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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (74 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Mientras Chamal permanecía en pie a su lado bajo el cielo estrellado, Ishmael abrazó a cada uno de aquellos decididos voluntarios. Partieron en dirección opuesta a la que tomó Rafel con la nave de reconocimiento, aprovechando el frescor de la noche. Ishmael siguió sus sombras mientras descendían por el lado de la montaña hacia la interminable extensión de dunas.

Ahora, cuando faltaba una hora para que amaneciera y las dos lunas llenas iluminaban la arena como si fuera mediodía, Ishmael miró hacia el silencioso horizonte. Los laboriosos exploradores aún no se habrían alejado tanto como para que no los viera.

Todos dormían profundamente e Ishmael no quiso molestarlos. Esperaba que una apacible noche de sueño los preparara para otro día difícil. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, distinguió las diminutas figuras encaramándose a una duna particularmente alta.

Vio que gateaban, presas del pánico. La duna pareció desintegrarse, mientras unas ondas trémulas la recorrían, hasta que un enorme hoyo se abrió bajo los pies de los exploradores. Y entonces vio una figura sinuosa que se elevaba, más grande y terrorífica que nada que hubiera podido imaginar.

Cuando llegó la mañana, no había rastro de los hombres.

¿Qué clase de lugar es este?
Parecía estar más allá de la imaginación de cualquiera, más allá de sus peores pesadillas.

Ishmael decidió no contar lo que había visto, ni siquiera se lo dijo a Chamal. Los demás podían seguir rezando para que aquel segundo grupo volviera con ayuda. Ishmael no quería mentirles, pero al menos dejaría que tuvieran alguna esperanza. La esperanza no les costaba nada.

A pesar de las austeras y rigurosas medidas que Ishmael impuso, las provisiones de la nave casi se habían agotado. Arrakis no tardaría en acabar con todos ellos.

Más de una tercera parte de los zensuníes que habían escapado de Poritrin ya habían muerto de hambre, de sed o por la exposición al sol. Algunos habían muerto tratando de encontrar ayuda; otros, simplemente, se habían rendido y habían muerto en silencio mientras dormían.

Los pocos zensuníes que tenían conocimientos técnicos recorrieron la nave de arriba abajo y manipularon los motores con trozos sueltos de metal y con tubos para crear sistemas innovadores para destilar y reciclar el agua, e incluso para convertir parte del combustible y del líquido refrigerante en un líquido potable, aunque el sabor fuera asqueroso. También lograron construir un tosco transmisor para enviar señales de alerta a cualquier artefacto que volara por el planeta, pero las señales no parecían llegar a ningún sitio. Por lo visto, las frecuentes tormentas de arena provocaban una intensa ionización de la atmósfera que creaba interferencias.

O quizá nadie quería ir en su ayuda.

En los momentos de mayor desesperación, Ishmael oyó que algunos de los supervivientes hablaban de comer la carne y aprovechar el líquido de los muertos, pero él se opuso terminantemente.

—Es preferible renunciar a nuestra vida que a nuestra humanidad. Budalá nos ha enviado aquí por una razón. Esto es una prueba, o un castigo, una forma de seleccionar a los que de verdad son fieles. ¿Qué sentido tiene sacrificar nuestra alma por una comida si mañana volveremos a estar hambrientos?

Morirían siendo libres… pero morirían.

Cada noche Ishmael comulgaba con los sutras, recitaba versículos y buscaba un significado más profundo a todo aquello, pero no encontraba respuestas. ¿No había forma de que alguien pudiera rescatarlos? ¿No había ningún aliado que los zensuníes pudieran encontrar en Arrakis? No, pensó Ishmael con una profunda desazón, si había un pueblo lo bastante duro para sobrevivir en aquella tierra yerma, seguramente no recibiría a los extraños con los brazos abiertos.

Cada día, durante las horas más soportables del amanecer y el anochecer, los refugiados se dispersaban y buscaban entre las piedras y las grietas de aquella península de roca. Encontraron vegetación dispersa, líquenes, y unos cuantos lagartos; en una ocasión, un jovencito derribó a un pájaro carroñero con una piedra. Cazaban todo lo que podían, incluso escarabajos y centípedos. Cada pizca de proteína y humedad era un instante más de vida, un precioso aliento más.

Pero poco más podían hacer.

Cuando las sombras empezaban a caer en otra de aquellas despejadas noches del desierto, Chamal vio cierto movimiento en las dunas, una figura gigante y sinuosa que avanzaba hacia la extensa barricada de roca donde los refugiados zensuníes habían establecido su campamento. La joven gritó para alertar a los demás, y todos se acercaron a ver, dando traspiés y arrastrándose a causa de la debilidad y la fatiga.

En la penumbra cada vez más densa, Ishmael distinguió la figura monstruosa y sinuosa, el resplandor anaranjado de su garganta, las chispas que provocaba la fricción de su piel sobre la superficie abrasiva del desierto. Su gente estaba junto a él, perpleja ante la visión de aquel monstruo. En los pasados cinco meses, en dos ocasiones habían visto gusanos, lejos, en las dunas, pero normalmente aquellas criaturas se movían sin una dirección concreta y rara vez pasaban mucho rato fuera de la arena.

En cambio aquel parecía dirigirse hacia allí… iba directo hacia ellos.

—¿Qué significa, padre? —preguntó Chamal. Todos miraron a Ishmael.

—Un presagio —dijo una mujer. Su rostro se veía amarillo por las luces que Ishmael había sacado de la nave, porque no tenían suficiente combustible para hacer las tradicionales fogatas zensuníes.

—El demonio quiere comernos —apuntó un hombre—. Nos está llamando para que salgamos a las dunas para el sacrificio. ¿Ya no hay esperanza?

Ishmael meneó la cabeza.

—En las rocas estamos a salvo. Quizá sea una manifestación de Budalá.

Y se dio la vuelta mientras el gusano de arena se revolvía al pie de los peñascos. La oscuridad de la noche no permitía ver los detalles, pero a aquella distancia oyeron que la bestia rozaba algunas rocas sueltas y se detenía.

Un débil sonido, un grito, una voz humana tal vez, resonó entre las piedras. Ishmael escuchó con atención pero no oyó nada más; se convenció de que había sido su imaginación, o el sonido de algún ave nocturna de presa.

—Venid —dijo—. Sentaos conmigo y os hablaré de Harmonthep. Cada uno hablará de su hogar para que siempre conservemos vivo su recuerdo.

El valiente líder se sentó con su gente a la débil luz de las lámparas, que sustituían las hogueras, y habló con tristeza de las marismas de Harmonthep. Describió los peces y los insectos que capturaba, las flores que recogía, la vida idílica que conoció en sus días de juventud. Un sutra le vino a la cabeza:
El hambre es un demonio con muchas caras.

Interrumpió su narración cuando estaba a punto de mencionar a los negreros. No quería hablar de aquello. Haber arrastrado a Keedair a Arrakis con ellos y dejar que se perdiera en el desierto. ¿Acaso no era ya suficiente venganza?

Movidos por el compañerismo, todos hablaron de su hogar y de su infancia perdidos, y se consolaron con los pocos buenos recuerdos que tenían. Muchos de aquellos refugiados ya habían nacido en Poritrin; eran una generación de esclavos que no habían conocido nada más y que ahora estaban abandonados a su suerte en aquella esfera cubierta de dunas.

No oyeron acercarse a los intrusos. Llegaron como sombras silenciosas traídas por la brisa. Esperaron como fantasmas al amparo de los salientes de la roca, en el exterior del círculo de luz donde Ishmael hablaba.

De pronto, un hombre se adelantó, sobresaltándolos, y les habló en galach, el idioma estándar de la galaxia, con un fuerte acento.

—Bonitas historias, pero no encontraréis nada parecido por aquí.

Ishmael se levantó de un salto, y sus seguidores trataron de armarse con lo primero que encontraron.

Cuando los nómadas del desierto salieron a la luz, Ishmael vio que eran hombres delgados y endurecidos con los ojos totalmente azules.

—¿Quiénes sois? Si sois bandidos, no tenemos nada. Apenas estamos vivos.

El gigante de rostro chupado, que evidentemente era su líder, lo miró y, para su sorpresa, le contestó en el idioma secreto chakobsa.

—Somos zensuníes como vosotros. Hemos venido para ver si los rumores eran ciertos.

La cabeza de Ishmael daba vueltas. ¿Otra tribu perdida? La mayoría de budislámicos habían huido de la Liga hacía mucho tiempo. Quizá algunos se habrían establecido en aquel espantoso desierto.

—Mi nombre es Jafar. Dirijo a una banda de forajidos que cumplen con la sagrada misión de Selim Montagusanos. Hemos debatido vuestra situación en nuestro consejo, porque no sabíamos si creer lo que habíamos oído. —Alzó el mentón con orgullo—. Sois esclavos fugados, y hemos decidido acogeros en nuestra tribu si trabajáis duro, si nos ayudáis y os ganáis vuestro sustento. Os enseñaremos a sobrevivir en el desierto.

Las exclamaciones de alegría resonaron en la noche, gritos de alivio y oraciones de agradecimiento a Budalá. Jafar y los suyos examinaron la nave siniestrada como si trataran de decidir si aún podían sacar algo de ahí.

—Aceptamos tu generosa oferta, Jafar —dijo Ishmael sin vacilar. Evidentemente, su gente pensaba que Budalá les había ofrecido la salvación en el momento de más necesidad—. Trabajaremos duro. Será un honor unirnos a vosotros.

78

En otro tiempo pensaba que la crueldad y la malicia solo eran rasgos humanos. Ay, parece que las máquinas pensantes han aprendido a imitarnos.

V
ORIAN
A
TREIDES
,
Momentos decisivos de la historia

Cuando la patrulla de la Yihad llegó a la pequeña colonia de Chusuk era demasiado tarde. Las máquinas lo habían destruido todo.

Las ciudades arrasadas habían dejado de humear; los fuegos se habían consumido. Lo único que quedaba eran vigas negras y retorcidas, los cráteres de las enormes explosiones y un silencio impregnado de olor a quemado.

Habían pasado demasiados días para que pudieran encontrar supervivientes.

Vor Atreides estaba en tierra, mirando aquel panorama desolador, con las piernas abiertas para no caerse a causa de la impresión. Otras cinco lanzaderas de salvamento bajaron desde las dos ballestas que había en órbita, pero aquello no sería una operación de rescate, tendrían que limitarse a confirmar la matanza.

Los yihadíes estaban boquiabiertos por el dolor. Algunos de ellos tenían parientes o amigos allí, en Chusuk. A Vor el corazón se le heló, no podía creer que las máquinas hubieran provocado deliberadamente aquella carnicería.

—Omnius ni siquiera ha intentado tomar el planeta —dijo con voz hueca. Chusuk tenía la suficiente infraestructura para que la supermente estableciera allí un Planeta Sincronizado menor. Pero por lo visto a las máquinas no les interesaba—. Ellos lo han destruido todo.

Vor meneó la cabeza. Su pelo oscuro estaba desordenado y sudado, las cejas estaban muy juntas.

—Quizá han cambiado de táctica. Si hacen esto en otros planetas significa que quieren eliminar a su población y convertirlos en planetas inhabitables. —Por encima del hombro miró a los soldados, que por puro hábito intentaban encontrar algo útil que hacer en aquella colonia muerta.

El primero avanzó lentamente por las calles destrozadas y quemadas. Había pasado sus primeros años de vida sirviendo a Omnius, aprendiendo los entresijos de la conquista, y creía conocer bien a las máquinas.

—No tiene sentido, a menos que hayan sido los cimek.

Chusuk era una colonia próspera, no un paraíso, desde luego, pero sí un lugar donde valía la pena vivir, una plaza fuerte de la humanidad en un mundo tranquilo y poco destacable. Allí la gente tenía una vida apacible, amores agradables, familias unidas, sueños poco ambiciosos; eran personas reales que solo querían vivir el día a día.

Y las máquinas los habían convertido en víctimas.

A través de una gruesa ventana de plaz en el suelo, Vor vio una habitación subterránea que parecía intacta, con unos instrumentos de música sobre una mesa de trabajo. Es curioso cómo en una guerra a veces se conservan ciertas cosas, como si estuvieran protegidas dentro de una burbuja angelical. Ordenó enseguida que algunos hombres fueran a comprobar esas habitaciones, pero en unos momentos ya estaban de vuelta: tampoco allí había señales de vida.

Vor siguió avanzando. Los edificios quemados seguían en pie como esqueletos ennegrecidos. Las paredes habían cedido, dejando al descubierto la estructura y los ladrillos rotos. En la plaza de la ciudad solo quedaba un gran cráter que habían dejado los explosivos, disparados seguramente desde naves aéreas.

Vor vio cuerpos calcinados que parecían espantapájaros, con los brazos retorcidos, los labios tensados hacia atrás dejando al descubierto dientes agrietados por las llamas. Personas reales. Nunca conseguiría acostumbrarse al terrible coste de la Yihad. La gente le miraba con las cuencas de los ojos vacías, como hoyos de carbón, como si aún se estuvieran preguntando por qué habían tardado tanto en ir a ayudarles.

Tres yihadíes uniformados gritaron desde una esquina. Vor aceleró el paso y al doblar se encontró con dos mek de combate destruidos en la defensa de Chusuk. Los habitantes de la colonia apenas tenían armas, pero por lo visto habían conseguido acabar con un par de máquinas.

Por desgracia, todo ejército mecánico contaba con miles de unidades de combate como aquellas. Los colonos de Chusuk habían resistido, pero no tenían ninguna posibilidad.

Vor frunció los labios. Se sentía vacío, porque sabía que no podían haber evitado la matanza. Llevaban casi un mes de camino, y se habían aproximado a Chusuk en una patrulla rutinaria. Habían llegado allí para aprovisionarse y disfrutar de una semana de permiso. No habían recibido ninguna llamada de socorro, aunque de todos modos ninguna señal habría podido llegar a tiempo.

Se estaba poniendo malo. No esperaba una brutalidad tan absurda de las máquinas, no allí.

Pero tendría que haberlo sabido.

Durante el largo y lento viaje hacia Chusuk, incluso un primero tenía pocas cosas que hacer. Vor se había dedicado a leer documentos y a tomar notas para unos tratados de táctica militar en los que explicaría lo que sabía acerca de las máquinas pensantes.

Serena Butler había escrito algunas ingeniosas polémicas sobre su cruzada contra las máquinas, polémicas que Iblis Ginjo citaba libremente. En cierto momento, Vor hasta había considerado la posibilidad de escribir unas memorias, ya que había vivido muchos años y había experimentado muchas cosas, pero cuando pensaba en todas las mentiras que su padre había incluido en sus memorias, haciéndolas pasar por historia, la idea le repelía. Incluso si trataba de ser sincero, la naturaleza humana seguramente le haría embellecer algunas cosas.

BOOK: La cruzada de las máquinas
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