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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (54 page)

BOOK: La costurera
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—¿Su lealtad consiste en romper escaparates? —preguntó en tono tranquilo—. ¿Se trata de dar gritos en la calle? Eso es muy fácil. Voy a hacerlo.

—Tú te quedas aquí —interrumpió doña Dulce. Dirigió su mirada ámbar a su marido—. No lo provoques, Duarte. Ya hemos perdido bastante, ahora que tu partido no ha ganado. No permitiré que nuestro hijo se meta en esta locura.

Doña Dulce rara vez peleaba con su marido. En los últimos meses había sido vencida en su aversión por el nuevo vestuario de Emília. Había admitido la adquisición de una máquina de coser, a pesar de sus quejas y sus constantes comentarios de que su casa no era el taller de una costurera. Había sonreído pacientemente cuando el doctor Duarte usaba sus corbatas verdes, y había soportado todos los discursos radiados de Gomes. Pero esa noche había llegado a su límite.

El doctor Duarte asintió con la cabeza.

—Debes estarle agradecido a tu madre, Degas. Ella te protege. Siempre te ha protegido.

Degas pasó junto a doña Dulce rozándola y abandonó el salón.

Después de esa noche, Degas se mostró parco con su madre. Evitaba las miradas de doña Dulce y la apartaba si ella trataba de acomodarle el cuello de la camisa o de arreglarle sus finos mechones de pelo. Degas hacía una mueca de incomodidad cada vez que el doctor Duarte hablaba de Gomes, pero no volvió a discutir con su padre. Asistía a sus clases de Derecho con diligencia. En lugar de pasar las tardes fuera de la casa de los Coelho, Degas empezó a quedarse, para permanecer en el despacho de su padre. Acompañaba al doctor Duarte en sus salidas para visitar las propiedades familiares en la ciudad y controlar que los edificios no hubieran sido atacados por los seguidores del Partido Azul. Degas estaba demasiado ocupado con su padre para pasar el tiempo con sus amigos de la facultad, o con Emília. Se negó a llevar a su mujer a la tienda de telas, debido a las peleas callejeras entre grupos verdes y azules. Sin suministros para coser y sin poder visitar la casa de Lindalva, Emília se vio obligada a regresar al patio de los Coelho, donde fingía bordar. Sin que nadie se diera cuenta, espiaba por las puertas abiertas del estudio y observaba a su marido y a su suegro.

El doctor Duarte todavía estaba enfadado con Degas por no ser un fiel seguidor del Partido Verde. Fastidiaba a su hijo con historias de los patriotas de Gomes, y cuando Degas se mostraba incómodo —fruncía la boca, movía el cuerpo como si su silla estuviera recubierta de púas— cambiaba de táctica y elogiaba al joven por su atención y por su recién descubierto interés por las propiedades de la familia. Al escuchar estos elogios, Degas se animaba, aunque con vacilaciones. A Emília le recordaba a un caballo atado que tiraba tercamente, contrariado por su cautiverio pero sin llegar nunca a romper los correajes. Tiraba sólo para demostrar que podía hacerlo, y cuando su amo regresaba con avena y caricias tranquilizadoras, se contentaba con renuencia.

Emília sentía pena por su marido, pero ella no se merecía que le negaran los materiales para coser. En consecuencia, la joven apenas le hablaba a Degas. El doctor Duarte también estaba enfadado con su esposa por su actitud demasiado protectora. Y doña Dulce estaba enojada con todos ellos: con el doctor Duarte por su áspera política, con Degas por su brusquedad y con Emília por ser testigo de sus desilusiones. Doña Dulce descargaba su mal humor con las criadas, que a su vez ponían almidón en exceso en la ropa y chamuscaban las mejores camisas del doctor Duarte con la plancha. Sólo las tortugas del patio y el corrupião en su jaula no guardaban ningún rencor a nada ni a nadie.

Cuando el invierno llegó, un calor húmedo se apoderó de la ciudad. Hubo dos choques de tranvías, varios ataques con navaja y un tumulto en un mercado local cuando corrió el rumor de que los carniceros estaban vendiendo disimuladamente carne de burro. Desde su habitación en la casa de los Coelho, Emília percibió el olorcillo de algo que se estaba pudriendo, como fruta pasada o carne de res mal salada que no se había conservado. Pronto el olor invadió la casa de los Coelho. Ella creyó que era la ciudad —su aire contaminado, el agua estancada del pantano—, pero el chico de los recados descubrió que era un perro callejero arrojado junto a la puerta trasera de la casa, lleno de llagas, con los dientes detenidos en un gruñido eterno, el cuerpo hinchado y a punto de reventar.

5

El 22 de mayo de 1930, al mismo tiempo que el candidato del Partido Azul asumía el cargo de presidente en Río de Janeiro, el
Graf Zeppelin
aterrizó en Recife. Los diarios de la ciudad enterraron la ceremonia de toma de posesión en la página tres, y dieron prioridad al dirigible alemán. Durante semanas el
Graf Zeppelin
le había hecho sombra a la política. Iba a cruzar el océano Atlántico para hacer su primer aterrizaje en América del Sur, y el sitio elegido no fue Río de Janeiro, sino Recife. Después de las elecciones, el gobierno municipal construyó una torre de aterrizaje en el pantano de Afogados. Recibió el nombre de Campo de Jiquiá y lo equiparon con una estación de combustible, un pabellón para las ceremonias, una capilla y una torre-antena de radio. Se esperaba que la llegada del
Graf Zeppelin
atrajera a una gran multitud. Para pagar la construcción del Campo de Jiquiá, la ciudad planeaba cobrar la entrada. El alcalde declaró fiesta oficial el día del aterrizaje e incluso las criadas de los Coelho tuvieron la tarde libre con la esperanza de ver el dirigible.

El
Graf Zeppelin
medía 230 metros de largo. Emília había leído sus dimensiones en los periódicos. Podía alcanzar los 110 kilómetros por hora y cruzaba el océano Atlántico en un tiempo récord de tres días. El diario lo llamaba «el pez plateado». El doctor Duarte lo llamaba «la vaca voladora». Cuando Emília preguntó qué quería decir, el doctor Duarte dejó escapar un suspiro y sonrió, como si le aliviara que alguien, aparte de Degas, le prestara atención.

—Se cuenta que después de la invasión de los holandeses —comenzó el doctor Duarte, dejando sus cubiertos del desayuno—, éstos quisieron construir un puente, pero no tenían dinero. El conde Nassau, el gobernador holandés, construyó una plataforma y dijo que una vaca iba a salir volando desde ella. ¡La gente acudió en masa para verla y él cobraba las entradas! Nassau era un hombre inteligente, pero pícaro. Me habría gustado tomarle las medidas. —El doctor Duarte hizo una pausa y fijó la mirada en su plato, como si estuviera imaginando la sesión de mediciones. Después de un instante, sacudió la cabeza y continuó—: No había ninguna vaca que volara, por supuesto. Cogieron una piel de vaca y la rellenaron, luego la dejaron caer de la plataforma para que se elevase como lo que era, un globo. La gente se quedó tan sorprendida que olvidaron que habían sido estafados por el holandés.

—No fueron estafados, querido —interrumpió doña Dulce—. Tuvieron un puente, después de todo.

—¡Les vaciaron los bolsillos! —replicó el doctor Duarte.

—Entregaron el dinero por propia voluntad —continuó doña Dulce, con voz conciliadora—. ¿No dices siempre que sólo los tontos natos son arrastrados hacia los comportamientos imbéciles?

El doctor Duarte dejó escapar un gruñido y volvió a ocuparse de su comida. Después del desayuno, doña Dulce llevó a Emília aparte y le dijo que no alentara los arrebatos de su marido, porque el doctor Duarte todavía estaba amargado por las elecciones.

Pero las preocupaciones de doña Dulce eran exageradas, su marido había perdido pocas influencias. Muchas de las familias viejas y muchos de los líderes del Partido Azul le debían dinero, lo cual hacia que fuesen amables con él. Y a pesar de la distracción del
Graf Zeppelin
, el Partido Verde no había desaparecido del todo. Todavía aparecían ásperos editoriales en el
Diario de Pernambuco
acerca de los prolongados efectos de la crisis. Aún había grupos de estudiantes opositores, a los que Degas, con la esperanza de reconciliarse con su padre, aseguraba haberse unido. Había vagas alusiones a una posible revuelta. Y el doctor Duarte todavía seguía asistiendo a sus reuniones en el Club Británico, aunque llevaba su insignia del Partido Verde escondida debajo de la solapa. Emília no estaba segura de si la escondía de la mirada pública o de doña Dulce.

El día del aterrizaje del
Graf Zeppelin
, Emília descubrió el cierre de oro de la insignia que sobresalía de la solapa del doctor Duarte. El gobierno de la ciudad había dicho que a cualquiera que exhibiera abiertamente el color verde se le prohibiría la entrada a la ceremonia de aterrizaje. No querían agitadores, especialmente en el pabellón de ceremonias, al que los Coelho, junto con el alcalde y las demás familias notables, habían sido invitados para presenciar el aterrizaje de la célebre aeronave. Los bordes del pabellón estaban recubiertos con tela azul y en el centro se veían hileras de sillas blancas de madera. No había nadie sentado en ellas. Había más posibilidades de aliviarse con alguna brisa estando de pie, aunque cuando el viento llegaba era cálido y húmedo como un jadeo. Se veían pañuelos en abundancia. Los hombres se secaban la frente y las mejillas. Las mujeres agitaban abanicos de seda delante de sus rostros. Una pequeña orquesta tocaba en uno de los extremos del pabellón. El sudor corría por el cuello de los músicos y oscurecía la tela de sus camisas. Un camarero con chaqueta blanca de tela tan gastada que parecía gasa puso un vaso de zumo de fruta en las manos de Emília. Lo encontró dulce y templado.

Emília notaba que la tela del vestido se le pegaba en la espalda. Era una de sus creaciones, un vestido amarillo y blanco con cinturón que le llegaba justo debajo de las rodillas.

—Pareces un huevo —le había dicho doña Dulce antes de salir de la casa de los Coelho.

—Parezco Coco Chanel —replicó Emília.

Su vestido no era ni remotamente tan elegante como los de las mujeres francesas que había visto en las revistas, pero eso no le preocupaba. Ya no tenía por qué prestar atención a las advertencias pasadas de moda de doña Dulce. Emília era miembro de las Damas Voluntarias. Tenía peso social por sí misma, y su propia agenda de actividades. La campaña por el voto había terminado con las elecciones de marzo, no así el sueño de Emília de tener su propio taller. En los meses posteriores a las elecciones, había reanudado sus visitas semanales a Lindalva. Emília transformó lentamente la decepción de su amiga en decisión. Podían ignorar a los líderes azules y tener su propia empresa, le dijo Emília a su amiga. Ellas solas podían poner de moda los pantalones para las mujeres. Podían educar a sus costureras y convertirlas en obreras alfabetizadas, y así podrían unirse a las filas de mecanógrafas, maestras y telefonistas que estaban revolucionándolo todo. Emília incluso había mencionado de pasada sus planes al doctor Duarte. Las elecciones habían frustrado sus sueños de un Instituto de Criminología apoyado por el Estado y ya no necesitaba una secretaria, pero Emília seguía yendo a su estudio cada vez que Degas no lo hacía. Escuchaba las ideas del doctor Duarte y compartió con él las suyas de manera cautelosa. Cuando habló de su deseo de vestir a las mujeres de Recife, se aseguró de usar las palabras que más le gustaban al doctor Duarte: modernidad, progreso, innovación. Nunca usó la palabra «empresa»; en su lugar decía «pasatiempo». El doctor Duarte se rió entre dientes ante su charla sobre vestidos, sombreros y vuelos de faldas, pero cuando doña Dulce aseguró que Emília no podía llevar su vestido amarillo y blanco al aterrizaje del
Graf Zeppelin
, el suegro sacudió la cabeza.

—Debemos recibir a la modernidad con estilo moderno —dijo, dando por terminado el asunto mientras sonreía a Emília.

El
Graf Zeppelin
debía llegar a las cuatro de la tarde. A las cinco no había aparecido. En el pabellón y alrededores la gente empezó a ponerse nerviosa. Los tranvías habían triplicado su frecuencia de viaje para llevar a los espectadores a presenciar el acontecimiento. Los empleados municipales habían limpiado un área para quienes tenían entradas más baratas: estudiantes, periodistas, comerciantes y familias no invitadas al pabellón. En esta zona se habían colocado tablones sobre el suelo embarrado y se construyeron largas pasarelas de madera con barandillas para que las personas de ingresos medios pudieran llegar desde los tranvías. Más allá de esto, en terrenos embarrados, vallados y con mil policías a su alrededor, estaban «las masas», como las llamaba doña Dulce. Eran ruidosas y alegres, y cantaban y bailaban a pesar del calor. Emília vio a dos niñas pequeñas, descalzas, que se reían sin disimulo moviéndose entre la multitud. Llevaban cintas verdes en el pelo.

Junto a Emília, Degas se inclinaba ligeramente sobre la barandilla del pabellón. Abajo, en la zona de la clase media, estaba Felipe. Vestía un traje desaliñado y un sombrero de fieltro deformado. Allá en Taquaritinga, recordó Emília, solía pensar que la ropa de Felipe era la viva imagen de la elegancia.

Cuando vio a Degas, Felipe se quitó el sombrero y lo agitó; lentamente al principio y luego con más vigor. Degas le dio la espalda para fijar su atención en la banda que tocaba dentro del pabellón. Felipe dejó de saludar con la mano. Miró a Emília, que se dio la vuelta rápidamente. Según Degas, Felipe había sido expulsado de la facultad de Derecho de la Universidad Federal debido a su ruidoso y persistente apoyo al Partido Verde. Desde entonces, ya no estaban juntos. Las notas de Degas habían bajado.

A las seis de la tarde la banda dejó de tocar. El alcalde dio comienzo a su discurso. Emília se protegió los ojos con la mano y observó la plataforma de aterrizaje. Parecía una gigantesca taza con su platillo balanceándose sobre un poste rojo y blanco. El alcalde explicó que la torre actuaba como una especie de poste de enganche, que amarraba en un extremo el
Graf Zeppelin
y lo estabilizaba. Los pasajeros y la tripulación bajaban a tierra desde la cabina adherida a la panza del dirigible. No iban a quedarse en Recife mucho tiempo. Se abastecerían de combustible para luego volar a Río de Janeiro. El capitán Carlos Chevalier, un aristócrata, piloto e invitado de honor del alcalde, había hecho el viaje desde Río para participar en el aterrizaje. Una vez que el
Graf Zeppelin
se hubiera abastecido de combustible, el capitán Chevalier abordaría el dirigible para ayudar en el vuelo.

La voz del alcalde era potente, pero no llegaba hasta la multitud de más abajo, que comenzó a arremolinarse. En el pabellón, la gente aplaudió cortésmente a Chevalier. Emília vio que la multitud de abajo se protegía los ojos con las manos y miraba atentamente al cielo, creyendo que el
Graf Zeppelin
había llegado. Chevalier se quitó la gorra negra de piloto y saludó con la mano en alto.

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