Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Y Serena volvió a quedarse a solas con Kwyna.
Sonriendo por la expectación, Serena dejó que sus ojos se cerraran. Sabía que el fatigado cerebro también disfrutaba de aquellas sesiones, aunque sus pensamientos siempre eran aleccionadores, y procuraba no revelar demasiado.
Cada vez que tenía una conversación mental con la filósofa, su cerebro recibía una avalancha de respuestas a preguntas que ni siquiera sabía que quería plantear. Luego necesitaba días para asimilar todo lo que había entrado en su mente, y más días para combatir las dudas que cada nueva explicación suscitaba.
Pero no podía ser de otro modo. No podía detenerse, incluso si se sentía como si su cerebro estuviera lleno a rebosar y fuera a estallar. Serena era adicta a aquellas interacciones. Algún día le proporcionarían todas las soluciones que necesitaba.
El cerebro complejo y de curvas intrincadas de Kwyna descansaba en su baño de electrolíquido, que burbujeaba y siseaba ligeramente proporcionándole la energía y el soporte vital necesarios. La filósofa sin cuerpo había pasado siglos en la precursora de la Ciudad de la Introspección.
Serena sumergió los dedos en el electrolíquido, despacio, tratando de controlar su impaciencia. Respiró hondo y levantó mentalmente una barrera para alejar cualquier distracción de su cabeza. Sus ojos de color lavanda solo veían el interior de los párpados, para que su visión y sus pensamientos pudieran volverse hacia su interior. Su mente se sintió unida a la pensadora. Eran como dos personas que mantienen una conversación muy íntima. Los pensamientos y la voz de Kwyna fluyeron por su interior y Serena sonrió, sintiéndose arropada por la sabiduría de la filósofa.
—Percibo que tu fortaleza mental aumenta con cada visita, Serena. —La voz de la pensadora resonaba en su cabeza—. Pero temo que dependas demasiado de mí. Quieres que yo te dé las respuestas, en lugar de buscarlas por ti misma.
—Cuando a mí alrededor todo es un gran vacío, tú eres mi única esperanza, Kwyna. Hay demasiadas cosas en las que me veo obligada a ir a tientas, como si estuviera perdida entre la niebla. No me niegues tu guía.
Kwyna vaciló, y luego contestó.
—Iblis Ginjo cree que él es tu guía.
—Sí, me da mucha fuerza. Ha asumido muchas responsabilidades con las que de otro modo tendría que cargar yo sola. Ayuda a mantener el impulso de la Yihad. Da un objetivo a la lucha. Encuentra las respuestas que tú no me das.
Kwyna parecía reacia a que la conversación fuera por aquel camino, pero siguió.
—El Gran Patriarca no busca respuestas, como te he pedido que hagas tú. Ni las encuentra en alguien más sabio que él. Iblis Ginjo
crea
las respuestas que quiere oír y luego busca algo que las justifique.
Serena se mostró atormentada y a la defensiva.
—Hace lo que hay que hacer.
—¿Realmente lo que hace es necesario? No voy a darte esa respuesta, Serena. Debes descubrirla por ti misma, del mismo modo que encontraste la forma de superar la locura y el dolor.
Serena sintió que las sombras de antiguos recuerdos caían sobre ella.
—También en aquel entonces fuiste mi guía, Kwyna.
Mientras la Yihad se extendía en el nombre de su hijo, Manion, Serena se había retirado a la Ciudad de la Introspección para recuperarse de su desdicha. En la soledad y la seguridad de aquellos muros, pasó mucho tiempo con Livia, su madre, que había perdido a su hijo adolescente, el gemelo de Octa, a causa de una enfermedad.
Livia le decía que entendía su profundo dolor, pero Serena se negaba a creerlo. Una cosa era perder a un hijo ya adulto a causa de una enfermedad que no era culpa de nadie. En cambio ella había tenido que ver cómo su hijo inocente, un bebé radiante y lleno de posibilidades, era asesinado por Erasmo por puro odio.
El consejo de Kwyna le había sido de gran ayuda. A pesar de que aquel antiguo cerebro parecía distante e incapaz de comprender las tragedias humanas, Serena descubrió en él una perspectiva que la sosegaba y que nadie había podido ofrecerle, ni siquiera su madre.
Eres una buena amiga, Kwyna, un bastión de poder en la Liga de Nobles. Si todo el mundo fuera tan objetivo y entregado como tú, no tendría que preocuparnos que la Yihad flaqueara por falta de resolución.
Le preocupaban los informes que había recibido acerca de las crecientes protestas contra la Yihad. La gente exigía que los bravos guerreros humanos se retiraran de la lucha contra Omnius. Veinticuatro años era demasiado para una guerra; incluso para una guerra épica contra el mal de la supermente electrónica, que lo impregnaba todo.
Pero las máquinas pensantes llevaban más de mil años en el poder, y en cambio no hacía ni un cuarto de siglo que se había iniciado la gran lucha. La gente tenía muy poco aguante, aunque seguramente aquello también tenía que ver con sus esperanzas de vida. No querían pasarse la vida en una guerra.
—En este momento hablas como el Gran Patriarca, no como Serena Butler —la reprendió Kwyna—. ¿Es eso lo que has aprendido de mi filosofía? ¿La determinación de continuar la lucha contra las máquinas pensantes?
—No soy una pensadora —dijo Serena—. Yo sigo viviendo en un cuerpo humano, mi tiempo es corto y hay demasiadas cosas por hacer. No puedo limitarme a la contemplación, debo actuar.
Kwyna vibró en las yemas de sus dedos.
—Entonces eso es lo que debes hacer, Serena Butler. Debes actuar.
Serena pensó en todas las cosas que había intentado para fortalecer a su gente: caminar entre ellos, honrar a sus muertos, hablar a los refugiados heridos y nostálgicos, visitar campamentos, gastar lo que le correspondía de la fortuna de los Butler. El pueblo la amaba, pero ella quería mucho más.
En el exterior de la sala se produjo cierto revuelo; Serena rompió su conexión con Kwyna y sacó los dedos del electrolíquido. Se dio la vuelta y pestañeó a causa de la intensa luz que penetraba por las ventanas.
Vio a la serafina Niriem con los brazos rígidos a los lados, con su túnica blanca con adornos carmesí limpia y deslumbrante.
—Sacerdotisa Butler, hemos recibido un mensaje del exterior del sistema. La flota de la Yihad ha regresado de Anbus IV.
Serena sonrió. Xavier y Vorian volverían a casa.
—Ponte en contacto con el Gran Patriarca. Debemos preparar un recibimiento apropiado para nuestros héroes.
Xavier Harkonnen temía aquella prueba más que todas las batallas y todos los enemigos a los que había tenido que enfrentarse. Pero ahora que había vuelto a Salusa Secundus, no podía eludir su responsabilidad.
El deber, el honor y la responsabilidad eran parte de su carácter desde que recibió instrucción con la milicia salusana.
En cuanto la flota regresó a la capital de la Liga, Xavier cogió un semental salusano blanco y cabalgó hasta la propiedad del anciano Tantor, donde había pasado su infancia. No había dormido, pero no podía demorarse.
Con los años, la mayor parte de aquella gran mansión se había ido cerrando. El viejo Emil Tantor y su esposa Lucille habían acogido a Xavier cuando tenía seis años. Lo criaron como si fuera hijo suyo y con el tiempo lo adoptaron formalmente. Más adelante, inesperadamente, tuvieron un hijo propio.
Vergyl.
Xavier se casó con Octa y se instaló en la propiedad de los Butler; luego Vergyl se fue también para unirse al ejército de la Yihad. Seis años atrás, Lucille Tantor murió en un accidente de aviación, así que el anciano se quedó solo. Emil vivía modestamente, en uno de los edificios anexos más pequeños, donde unos pocos criados leales le servían.
Algún día todo aquello hubiese pertenecido a Vergyl. Ahora se convertiría en la casa de su viuda y sus hijos…
Xavier desmontó y ató el caballo a un poste ornamentado que había ante la fachada de la casa. Luego, con el corazón apesadumbrado y un nudo en el estómago, fue en busca del hombre a quien llamaba padre. La terrible noticia que debía darle seguramente lo destrozaría, pero no le haría ningún favor ocultándosela. Solo esperaba haber llegado antes de que Emil oyera los rumores.
Los serviciales criados, impresionados por el inmaculado uniforme verde y escarlata, le indicaron dónde encontrar a Emil: estaba sentado bajo un belvedere, rodeado de comederos para pájaros. Aquellas aves doradas revoloteaban en torno al dulce néctar, agitando sus alas como un borrón en el aire. Hacían compañía al anciano, que estaba leyendo un libro de leyendas e historia con encuadernación de cuero.
—Recuerdo cuando nos leías ese libro a Vergyl y a mí —dijo Xavier.
Emil le sonrió, y sus labios se distendieron dejando al descubierto sus dientes brillantes. Los cabellos del anciano eran como la nube de humo de una hoguera de madera verde. Su piel era oscura, profundamente arrugada por la edad, pero sus ojos marrones brillaban, no se veían deslucidos por el hastío. El hombre dejó el libro a un lado y se levantó con rapidez, con menos equilibrio del que él pensaba.
—Xavier, hijo mío. Qué sorpresa tan agradable. ¿Qué te trae…?
Entonces pareció comprender. El anciano intuyó algo en la apatía de Xavier: el terrible dolor que sentía en su interior. Emil reparó en el uniforme, en la postura rígida de Xavier, en la vacilación de sus ojos.
—Oh, no —dijo—. Mi hijo no.
—Hemos derrotado a las máquinas pensantes en la batalla por Anbus IV. Hemos evitado que el mundo caiga en poder de Omnius y que establecieran una nueva base en su avance por el territorio de la Liga. —Se le quebró la voz—. Pero cuando pensábamos que todo había acabado y que teníamos asegurada la victoria, un grupo de cimek nos atacó. Provocaron graves daños, y muchas muertes. Destruyeron ballestas y jabalinas. —Tragó saliva—. Y capturaron a Vergyl.
—¿Capturarlo? —Emil Tantor se animó, aferrándose a una tenue esperanza—. ¿Hay alguna posibilidad de que siga con vida? Sé sincero, Xavier.
Xavier apartó la mirada.
—Los humanos vivimos de la esperanza. Es lo que nos diferencia de las máquinas.
Pero lo cierto es que había luchado contra los cimek y los robots durante tantos años que conocía bien su precisión y su maldad. En su corazón, Xavier no tenía ninguna esperanza de que su hermano adoptivo pudiera salvarse. Pero incluso si no lo mataban y lo mandaban como esclavo a algún lugar remoto de los Planetas Sincronizados, ¿qué esperanza había de liberarlo?
—Me gustaría poder decirte que su muerte fue rápida, que no sufrió… —siguió diciendo Xavier, aunque la emoción casi ahogaba sus palabras—. Yo estaba allí, aunque demasiado lejos. No pude hacer nada para salvar a mi propio hermano.
Emil aceptó la respuesta en silencio, sin cuestionar que Vergyl jamás volvería. Estiró una mano fuerte y aferró a Xavier por la muñeca.
—¿Puedes decirme al menos si se enfrentó a la muerte con valentía?
Xavier asintió con lágrimas en los ojos.
—Eso te lo puedo asegurar.
Cogió al anciano del brazo y lo llevó con pasos lentos y dolorosos hacia la pequeña casa. Se sentaron en un banco, en el césped, y abrieron una de las botellas más antiguas que tenían de Mervignon para brindar en memoria de Vergyl.
—Tu hermano siempre te admiró, Xavier, siempre quiso ser como tú. Después de lo de Ellram, tuve que firmar una dispensa especial para que pudiera incorporarse al ejército cuando solo tenía diecisiete años. Tu madre tenía sus reservas y, aunque yo mismo temía por su seguridad, me daba mucho más miedo su decepción si trataba de retenerle. Sabía que trataría de entrar en la Yihad dijera lo que dijese, que mentiría si hacía falta, así que preferí asegurarme de que al menos tuviera la protección de llevar su verdadero nombre y su parentesco contigo.
—Tendría que haberle protegido mejor.
—Es… un hombre, Xavier. No podías mimarlo.
—No, supongo que no. —Su mirada se perdió en la distancia. Un colibrí dorado pasó zumbando ante su cara—. Durante los primeros años me aseguré de que lo destinaran a Giedi Prime para que supervisara la construcción del monumento en memoria de los soldados. Pensé que allí estaría a salvo.
—Tu hermano siempre quiso estar donde estaba la acción.
Xavier recordaba. En Giedi Prime, el brillante y prometedor cuarto Vergyl Tantor conoció a Sheel, se enamoró y se casó con ella a los veintiún años.
Emil tomó un sorbo de vino tinto y dejó escapar un suspiro largo y satisfecho.
—Supongo que ya tengo la excusa que necesitaba para traer a Sheel y a mis nietos aquí. Alguien tiene que hacerme compañía, y me hará bien oír de nuevo voces infantiles por aquí.
Xavier asintió.
—Me ocuparé de que vengan lo antes posible, padre, y te prometo… —Respiró hondo y volvió a empezar—. Y te prometo que volveré a casa siempre que pueda.
El anciano le sonrió y le dio unas palmaditas en la mano.
—Eso me gustará, Xavier. Ahora eres mi único hijo.
Incluso las victorias le pasan factura a un hombre.
Dicho de la Vieja Tierra
En el escenario descubierto de la plaza conmemorativa de Zimia, la imagen de los dos héroes de guerra recién llegados, uno al lado del otro, resultaba bastante chocante. Ambos vestían su uniforme de la Yihad y ambos tenían cuarenta y tantos, pero Xavier Harkonnen parecía mayor; en sus ojos cansados había patas de gallo y las sienes estaban canosas.
Vorian Atreides era totalmente distinto. No tenía una sola arruga y su cuerpo se veía ágil. Como hijo de Agamenón, había sido sometido a un doloroso proceso de extensión vital. Vor no era una persona corriente en ningún sentido.
También su carácter era diferente, y cada uno cumplía con sus responsabilidades a su manera, según sus propios esquemas. Los dos querían a Serena Butler, los dos habían ido a la guerra como oficiales de su Yihad. El rango y el estatus de ambos era casi el mismo, hasta en el número de medallas que llevaban en el pecho o las placas de recomendación que cada uno tenía en su despacho, si bien, técnicamente, Vor era un grado inferior a Xavier.
En aquellos momentos, mientras escudriñaba los rostros entre la multitud, Xavier sentía el peso de la edad y la experiencia sobre sus hombros. Caléndulas recién cortadas adornaban los numerosos monumentos, estatuas y altares improvisados dedicados a Manion el Inocente.
Para los ciudadanos de la Liga, la exitosa defensa de Anbus IV había evitado que las máquinas pensantes consiguieran un crucial puesto de apoyo más próximo a los territorios de la Liga. El Gran Patriarca Iblis Ginjo había decretado un día de festejos para recibir a los soldados a su regreso.