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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (75 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Dentro de un siglo más o menos, si seguía haciendo progresos, quizá reconsideraría la idea. De momento, prefería dedicar su tiempo a jugar alguna partida ocasional de
fleur de lys
con sus hombres. Haría historia a través de sus actos, no mediante ningún documento escrito.

Durante las horas que pasaba solo en su camarote, Vor se entregaba a menudo a recuerdos agradables, y se imaginaba a sí mismo llevando una vida diferente. Normalmente, la primera persona que le venía a la cabeza era Leronica Tergiet, de Caladan. Aquella mujer le había llegado al corazón.

Hasta entonces nunca se había permitido sentir esa clase de compromiso ni de proximidad emocional con nadie, pero Leronica le hacía desear ser alguien distinto, alguien sin obligaciones ni responsabilidades de importancia cósmica, un hombre sencillo que pudiera ser un esposo y un amigo. Vor no se arrepentía de ser quien era, ni de sus logros; sabía que había defendido la población de planetas enteros, pero habría sido bonito ser un insignificante soldado de a pie llamado Virk.

Hasta el momento, sus obligaciones con la Yihad habían impedido que viajara discretamente a Caladan como él quería. Enviaba cartas a Leronica con los yihadíes asignados a la estación de seguimiento, e incluso algún regalo ocasional. Pero nunca recibía respuesta. Ni siquiera estaba seguro de que Leronica pudiera hacerle llegar sus cartas. Con una profunda desolación, Vor se dio cuenta de que seguramente ni siquiera se acordaba de él.

Una mujer como ella seguramente ya habría elegido un marido y tendría una familia. Si era así, al menos esperaba que lo recordara con afecto.

Aunque lo había pensado a veces, sabía que no estaba bien que se presentara allí y perturbara la felicidad que hubiera podido conseguir en su vida. Algún día volvería a Caladan y lo averiguaría por sí mismo.

Entretanto, durante los largos y solitarios viajes interestelares, él seguía escribiendo extensas cartas y se las enviaba a través de mensajeros. Sabía lo mucho que le gustaba oír hablar de otros planetas y otras gentes. Además, aquello hacía que Leronica siguiera en su pensamiento y que se sintiera un poco menos solo.

Afortunadamente, las exigencias de la guerra hacían que el tiempo pasara deprisa. Quizá la vería antes de lo que esperaba. El pulso se le aceleraba solo de pensarlo. ¿Era posible que Leronica le estuviera esperando?

Vor seguía caminando entre las ruinas de Chusuk; con el corazón apesadumbrado observaba aquella terrible devastación. Las máquinas habían sido excesivamente concienzudas, aunque de una forma bastante… ineficaz. Los ejércitos robóticos no tenían necesidad de causar tantos daños solo para conseguir un objetivo.

Uno de los cuartos que iba al frente de un escuadrón de reconocimiento se acercó para informar.

—Primero Atreides, hemos contado los cuerpos. No habrá más de cien.

—¿Cien? Es muy poco para una colonia de este tamaño. ¿Los otros se desintegraron durante el ataque?

—El perfil de destrucción hace pensar que no, señor.

Vor frunció los labios, todavía perplejo.

—Seguramente se los han llevado como esclavos para que sustituyan a los que han muerto en las revueltas. Compadezco a esos pobres desgraciados. —Entonces se irguió y alzó el mentón—. Debemos terminar cuanto antes. Tomad todas las imágenes que haga falta. Volveremos enseguida a Salusa Secundus. Debo informar a la sacerdotisa de lo que ha pasado aquí.

La expresión del cuarto se volvió decidida.

—En cuanto ella vea las imágenes encenderá a la gente. Las máquinas pensantes se arrepentirán de haber hecho esto en una de nuestras colonias.

El oficial corrió a reunir a sus hombres. Vor intuyó que la chispa de Chusuk haría que aquella lucha fuera aún más fanática y terrible.

En aquellos momentos, deseó más que nunca poder estar en Caladan, en los brazos de Leronica…

79

En el banquete de la vida, nuestras actividades cotidianas son el plato principal, y el postre lo componen nuestros sueños.

S
ERENA
B
UTLER
,
Manifiestos de la Yihad

No habían pasado más de cuatro meses desde que Vorian Atreides y los ingenieros yihadíes se habían marchado de Caladan cuando Leronica Tergiet accedió a casarse con un hombre que la había cortejado sin éxito durante años.

Ella fue una de las dieciséis mujeres a las que aquellos bulliciosos soldados dejaron embarazadas. Pero no se avergonzaba, al contrario; cuando su padre trataba de consolarla, ella reía discretamente. Mientras el contingente de técnicos de Vor estuvo destinado en el pueblo, Brom Tergiet estuvo en alta mar, hacia el este, así que no sabía que su hija había pasado tanto tiempo con aquel hombre.

Cuando el embarazo fue demasiado evidente para negarlo y estuvo segura de que ya no podía abortar, Leronica se lo confesó a su padre. Brom Tergiet no dijo nada, siguió sentado en el muelle, reparando diligentemente sus redes de pesca. No miró a los ojos orgullosos e imperturbables de su hija. Se limitó a menear la cabeza, como si no se lo pudiera creer y estuviera disgustado.

—Oh, papá, todos sabemos cómo van estas cosas —dijo Leronica, en parte divertida por la reacción de su padre—. Soy muy feliz por haber podido estar con Virk, y acepto todo lo que haya podido dejarme, incluido un hijo.

Sin embargo, Leronica no reveló a nadie la verdadera identidad del oficial, ni siquiera a su padre. Ahora que sabía que tendría un hijo suyo, el secreto era más importante que nunca, y no quería poner a su bebé en peligro.

—Estarás sola, Leronica —le advirtió el hombre—. Ese soldado nunca volverá, ni por ti ni por su hijo.

—Oh, eso ya lo sé —dijo ella sin inmutarse—, pero tengo su recuerdo, y las historias que me contó sobre lugares exóticos. Con eso tengo bastante. ¿Preferirías que fuera una mujer débil y que me pasara el día lamentándome y llorando por mi situación? Me gusta mi vida y mis circunstancias. Preferiría contar con tu apoyo, pero si hace falta puedo arreglármelas sola. Puedo seguir trabajando hasta que salga de cuentas, y solo me tomaré unos días libres para el parto.

—Siempre has sido muy independiente —dijo Brom con una sonrisa. Entonces se puso en pie, dejó las redes enredadas sobre las tablas descoloridas y gastadas del muelle, y la abrazó, diciéndole con sus caricias y sus gestos lo que no sabía decir con palabras—. Después de todo, lo que importa es el bienestar de mi nieto.

En realidad, dada la escasa población de Caladan, los pueblecitos costeros recibían con los brazos abiertos la llegada de hijos que aportaran sangre nueva al linaje local. Los yihadíes aportarían una nueva generación de vitalidad a aquella región apartada y a menudo olvidada.

Así pues, sin hacerse ilusiones de que Vorian Atreides volviera y se la llevara de Caladan, porque sabía que eso no pasaría, Leronica decidió que lo mejor era buscar un marido dispuesto a criar a aquel hijo como si fuera suyo.

Kalem Vazz era un soltero tranquilo y diligente, diez años mayor que Leronica. Desde que la joven había alcanzado la mayoría de edad, Kalem la había pedido en matrimonio tres veces. Ella siempre lo rechazaba, no por despecho o porque quisiera jugar con él, sino porque ya tenía bastante cuidando de su padre, la taberna y los botes de pesca, para tener que preocuparse también por un marido. Pero ahora su vida había cambiado.

Después de decidirse, una mañana Leronica fue a casa de Kalem muy temprano, antes de que saliera en el barco de pesca. Eligió un pulcro vestido, cubrió sus rizos con un pañuelo y se puso una gargantilla de coral finamente trabajado.

Llamó a la puerta y Kalem abrió; se estaba metiendo a toda prisa una segunda camiseta que le protegería del frío de alta mar. Parecía sorprendido y tenía ojos de sueño, pero no se puso a charlar del tiempo; sabía que si Leronica había ido a verle era por algo importante.

—Me habías pedido que fuera tu mujer —dijo ella—. ¿Sigue en pie la oferta, Kalem Vazz, o ya has dejado de esperarme?

El rostro cuadrado de aquel hombre perdió quince años de golpe cuando le sonrió, sorprendido. El embarazo ya empezaba a notarse, pero Leronica no creía que se hubiera dado cuenta.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—Hay ciertas condiciones —le dijo, y entonces le habló del bebé. Él se lo tomó bien, hizo ciertos comentarios de apoyo y se mostró comprensivo. Finalmente dijo—: Si quieres ser mi marido, tendrás que aceptar hacer de padre del hijo de otro hombre. Aparte de eso, no te pido nada, y te prometo ser la esposa que esperas.

Sabiendo que Kalem había entendido la situación y que no lo estaba engañando, Leronica esperó su respuesta a aquella propuesta sobre la que construiría su vida. Ya había disfrutado del amor, y siempre guardaría el recuerdo de Vor en su corazón, pero aquello no tenía relevancia en las circunstancias actuales.

—¿Y si vuelve? —preguntó Kalem.

—No volverá.

Él la miró fijamente, y los dos supieron que la respuesta no era satisfactoria.

—Si volviera —preguntó él—, ¿irías corriendo a sus brazos? O, peor, ¿te negarías a hacer algo así y te quedarías conmigo, pero te pasarías el resto de tu vida preguntándote si habías hecho bien?

—La marea puede subir o bajar, Kalem, pero ¿de verdad crees que mi corazón es como la espuma y que la corriente lo arrastra a donde quiere? Cuando hago una promesa, la mantengo.

Kalem apretó los labios, como si estuviera considerando un negocio, pero Leronica vio que sus ojos brillaban ante aquel cambio inesperado de la fortuna.

—Antes, yo también quiero pedirte una cosa.

Ella lo miró fijamente, con las manos en las caderas, preparada para entrar en los detalles de la negociación.

—Si ese soldado tuyo de verdad se ha ido y aceptas casarte conmigo, entonces nunca debes deshonrarnos, ni a mí ni a él, comparándonos en ningún aspecto. —Kalem cruzó sus manos grandes y callosas—. Sé que no soy un hombre perfecto, y que no puedo quitarte tus recuerdos. Pero el tiempo que pasaste con él es solo un recuerdo, y en cambio yo soy real. ¿Podrás vivir con eso?

Leronica no vaciló ni por un momento.

Así que se casaron, en una de las dieciséis ceremonias apresuradas que se celebraron en los pueblecitos pesqueros. Entre los novios, pocos eran los que parecían preocupados; al contrario, no acababan de creer su buena suerte al haber podido conseguir esposas atractivas que siempre habían estado fuera de su alcance.

En las semanas que siguieron, Kalem Vazz siguió trabajando en su barco pero junto con el de Brom Tergiet. Y, sumado a los ingresos de la popular taberna, Leronica y sus dos hombres pudieron vivir relativamente bien.

Era lo mejor que podía esperar en Caladan, aunque por las noches, cuando estaba en la cama junto a Kalem y sus dedos recorrían su vientre cada vez más voluminoso, pensaba en los lugares lejanos y maravillosos de los que Vor le había hablado.

Leronica permanecía tumbada en silencio, mirando por la ventana abierta al cielo estrellado, y pensaba en Vorian Atreides, que estaba tan lejos. En aquellos momentos, él estaría luchando contra malvados robots, capitaneando grandes naves, y puede que incluso pensara en ella de vez en cuando. Un guerrero tan guapo y arrojado… Y suspiraba.

A veces se daba la vuelta y veía a Kalem, despierto e inmóvil, con los ojos abiertos y brillantes —¿eran lágrimas?—, pero él no decía una palabra y jamás hizo nada que indicara que sabía lo que Leronica estaba pensando. Nunca le preguntó el nombre de su soldado, y Leronica se alegró de no tener que mentir para mantener la promesa que había hecho a su amante. Aquel hombre bueno y trabajador parecía totalmente satisfecho con lo que tenía, y Leronica trató de sentir lo mismo.

Los dos sabían que el yihadí nunca volvería.

Cuando llegó el momento, Leronica dio a luz a dos gemelos sanos que insistió en llamar Estes y Kagin, por los dos abuelos de su marido. No quería que nada los relacionara con el nombre de Vor. Todos los lugareños resaltaron el parecido que los niños tenían con Brom Tergiet —cosa que hizo que el pescador se sintiera henchido de orgullo—, aunque algunos de sus compañeros bromearon diciendo que con un poco de suerte no tendrían su espantosa risa de caballo.

Sin embargo, cada vez que miraba a sus hijos, Leronica veía en ellos un eco del oficial aventurero y de cabellos oscuros que le robó el corazón y luego desapareció en el espacio.

Fiel a su palabra, Kalem Vazz fue un marido leal, un trabajador incansable y un padre atento. Se desvivía por los niños, y jamás dejó traslucir que no eran suyos. Su amor por los niños era más importante que la sangre que llevaran por sus venas.

Dos años después de que Vor se fuera, Leronica ya no sentía tristeza, solo una curiosidad melancólica por saber qué hacía, si estaba bien. Por primera vez en su vida, empezó a prestar atención al desarrollo de la Yihad, y seguía las noticias de las batallas más importantes.

Al menos una vez al mes, Kalem y su padre salían con los barcos a las fértiles aguas de los arrecifes más alejados. Entonces, Leronica dejaba a los gemelos con una vecina, tomaba prestado uno de los vehículos de metano del pueblo y viajaba hacia el norte, por la accidentada carretera de la costa, hasta la estación militar de seguimiento que había establecido allí el ejército de la Yihad.

Un puñado de soldados vivían en los barracones prefabricados y se encargaban de la estación. De vez en cuando, dos o tres iban por el difícil camino hasta el pueblo para comprar pescado fresco y provisiones; otras veces, Leronica les enviaba comida de las cocinas de la taberna, y la cambiaba por información sobre la guerra contra Omnius.

La presencia de Leronica se convirtió en algo habitual en los puestos de control que había bajo las torres que conectaban la red de satélites que rodeaban Caladan. Cerca del puesto había un claro donde hasta no hacía mucho las lanzaderas despegaban y aterrizaban regularmente, y con el tiempo quizá se convertiría en un puerto espacial en toda regla, aunque por el momento rara vez se utilizaba.

Los yihadíes creían erróneamente que Leronica tenía interés en la política y la táctica militar, y le daban copias de los mejores discursos de la sacerdotisa Serena Butler y los mítines del Gran Patriarca Iblis Ginjo. Pero lo cierto es que se moría por oír lo que fuera sobre el primero Vorian Atreides, aunque tuvo mucho cuidado de no decirle a nadie que lo conocía.

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