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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (99 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Los tlulaxa proporcionaron a Xavier una suite en un elevado complejo de viviendas fuera del perímetro de la ciudad de Bandalong, en medio de un laberinto de pasillos, balcones exteriores y pasarelas. En sus habitaciones había un mobiliario agradable y piezas de arte inusuales, pero el diseño básico parecía austero e industrial, y Xavier se preguntó si no habrían puesto la decoración allí por él.

Una vez terminada la ceremonia en las granjas de órganos, el interés de los tlulaxa y de Iblis Ginjo por Xavier se acabó. Todos juntos asistieron a un banquete en el que comieron platos especiados, acompañados por una conversación algo forzada. Después el Gran Patriarca despachó claramente a Xavier, aludiendo a su
fatiga a causa de la agotadora actividad de la jornada
, y propuso que se retirara a sus habitaciones a descansar el resto de la velada.

El quinto Paolo dormiría en una pequeña habitación cercana. La Yipol no tenía ningún trabajo para el joven, y el puerto espacial y las zonas comerciales de aquella sección suburbana no ofrecían mucha vida nocturna para un militar enérgico como él. El centro de Bandalong estaba cerrado a los extranjeros por supuestos motivos religiosos, aunque Xavier no consiguió que nadie le dijera nada concreto sobre ese tema.

En su habitación, Xavier no dejaba de pensar. Mentalmente se sentía cansado, pero físicamente no, y no quería dormir. No le gustaba tener que pasar tanto tiempo solo, sin nada que hacer, porque sabía que las dudas y las sospechas se cebarían con él.

Aunque Serena Butler había escrito tratados apasionados e Iblis Ginjo había publicado sus populares ensayos y unas memorias, Xavier nunca había sentido la necesidad de alardear de su vida o sus heroicos actos de campaña. A pesar de su importancia como militar, nunca se había molestado en documentar o justificar su trabajo para que las futuras generaciones pudieran leerlo. Prefería dejar que sus actos hablaran por sí solos.

Aquella noche, Xavier pasó horas y horas repasando los últimos escritos de Serena Butler. No encontró en ellos nada nuevo ni revelador, porque conocía sus pensamientos y sus argumentos muy bien. A pesar de ello, saboreó la cadencia y la poesía de sus palabras, como si le estuviera hablando directamente. Luego abrió los recuerdos que tenía de ella como si fueran un libro separado y guardado con mimo en su mente y pensó en las cosas tan notables que había hecho en su vida.

Una vida tan corta…

En ese momento oyó un ruido, unos golpecitos desesperados en la dura placa de la puerta del balcón, y vio con sorpresa que una sombra se movía en el exterior, la figura de un hombre.

Podía haber sentido miedo o recelo, pero venció la curiosidad. Cuando abrió la puerta del balcón, una brisa fría y acre le golpeó en la cara, y vio a su misterioso visitante, un hombre esquelético con la piel cenicienta, excepto allá donde había marcas de cicatrices. Solo tenía un ojo; el lugar del otro lo ocupaba un cráter horripilante. Unos tubos translúcidos salían de su cuello y estaban conectados a unos paquetes de un líquido gelatinoso que llevaba sujetos a la cintura.

De alguna forma, el hombre había conseguido aclararse con las pasarelas y se había descolgado hasta su balcón con ayuda de una cuerda mojada. Xavier no entendía cómo un hombre tan débil había conseguido reunir la fuerza para hacer algo así.

El desconocido temblaba como si estuviera agotado, o desesperado.

—Primero Harkonnen… te he encontrado. —Estuvo a punto de desplomarse por el alivio.

Xavier sujetó a aquel desventurado y lo entró a la habitación. Instintivamente, el primero habló en voz baja.

—¿Quién eres? ¿Sabe alguien que estás aquí?

El desconocido meneó la cabeza, y aquel esfuerzo resultó excesivo. La dejó caer sobre el pecho hundido. Aquel hombre parecía una colección de heridas y cicatrices. Pero no eran cicatrices de combate, eran cicatrices de operaciones. Xavier lo ayudó a llegar a una de las sillas.

—Primero Harkonnen… —El hombre se paraba para coger aire entre palabra y palabra—. Quizá no me recuerda. Serví junto a usted en Anbus IV, hace trece años. Yo dirigí uno de los destacamentos contra las máquinas pensantes. Soy el tercero Hondu Cregh.

Xavier entrecerró los ojos intentando recordar. Aquel oficial había preparado la segunda emboscada terrestre en una aldea zenshií, pero los lugareños sabotearon la artillería y dejaron a Cregh y a sus comandos indefensos ante el ataque robótico. Como le pasó a Vergyl.

—Sí, te recuerdo muy bien. —Sus cejas se juntaron—. Pero pensé que te habían reasignado a tu mundo de origen… Balut, ¿verdad? —aspiró por la sorpresa—. ¡Balut! ¿Y lograste sobrevivir al ataque?

—Balut fue mi hogar… en otro tiempo.

Xavier se inclinó hacia delante, con un montón de preguntas en la cabeza.

—Vi el informe táctico, las imágenes sumariales. ¡Qué terrible! Las máquinas pensantes lo destruyeron absolutamente todo, no quedó ni un alma… pero ¿cómo escapaste?

—No fueron las máquinas las que nos atacaron. —Hondu Cregh meneó la cabeza—. Eso es lo que querían que creyerais, pero no fue Omnius. Fueron Iblis Ginjo y los tlulaxa.

A Xavier casi se le paró el corazón.

—Pero ¿qué dices?

—Tengo que enseñarle una cosa, si mi cuerpo puede aguantar el esfuerzo. —Cregh alzó la cabeza, y su ojo, demasiado grande e inyectado en sangre, parpadeó—. Pero se lo aviso, correrá un grave peligro. No me agradecerá que se lo haya dicho.

—No me preocupa el peligro, ya no. —Xavier apretó la mandíbula—. Y si has tenido el valor de venir aquí en tu estado para hablarme, lo menos que puedo hacer es escucharte.

El tercero Cregh dejó caer la cabeza de nuevo, y los hombros.

—He venido porque ya no tengo nada que perder, primero. Estoy muerto. —Acarició los paquetes gelatinosos que llevaba sujetos a la cintura, tocó los tubos intravenosos que se introducían en su cuello y en su pecho. Su único ojo miró a Xavier—. Me han quitado los riñones y el hígado. Los tlulaxa me han conectado a sistemas y máquinas de soporte para que no me deteriore demasiado deprisa, mientras espero a que me extraigan el resto de órganos y miembros útiles.

Xavier no acababa de entender lo que le estaba diciendo.

—¿Cómo? Pero si tienen las granjas de órganos. Pueden cultivar lo que necesitan. ¿Por qué iban a…?

—Soy un donante de órganos… al estilo tlulaxa —dijo el hombre demacrado con una sonrisa espantosa. Se levantó de la silla y se sostuvo sobre sus piernas temblorosas—. Sí, los tlulaxa tienen granjas de órganos, pero son muy poco productivas. Pueden crear órganos muy caros en tiempo de paz, tal vez… pero no tienen ni de lejos la capacidad para satisfacer las exigencias de la Yihad.

—Pero ¡eso es imposible! —Xavier sintió que una profunda repulsión crecía en su alma—. Yo mismo llevo pulmones de esas granjas…

La cabeza de Cregh seguía cayendo, como si su cuello ya no tuviera fuerza para sujetarla.

—Quizá sí es cierto que sus pulmones proceden de uno de esos tanques, o quizá se los arrancaron a algún pobre esclavo que tenía tejidos compatibles. Cuando los veteranos y los heridos de la Yihad empezaron a pedir órganos sanos, los tlulaxa tuvieron que buscar fuentes alternativas. ¿Quién se iba a preocupar por unos pocos colonos y unos insignificantes esclavos budislámicos?

Xavier tragó con dificultad.

—Entonces ¿las granjas de órganos que Serena y yo visitamos eran un engaño?

—No, eran tanques funcionales, pero solo satisfacen una pequeña parte de las necesidades de la Yihad. Y los tlulaxa no querían perder un negocio tan importante y lucrativo. Los mercaderes de carne quieren que creáis en su progreso tecnológico y os venden los órganos a un precio exorbitante.

Lo peor de todo era que Xavier sabía que, de haber sabido la verdad desde el principio, muchos de los receptores de órganos los habrían aceptado igualmente. Es posible que incluso él lo hubiera considerado un mal necesario por el bien de la Yihad.

Cregh dio un suspiro, hondo y furioso.

—Así que cuando llegan pedidos, los tlulaxa extraen los órganos solicitados a gente que según ellos no sirve para ninguna otra cosa. Gente como yo.

Mientras trataba de asimilar lo que estaba oyendo, Xavier se preguntó qué papel tendría Iblis Ginjo en aquello.

—Y el Gran Patriarca… ¿está al corriente de esto?

El hombre entrecerró su ojo y lanzó una risotada.

—¿Que si lo sabe? Él lo creó.

112

La humanidad siempre ha buscado más y más conocimiento, porque lo consideraba una bendición para la especie. Pero hay excepciones, hay cosas que nadie tendría que aprender a hacer.

P
ENSADORA
K
WYNA
,archivos de la
Ciudad de la Introspección

Aturdido, Xavier siguió al tercero Cregh al estrecho balcón, que estaba muy alto, por encima de las calles del suburbio. La noche era húmeda y fría. Los dos avanzaron trabajosamente por barandillas, ayudándose con la cuerda, cruzando oscuros pasajes y pasos superiores. Xavier ayudaba al tercero siempre que podía.

Xavier estaba seguro de que habría guardias apostados a la puerta de su habitación y de la habitación del quinto Paolo. Esperaba que nadie entrara a comprobar si estaba allí antes de que hubiera tenido tiempo de ver lo que aquel soldado desesperado quería enseñarle. Y lo peor, esperaba que no hubieran puesto cámaras de vigilancia en la suite. Aunque ya era demasiado tarde para preocuparse por eso.

Durante la noche, la zona prohibida de la ciudad era oscura y siniestra.

—¿Vamos a entrar ahí? —preguntó Xavier a aquel veterano medio muerto. Hablaba en voz baja—. Es una zona de seguridad, está prohibido pasar…

—Hay maneras de entrar. Los tlulaxa tienen tan pocos visitantes extraplanetarios que ni siquiera conocen los puntos débiles de su sistema de seguridad. —Cregh aspiró emitiendo un sonido líquido y conteniendo visiblemente el dolor—. Pero sospecho que será más difícil entrar que salir. La mayoría de prisioneros, como yo, no tenemos mucha capacidad… ambulatoria. ¡Chis! Mire. —Y señaló.

Agachados, vieron pasar a tres tlulaxa, cada uno con un aparato electrónico. Cuando el camino estuvo despejado, Hondu Cregh se movió con rapidez entre las sombras, seguido por Xavier.

En un callejón abarrotado situado en el exterior de un edificio metálico del tamaño de un hangar, Cregh abrió una trampilla y se agachó. Los dos entraron por una rampa de suministro. Evidentemente, el esfuerzo era demasiado grande y doloroso para Cregh, pero no aminoró el paso.

En el interior de aquel gran edificio, el hedor a productos químicos y muerte era demasiado intenso incluso para Xavier, que tenía el sentido del olfato muy debilitado. Pero lo que vio le hizo desear haber perdido también la vista.

Las camas de confinamiento eran como ataúdes equipados con aparatos de diagnóstico y sistemas para mantener a aquellas figuras patéticas y quejumbrosas con vida bombeando líquidos en su interior. Aquel lugar cavernoso se extendía hasta donde alcanzaba la vista, bajo unas luces mortecinas.

Miles de cuerpos yacían atrapados. Especímenes vivos. Algunos no eran más que un tronco cortado, o las extremidades, que se mantenían frescas mediante inyecciones de nutrientes y líquidos, simples retazos de humanidad diseccionada. Otros cuerpos llevaban allí poco tiempo, y los tenían atados mientras les extraían los órganos y miembros uno a uno para satisfacer los pedidos.

Las verdaderas
granjas de órganos
.

Xavier respiró hondo conteniendo un sollozo, sintió náuseas. Mientras notaba el sabor del aire, se preguntó si a él también lo habrían salvado mediante el sacrificio de alguna víctima desconocida que había proporcionado un par de pulmones sanos.

La mayoría de cautivos tenían el pelo oscuro y la piel morena característicos de los budislámicos, como los de Anbus IV, o los rebeldes de Poritrin. Los zensuníes y los zenshiíes que aún tenían ojos, lo miraban con desesperación, con esperanza o con odio.

—Yo escapé de mi cama —dijo Cregh con voz achacosa—. Ya me han extraído casi todos los órganos vitales, así que no creyeron que pudiera sobrevivir fuera de este sitio… una hora o dos como mucho. Pero uno de los otros donantes murió y pude quitarle sus paquetes de nutrientes y estimulantes. Eso me ha dado la fuerza que necesitaba para salir y buscarle. Sabía que estaba aquí. Oí que dos de esos carniceros lo decían. —Aspiró hondo, como un fuelle que se hincha, y entonces tosió—. Tenía que morir… para que usted lo supiera, primero Harkonnen.

Xavier quería morir. Quería correr, pero sacó fuerzas de flaqueza y miró al horripilante superviviente.

—Pero ¿cómo te capturaron los tlulaxa? Pensábamos que tú y los otros colonos habíais muerto en Balut.

—La Yipol del Gran Patriarca y una docena de naves tlulaxa llegaron de noche y bombardearon la ciudad principal —dijo Cregh—. Lanzaron gases paralizantes que nos dejaron inconscientes y por eso no pudimos oponer resistencia. Igual que pasó en Rhisso. Mataron a algunos de los nuestros para poder repartir los cuerpos por las calles. Y a los demás nos llevaron con ellos. Destruyeron los edificios y no dejaron nada, salvo unos cuantos robots de combate destrozados que habían recogido en algún antiguo campo de batalla. La Liga dio por sentado que habían sido las máquinas.

Lo que estaba oyendo le mareaba. Finalmente, la debilidad venció a aquel hombre y cayó de rodillas.

—Así es como los tlulaxa consiguieron material fresco para sus granjas, e Iblis pudo dar un nuevo impulso contra las máquinas. Su gente lucha por la causa sin sospechar nada.

—Un plan abominable —dijo Xavier.

—Eso no es todo. Hizo lo mismo en Chusuk hace años, y en el planetoide minero de Rhisso. Y dentro de poco atacarán… Caladan. Debe detenerlos.

Xavier escuchaba con una creciente sensación de terror mientras el tercero hablaba entrecortadamente, como si se le estuviera acabando la batería. Finalmente se desplomó sobre el suelo, ya no le quedaban fuerzas. Xavier no entendía cómo había podido sobrevivir tanto rato sin sus órganos vitales —solo el corazón, la cabeza y las extremidades— y desconectado de aquellos complejos sistemas de mantenimiento que los tlulaxa utilizaban para que los órganos se conservaran en buen estado.

Xavier se arrodilló, le colocó el brazo sobre el hombro huesudo y se levantó. Trató de arrastrarlo con él, aunque sabía que ya no se podía hacer nada. Fue trastabillando entre las camas-ataúd y las mesas de disección, arrastrando al valiente soldado. Pero al final no pudo seguir. Hondu Cregh estaba muerto.

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