Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Cuando Venport abrió la pequeña tapa, Iblis miró el contenido, un polvo de un naranja rojizo, y metió la yema de un dedo en aquella sustancia. Al tacto le pareció sorprendentemente granulosa. Al levantar la vista, vio los globos de luz que flotaban sobre sus cabezas y recordó que aquellos populares productos también eran de VenKee, aunque había una tediosa y absurda disputa acerca de la patente.
El Gran Patriarca vaciló, mirando el polvo de especia que tenía en el dedo.
—Si no recuerdo mal, hace unos días, en la asamblea parlamentaria oí al senador Hosten Fru hablar de una disputa entre su empresa y el gobierno de Poritrin. Algo sobre los derechos de explotación de los globos de luz. ¿Es cierto?
Iblis tenía sus dudas sobre el savant Holtzman y su estirado patrocinador, lord Niko Bludd, pero hasta el momento Aurelius Venport le había parecido un hombre de negocios extraordinariamente astuto.
—Norma Cenva es una científica de gran talento que ha ayudado al savant Holtzman a conseguir fama y éxito. Y también es una buena amiga mía, aunque nuestra relación es… complicada. —Venport frunció el ceño, como si acabara de tragar algo con un sabor repugnante—. Norma ideó ella sola la tecnología de los suspensores utilizados en los globos de luz y la ofreció a mi empresa. Ahora que VenKee se ha gastado una fortuna en su desarrollo y comercialización en toda la Liga (a lo cual Poritrin no ha colaborado en absoluto), de pronto lord Bludd cree que tiene derecho a compartir los beneficios.
Otros invitados esperaban detrás de Venport para conseguir sus muestras gratuitas de melange, pero no interrumpieron la conversación con el Gran Patriarca.
Iblis sonrió.
—Aun así, la tecnología fue desarrollada en Poritrin, en los laboratorios de Holtzman, ¿no es cierto? Unos laboratorios que financia lord Bludd. El senador Fru defiende que el Consejo de Poritrin ha presentado documentos firmados por Norma Cenva que certifican que todo avance tecnológico conseguido mientras esté bajo las órdenes de Holtzman será propiedad del gobierno.
Venport suspiró y esbozó una sonrisa indulgente que sorprendió a Iblis.
—No dudo que el savant Holtzman la engañó para que firmara esas cesiones. No era más que una adolescente cuando empezó a trabajar con él. La joven está totalmente entregada a sus investigaciones y nunca… nunca ha entendido de política.
Iblis se miró el dedo. La piel le hormigueaba ligeramente.
—Entonces ¿cómo piensa resolver esto?
Venport no parecía excesivamente preocupado.
—Soy un hombre de negocios, señor. Siempre he sabido negociar acuerdos y mediar en disputas. Las circunstancias presentes requieren algo más de delicadeza, simplemente. Encontraré la manera. —Señaló con el gesto la especia del dedo de Iblis—. Pero no nos preocupemos por eso ahora. Estoy impaciente por saber qué opina de la melange.
Iblis se dio cuenta de que la gente lo miraba, consciente tal vez de su vacilación. No debía dar muestras de vacilación. Todo cuanto el Gran Patriarca hacía se examinaba y discutía con lupa. Se puso la melange en la lengua y cerró la boca.
Iblis se sintió… diferente. No habría sabido definirlo, porque nunca había experimentado nada igual. Su pulso se aceleró, se ralentizó, se aceleró y volvió a ralentizarse. ¡Qué sensación tan curiosa! Luego su pulso se ralentizó más aún y, en un estado de serenidad absoluta, casi pudo ver en su corazón y su mente. Apenas le salían las palabras.
—Sorprendente. ¿De… dónde… saca… esta… especia?
Venport le sonrió.
—Vamos, algún secreto tengo que guardar. —Ofreció a Iblis otra muestra de melange, y el Gran Patriarca la aceptó sin vacilar—. Créame —le dijo el hombre de negocios—, si se lo dijera, no le gustaría.
No contéis lo que habéis perdido, contad solo lo que aún tenéis.
Sutra zensuní del primer orden
Las caravanas de especia salían al anochecer, cuando el calor del día empezaba a remitir. En medio de la desolación de las profundidades del desierto, los grupos de recolectores del naib Dhartha no se molestaban en ocultar su presencia a posibles extraños. Tendrían que haber sido más listos.
Selim Montagusanos y sus seguidores llevaban días observándolos.
Oculto con sus hombres en las estribaciones rocosas, Jafar hizo señales con un espejo hacia el lugar donde Selim esperaba.
El legendario hombre estaba cómodamente agachado detrás de las rocas, más abajo, y Marha aguardaba junto a él, con los ojos muy abiertos. Ya hacía un mes que aquella mujer combativa se había unido a su grupo de forajidos, y no había dejado de sorprenderlo. Siempre estaba lista para oírle hablar de sus visiones y aprender. Y lo mejor de todo, obedecía sus órdenes sin cuestionarlas, y por tanto pasó la prueba. Si alguna vez Marha se sobreponía al respeto que le inspiraba aquella figura mítica y lo miraba, lo hacía con una intensidad y una inocencia que a Selim le llegaba al corazón.
Él creía que sería una buena incorporación para sus comandos, pero, aunque le sonreía y la animaba, no quería que se confiara demasiado, como le había pasado a Biondi. Quería que siguiera con él mucho más tiempo.
—Mira con atención y verás qué hacen. —Selim señaló con un gesto las figuras distantes que llevaban fardos y cargaban resistentes vehículos terrestres—. Le roban melange a Shai-Hulud y la venden a comerciantes extraplanetarios.
Marha se acurrucó en las sombras y observó con expresión seria mientras la caravana iniciaba la marcha.
—Yo he formado parte de grupos de trabajo como ése, Montagusanos. Las ratas acampan entre las rocas, pero durante el día corren por la arena, cogen especia y vuelven a toda prisa a la seguridad de las rocas antes de que los gusanos vayan a por ellos.
—Shai-Hulud defiende su tesoro —dijo Selim, y aunque sus profundos ojos azules parecían distantes, estaban llenos de energía—. Los zensuníes creen que los gusanos de arena son demonios, pero Shaitan hace mucho más daño con hombres como el naib Dhartha que todas las criaturas del desierto juntas.
A menudo, la gente que huía de sus diferentes asentamientos para unirse a la banda de forajidos traía noticias. La misma Marha le había proporcionado una información y unos consejos valiosos que le ayudaron a comprender algunas historias contradictorias que Selim había oído a lo largo de los años. Gracias a su éxito con la comercialización de la especia entre ricos mercaderes extraplanetarios, el naib Dhartha había conseguido unir cierto número de asentamientos zensuníes. Semejante comportamiento era un desafío a sus dogmas de aislamiento e independencia, pero Dhartha ofrecía a las tribus muchos beneficios, y agua. Y tenían la melange a su disposición.
Selim miró al grupo de trabajadores entrecerrando los ojos.
—¿Crees que Dhartha está entre ellos?
—El naib le ha dado la espalda al desierto —contestó Marha—. Su propio hijo, Mahmad, pasó casi dos años en Arrakis City, hasta que contrajo una enfermedad extraplanetaria en el puerto espacial y murió.
—¿Mahmad ha muerto? —preguntó Selim, recordando su lejana juventud con un profundo sentimiento de soledad. El joven al que él recordaba era de su misma edad. Pero, de seguir con vida, Mahmad sería un hombre de más de cuarenta años, como él. Mahmad había muerto lejos del desierto, en una ciudad corrompida por el comercio de la melange con los extraplanetarios. Sus labios esbozaron una mueca de disgusto—. ¿Y el naib Dhartha no se siente responsable?
Marha le sonrió con pesar. La cicatriz en forma de media luna de su ceja izquierda resaltaba sobre su piel morena.
—Te culpa a ti, Montagusanos. Te considera la causa de todos sus males.
Selim meneó la cabeza. Las visiones de Selim eran muy claras, la respuesta era evidente. Pero el naib no querría escucharle.
—Tenemos que hacer lo que sea para detener esta abominación, por el bien de todos.
Cuando las ratas de la especia llevaban los cargamentos de melange en caravanas como la que estaban vigilando eran vulnerables. En aquellos momentos, la caravana avanzaba lentamente sobre la tierra llana, al pie de las rocas. A pesar del zumbido de los motores de los vehículos terrestres y del laborioso grupo de personas que seguían los cargamentos, los gusanos de arena no se acercaron a las rocas.
Dos exploradores con destiltrajes de camuflaje se descolgaron entre las rocas hasta donde esperaban Selim y Marha. Eran tan silenciosos como sombras y Selim sonrió satisfecho.
—Jafar está en posición. —Uno de ellos se quitó el tubo respirador de la boca, desconectando el sistema interno de reciclaje de su atuendo del desierto—. Debemos actuar antes de que la caravana se aleje demasiado.
Selim se puso en pie.
—Haz la señal con el espejo. Id con cuidado, como siempre. No hay que matar a nadie si no es absolutamente necesario. Nuestra misión es darles una lección y quitarles lo que pertenece a Shai-Hulud. —Una parte de él deseaba matar al naib Dhartha, pero sabía que ridiculizarlo y minar su credibilidad era mucho más humillante.
Con un sonido hueco y estruendoso, una nube de polvo se elevó sobre la zona más elevada de rocas y una avalancha de piedra negra cayó rodando por el antiguo peñasco ante la lenta caravana.
—Ahora los detendremos. —Selim ya había echado a correr. Sus seguidores empezaron a salir de sus escondites entre las rocas y corrieron también, ocultándose en el paisaje marrón y negro.
Allá abajo, en la arena, los recolectores de especia detuvieron sus vehículos a una distancia segura de la riada de rocas. Antes de que supieran qué estaba pasando, Jafar y los otros los rodearon. Jafar llevaba una pistola maula. Los otros seguidores de Selim llevaban lanzas, armas que disparaban dardos y hasta hondas que permitían arrojar piedras a una velocidad mortífera.
Los zensuníes estaban asustados. Seguramente entre los fardos llevaban armas, pero la tropa curtida de Selim los rodeó tan deprisa que no tuvieron tiempo de cogerlas.
—Aquellos que osan robar a Shai-Hulud deben afrontar las consecuencias —dijo Selim.
—Bandidos —espetó una mujer escupiendo la palabra como una maldición.
Un joven, apenas un adolescente, miraba con ojos muy brillantes, aunque todavía no estaban totalmente azules por el consumo de melange.
—¡Es Selim Montagusanos!
—Soy Selim y hablo en nombre de Shai-Hulud. He tenido una visión de Budalá, y su verdad no puede negarse. La vergüenza caiga sobre vosotros, que ayudáis a traer la muerte a los gusanos de arena y acarrearéis la destrucción de Arrakis.
Miró los rostros cubiertos, observó los ojos oscuros y llegó a la conclusión de que el naib Dhartha no estaba entre ellos. Como había dicho Marha, el anciano líder de pelo entrecano ya no malgastaba su tiempo con los agotadores grupos de trabajo. Ahora prefería codearse con los mercaderes extraplanetarios.
Los forajidos empezaron a registrar los compartimientos de carga de los vehículos, a sacar paquetes de especia rojiza y pasárselos a otros, que subían con ellos por las rocas.
Con movimientos ágiles, como una liebre del desierto, Marha se acercó a una de las mujeres, que estaba tensa y tenía las manos y las ropas cubiertas de un fino polvillo marrón. Sonriendo, tiró de un círculo de metal que llevaba al cuello, una cadena tintineante de fichas de especia.
—¿Todavía no te has casado, Hierta? Quizá acabarás resignándote a ser una vieja solterona. —Se guardó las fichas en un bolsillo de su destiltraje y miró a Selim con expresión triunfal.
Hierta la miró con odio.
—¿Marha? ¡Traidora! Esperábamos que hubieras muerto en el desierto, pero has caído bajo el influjo de ese demonio, de ese loco.
—¿Loco? —respondió ella—. No está loco, es un iluminado.
—Vender especia a los extraplanetarios acarreará la ruina a este planeta. Los grandes gusanos perecerán, y con ellos morirá nuestra forma de vida —dijo Selim. Se colocó con gesto protector junto a Marha y cruzó los brazos sobre el pecho—. Por el momento es mi deber sagrado devolver a Shai-Hulud lo que le habéis quitado.
Sacó su daga lechosa y cristalina y la clavó en un saco de melange, dejando que el polvo se derramara como sangre seca sobre las rocas y la arena. Después de la avalancha inicial aún seguían cayendo piedrecillas de los peñascos.
—Ya está todo, Selim —dijo Jafar cuando sus hombres hubieron interceptado a todos los que trataban de huir y se llevaron los paquetes de especia.
No mataron a los recolectores de especia, ni siquiera les quitaron el agua o los vehículos. Las posesiones materiales no significaban nada para Selim. El desierto siempre proveía.
—Recordad lo que habéis aprendido aquí —dijo con voz atronadora—. ¿Cuántas veces tengo que enseñaros la misma lección?
Luego, siguiendo a Marha, los vigilantes del desierto treparon por las escarpadas formaciones rocosas y desaparecieron…
Mientras el resto del grupo de recolectores gemía y se lamentaba, un joven seguía mirando con admiración el lugar por donde se habían ido. Algunos de sus compañeros levantaban los puños y gritaban insultos a los forajidos.
Pero el joven Aziz no pudo evitar una sonrisa. ¡No esperaba llegar a ver en persona al Montagusanos! El gran hombre le había mirado a los ojos.
Como nieto del naib Dhartha, Aziz conocía bien las hazañas de Selim, aunque su abuelo lo describía como un villano. ¡Pero Selim y los suyos sabían montar a los gusanos! Y no habían hecho daño a nadie. Por mucho que dijera su abuelo, a él le parecían unos hombres valientes y extraordinarios que actuaban con la bendición de Budalá.
Aziz habría querido saber más de ellos.
El cobarde no luchará
El necio se niega a ver la necesidad.
El canalla se pone a sí mismo al frente de la humanidad.
Los zenshiíes son todas estas cosas.
P
RIMERO
X
AVIER
H
ARKONNEN
,
despachos militares sobre el terreno
Sin hacer caso del frío recibimiento de Rhengalid, Xavier Harkonnen estableció su base de operaciones en la ciudad de cuevas de Darits. Si quería culminar con éxito su misión no tenía elección. El estrépito de los saltos de agua llenaba el ambiente. Manchas rojas de algas caían con el agua como sangre oscura.
Los ancianos zenshiíes se habían retirado a sus casas en las cuevas. Aquellos fanáticos se obstinaban en negar el peligro, aunque Xavier les había mostrado las imágenes de los robots avanzando hacia su ciudad sagrada.