—Malditos —consiguió mascullar el joven; entonces, un chorro de saliva rosácea resbaló por su mentón tiñéndole los dientes.
—Estamos salvados, hermano, todos. Ten paz.
El odio exacerbado que se leía en aquellos ojos hirió al abad. Sin embargo, no sintió rencor hacia el hombre cuya cabeza se derrumbó al manar de sus labios un río de sangre. Ahora aquella pobre criatura conocería la Verdad. Ahora le estaría dando las gracias. Lo había protegido de lo peor, a él y a todos los demás.
Una joven, de delicados cabellos rubios, apelmazados por la sangre, se arrastraba por los peldaños intentando huir de la matanza. El corazón del abad de Cîteaux se encogió apesadumbrado. Pobre corderilla. Si se trataba de un alma pura, libre de la mácula infligida por las falacias heréticas, no merecía sufrir. Por el contrario, si su débil espíritu había sucumbido a las odiosas mentiras de los perfectos
[6]
cátaros, era preciso salvarla de inmediato. Llamó a un ribaldo que estaba limpiando la pegajosa hoja de su espada en las calzas de un muerto y le señaló a la mujer. El hombre se santiguó antes de poner fin a la vida de esta hundiendo el acero entre sus omóplatos.
La violencia se prolongó durante varias horas más. Toda una noche de carnicería. Al amanecer, reinaba un silencio sepulcral, atroz. Montañas de cadáveres se amontonaban en las esquinas de los callejones. El empedrado de las calles, las fachadas de las posadas, los escalones de las iglesias: todo estaba teñido de un carmín que se tornaba pardo. La flama avivaba el hedor que empezaba a despedir aquel gigantesco osario. Algunos ribaldos, borrachos como cubas, dormían la mona repanchingados en las esquinas de los inmuebles o acurrucados en los pórticos de las capillas. Otros, absortos, no despegaban la vista de las pilas de cadáveres, como preguntándose qué monstruosa fuerza había conseguido arrastrarlos hasta allí. Otros aún remolcaban por los pies a los últimos finados en la iglesia de La Madeleine.
La mirada de Arnau Amalric fue pasando de una escena a otra. Eran, en efecto,
escenas
. Las de una liberación, no cabía duda. Un hombre robusto se le acercó a paso lento; se trataba de uno de los cónsules de la ciudad. El rostro pálido como la luna, manchado de sangre. Como sus manos. Como el rico cendal
[7]
color gris de su túnica.
Con una voz grave y sorprendentemente plana, inquirió al abad:
—¿Por el amor de Dios? ¿Por el amor de Su Hijo, todo amor? ¿Por eso?
Sin tan siquiera elevar el tono, con la vista clavada en los ojos de un color negro abismal que le estaban escrutando, prosiguió:
—Maldita sea por toda la eternidad. Maldita sea la cruz que portas.
Arnau Amalric apretó el crucifijo contra sí, como si temiera que le fuera arrebatado. Por un fugaz momento se sintió turbado al notar la presión del largo Cristo de plata contra el torso. Durante un ínfimo instante, se fundieron en un solo ser.
El hombre giró sobre sus talones y se alejó pausadamente hasta desaparecer tras la esquina de una callejuela.
De regreso a su tienda de campaña personal, a las afueras de la ciudad, el abad se dejó caer de rodillas en el suelo de tierra batida cubierto por una amplia alfombra. Silencio, por primera vez en mucho tiempo. El silencio de aquel campo de batalla que todavía no había vuelto a la normalidad, pues los soldados aún continuaban con los saqueos, las borracheras o las oraciones implorando perdón.
Lleno de gratitud, besó el Cristo de plata recubierto de una pátina de sangre casi seca. Se limpió la boca con el dorso de la manga y observó la estela parduzca y viscosa que sus labios habían trazado en la lana de su túnica.
Un milagro, una serie de milagros que atestiguaban que, en efecto, se había cumplido la voluntad de Dios.
Por la mente de Arnau Amalric desfiló el recuerdo de los meses de espera, de incertidumbre. El escaso entusiasmo del rey de Francia, Felipe II Augusto
[8]
, por emprender aquella cruzada contra los albigenses. No fue sino el asesinato de Pierre de Castelnau, legado del Santo Padre, un año antes a manos de un caballero del círculo del conde Raymond VI de Toulouse, lo que acabó por convencer al soberano. De nuevo un milagro. Arnau Amalric no era estúpido. Sin duda, la fe había empujado a algunos de los señores del Norte; no obstante, la mayoría pretendía llevarse la parte del león y adueñarse de los feudos del Sur. Puesto sobre aviso, Raymond VI se había reconciliado recientemente con la Iglesia. Así pues, Raymond Roger de Trencavel, vizconde de Béziers y de Carcasona, presa menos dura de roer que el conde de Toulouse, fue acusado de promover la herejía en la región de Languedoc.
La población de Béziers y sus
capitouls
[9]
se negaron a entregar a los 223 herejes que, según el obispo, se refugiaban en la ciudad, prefiriendo «morir ahogados en el mar salado» antes que cometer tal infamia. Otro milagro, en el fondo. Si hubieran accedido a ello, el asedio de Béziers habría sido impensable.
Arnaud Amalric frunció la boca un tanto contrariado. ¡223 personas de una población de más de veinte mil, cuando a Béziers se le había considerado el maléfico santuario de los herejes! ¡Bah!, había que dar una lección ejemplar que incitara al resto a regresar al redil del Señor y de la Fe Verdadera. Por su bien, por la salvación de sus almas extraviadas.
Dios Todopoderoso le había encomendado devolverle las ovejas descarriadas, embaucadas por locas quimeras hasta el punto de arriesgarse a sufrir la condenación eterna. ¿Qué importaba la vida terrenal? Él, el abad de Cîteaux, les ofrecía la eternidad en el amor de Dios
[10]
.
Se puso en pie, se santiguó y volvió a bajar la cruz. Luego, limpió el crucificado de plata con la yema de los dedos poniendo en ello infinita ternura antes de envolverlo, con lágrimas en los ojos, en un fino paño.
A
cababa de anochecer. Una fina aunque pertinaz nevada había dejado las calles desiertas. Arropada por los faldones de su mantel
[11]
forrado de piel de nutria, Jeanne de Signulles avanzaba con la cabeza gacha y el rostro casi oculto bajo la almuza
[12]
. A unas toesas
[*]
de su destino, se giró hacia el soldado que la escoltaba por el dédalo de azarosas callejuelas de la capital y le ordenó en voz baja:
—Espérame aquí. No me demoraré.
El soldado asintió y se guareció de la nieve bajo un soportal. Cruzó los brazos sobre el pecho y embutió las entumecidas manos bajo las axilas.
La señora de Signulles, de nuevo con voz queda, precisó con amabilidad y sin reproches:
—¡Vamos, hombre! ¿Quieres hacerme creer que naciste ayer? ¿Por qué piensas que me he detenido frente a esta taberna? —preguntó señalando el letrero del Gato Pescador con la mano enfundada en un guante azul oscuro—. Cobíjate dentro y tómate una jarra de vino. Cuando haya terminado daré unos golpes en la ventana para avisarte. —Transmitiendo más severidad, añadió—: He dicho una jarra solamente. De nada me serviría un escolta con el ánimo caldeado por el alcohol.
—Como ordenéis, mi señora. Mil gracias.
El bruto no se hizo más de rogar y atravesó la calle a grandes zancadas. Jeanne de Signulles esperó hasta verlo desaparecer en el interior de la cantina.
Por las noches, desde hacía una semana, una angustia acompañada de una exaltación casi incontenible se apoderaba de ella. ¿Tendría razón o estaría equivocada? Se disponía a tomar una decisión irrevocable y trascendental, la más importante de su vida. Pero, en el fondo, ¿acaso tenía elección? Resuelta, aceleró el paso. A algunas toesas se encontraba el palacete donde la aguardaban.
De pie, en medio del patio empedrado sumido en la oscuridad, con expresión afectada y aturullada al mismo tiempo, un sirviente de cabellos enfurtidos por la nieve derretida la esperaba provisto de una antorcha.
Jeanne de Signulles, con la capucha aún cubriéndole medio rostro, se le acercó.
—Os aguardan, señora. Seguidme, por favor. Llevad cuidado —la avisó—, el empedrado del patio puede resultar traicionero para los que no están acostumbrados.
Su tono de voz desprovisto de alarma puso de manifiesto que realizaba la misma advertencia a todas las visitas de su señor.
Jeanne de Signulles pensó, de manera casi distraída, que cualquiera que reparara en ella, cual sombra furtiva tras una alargada llama vacilante, podría figurarse que acudía al encuentro de un galán. Y en efecto, con toda probabilidad se entregaría a aquel hombre que la esperaba en el inmenso salón iluminado adonde la conducían. Sin embargo, no lo haría como enamorada, ni siquiera como cortesana, y mucho menos como concubina. Quizás como inversora, o más bien ladina usurera. Se entregaba para recibir más a cambio. Mucho más. El único atisbo de nobleza de la transacción que se disponía a formalizar se resumía en unas pocas palabras: cada una de las partes sabía lo que la otra aportaba y lo que esperaba del canje. Nadie saldría estafado. Un escalofrío nacido del pánico le erizó los vellos cuando el sirviente se detuvo ante la alta puerta de doble batiente. Aún estaba a tiempo de echarse atrás. No. Hacía más de un año que el tiempo se había acabado.
Tras llamar a la puerta, y no obteniendo permiso alguno para entrar, el sirviente entreabrió uno de los batientes y se apartó para cederle el paso, sin mediar palabra, sin una mirada. Acto seguido, giró sobre sus talones y se alejó; siendo devorado al instante por la oscuridad del luengo pasillo, que solo perdonó a la oscilante llama de su antorcha.
Ella se echó la almuza para atrás, dejando al descubierto una cabellera de cobre dorado, y empujó la puerta. Avanzó unos pasos bajo la intensa luz de los hacheros y de un sinfín de candelabros que la obligaron a parpadear.
Una voz grave, bien humorada, emergió de la esquina opuesta.
—Os ruego perdón, señora. ¿Acaso la luz os daña la vista?
—Vengo de la oscuridad de la noche, me estoy haciendo a ella.
Jeanne de Signulles volvió la cabeza en dirección a la voz. Se trataba, verdaderamente, del más hermoso espécimen del género masculino que hubiera visto nunca: de gran estatura y una atlética delgadez que resaltaba un jubón acolchado de terciopelo azabache exquisitamente bordado con hilo de oro, así como unas negras botas altas de fino cuero que ascendían hasta la mitad de los muslos encontrándose con unos gregüescos
[13]
ajustados, también negros.
A él, por su parte, le sobrecogió de nuevo la modélica belleza de la mujer. Superaba todas las expectativas imaginables, todos sus sueños. Era distinta; cada una de las líneas ideales de su cuerpo y rostro acentuaba la perfección de su alma y espíritu. Ahuyentó el miedo que había comenzado a aflorar en él: no sería como todas las demás, que le habían causado un ápice de decepción, otro tanto de hastío y algo de compasión. No sería como Anne. Eso jamás. Ella tenía que ser distinta.
—Por favor, señora, tomemos asiento, conversemos cordialmente ante un vaso de vino de Nápoles —sugirió dedicándole una sonrisa y señalando el coqueto velador taraceado dispuesto no lejos de la crepitante chimenea.
Se le acercó tendiéndole una estilizada mano, pálida y cuadrada, que ella imaginó de repente asiendo el puño de una espada. Una oblonga gema negra grabada, sin duda un ónice, le cubría la primera falange del dedo meñique. Tras desabrocharse el firmal
[14]
del manto, que él dobló cuidadosamente sobre su brazo, Jeanne se acomodó en uno de los sitiales
[15]
con rosas y lirios esculpidos. Hasta entonces no se percató de que habían llenado las copas de cristal tallado antes de su llegada. Súbitamente, sin apenas percibir un movimiento, una corriente de aire, un sonido, él ya se encontraba sentado frente a ella.
—Señor…
—Chsss… Bebamos con la complicidad del silencio. ¿No os gusta el silencio? Se intercambian tantas banalidades y sandeces a merced de las palabras que estas pierden sentido. ¿No sois de la misma opinión?
Esbozó una sonrisa desconcertante. Inclinó la cabeza hacia un lado haciendo que los largos cabellos ondulados, endrinos como el plumaje de un cuervo, acariciaran su hombro. Se llevó la copa a los labios, cerrando los párpados. En su boca quedó la húmeda impronta rojo sangre del espeso y suave vino. Ella se dijo que, de ser amante en lugar de usurera, le hubiera encantado besar su sonrisa y rescatar el sabor de aquel caldo que ya se le empezaba a subir a la cabeza.
—Tenéis razón. No obstante, las palabras son necesarias para sellar… un acuerdo.
—Un pacto, querréis decir, ¿o acaso el término os infunde pavor? No lo creo. No a vos.
Jeanne vació su copa de un trago y la dejó de nuevo sobre el velador. Él la volvió a llenar enseguida. El peso de aquella mirada oscura no se apartaba de ella. La sombra de aquellas pestañas, inusualmente largas y tupidas para ser de un hombre, caía sobre sus pálidas mejillas. Percibía el poder contenido en cada uno de sus gestos. Sentía su aliento, efluvio de una noche de pasión irrefrenable, que a veces se escapaba de la boca entreabierta. Pensó con desagrado que aquel era el hombre de sus sueños; los sueños de una vida anterior, tan solo un año atrás. Ahora le parecía una eternidad. ¿Leía él sus pensamientos? Con toda seguridad. Parecía capaz de descifrar la más sutil de sus emociones, mas a ella le resultaba indiferente. Todo carecía de importancia, salvo Aude.
—Mi… mi padre y mi esposo me legaron una cuantiosa fortuna en herencia y…
Él la interrumpió con un gesto. Su rostro reflejaba cierta aflicción.
—¡Ah, señora!, estáis estropeando un momento precioso. Se me presentan en tan contadas ocasiones que los reverencio y saboreo, por muy efímeros que sean.
—Ruego me perdonéis, señor. Creí que…
—Pensáis como una mujer del siglo
[16]
, bajo el yugo de no se sabe qué obligación. ¿Habéis observado hasta qué punto las acciones y palabras que se nos antojan esenciales e imperiosas pierden su trascendencia y claridad con la distancia?
Jeanne reprimió una sonrisa triste. Acababa de resumir su vida en una simple frase.
—Además, ya soy inmensamente rico. Ignoro a cuánto asciende mi fortuna. A veces incluso me sorprende seguir recibiendo el censo
[17]
por alguna de mis tierras de la Toscana o Cataluña. ¿Qué haría yo con vuestro dinero?