Jeanne levantó su mirada azul, casi violácea, cargada de derrota.
—¿Qué deseáis, pues, en contrapartida por vuestra… ayuda, por vuestro auxilio?
Él bajó la vista y, acariciando la copa con el dedo índice, respondió con asombro:
—A vos, por supuesto. ¿Qué si no?
—Queréis decir… No es que me asuste… Yo…
—Permitid que os interrumpa de inmediato, señora, antes que de vuestra boca salgan proposiciones que, aun movidas por el amor, acaben mancillando vuestra honra. No se trata de un lío de sábanas, ni siquiera de un concubinato. Ambos estamos muy por encima de todo eso. Os estoy ofreciendo… cómo decirlo… que seáis mi compañera por toda la eternidad, que me sigáis incluso hasta aquellos lugares que a veces frecuento y que transgreden las fronteras del horror. ¿De pronto el precio os resulta demasiado elevado?
—El precio no es un obstáculo si… a cambio recibo lo pactado.
—Lo obtendréis. —Frunciendo la boca con un gesto vacilante, inquirió—: ¿Me amaréis?
—¿Lo estimáis necesario?
—No estáis obligada. Digamos que… vuestro amor me haría creer que todo esto es… de alguna utilidad.
Enarcando sus hermosas cejas cobrizas, ella preguntó:
—¿Acaso albergabais alguna duda?
—Ha transcurrido tanto tiempo… Pese a la sucesión de años vividos, no he podido vislumbrar las respuestas a las dos cuestiones que me atormentan: ¿estoy realmente maldito?, ¿se espera algo de mí? En otras palabras, ¿esta interminable espera es una recompensa o se trata de un despiadado castigo?
—¿La inmortalidad os comienza a pesar, señor?
—No es inmortalidad, más bien se trata de una muerte en suspenso.
—Me conformo con eso —respondió ella con un hilo de voz apenas audible.
—¿Habéis sopesado bien los pros y los contras, señora?
—Un único peso, señor. En los platos de mi
bilanza
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solo hay un peso: la vida de mi hija Aude.
El violeta de sus ojos se tornó casi líquido.
Sin que ella supiera cómo, sin haber notado el mínimo gesto, él ya se encontraba a su lado. Con una rodilla en el suelo, tomó una de sus manos entre las suyas y la contempló antes de depositar un pausado beso en el hueco formado por la palma. En ese momento, ella distinguió el motivo grabado en el ónice de su sortija: una serpiente enrollada mordiéndose la cola.
—Jeanne… Llamadme Arnau —susurró contra su piel.
Ella inclinó la cabeza hacia Arnau Amalric y besó levemente sus negros cabellos.
L
as ascuas languidecían entre los dos pesados carromatos estacionados en paralelo. La luna, semioculta tras las nubes bajas, parecía una antorcha a punto de expirar. Un engañoso silencio, solo perturbado por los resoplidos de los bueyes de tiro, envolvía el campamento. Al día siguiente acudirían a la feria de Bellême para, aprovechando que había mercado de ganado y de paños, sacar algunos cuartos a los curiosos insaciables de entretenimiento fácil, chistes picantes e historias imposibles que, según les aseguraban, eran auténticas. Tras avanzar hacia el borde del estrado montado a toda prisa, el director del espectáculo, Cornet, asimismo amo y presentador, procedería a adoptar un semblante serio. Fingiendo susurrar en exclusiva a unos pocos privilegiados, lo anunciaría bastante fuerte como para que todos oyeran el espectáculo estrella. Añadiría que, dado el carácter excepcional del mismo, tendrían que echar los toldos del estrado; no obstante, a los interesados solo les costaría un miserable dinero tornés
[*]
, a cambio del cual descubrirían algo indescriptible, innombrable, prodigioso. Con voz grave, recomendaría que únicamente los corazones más atrevidos probaran la experiencia.
Urdin se giró sobre el jergón que compartía con Éloi y la hermana pequeña de este, Sidonie, en uno de los carromatos. La ira que había sentido durante años se había desvanecido cediendo paso a la incomprensión, a la tristeza. Ahora la echaba de menos. La ira le había dado fuerzas, lo había protegido. La ira había disuadido a los demás, con la mandíbula siempre presta a despedazar. Un grito casi imperceptible, distante, le puso en guardia. El corazón empezó a latirle con fuerza. Se levantó de un salto despertando a Sidonie, que le lanzó una mirada interrogante llena de incertidumbre y temor.
—Esta vez sí que no me aguanto —declaró Urdin mientras se encajaba las calzas por encima de la larga camisa.
—No, por favor —imploró Sidonie intentando disuadirlo—. Ese es más malo que un dolor.
—Precisamente por eso, esto ya ha durado demasiado. Ya no puedo más. Ya no puedo soportarlo más. Lo he advertido, varias veces.
—¿Y?
Los maxilares del hombre sin edad se crisparon por la rabia. Con un bufido, soltó:
—El maldito cabrón me preguntó si quería mi parte.
Antes de que Sidonie pudiera siquiera intentar retenerlo, Urdin saltó del carromato. Allí sola, acompañada por los plácidos ronquidos de su hermano Éloi, la joven trató de contener las lágrimas que anegaban sus ojos. ¿Por qué ese injusto castigo? ¿Por qué tantas vejaciones, mofas e insultos? ¿Qué habían hecho para merecerlos?
Con los oídos bien atentos, Urdin avanzó sigiloso cual lobo hacia el carro entoldado más ligero y un poco retirado del campamento. Ni un sonido. Rodeó la hoguera, arrancó las llares de las que pendía la caldera donde, echando un poco de todo, nada del otro mundo, preparaban la sopa por las noches. El contacto del metal, aún templado con la palma de la mano, lo tranquilizó. Del otro lado del toldo que cubría el carro le llegó un quejido ahogado, el de un pequeño animal atrapado en un cepo, agonizante. Urdin entró de un brinco. La escena que descubrió reavivó su odio. Cornet, con las nalgas al descubierto y las calzas bajadas hasta los tobillos, estaba aplastando a Claire bajo el peso de su sebo, propinándole embestidas entre sus magros muslos, jadeando como un verraco en plena faena. Claire. Su carita estaba lívida; los labios blancos, de tanto apretarlos para contener los gritos; los ojos cerrados, bañados en lágrimas; la frente salpicada de unas ampollas rojizas que atestiguaban su último acto de resistencia, a menos que se debieran a la última exhibición, pues la de ella valía tres suculentos dineros. Claire, de tan solo ocho años.
La ira inundó el cerebro de Urdin cual torrente de sangre. De su garganta brotó un rugido salvaje. Urdin, cuya fuerza había multiplicado la rabia y la pena, agarró al exhausto cerdo por el cuello de la camisa. Cornet se irguió con la cara enrojecida, los ojos inyectados de sangre. Con una voz depravada y la boca inundada de saliva, le invitó:
—Ven, muchacho, sírvete. ¡Por esta noche ya he tenido bastante! Nada mejor que el culo de una ramera para relajar a un hombre.
Sin embargo, se quedó paralizado al leer lo que reflejaban los ojos de Urdin. Dando tumbos, el presentador retrocedió unos pasos hacia la parte trasera del carro. Claire, inerte sobre el jergón, con las piernas aún abiertas, parecía haberse desvanecido. Con un tono frío, irreconocible, Urdin sentenció:
—Muere.
Las pesadas llares de metal se alzaron y, emitiendo un silbido, se abatieron sobre el cráneo de Cornet. Volvieron a elevarse y a abatirse una y otra vez, hasta que no quedó de la cara del presentador más que una especie de pulpa roja.
De repente, le invadió la calma… y un inesperado cansancio. Urdin se arrodilló y se acercó gateando al jergón. Bajó la mancillada camisa cubriendo las piernas de Claire y lamió largo rato su frente, limpiándole las odiosas cicatrices de las ampollas que aparecían en cuanto exponían a la niña a la luz del sol para mayor diversión de la clientela, así como las lágrimas que se habían deslizado bajo los párpados desprovistos de pestañas. Al fin, la pequeña lanzó un suspiró y abrió los ojos. Sus globos oculares estaban recubiertos de una película blanquecina
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.
Urdin susurró:
—Duerme, ya ha pasado todo.
Ella sonrió, acariciándole el rostro, el contorno de las orejas, deslizando sus dedos por el sedoso y largo pelaje que cubría la faz del hombre lobo
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.
—Lo sé. Gracias, mi valiente protector.
Del exterior llegó el eco de unos pasos, de una agitación. El semblante descompuesto de Éloi surgió de entre los toldos del carro.
Urdin se reincorporó y anunció al enano:
—La maldita carroña la ha palmado, como se merecía.
Éloi recibió la nueva con una mueca apreciativa. Por detrás de sus hombros apareció otra cabeza: Évrard.
—Has hecho muy bien, compañero —musitó este último antes de desaparecer.
Éloi declaró:
—Ahora solo tenemos que enterrarlo muy hondo. Todos; no queda mucho tiempo. Hay que cavar un buen hoyo si no queremos que los animales lo desentierren. Aunque no creo que les gustara hincarle el diente a esta basura. De todos modos, con lo canalla que era en vida, podría regresar como un condenado fantasma. Diremos que no sabemos qué ha sido de él. Vete a cambiar de camisa y quema esta.
Los ojos del hombre lobo descendieron hacia su pecho, hacia la camisa empapada de sangre que empezaba a coagularse adquiriendo un color parduzco.
Un poco más tarde, los hombres se reunieron con Sidonie que había encendido de nuevo la hoguera para calentar un resto de densa sopa de avena. La joven anunció:
—El sol ya está alto. Démonos prisa. Pongamos algo de distancia entre nosotros y el fiambre de esta alimaña.
—Lo hemos enterrado a más de cinco pies
[*]
de profundidad. No te preocupes, mi querida Sido —precisó Éloi, acariciando los rizos de la hermosa cabellera castaña de su hermana pequeña.
—¿Y Claire? —preguntó Urdin.
—Ha comido algo —respondió la joven—. La he lavado para quitarle el olor a verraco, le he contado un cuento de hadas y se ha quedado dormida.
Urdin asintió y engulló ruidosamente la sopa humeante a grandes cucharadas.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Évrard, como si la cuestión careciera en realidad de importancia.
La mirada de Urdin se posó en las manos del joven enrojecidas por el frío, en sus muñecas envueltas en dos vendas teñidas de rojo.
Una mañana temprano, semanas antes, Urdin encontró a su compañero bañado en sangre, casi muerto. Le vendó lo más fuerte que pudo las muñecas cortadas. Fuera, Cornet berreaba:
—¡Miserable! ¡Menudo bribón desagradecido y sinvergüenza! Pagué por él una fortuna… Bueno, está bien, no me costó nada porque lo heredé a la muerte de su antiguo amo, ¡pero me pertenece, no tiene derecho! ¡Granuja, truhán!
Cuando Évrard volvió en sí, sus ojos oscuros como la noche se clavaron en Urdin. Contemplando con repugnancia el dedo adicional que le nacía de la segunda falange de los pulgares de ambas manos
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, susurró:
—Nunca te lo perdonaré, hermano.
Urdin lo estrechó entre sus brazos, respondiéndole con ternura:
—Poco importa, compañero de miserias. Te he salvado de la muerte y la condenación.
—¿Eso crees? ¿Y qué es nuestra vida sino una condenación prematura… sin pecado que la justifique?
—Yo digo que nos dirijamos a Bellême u otro pueblo, a una feria. Allí tal vez encontremos un amo más bueno que nos compre —sugirió Sidonie.
—No quiero más de lo mismo, nunca más —masculló Urdin—. No quiero que me vuelvan a encadenar de tobillos y muñecas, ni a amordazarme. No quiero que vuelvan a desquitarse de su cobardía a base de darme patadas, de pincharme con la punta de sus espadas. No quiero que vuelvan a provocarle quemaduras a Claire. No quiero más de lo mismo, ni para Claire ni para el resto de nosotros.
—En tal caso, ¿qué aconsejas que hagamos? —intervino Évrard.
—No lo sé. Nadie querrá contratarnos, por muy fuertes que sean nuestros brazos. Nadie querrá trabajar con nosotros en las granjas. Nos perseguirán con sus horcas. Sabéis perfectamente que nos odian porque somos unos monstruos
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—¿Y un convento? —propuso Éloi.
—Estoy con mi hermano —aprobó Sidonie.
—¿Pero qué os creéis —espetó Urdin con amargura—, que las almas del interior de los santos muros son más caritativas que las de fuera?
—Eso depende —replicó Éloi, el enano—. Las hay que le chupan toda la sangre a los pobres y rechazan a la gente como nosotros, y otras que intentan acercarse a Dios. No soy tonto, compañero. Sé muy bien que abundan más las primeras que las segundas, pero quizás Él quiera ayudarnos al fin. Por una vez —concluyó, levantando el índice hacia el cielo.
—No sé… Vista la situación en que nos encontramos… —vaciló Urdin—. Hay una abadía de mujeres, no muy lejos: Clairets
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Sidonie se irguió en toda su menuda estatura y, con las manos en las caderas y el entrecejo fruncido en actitud pensativa, añadió:
—Y además, en un convento… hay sótanos, a veces antiguas cárceles… Es decir, lugares oscuros.
Urdin la miró fijamente. Murmuró en un tono repentinamente nervioso:
—¡Claro! Sitios donde podemos esconder y proteger a Claire de la luz y el peligro. También he pensado en eso. Pero deberemos parecer dóciles e inofensivos como corderitos. Si no, no nos dejarán entrar.
P
laisance, madre abadesa de la abadía de Clairets, caminaba con apremio hacia la iglesia abacial de Notre-Dame. Sus interminables obligaciones epistolares la habían retrasado, y completas
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no tardaría en dar comienzo. Inspiró profundamente, embriagada en el albor de la noche por la levedad del aire glacial que la vigorizaba.
Oyó un correteo tras de sí: una suplente
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, aterrorizada, la alcanzó y se detuvo junto a ella mientras se presionaba un costado con la mano para aliviar una punzada.
—¡Madre, madre! —gritó la jovencísima monja, casi dejándose caer sobre Plaisance.
—Decidme, hija, ¿qué ocurre?
—Una horda de mendigos de aspecto espeluznante… Armados, me han dicho… con dalles e incluso con partesanas
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improvisadas… Están tratando de forzar el portalón Mayor. ¡Por Dios Santo, madre, van a degollarnos o algo peor…! Haced que vengan los hombres del baile enseguida, enviad a nuestro mensajero
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sin más dilación.