En las semanas siguientes, Celestino Gomes se apoderó del palacio presidencial. Los jinetes gauchos que habían luchado con él en el sur recorrieron a caballo la avenida principal de Río de Janeiro y ataron los animales en el obelisco. Las fotografías de los periódicos mostraban a Gomes llegando al palacio con su uniforme y sus características botas altas. Fumó un cigarro y luego posó para un retrato con sus generales y consejeros, que se amontonaban a su alrededor. Era el hombre más bajo del grupo. Tenía el cinturón torcido, con la hebilla demasiado ladeada a la izquierda. Sin ninguna razón, Emília recortó este retrato y lo puso junto a su foto de comunión y el montón creciente de artículos sobre la Costurera.
Después de la noticia de la muerte de Felipe, Degas dormía más. Llevaba puesto el pijama incluso para la comida y la cena, derramaba el café, se encerraba en su dormitorio de niño durante horas y horas. Doña Dulce atribuyó su letargo a las «barbaridades» que seguramente habría visto durante la revolución. El doctor Duarte le recetó una dieta vigorizante, con abundantes coles, verduras y pimienta malagueta, picante. Degas apenas probaba la comida.
Antes de la revolución, el doctor Duarte habría regañado a su hijo por sus muchos remilgos. Doña Dulce lo habría regañado por su aspecto descuidado. Pero ni sus padres, ni las criadas, ni el puñado de seguidores del Partido Verde que lo visitaron durante su convalecencia hicieron comentario alguno acerca de su comportamiento. Todos lo miraban con respeto y preocupación. Aunque finalmente había conseguido la atención que esperaba, no parecía disfrutarlo. Apartaba la mano que su madre le ponía en la frente. Cuando el doctor Duarte o uno de los hombres del Partido Verde lo felicitaban, Degas se mostraba tan indiferente como una de las tortugas del patio.
La única ocasión que Degas aceptó vestirse y salir de la casa fue para asistir a la cena de celebración revolucionaria en el teatro Santa Isabel. El doctor Duarte insistió en ello. Habían sido invitados combatientes y patrocinadores financieros del Partido Verde de todos los estados del noreste. Parecía que el doctor Duarte había contribuido con una importante cantidad a la causa.
El teatro Santa Isabel era un edificio enorme, pintado de rosa pálido, con bordes blancos alrededor de sus puertas y ventanas de arco. En el interior, la sala principal era circular. Las butacas del teatro habían sido retiradas y en su lugar se había colocado una serie de mesas largas para la cena. Los manteles eran de lino y se colocaron frondosos centros de mesa verdes. En las mesas principales sólo había hombres: oficiales, combatientes, donantes. En los bordes de la circunferencia, cerca de las puertas, donde se colgaban los abrigos, estaban las mesas para las esposas y las hijas. Emília se sentó al lado de doña Dulce, que comprobó la calidad de los manteles con los dedos y chasqueó la lengua. Al otro lado de la sala, en el otro extremo de las mesas de las mujeres, Emília descubrió a Lindalva y la baronesa. Su amiga saludó con la mano y sonrió.
Por encima de ellos, los invitados menos prestigiosos se amontonaban en las filas circulares de los palcos blancos del teatro. Se habían colgado banderas de los verdes en largas y coloridas hileras. Había varias banderas del estado de Pernambuco, con su arco iris, el sol y la cruz roja. Había muchas banderas brasileñas, con su diamante amarillo y las palabras «orden y progreso» cosidas en relieve atravesando el globo azul estrellado. Y había banderas verdes, decenas de banderas verdes, colgadas de los palcos y encima de las puertas de entrada. La más grande estaba colocada sobre el escenario del teatro, donde la mesa más importante se alzaba por encima del resto. Allí, el capitán Higino Ribeiro y funcionarios del Partido Verde que venían del sur como invitados hicieron los brindis y comenzaron a cantar el himno nacional.
Emília jugueteó con la comida. Las verduras estaban pasadas y amargas; el pollo, demasiado correoso. Después de cada largo brindis, los hombres de las mesas del centro gritaban: «¡Aquí, aquí!», y golpeaban entusiasmados con los tenedores las copas de cristal. Emília pudo ver a Chevalier con su cabellera despeinada en una de las mesas. Degas estaba sentado a poca distancia de él, junto al doctor Duarte. El marido de Emília estaba pálido y visiblemente nervioso. Bebía una copa de vino tras otra.
Se esperaba que antes del postre el capitán Higino diera a conocer un mensaje personal de Celestino Gomes. Pero después de que se llevaran los platos de la cena el capitán continuó charlando con sus acompañantes en el escenario del teatro. Las mujeres, en sus sitios en los bordes de la sala, permanecieron en los asientos mientras en el centro del teatro los maridos, hijos y hermanos se movían de grupo en grupo. Los hombres abandonaban sus asientos y se daban la mano, se palmeaban las espaldas. Degas hizo caso omiso de los codazos de su padre y se dirigió directamente hacia Chevalier. Emília se puso en pie.
—¿Adónde vas? —preguntó doña Dulce. Una mancha oscura de vino le bordeaba los labios.
—A saludar a Lindalva —respondió Emília.
—Ahora no, querida —afirmó doña Dulce, moviendo la cabeza y sonriendo a las mujeres que tenían a ambos lados—. Emília siempre quiere ser la primera en todo. Si los hombres abandonan sus asientos para saludarse entre ellos, ella también quiere hacerlo. —Doña Dulce volvió su mirada a Emília—. Siéntate. La esposa del capitán Higino es la anfitriona. Debemos esperar a que se levante ella antes de hacerlo nosotras.
Emília observó la hilera de mujeres.
—Creía que la reconocerías inmediatamente —continuó doña Dulce—. ¡Con todos los periódicos que lees!
Emília se sentó.
—No sé qué quiere decir usted.
—Seu Tomás me ha dicho que has estado comprando periódicos en el puesto de su amigo de la esquina. Dice que los escondes dentro de tus revistas de moda.
Emília sintió que se le subía la sangre a la cabeza. Jugueteó con los guantes.
—No los escondo. Estoy siendo discreta como usted me enseñó. Usted dijo que una dama no debe ser vista leyendo el periódico.
—Eres una discípula muy aplicada —dijo doña Dulce riéndose. Sus pequeños dientes brillaron. Junto a ella, las otras mujeres sonrieron cortésmente.
—Comprendo, querida —continuó doña Dulce—. Tienes que mantenerte al día para ayudar al doctor Duarte. No tengo paciencia para esos asuntos. Me hace muy feliz que estés ayudándolo otra vez, con sus ciencias y esas cosas. Odiaría tener que contratar a una de esas desagradables secretarias. Sobre todo cuando ya te tenemos a ti. —Doña Dulce se volvió a sus compañeras de mesa—. Las mujeres que no pueden ser madres deben encontrar otra ocupación.
—Y los hombres que no pueden ser padres —replicó Emília— encuentran sus propias distracciones.
Doña Dulce tomó otro sorbo de vino.
—Así es. Desgraciadamente, lo hacen. A diferencia de vosotras, las jóvenes modernas, no tienen tantas diversiones para mantenerse ocupados. Vosotras tenéis vuestras modas, vuestros cortes de pelo y vuestros tés especiales. Emília bebe un té especial para la piel. Así es como la mantiene tan suave y clara. Es uno de tus remedios campesinos, ¿no?
—Sí.
—Deberías contarnos qué es. —Doña Dulce sonrió—. No seas avara con tus secretos de belleza. Raimunda no quiere decírmelo. Tuve una charla con ella, una conversación muy sincera. Dice que compra una especie de corteza en el mercado, pero nada parecido figura en mi lista de la compra. Dice que tú le das tu propia lista. Me encanta que estés asumiendo responsabilidades, Emília. Haciéndote cargo del personal, ordenando compras en la tienda de comestibles. Debería dejar en tus manos las riendas de todo. Serían unas buenas vacaciones para mí, podría descansar de tantas preocupaciones.
Mientras hablaba, la voz de doña Dulce se iba volviendo más fuerte. Las mujeres que estaban cerca de ella apartaron la mirada y se concentraron en observar sus platos de postre.
—Usted encontrará enseguida algo nuevo de que preocuparse —dijo Emília—. Siempre lo encuentra.
—Así es la vida de una buena esposa. Cuando tengas tu propia casa lo comprenderás.
—No creo que eso ocurra. A Degas le gusta demasiado la casa que usted dirige. Y no puede pasar sin su padre.
Doña Dulce recorrió con la mirada la larga mesa de mujeres. Cogió la servilleta de su regazo.
—He visto a doña Ribeiro ponerse de pie en su sitio —dijo—. Emília, acompáñame al servicio de damas. Discúlpennos.
Las mujeres que estaban cerca de ellas asintieron cortésmente con la cabeza. Cuando Emília se puso de pie, doña Dulce le cogió el brazo con fuerza y lo puso debajo del suyo.
Salieron de la sala y se dirigieron al vestíbulo. Varios camareros se movían de un lado a otro. Lámparas eléctricas zumbaban por encima de ellos y su luz se reflejaba en la colección de espejos dorados del vestíbulo. Ordenados en filas sobre el suelo de cerámica había sofás circulares. Cubiertos de terciopelo y con hoyuelos hechos por botones, parecían grandes pasteles rojos. En el centro tenían cojines tapizados de la misma manera, destinados a dar apoyo a las cansadas espaldas de los asistentes al teatro. Doña Dulce avanzó entre ellos y se detuvo junto a uno que estaba lejos de las puertas del teatro, pero de ninguna manera cerca del baño de damas.
Soltó el brazo de Emília. Detrás de su suegra, sentado en un sofá circular y parcialmente oculto por su cilíndrico respaldo, había un hombre sentado. Doña Dulce no lo vio. A ella le temblaban los labios. Los frenó con un pellizco de sus dedos. Emília se sentía pequeña y asustada, como se había sentido el primer día en la sala de estar de los Coelho, pero no desvió la mirada de su suegra. No se iba a dejar amedrentar.
Cuando doña Dulce finalmente habló, su aliento era ácido a causa del vino.
—Tal vez creas que sólo porque ganaste un concurso puedes hablarme en ese tono. Que puedes andar por ahí con tus absurdos vestidos. Que puedes hacer insinuaciones acerca de mi hijo. Pero no te sientas tan envalentonada. Esas mujeres de las familias nuevas se burlan de ti cuando no estás cerca de ellas. Te consideran pintoresca, por el modo en que tratas de ser una dama. Piensan que eres una chica divertida. Lo sé. Las he escuchado. Y las criadas me lo dicen. Las criadas escuchan lo que hablan sus amas, ¿no? Se cuentan todo entre ellas. ¿Crees que los cotilleos sobre la esposa provinciana de Degas Coelho no van de casa en casa? No te engañes. Permíteme decirte esto de una manera que tú comprenderás, siendo de tierra adentro. ¿Sabes lo que le ocurre a una hormiga cuando le salen alas? Se siente superior. Vuela como un ave, pero siempre será un insecto. Y tú siempre serás una costurera.
Las piernas de Emília temblaron. Apretó las rodillas, queriendo parecer más alta.
—No vuelvas a mi mesa —dijo doña Dulce, arreglándose la falda—. Les diré que te sientes indispuesta.
Una vez que su suegra se hubo alejado, Emília se dejó caer en el sofá que estaba detrás de ella. Había un espejo colgado en la pared opuesta. Era grande y ancho, no como el pedazo de vidrio que tenía en Taquaritinga. Podía verse entera y no en fragmentos. No se veía para nada diferente a las otras mujeres de las Damas Voluntarias: su piel era oscura, pero no demasiado; era regordeta, pero no demasiado; su pelo era rizado, pero no crespo. Las mujeres de las Damas Voluntarias le copiaban la ropa. Se sentaban junto a ella en los círculos de costura y la invitaban a tomar café. Pero ¿qué hacían cuando Emília salía de sus casas? ¿Hervían la taza de café que ella había usado? Las había visto hacer eso con la taza que usaba el señor Sato, el joyero ambulante, porque aunque era demasiado refinado como para usar la vajilla de los criados, se le consideraba sospechoso. Impuro.
Emília se cubrió la cara con las manos enguantadas.
Cuando le había dado lecciones, doña Dulce había simplificado las cosas deliberadamente. Emília podía memorizar cómo poner la mesa, podía aprender a caminar, a limpiarse la boca, a sostener una taza de café, a escuchar sólo con el interés adecuado, a reírse sólo con el regocijo oportuno. Pero había cosas que nunca podría aprender, códigos que le estaban vedados, motivos que nunca podrían serle explicados. El camino hacia la respetabilidad no era tan recto como el pliegue de un mantel, como doña Dulce le había hecho creer. Era irregular y misterioso como los dientes metálicos de sus cierres de cremallera, que se unían de manera sencilla pero no por ello dejaban de estar separados entre sí.
—Ella no ha dicho correctamente el refrán.
La voz era apacible. La voz de un hombre. Se sentó en el sofá frente a ella, sin quedar oculto ya por el respaldo. Tenía el cuello delgado y estaba encorvado, su cuerpo se perdía dentro del traje, que le quedaba grande. Los pantalones formaban arrugas sobre las altas botas de ranchero, aunque no parecía ranchero. Su pelo era lacio y castaño. Lo tenía más largo de lo que estaba de moda entre los hombres de Recife, y parcialmente alisado hacia atrás, como si hubiera hecho un intento de aparentar formalidad. No parecía mayor que Degas, pero su piel pálida estaba cubierta de pequeñas manchas. A diferencia de las pecas de Felipe, las de este hombre no parecían ser una parte natural de él, sino el producto de muchas quemaduras de sol. Unas gafas de bronce se apoyaban en su amplia nariz. Tenía los ojos vidriosos, como si hubiera participado en los numerosos brindis de los hombres bebiéndose una copa de vino entera cada vez.
—Perdón —dijo Emília, y se secó la cara.
—No tiene por qué pedir perdón. La perdonaré sin que lo pida —replicó él, y sonrió—. Ella se equivocó con ese refrán de las hormigas. A mi padre le gustaban los refranes. Los coleccionaba, si es que se pueden coleccionar esas cosas. «Cuando a una hormiga le salen alas, desaparece». Así es el dicho. Independientemente de lo que quiera decir, eso depende de quién lo escucha. Algunos podrían interpretarlo como que hasta lo más insignificante puede superar sus propias circunstancias. Pasar a ser otra cosa.
—Los caballeros no escuchan las conversaciones de otras personas —le reprendió Emília. Cerró los puños para que las manos no le temblaran. Quería escapar, encontrar el servicio de damas y sentarse allí un rato, en paz.
—No soy un caballero, me gano la vida trabajando. Estudié para ser médico.
—Usted no parece médico —señaló Emília, inspeccionándolo otra vez. Había conocido a muchos colegas del doctor Duarte, incluyendo al médico que le había palpado el vientre debajo de la sábana y le había recetado vitaminas, y todos eran hombres serios, barbudos, con modales distantes y cajas metálicas con termómetros que sobresalían de los bolsillos de sus trajes en lugar de pañuelos.