La costurera (63 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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En las semanas siguientes, Antonio le preparó infusiones curativas. Canjica le dio raciones adicionales de frijoles y harina de mandioca. Baiano trató de animarla con concursos de puntería, pero ella lo rechazaba. Una noche, Antonio la llevó lejos del campamento. Tenía la mano cálida. El lado izquierdo de su cara se movía frenéticamente.

—Mi Santa —dijo—, nuestra unión debe ser bendecida. Mientras no lo esté, nuestras vidas tampoco lo estarán.

Días después, cuando llegaron al pueblo de Venturosa, Antonio encontró una iglesia. Era una capilla simple y blanqueada, con suelo de ladrillo. Los reclinatorios eran una serie de bancos de madera torcidos. Antonio puso un fajo de billetes de mil reales en las manos del sacerdote.

—Para construir un confesionario como corresponde —explicó Antonio—. A cambio de un servicio.

El viejo sacerdote, al principio complacido por la donación, se puso repentinamente alerta.

—No necesitamos una boda —continuó Antonio—. Sólo su bendición. Y un certificado.

El certificado era un documento encantador, cubierto con sellos de cera y letras de bella caligrafía. Algunas noches, mientras los hombres jugaban al dominó, Antonio desenrollaba el certificado y le pedía a Luzia que lo leyera.

Antonio José Teixeira, 32 años, católico, capitán, hijo de Verdejante, Pernambuco, Brasil, se casa oficialmente con Luzia dos Santos, 19 años, católica, costurera, hija de Taquaritinga do Norte, Pernambuco, Brasil, en este día sagrado, 28 de abril del año de Nuestro Señor 1930.

La superstición de Antonio pareció dar sus frutos. Después de recibir el certificado y la bendición del sacerdote, sus vidas se volvieron más fáciles. En realidad, fueron Gomes y su revolución los que les trajeron la buena fortuna, aunque Antonio no lo podía admitir.

Los militares no fueron los únicos que abandonaron sus puestos en la caatinga cuando Gomes se hizo cargo de Brasil. Insignificantes funcionarios del Partido Azul que ocupaban puestos en las tierras interiores —un puñado de comisarios, recaudadores de impuestos y algunos jueces— renunciaron y regresaron a la costa para intentar pasarse al Partido Verde, o para esconderse en el anonimato de las grandes ciudades. En las tierras áridas el orden quedó en manos de los coroneles y de los cangaceiros. Esto no era una novedad para la mayoría de los residentes de la caatinga. Para ellos, la revolución era sólo una disputa muy lejana. La gente se sentía aliviada de que no estuviera ocurriendo en sus propiedades. Estaban orgullosos de no tener esos disturbios entre ellos. Y, como ocurre en todas las disputas, sólo las mujeres manifestaban preocupación.

—Si hay una chispa cerca de un montón de sacos de arpillera, el diablo va a soplar seguro —le susurró la esposa de un agricultor a Luzia—. El fuego se extenderá sin remedio.

Los hombres no creían que la caatinga fuera a verse afectada por Gomes ni por nadie que tomara el poder en Brasil. El campo siempre había sido ignorado, y esta vez no iba a ser diferente. Antonio habló con muchos agricultores arrendatarios, y la mayoría reaccionaba curiosa y divertida ante Gomes y su revolución.

—A este Partido Azul lo han cogido por la cola —se burlaban los agricultores—. Ese Gomes es el presidente ahora. —Siempre decían «ese Gomes» y nunca «nuestro presidente», porque Gomes, a la vez que un político, era también un sureño, lo que lo convertía en doblemente ajeno. Incluso el título de presidente parecía remoto, como la elegante marca de un coche extranjero.

En público, la mayoría de los coroneles se reía de Gomes. En privado, creaban alianzas entre sí y buscaban la amistad y protección del Halcón. Incluso los peores coroneles, los que más odiaban a los cangaceiros, de pronto trataban de restablecer los lazos con Antonio. A los coroneles no les gustaba Gomes, debido a sus promesas de derechos para los trabajadores y voto secreto. No creían que el nuevo presidente fuera a conceder efectivamente estas cosas a los habitantes de la caatinga, pero el solo hecho de sacar el tema de tales reformas le daba a Gomes influencia entre la gente común. Los coroneles habían colaborado con gobiernos anteriores, dando los votos del campo a los candidatos a cambio de una casi total autonomía. Gomes no estaba dispuesto a semejantes intercambios; él nunca había tendido la mano a los coroneles y éstos se habían puesto en contra de él en las elecciones, antes de la revolución. Ante la nueva situación, les preocupaba que su antiguo apoyo al Partido Azul se volviera ahora en contra de ellos. O bien Gomes iba a decidir que el campo era demasiado complicado, como habían hecho los otros presidentes, o bien iba a tratar de cambiar las cosas. Si ocurría esto último, los coroneles temían que sus tierras fueran confiscadas. Esperaban a ver qué iba a hacer Gomes. Durante este tiempo, también hicieron planes por si sucedía lo peor. Si tenían que enfrentarse a la pérdida de sus tierras y títulos, los coroneles pelearían, y querían que el Halcón y su pequeño ejército estuvieran de su lado. Los coroneles también armaron a sus vaqueiros, agricultores arrendatarios y pastores de cabras.

—Todos los aldeanos tienen rifle en estos tiempos —decía a menudo Antonio, sacudiendo la cabeza. A él no le gustaba la mayoría de los coroneles y rara vez estaba de acuerdo con ellos, pero en ese momento compartía su preocupación. No quería que el gobierno de Gomes ni ningún otro tomara el control del campo. No creía en las promesas de igualdad de Gomes. Muchos otros políticos habían prometido lo mismo y nunca habían hecho nada. Antonio no veía a Gomes como un presidente, sino como otro tipo de coronel empeñado en adquirir tierras y poder.

Con armas fácilmente accesibles y sin soldados a la vista, creció la población de ladrones en la caatinga. Un coronel le pidió a Antonio que lo ayudara a interceptar a los ladrones de ganado. Un productor de algodón le pidió ayuda para resolver una disputa con su vecino, que había decidido cercar su propiedad. Un mercader le prometió un porcentaje de sus ganancias a cambio del derecho a decir que su negocio estaba bajo la protección del Halcón. Eso bastó para disuadir a los ladrones. El grupo del Halcón era conocido y, como dijo un comerciante, su palabra tenía la fuerza del hierro.

—El hierro se oxida —corrigió Antonio al hombre—. Mi palabra es de oro.

Después de la revolución, aparecieron varios grupos de imitadores de los cangaceiros que afirmaban ser hombres del Halcón.

Secuestraban a los hijos de los coroneles e intimidaban a los pueblos usando la fama de Antonio. También había comerciantes deshonestos que aseguraban estar bajo la protección del Halcón cuando no era así. Durante semanas, Antonio insistió en recorrer todo el estado para descubrir y castigar a esos embusteros. Orejita alentaba esos viajes. Finalmente, en Garanhuns, un pueblo de montaña, Luzia encontró a un fabricante de papel y le encargó seis cajas de blancas y gruesas tarjetas de visita con la letra «H» impresa en ellas. Cuando cerraban un trato, Luzia entregaba una tarjeta de visita a comerciantes y rancheros acompañada de un mensaje escrito con la impecable caligrafía de ella, que confirmaba que su protección era auténtica. Con la tarjeta de visita del Halcón, cualquiera podía atravesar tranquilamente las zonas más peligrosas de la caatinga. Para muchos, las tarjetas se volvieron más valiosas que el dinero.

Cada vez que Antonio castigaba a sus imitadores —los hacía arrodillarse delante de él y les clavaba su puñal en la base del cuello— dejaba una tarjeta de visita junto a los cuerpos caídos. Cuando cortaba las orejas a los ladrones o castigaba a los violadores de la misma manera que los agricultores tratan a los gallos viejos, castrándolos con dos golpes de cuchillo, Antonio dejaba una tarjeta como prueba de su paso. Luzia sabía que esos castigos no eran peores que aquellos que infligían los coroneles. Sabía que no era Antonio quien había enseñado la crueldad a sus hombres, sino las tierras áridas. Lo habían aprendido en sus duras vidas, siempre en el campo. Desde el momento en que habían empezado a andar, se les enseñó a apuñalar, a despellejar, a limpiar y a destripar. Se les enseñó a resolver las disputas por las bravas. Se les enseñó que en la caatinga no existe el ojo por ojo. Nada de venganzas proporcionales, nada de equivalencias. Sólo había que superar, aventajar en la represalia. Una vida por un ojo. Dos vidas por una. Cuatro por dos. Cuando los hombres se hacían cangaceiros ya sabían todo esto. Lo único que Antonio les había enseñado era a dominar su crueldad, a ejercerla de forma controlada. A hacer que fuera útil. Antonio insistía en que las personas a las que ellos atacaban debían haber sido irrespetuosas, o haber humillado a una mujer, o hecho trampa, o mentido, o robado, o cometido tales fechorías que merecieran un castigo. Luzia, al igual que los cangaceiros, tenía una certeza embriagada de la rectitud de Antonio, de su honestidad poderosa y envolvente, como el olor de la caatinga en flor.

Antonio insistía en que sus hombres y él no alquilaban sus servicios; simplemente hacían trabajos para los amigos. A cambio, los amigos les brindaban refugio y obsequios, nunca pagos en moneda. No necesitaban dinero… Sus morrales ya estaban repletos de fajos de billetes de mil reales. Por lo general, los obsequios eran armas de fuego y municiones. Durante la revolución y después de ella, cuando Gomes retenía la mayor parte de las municiones para sus tropas, los envíos al campo se volvieron escasos. Antonio almacenaba todo lo que podía.

Luzia, a su vez, acaparaba periódicos adquiridos en sus robos al Partido Azul. Después de la revolución, el
Diario
dejó de publicar su sección de sociedad. Sólo había fotografías de Celestino Gomes en el palacio presidencial de Río de Janeiro, donde había establecido su gobierno provisional. Y más adelante aparecieron retratos de los «tenientes», hombres del Partido Verde nombrados para gobernar provisionalmente cada uno de los estados hasta que se redactara una nueva constitución. El capitán Higino Ribeiro se convirtió en el teniente de Pernambuco. Durante semanas, la portada del periódico publicó su fotografía.

Un tiempo después, al poco de acabar el carnaval de 1931, Luzia encontró fotografías de su hermana. El
Diario de Pernambuco
publicaba instantáneas de ceremonias de inauguraciones, de cenas oficiales y de otros festejos promocionados por el nuevo gobierno. En una de esas fotografías, Emília estaba en el grupo que rodeaba al doctor Otto Niemeyer, un economista extranjero a quien Gomes había invitado a Brasil para crear un plan de progreso económico. En otra foto, Emília aparecía retratada en una cena ofrecida a varios hombres pálidos vestidos de traje, representantes de grupos de empresas extranjeras, petroleras, compañías de electricidad y empresas de caucho. Estos hombres eran el futuro, según decía Gomes. Quería proyectos grandes, visibles, que demostraran que su gobierno estaba trabajando. En cada ceremonia de inauguración o cena de celebración, detrás de los invitados siempre había colgadas pancartas con el lema de Gomes: «¡Urbanizar, modernizar, civilizar!». Emília siempre estaba en los grupos retratados debajo de esos grandes carteles. Tenía el pelo más largo de lo que Luzia recordaba, y su rostro era más delgado. En un artículo, fechado en mayo de 1931, un periodista citaba a Emília. Se había celebrado un congreso de mujeres en Río de Janeiro, donde los delegados de Gomes estaban redactando el borrador de la nueva ley electoral del país. En la versión inicial del documento, el sufragio era concedido sólo a viudas propietarias, y a esposas con el permiso de sus maridos. «Estamos preocupadas —declaraba la señora de Degas Coelho—. Esperamos que esto se cambie. El señor Gomes hizo una promesa, y cuando un hombre hace una promesa a una dama debe cumplirla».

Luzia sonrió cuando leyó esto. Emília todavía creía en el poder del decoro y la cortesía. O fingía creer en ello. Cuando estudió las fotografías de su hermana, notó que la cara de Emília no se correspondía con la bien educada esperanza de sus palabras. La mujer de las fotos rara vez sonreía. Empujaba la barbilla hacia delante. Apretaba los labios en lo que parecía ser una expresión de desafío.

Mientras la señora de Degas Coelho asistía a las ceremonias inaugurales y con visión de futuro de Gomes, Luzia y los cangaceiros celebraban sus propias ofrendas. Antonio entregaba dinero a los pueblos para reparar sus pozos de agua o para restaurar sus capillas. Repartía nuevas herramientas a los granjeros y daba a sus esposas retales de tela. A un sastre ya anciano le dio una maleta llena de billetes para que sus hijos y él pudieran tener su propia sastrería.

El grupo del Halcón adquirió reputación tanto de crueldad como de generosidad. Más hombres querían unirse a ellos. Los nuevos reclutas miraban a Antonio con reverencia y miedo. Luzia sentía lástima por ellos. Pronto iban a sentir los efectos del zumo amargo del xique-xique. Pronto se darían cuenta de que su capitán era un hombre inconstante. A pesar de su éxito después de la revolución, Antonio se volvió irritable. Su cuerpo se debilitó, su ojo se nubló y sus supersticiones aumentaron. El viernes, el día sagrado, no permitía a sus hombres cantar ni jugar al dominó, ni siquiera que hablaran. Luzia no podía tocarlo en ese día. Cada noche, las oraciones de Antonio se hacían más largas y los hombres se movían inquietos sobre sus rodillas. Una vez, Orejita y cuatro nuevos hombres se quejaron por la duración de las oraciones. Antonio puso al subcapitán a realizar el trabajo de basurero durante un mes y le ordenó que realizara la humilde tarea de enterrar los desechos del grupo cada vez que abandonaban el campamento. Después de esto, Antonio dormía poco. Permanecía tendido al lado de Luzia y escuchaba las conversaciones en susurros de los centinelas. Algunas noches esperaba hasta que los cangaceiros se dormían, luego despertaba a Luzia y cambiaba de lugar la ubicación de sus mantas, para que nadie supiera exactamente dónde estaban. El temor de Antonio a ser envenenado también aumentó, y se negaba a comer si Luzia no probaba antes la comida. Si los nuevos reclutas le ponían en cuestión o le decepcionaban, no les permitía rezar con él, que era la forma en la que supuestamente evitarían que sus cuerpos sufrieran daño. Los dejaba sin protección y temerosos. Quedaban sin su aprobación y sin su amor. Para recuperar ambos, hasta Orejita obedecía.

Como contrapartida, Antonio hacía que cada hombre se sintiera importante. Los aconsejaba y los curaba. Les soltaba largos discursos sobre su libertad, su independencia. Luzia permanecía sentada sobre la manta en la oscuridad, y escuchaba impaciente. Sus discursos la frustraban. Su vida no era una vida de libertad, sino que vivían escapando, huyendo de sus viejas vidas, de errores pasados, de los enemigos, de los coroneles, de los soldados o de la sequía. ¿Y para qué servía la libertad por sí misma? ¿Para qué servían aquellas vastas y abiertas tierras áridas que les rasgaban las ropas y les cortaban los rostros? ¿Para qué servía ir de un lado a otro sólo por ir de un lado a otro, sin ninguna causa, sin ningún objetivo, sin ningún futuro a la vista?

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