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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (98 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Durante largo rato, los ojos espía permanecieron en silencio, luego dijeron:

—Eso explicaría cualquier posible error. Si es que lo hay.

Erasmo insistió.

—Pensadlo, si estáis equivocado en algo tan simple como una cuenta, es posible que también os equivoquéis en algo mucho más importante, como el asunto de Serena.

Los ojos espía giraron en el aire, rodeando la cabeza reflectante del robot. Gilbertus se adelantó, escuchando; Erasmo se preguntó si querría protegerle.

—Quizá tendría que analizar y verificar tus sistemas —dijo Omnius—. Hay las mismas probabilidades, sino más, de que seas tú y no yo el que se equivoca. Lo mejor es limpiar todas tus pistas de circuitos gelificados, que nos ajustemos y empecemos desde los principios básicos. En unas décadas, volverás a desarrollar una nueva personalidad.

Erasmo consideró aquel inesperado giro de los acontecimientos. No deseaba que borraran sus pensamientos y su personalidad y lo sincronizaran con la supermente. Sería como… como morir.

—Primero dejad que repase mis cálculos, Omnius. —En lo alto de la montaña, Erasmo hizo un diagnóstico interno completo de sus circuitos y de nuevo sacó una cifra más alta. Finalmente, había llegado el momento de aplicar el conocimiento adquirido después de estudiar a generaciones y generaciones de humanos.

Así que mintió.

—Tenéis razón, Omnius. Ahora me sale la misma cantidad. Me había equivocado en mis cuentas. He borrado el error.

—Eso está bien.

Erasmo no pensó que aquello estuviera mal, aunque acababa de decirle a Omnius una mentira. No, lo había hecho por su supervivencia, otro rasgo muy humano. Debido a los problemas que podía acarrear la muerte de Serena Butler, el robot independiente sentía que los Planetas Sincronizados lo necesitaban más que nunca. Después de todo, de no ser por su rápida intervención cuando la actualización saboteada de Seurat contagió el virus a la supermente de Corrin, aquel planeta podría haber acabado convirtiéndose en un mundo de la Liga. Por supuesto, de paso había manipulado los datos, minimizando el papel que él había tenido en la subversión de los humanos de confianza que iniciaron la revuelta en la Tierra.

Con la práctica, Erasmo seguramente mejoraría en su uso de las técnicas humanas de mentir y racionalizar acciones. Asimilaba aquellos patrones de comportamiento por una buena razón. Si quería entender la mente humana, tenía que diseccionarla en su laboratorio y ser capaz de imitarla. A lo largo de la historia, los humanos habían logrado muchas victorias gracias a subterfugios. Ejemplo: el plan de la actualización.

Por desgracia, Omnius recordaría el incidente que acababa de producirse en el que él supuestamente se había equivocado en un cálculo y lo había corregido. La supermente seguiría analizando y cuestionando lo sucedido. Y aunque no tomara ninguna medida de forma inmediata, sus dudas pasarían a las actualizaciones que se entregaran a los otros Planetas Sincronizados, y en consecuencia los otros Omnius también procesarían y volverían a procesar el asunto. ¿Y si finalmente Omnius cumplía su amenaza de arrebatarle su independencia y la de otros robots independientes como él, haciendo que se amoldaran nuevamente a la rigidez de la supermente?

Tendré que hacer algo para evitarlo
—pensó Erasmo—.
Yo solo.

110

Debemos resistir la tentación de manipular el universo.

P
ENSADORA
K
WYNA
,archivos de la
Ciudad de la Introspección

Después de la ejecución de Serena, a Vorian Atreides no le sorprendió la rapidez con que Iblis Ginjo recuperaba protagonismo. Antes de aquel terrible suceso, la estrella del Gran Patriarca no había dejado de caer, sobre todo desde que Serena asumió un papel más activo en el Consejo de la Yihad. Iblis, siempre tan preocupado por sus intereses personales y acostumbrado al poder, seguramente no aceptó de buena gana aquella situación. Vor conocía muy bien a aquel antiguo capataz, y estaba convencido de que la idea de deshacerse de Serena de aquella forma tan espectacular había salido de él.

Ahora, el
apenado
Gran Patriarca disfrutaba animando a la gente a vengarse. Y por lo visto esperaba recibir más elogios por su cacareada misión a los planetas tlulaxa para animar a aquella raza reservada a entrar en la Liga de Nobles. Al acompañarlo en una nave diplomática a Tlulax, el respetado primero Harkonnen legitimaba la misión de Iblis, aunque Vor sabía que su amigo también tenía sus dudas sobre Iblis Ginjo.

Vor se quedó en Salusa, nervioso e impotente. Vidad y sus compañeros pensadores de la Torre de Marfil llevaban meses en Zimia, interfiriendo ingenuamente en la Yihad y en la política de la Liga. Finalmente, cuando los furiosos representantes y la muchedumbre arremetió contra ellos, hicieron los preparativos para volver a su fortaleza entre glaciares, en Hessra. Sus subordinados, inquietos y confundidos por el martirio de la sacerdotisa, se prepararon para partir, felices y sin la menor duda de volver a su aislamiento.

Pero antes de que se fueran de Salusa Secundus, Vor tenía que hablar con aquellas mentes sin cuerpo y, por lo visto, también sin entendederas. Los pensadores de la Torre de Marfil se consideraban filósofos iluminados. Pero en realidad no parecían más que unos necios obcecados y antiguos.

Nadie trató de detener al primero Atreides cuando entró a grandes zancadas en la biblioteca cultural fortificada. Los pensadores permanecían allí, mientras sus subordinados copiaban documentos casi olvidados de antiguos tratados filosóficos y manifiestos escritos durante los años en que Vidad y los demás habían estado recluidos. Vor entró solo en las espaciosas salas de datos, a pesar de los entusiastas yihadíes que se ofrecieron a acompañarle.

Seis subordinados lo recibieron en la cavernosa biblioteca, en pie junto a los pedestales donde descansaban los contenedores cerebrales de los pensadores.

—Primero Atreides —dijo Keats, el principal de los subordinados, con expresión preocupada y vacilante—. Vidad ordena que partamos enseguida. Durante el viaje de regreso a Hessra y después tendremos mucho que debatir con nuestros amos.

—Ya me lo imagino, porque yo también tengo bastantes cosas que discutir con Vidad. —En su voz se palpaba una intensa ira que sorprendió a los subordinados.

Vor había recordado las cosas oscuras que aprendió —y que creyó estúpidamente— a raíz de la lectura de las memorias de Agamenón.

En lo alto de sus pedestales, los cerebros desprovistos de cuerpo flotaban en el electrolíquido azulado.

—Como pensadores, estamos deseando discutir asuntos importantes —anunció uno de los legendarios cerebros a través de un simulador de voz—. La iluminación aumenta mediante el intercambio de opiniones e información. Vorian Atreides, eres un hombre experimentado, aunque eres mucho más joven que ninguno de nosotros.

—Con la edad llega también la fosilización mental —dijo Vor—. Vuestro intento de lograr la paz es una vergüenza para todos los pensadores, un insulto a las capacidades de los de vuestra especie.

A lo subordinados les asombró que aquel antiguo lacayo de las maquinas pensantes hablara de aquella forma tan ofensiva. En cambio, aunque los contenedores llenos de fluido brillaron por la actividad mental, los pensadores no parecían excesivamente preocupados.

—No eres realmente consciente de lo que ha sucedido, primero Atreides. Eres incapaz de comprender los detalles más sutiles.

—Entiendo que vuestro ingenuo optimismo ha provocado una situación muy peligrosa, como si fuerais niños inmaduros jugando con los asuntos de los mayores. Habéis tomado una decisión estúpida que ha costado la vida a la mujer más grande que jamás ha existido.

Vidad no parecía alterado.

—Serena Butler nos pidió que nos comunicáramos con las máquinas pensantes. Su propósito era encontrar una forma de poner fin a la Yihad. Si hubiera seguido nuestro plan, las hostilidades entre máquinas y humanos habrían cesado. Creemos que Serena Butler provocó intencionadamente a Omnius para que actuara violentamente. De lo contrario las máquinas no habrían respondido de esa forma.

Vor meneó la cabeza y apretó los dientes.

—¿Cómo es posible que hayáis vivido tanto tiempo y entendáis tan poco? Una guerra no puede detenerse sin más, debe resolverse en un sentido o en otro. El motivo que hay detrás de la Yihad de Serena Butler no desaparecerá porque vosotros decidáis ignorarlo, o porque la gente esté cansada de luchar. De haber triunfado, vuestro plan nos habría llevado al borde de la extinción.

El pensador meditó, luego dijo:

—Estás siendo irracional, Vorian Atreides, al igual que la mayoría de la humanidad.

—¿Irracional? —Vor lanzó una risa amarga—. Sí, eso es lo que los humanos hacemos mejor, y quizá sea lo que nos permita conseguir la victoria.

—Si vives lo suficiente, quizá algún día llegarás a valorar la profundidad de nuestra sabiduría.

Vor meneó la cabeza.

—Si lo meditas bien, Vidad, quizá acabarás por comprender que te estás engañando.

Vor se volvió para marcharse, furioso, consciente de que no serviría de nada seguir discutiendo con aquellos pensadores sin cuerpo físico que se habían distanciado de las realidades y las necesidades de la humanidad. Cuando ya salía de la sala, por encima del hombro dijo:

—Regresad a Hessra y quedaos allí. No intentéis volver a ayudarnos.

111

Mi mayor error ha sido creer que yo tomaba mis propias decisiones. A veces, ni el hombre más perspicaz es capaz de ver los hilos que lo controlan.

P
RIMERO
X
AVIER
H
ARKONNEN
,
carta privada a Vorian Atreides

Los representantes tlulaxa dieron la bienvenida a un sonriente Iblis Ginjo, que salió de su lanzadera diplomática acompañado por guardias de la Yipol y ayudantes. Los políticos y los ancianos del lugar habían hecho numerosos negocios con Iblis, pero nunca fueron registrados oficialmente. Al llegar, el Gran Patriarca hizo sutiles gestos y cruzó miradas de connivencia con el mercader Rekur Van y sus colegas. Varios guardias y ayudantes de la Yipol se ausentaron para ocuparse de asuntos secretos, como ya habían acordado. Los tlulaxa habían hecho exenciones especiales para Iblis.

En la pista de aterrizaje, los tlulaxa también recibieron al veterano Xavier Harkonnen —un testimonio viviente de sus hazañas biológicas— con todos los honores. Él permaneció rígido como una estatua, sin dejar que se trasluciera la agitación de su interior.

Solo uno de sus ayudantes de bajo rango lo acompañaba, el quinto Paolo. El joven Paolo miraba al veterano con expresión soñadora, porque lo veía como una leyenda, no como un hombre de carne y hueso que había cometido errores y guardaba muchas penas en su corazón. Xavier no necesitaba que lo adularan; el devoto y joven quinto seguiría sus instrucciones sin mostrarse excesivamente servicial.

Rekur Van y los otros representantes del planeta ofrecieron una ceremonia en las granjas de órganos de la ladera. Xavier permaneció en pie en aquel extraño bosque tecnológico, bajo el sol de Thalim, recordando la vez anterior que estuvo allí.
Con Serena.
Los contenedores con forma de árbol tenían frutos hinchados y artificiales: diferentes órganos clonados y modificados, todos con etiquetas con extrañas letras.

Rekur Van se deshacía en sonrisas y enseñaba sus dientes afilados al tiempo que extendía los brazos para señalar la riqueza biológica de sus granjas de órganos.

—Primero Harkonnen, es un placer verle. Tlulax se siente honrado por su visita. Con los pulmones de cultivo que lleva en su pecho, es usted el mejor ejemplo de lo que nuestra maravillosa sociedad puede ofrecer a la Liga.

Xavier asintió, pero no dijo nada. Permaneció firme y respiró hondo, y al hacerlo notó cierto olor a productos químicos.

Desde su visita al planeta, el doctor Rajid Suk había seguido con sus experimentos, atraído por las posibilidades que ofrecía la clonación de especímenes médicos, aunque sus intentos habían sido un fracaso. Solo los genios de la genética de Tlulax habían sido capaces de proporcionar el suministro constante de órganos perfectos y compatibles que el ejército de la Yihad necesitaba desesperadamente.

Cuando Iblis subió al estrado, su rostro anguloso estaba lleno de satisfacción.

—En esta ocasión vamos a hacer realidad uno de los sueños más importantes que Serena Butler compartió con nosotros. Era su ferviente deseo que los tlulaxa formaran parte de la Liga. Aunque esta misión resulta muy dura después de su trágica muerte, os prometo que no dejaré que los sueños de nuestra amada sacerdotisa mueran con ella.

»Por tanto, me complace aceptar a Tlulax como planeta de la Liga, y doy la bienvenida al pueblo tlulaxa como socio en los negocios y como aliado. Vuestros científicos nos proporcionarán unos productos vitales en estos tiempos en que, sin duda, para lograr nuestro objetivo sagrado habrá muchos más heridos. La Yihad está entrando en una nueva etapa más gloriosa.

El Gran Patriarca demostraba una gran alegría, una energía y un optimismo ilimitados. Había conservado su salud y su vitalidad gracias al consumo masivo de la especia que importaba Aurelius Venport, la melange, una sustancia exótica que seguía siendo muy popular entre los nobles más importantes de la Liga.

En cambio, Xavier no dejaba de sentir sobre sí el peso de los años y de sus tragedias. El primero observaba a los extraños tlulaxa —todos hombres— que habían acudido al evento. No se veían mujeres por ningún lado. Aunque no había nada que pudiera considerar directamente sospechoso, se sentía como si acabara de meterse en la guarida de unos predadores. Los dientecitos afilados y los ojos negros de roedores de aquella gente aumentaban esa impresión.

En los oscuros ojos de Iblis Ginjo se reflejaba una secreta sensación de triunfo. Sus oficiales de hombros anchos estaban junto a él, observando a la multitud, vigilando. Solo el joven quinto Paolo parecía aceptar aquella celebración por lo que parecía.

—Hemos garantizado la privacidad de los tlulaxa, y respetamos su deseo de restringir las visitas del exterior —siguió diciendo el Gran Patriarca—. Aun así, los recibiremos como hermanos en la lucha sagrada contra las máquinas pensantes.

Xavier seguía ante las granjas de órganos, observando las masas de tejido cuidadosamente cultivado. Respiró hondo y notó cómo el aire penetraba en sus pulmones, que habían salido de unos tanques similares hacía cuatro décadas. Su mirada se detuvo en los globos oculares que flotaban en unos contenedores con unos nutrientes oscuros. Todos parecían mirarle como fantasmas acusadores.

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