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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (38 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Iblis Ginjo estaba atrapado, como si se lo hubiera tragado una ballena gigante. Todos los sistemas de la nave estaban desactivados; las redes de energía y los paneles de control estaban apagados, paralizados y fríos. Él y sus dos acompañantes estaban atrapados en un abismo negro en el interior del misterioso asteroide artificial.

Estamos condenados.

Aunque habían jurado proteger al Gran Patriarca, sus dos guardias de la Yipol no podían hacer nada. Floriscia Xico se había quedado blanca, y sus cortos rizos castaños estaban apelmazados por el sudor. Miraba al Gran Patriarca como si pensara que él podía pedirle a Dios que les mandara un rayo para destruir a aquel peculiar captor. Incluso el inquebrantable Yorek Thurr —que había realizado incontables y peligrosas misiones y había puesto magistralmente al descubierto a espías enemigos por toda la Liga— parecía aterrado.

Iblis no se atrevía a mostrar debilidad. Para distraerse del miedo que él mismo sentía, miró con expresión furiosa a los demás.

—La Yipol ha afrontado toda clase de peligros sin que jamás vacilara su fe en mi liderazgo y en la causa de la Yihad. ¿Y ahora este misterioso asteroide os convierte en un par de tontos supersticiosos y asustados?

Esperaron a oscuras, en silencio. ¿Qué otra cosa podían hacer?

De pronto se vieron unos extraños destellos en el interior del abismo, como luces a través del filtro de unos diamantes. Las paredes interiores del asteroide reflejaban los destellos con la intensidad de pequeños soles que tocan la superficie pulida de un avión.

La joven sargento se protegió los ojos, mientras que Yorek Thurr miró con curiosidad. Iblis, el más alto de los tres, estaba detrás de ellos, mirando. Vaporosos jirones de niebla se arremolinaban por la cueva.

—Es como si el asteroide se hubiera tragado un bocado de cielo…

Finalmente, unas luces parpadearon alrededor de la escotilla y una tranquilizadora voz de mujer habló por el sistema de megafonía de la nave capturada.

—Salid de la nave, Iblis Ginjo. Deseo conocer al Gran Patriarca en persona. No temáis, me he tomado demasiadas molestias para preparar esta pequeña reunión.

La sargento miró a Iblis con los ojos tan redondos como globos de luz; Thurr lo miró con dureza.

—Yo os acompañaré, Gran Patriarca.

Iblis, en un intento por parecer valiente y dar la sensación de que controlaba la situación, espetó a Xico:

—No tenga tanto miedo, sargento. Estoy seguro de que esta… entidad… no desea destruirnos. Al menos no todavía.

Aunque el resto de sistemas de la nave seguían desactivados, la escotilla se abrió y una brisa fresca y mentolada penetró en el interior. En el asteroide el ambiente parecía aséptico, cerrado, pero se podía respirar.

Iblis no estaba muy seguro de que pudieran salir con vida de aquello, pero hizo todo un alarde de valor. Si conseguían vivir, sería por su capacidad de persuasión. Como si estuviera a punto de dirigirse al representante de un importante mundo de la Liga, se pasó una mano por el pelo y salió a la cámara reflectante. Yorek Thurr le siguió, y Floriscia Xico corrió tras ellos, nerviosa, dispuesta a mostrar su apoyo a su líder, como había jurado, a pesar del miedo.

Una vez fuera, Iblis puso las manos en las caderas, respiró hondo varias veces y miró a su alrededor con curiosidad.

—¿Por qué nos has capturado? —gritó finalmente. Sus palabras rebotaron en las paredes, y el eco se perdió en el silencio.

Oyeron que algo se movía produciendo un sonido metálico. Una figura del tamaño de un humano salió de una cavidad situada en una de las paredes cubiertas de placas de espejos. Era una máquina, pero no se parecía a ninguna que Iblis hubiera visto en el tiempo que pasó como humano de confianza y capataz de esclavos en la Tierra: una bella pero atemorizadora monstruosidad sobre unas elegantes patas segmentadas. La cabeza, con sus fibras ópticas, se alzaba sobre un sinuoso cuello cubierto de escamas perlascentes, y unas placas largas y angulosas sobresalían de los lados como las alas prismáticas de una mariposa. Las extremidades superiores eran delicadas y curvas, similares a los apéndices de una mantis. Aquella máquina le recordaba a un dragón robótico, temible, pero estéticamente atractivo.

Un cimek.

A su lado, Thurr se había quedado boquiabierto. A Iblis le sorprendió aquella reacción en un hombre normalmente tan frío e inmutable.

El dragón escudriñó a sus cautivos y avanzó entre sonidos metálicos. Daba mucho menos miedo que otras formas bélicas que Iblis había visto llevar a muchos cimek.

Floriscia Xico gritó y sacó su arma de mano. Pero antes de que pudiera disparar, el dragón cimek levantó la parte anterior de la extremidad superior, adornada con antenas y lentes, y una onda apenas visible de energía formó una turbulencia que derribó a la inquieta sargento.

—Veo que los hrethgir no habéis cambiado —dijo la voz de mujer que salía del dragón móvil—. Vamos, ¿es esa la mejor forma de causar buena impresión? Empecemos la conversación sin violencia, ¿de acuerdo? —Con la agilidad que le daba aquella exótica configuración, se adelantó hasta donde Xico había caído—. Ajax siempre decía que las hembras tienen tendencia a reaccionar de forma exagerada. Tardé siglos en darme cuenta de que era un perfecto idiota.

Las preguntas que se habían ido acumulando en la cabeza de Iblis se derramaron como el agua que sale por una esclusa.

—¿Cómo sabes quién soy? ¿Quién eres tú? ¿Por qué has capturado mi nave? ¿Qué quieres?

Los ojos metálicos verdes del cimek brillaron.

—Llevo años reuniendo información, y vuestra Yihad es el mejor entretenimiento que he encontrado en mucho tiempo. Un bonito espectáculo, como algunos de los encuentros entre gladiadores en la Era de los Titanes. Aunque me alegro de haberme librado de ellos, la verdad.

—¿Y tú quién eres? —exigió saber Iblis, tratando de echar mano de toda su capacidad de persuasión—. Identifícate.

Cada vibración hacía que las facetas reflectantes del cuerpo de dragón despidieran destellos irisados, como el agua al caer sobre las rocas.

—No me sorprende que mi historia se haya perdido entre las sombras en este último milenio. Dudo que Agamenón escribiera ninguna bonita biografía acerca de mí, como hizo con los otros veinte titanes. Seguramente Ajax ni siquiera me echó de menos.

—¿Eres un titán?

El cimek dragón se iluminó. Había dado suficientes pistas, e Iblis se había pasado la primera mitad de su vida trabajando para los cimek, aguantando las mofas y la tiranía de los titanes. Aquella hablaba como si existiera desde la misma época que Agamenón y los demás. Pero Iblis conocía a todos los titanes que sobrevivieron. No tenía sentido.

—¿No lo adivinas? —Casi pareció que hacía pucheros—. Bueno… soy Hécate.

—¡Hécate! —dijo Thurr—. Eso… no es posible.

Iblis también estaba perplejo.

—¿Una de las que primero esclavizaron a la humanidad?

—Oh, no fui de las primeras, ni mucho menos. La humanidad siempre ha estado esclavizada, por unos o por otros.

Evidentemente, Iblis conocía la historia de los primeros cimek, y él mismo había sufrido la tiranía de Ajax. Recordaba que mil años atrás Hécate era amante de Ajax, pero renunció a su posición entre los titanes y partió hacia un destino desconocido. Nadie la había visto desde hacía siglos.

—¿Nos consideras esclavizadores de la humanidad? Qué terrible suena, porque en realidad no fue más que una indiscreción de juventud. En aquel entonces yo era implacable e impetuosa. Pero a veces una se excede en su afán por desarrollar nuevos paradigmas de hedonismo. —Hécate emitió un sonido soñador—. Pero han cambiado muchas cosas, y he tenido tiempo para pensar. Podría decirse que he madurado. Es lo que sucede cuando te pasas mil años cavilando.

Tratando de manifestar una seguridad que no sentía, Iblis se sentó junto al dragón cimek procurando no acercarse demasiado a las protuberancias que parecían alas. Aun sentada, ella era más alta. Iblis sentía que su cabeza iba a estallar, porque las diferentes posibilidades se acumulaban en su imaginación como nubes de tormenta.

—Tienes razón, Hécate. Quizá tenemos mucho de que hablar.

Xico estaba en el suelo, aturdida, y Thurr no se preocupó más por ella, como si ya no importara. Miró a Iblis con ojos negros y cadavéricos. Luego se volvió hacia Hécate y dijo:

—Necesitamos saber dónde ha estado. ¿Está con los titanes, o con Omnius?

La cimek emitió un bufido hosco.

—Omnius ni siquiera existía cuando yo dejé el Imperio Antiguo. Y en cuanto a los titanes… ¿por qué iba a volver con esos necios? No tengo intención de volver a cometer un error como ése.

—Y sin embargo parece que nos ha estado observando de cerca —musitó Thurr—. Seguramente sabe muchas cosas de los Planetas Sincronizados.

Iblis trataba de digerir la situación.

—He oído muchas historias acerca de ti, Hécate, pero no sé hasta qué punto son ciertas. ¿Por qué te apartaste de los titanes? ¿Qué es lo que quieres?

Hécate hizo descender su cuerpo de dragón como si se estuviera acuclillando para contar una historia. El miedo de Iblis había dejado paso a la curiosidad y a la fascinación.

—Al principio me uní a Tlaloc y sus rebeldes porque me atraía la idea del poder y la grandeza. En aquel entonces estaba aburrida, y era muy impresionable. Cuando reclutaron a Ajax para que creara un cuerpo militar, me llevó con él. Para él yo no era más que un juguete, pero le satisfacía. Cuando los titanes derrocaron el Imperio, descubrí que me gustaban los ropajes del poder: grandes propiedades, siervos complacientes, bonitas ropas, joyas. Todo muy placentero, aunque también superficial, desde luego.

Iblis trató de reconciliar aquella información con la imagen preconcebida que tenía de la titán solitaria que se había desentendido de la conquista.

—Yo… conocía bien a Ajax. —Iblis alzó el mentón, sin saber si era prudente decir demasiado—. Era un matón.

—Oh, era mucho más que eso. Era un criminal sediento de sangre, un asesino psicópata. Un auténtico hijo de puta.

—Tú fuiste su amante —señaló Iblis—. ¿Y ahora quieres que confiemos en ti y aceptemos tu amistad?

Thurr entrecerró sus ojos mortecinos, como si desconfiara de cualquier respuesta de la cimek.

—¿Qué te atrajo de un hombre así? ¿Era distinto antes de convertirse en titán?

—Oh, siempre fue muy violento en su interior, pero él podía conseguirme todos los terrenos y regalos que yo quería. Hacía que me sintiera especial, porque en aquella época yo era algo vanidosa.

Luego, al escuchar los grandilocuentes discursos de Tlaloc, empecé a hacerme una idea de las cosas, aunque en realidad tampoco me fijé mucho. Tlaloc era un gran visionario. Agamenón, Juno y Barbarroja estaban entusiasmados con la idea de la conquista. Así que yo seguí sus pasos. No tenía particular interés por conseguir la gloría. Yo solo quería las ropas de una emperatriz, algo no muy distinto de lo que hace tu propia esposa, Iblis Ginjo. —Él pareció violentarse. Ella calló. Su cabeza ornamentada giró de un lado a otro—. Pero ya no soy esa persona. Al contrario.

Junto a ellos, la joven sargento de la Yipol empezaba a moverse, pero ni Iblis ni Thurr le hicieron caso.

—Con el tiempo me di cuenta de que, en el fondo, todo lo que quería no valía nada. Tal vez me costó un poco, pero acabé por comprender. —Su pequeña risa delataba suficiencia—. Si hubiera tenido esos sentimientos antes, quizá la Era de los Titanes habría sido distinta. Después de transformarme en cimek, acabé por cansarme de los tesoros. Las baratijas no se ven igual a través de fibras ópticas artificiales y sensores. Empecé a valorar otras cosas, porque tenía todo el tiempo del mundo.

—Una cimek iluminada —musitó Thurr, como si la sola idea le resultara inconcebible.

—¿Soy tan distinta de un pensador? Recuerdo cuando cumplí los cien años. ¡Cien años! Aún suena como si fuera mucho, aunque ya he vivido diez veces más. Pero, en mi cuerpo de cimek, me sentía más joven y enérgica que nunca. Decidí mejorar estudiando filosofía y literatura, observando las cosas buenas que las personas podían lograr. Desde luego, el Imperio Antiguo era una mancha en la historia de la raza humana. Una tediosa pérdida de tiempo. Casi aniquiló el espíritu humano y el impulso creativo.

»Pero, como cimek, empecé a preguntarme qué sentido tenía la inmortalidad en sí misma. Limitarse a existir durante siglos acaba siendo terriblemente aburrido. Ante mí veía un futuro monótono y vacío. —Hizo girar la torreta de su cabeza sobre el cuello sinuoso, como si estudiara su propio reflejo en los espejos facetados de las paredes—. Me había distanciado de Ajax. En nuestros cuerpos cimek no necesitábamos la compañía física del otro. Y él, admitámoslo, era un completo idiota. Debía de ser estúpida o estar ciega para no haberlo visto antes. Yo cambié y maduré, pero él nunca pasó de ser un matón. Y me di cuenta de que nunca lo haría. Con tanto poder en sus manos y tan pocas limitaciones, su sed de sangre se me hacía insoportable. La carnicería que provocó en Walgis durante la Primera Revuelta Hrethgir fue la gota que colmó el vaso… así que le dejé. Los dejé a todos. Después de todo, no los necesitaba. Les dije lo que podían hacer con su imperio.

»Yo me había construido en secreto una nave, junto con formas móviles alternativas que acomodaran mi contenedor cerebral. Mi intención era realizar un largo viaje de descubrimiento por el universo. Un viaje de placer con todo el tiempo que quisiera a mi disposición. No puedo decir que los otros titanes lamentaran mi marcha. —Hécate hizo una pausa, mientras sus relucientes miembros de metal se movían—. Aún no habían pasado ni dos años cuando Omnius se hizo con el control.

Cuando Thurr habló, parecía que tenía la garganta seca.

—¿Y ha estado fuera mil años? ¿Por eso ninguno de los otros cimek sabe nada?

—Estoy segura de que han intentado olvidar. Pero volví hace medio siglo, y he estado reuniendo información. Curioseando, por así decirlo. He visto lo que Omnius ha hecho. Es un lío distinto al que provocaron los titanes.

—Quedan muy pocos de los veinte primeros —dijo Iblis con tiento—. ¿Sabías que incluso Ajax ha muerto?

—Oh, lo sé —dijo ella con tono impertinente—. Y sé que tú le mataste.

Iblis sintió que se le helaba el corazón. No podía contestar, pues sabía que cualquier excusa sonaría fútil, y tampoco se atrevía a mentir.

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