ciudad de la Introspección, Gran Patriarca. El Antiguo Cerebro no debe ser molestado.

Como si saliera de un trance, Iblis empezó a reparar en la gente que subía los escalones mojados y pasaba a su lado. Quería pasar más tiempo con el viejo cerebro, recibir consejo e instrucción, compartir su brillante inspiración, pero los subordinados de túnica amarilla se alejaron apresuradamente.

Entonces, Iblis se dio cuenta de que él también llegaba tarde. Serena Butler estaba a punto de dirigirse a la asamblea en otra de sus charlas inspiradoras, escrita por él personalmente. Sin fijarse en sus ropas mojadas, el Gran Patriarca entró a toda prisa en el edificio del Parlamento. Aunque había fuertes medidas de seguridad, ese día no tendría que preocuparse por ningún acto de violencia o intento de asesinato.

No había planificado ninguno.

En la cámara de comparecencias, Serena Butler era como una visión celestial, ataviada con una exquisita túnica blanca y brillantes joyas. Pero incluso sin la caléndula naranja que llevaba en la solapa y la gargantilla dorada, se la veía sorprendentemente viva y sana para su edad. Cosa notable, teniendo en cuenta que se negaba a tomar la melange rejuvenecedora de Aurelius Venport.

Iblis no quiso perderse nada. Serena rara vez salía de la Ciudad de la Introspección. Así que cada uno de sus discursos tenía que ser un gran acontecimiento.

Veinte humanos liberados, rebeldes a quienes habían conseguido sacar de Ix, estaban sentados en las primeras filas como ejemplo. Miraban a la sacerdotisa con respeto. Gracias a la propaganda incesante de Iblis, toda persona, incluso aquellos que vivían en el cautiverio más oscuro en los planetas de las máquinas, habían oído hablar de aquella mujer y de su hijo mártir. Se había convertido en una misionera entregada que trabajaba incansablemente para unir a los humanos en contra de las malvadas máquinas.

Cuando se hizo el silencio entre los presentes, la voz de Serena se extendió melódicamente por la sala.

—Muchos hemos visto con nuestros propios ojos la valentía, el derramamiento de sangre y los sacrificios necesarios para derrotar a los seres depravados que dominan el universo. Algunos de vosotros sois auténticos héroes.

Pidió a media docena de hombres y mujeres que se pusieran en pie; los identificó a cada uno por su nombre y refirió sus actos valientes y desinteresados. Todos eran civiles que habían sobrevivido a duras batallas.

—Venid conmigo —les indicó, y desde todos los rincones de la gran sala los asistentes los vitorearon. Conforme los refugiados se acercaban a ella, la sacerdotisa les tocaba la cabeza como si los estuviera bendiciendo; los rostros de todos los presentes se llenaron de lágrimas, incluido el suyo.

Serena alzó la voz, con expresión desafiante y decidida. Las lágrimas brillaban en sus mejillas.

—Yo misma presencié algo que ninguna madre tendría que ver: vi cómo mataban a mi precioso hijo delante de mí. Pensad en vuestros hijos, en mi hijo. No permitáis que las máquinas pensantes hagan lo mismo a otros niños, os lo suplico.

Mientras escuchaba la magistral puesta en escena de Serena, la entonación y la dicción perfectas, Iblis sintió que un escalofrío de orgullo le recorría la espalda. El detalle de las lágrimas era magnífico, y no tenía ninguna duda: eran auténticas. Oyó cómo Serena utilizaba las frases que él había escrito e hizo un gesto de asentimiento al ver el mágico efecto que causaban en el público: estaban extasiados. Desde que empezó a guiarla por el camino del fanatismo profesional, Serena había sido una alumna excepcional.

Al principio, la joven siguió de buena gana sus instrucciones para lograr unos objetivos nobles y valiosos. Pero cuando empezó a mostrar su desacuerdo, Iblis tuvo que fabricar posibles
amenazas
para su seguridad que justificaran la presencia de un grupo de serafinas escogidas por él personalmente para su protección.

Serena siguió mostrando una excesiva tendencia a la independencia, así que tuvo que escenificar un intento de asesinato y culpar a una de sus seguidoras, que convenientemente resultó muerta durante el ataque. En lo sucesivo, por su seguridad, Serena permanecería en el interior de los muros de la Ciudad de la Introspección, donde podía vigilarla más de cerca.

Iblis tenía que asegurarse de que nunca se sintiera lo bastante segura, que siempre dependiera de él.

En aquellos momentos, Iblis se relajó: todo estaba bajo control.

Dado que nadie había reparado en su llegada, se fue a un vestuario y se puso ropas secas. Antes de que pudiera salir, uno de sus comandantes de la Yipol entró silenciosamente.

—Gran Patriarca, me complace informaros de que nuestro trabajo con Muñoza Chen ha terminado, tal como solicitasteis. Todo está en su sitio. Hemos hecho un trabajo limpio y eficaz.

Yorek Thurr era un hombre menudo y moreno con bigote negro y cabeza calva. Vestía un jubón verde oscuro, y lo miraba con unos ojos rasgados tan negros y apagados como los de un cadáver. Era experto en el uso de armas silenciosas como el garrote y el estilete, y tenía la habilidad de moverse con gran sigilo… Y como comandante de la Yipol, siempre estaba dispuesto a hacer lo que el Gran Patriarca quería. Era bueno tenerlo cerca.

Iblis se permitió sonreír.

—Sabía que podía contar contigo.

Desde el momento en que se creó la policía de la Yihad, Yorek Thurr había demostrado ser un valioso informante: había descubierto a espías reales, personas discretas pero poderosas que tenían conexiones secretas con los Planetas Sincronizados. Iblis solo había insinuado aquel peligro para asustar a los miembros de la Liga, pero le sorprendió ver el alcance de las conspiraciones que Thurr puso al descubierto. Docenas de importantes ciudadanos fueron acusados y ejecutados, lo que aumentó la paranoia de los humanos libres. Conforme la importancia de la Yipol aumentaba, la posición de Yorek Thurr mejoraba, hasta que acabó por convertirse en comandante. A veces asustaba al mismísimo Gran Patriarca.

Debido a sus continuas quejas y su resistencia, Iblis siempre había sospechado que Muñoza Chen podía ser una agente de las máquinas pensantes. ¿Por qué si no iba a oponerse al trabajo del Consejo de la Yihad? La respuesta era evidente. Desde el momento en que Chen decidió oponerse a él, su esperanza de vida disminuyó drásticamente. Por definición, cualquiera que hablara en contra de la Yihad era aliado de las máquinas pensantes. Era perfectamente razonable.

Como Gran Patriarca, responsable de las vidas de trillones de personas, Iblis no tenía tiempo para sutilezas. Para proteger el movimiento y hacer que avanzara, tenía que atajar eficazmente toda oposición. Los resultados justificaban cualquier acción que hubiera que emprender. La Yihad llevaba décadas en marcha, ganando impulso. Pero no había llegado lo bastante lejos ni lo bastante rápido para sus propósitos.

Toda persona que se opusiera abiertamente a los designios del Gran Patriarca era investigada y hábilmente acusada. Con los años, después de la primera gran purga en la que se implicó a siete representantes de la Liga —curiosamente, todos rivales políticos de Iblis o personas que habían hablado en su contra—, la gente empezó a sospechar que había espías de las máquinas por todas partes. Cinco años después, otra serie de purgas acabó definitivamente con la resistencia al Gran Patriarca.

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