Lentamente, los aguaceros disminuyeron y se convirtieron en una neblina fina, como si las viejas lluvias fueran ahora tamizadas a través de un filtro. El 26 de julio, Degas regresó temprano de sus clases. Tenía el rostro arrebatado. Apretaba el arrugado sombrero en sus manos. Doña Dulce ordenó a una criada que le trajera agua. El doctor Duarte salió de su estudio para ver qué era lo que causaba aquella conmoción.
—Han asesinado a Bandeira —dijo Degas—. Le han disparado aquí, en el centro de la ciudad.
José Bandeira —ex candidato a vicepresidente de Gomes y héroe del Partido Verde— había sido tiroteado mientras comía pasteles en la confitería Gloria. Los informes del gobierno transmitidos por las radios aseguraban que el atacante era un marido celoso. Decían que Bandeira estaba saliendo con una cantante de cabaré y había muerto con un estuche de la Joyería Krauze en el bolsillo, un obsequio para su amiga. Como no había ninguna foto de la mujer, los periódicos y las radios del Partido Verde dijeron que se trataba de un bulo. Cuando detuvieron al asesino, fue identificado como un rival político del estado natal de Bandeira, Paraíba. Después de eso, muchos acusaron al Partido Azul de difamación y asesinato. Para demostrar la inocencia de su partido, el alcalde de Recife metió al asesino en el Centro de Detención de la ciudad.
Hubo un duelo oficial de tres días por José Bandeira. En todo Recife y todo el norte las ventanas fueron envueltas en cortinas negras. Se encendieron velas. Los hombres se pusieron brazaletes de luto. Los cuarteles colgaron coronas fúnebres en sus portones en solidaridad con Gomes, su colega militar. El propietario de la empresa Pernambuco Tramways dispuso la adopción de nuevos uniformes para los conductores de sus tranvías, cambiando sus trajes azules por otros verdes. Se ataron trapos verdes a las farolas y a las barandillas de los tranvías. Reaparecieron los perros callejeros adornados con trapos verdes.
En los meses que siguieron a la muerte de Bandeira, cuando la estación de las lluvias dio paso a la sequía, el gobierno del Partido Azul de Recife arrestó a dos importantes colaboradores de Gomes, en cuyas casas, en Boa Vista, había descubierto sendos arsenales de dinamita. El Club Británico —el lugar favorito del doctor Duarte— fue cerrado por actividades antipatrióticas. Funcionarios azules arrestaron a un vendedor de periódicos de 12 años que voceaba el
Jornal da Tarde
, el periódico oficial de la Alianza Liberal de Gomes, con la excusa de que al gritar los titulares del periódico todos los días, el muchacho realizaba un llamamiento a las armas. La policía de la ciudad allanó pensiones y bares en el barrio de San José buscando estudiantes activistas. Degas leía las informaciones sobre los arrestos en voz alta en la mesa mientras desayunaban. Una mañana, no pudo terminar su lectura. Mientras sostenía el periódico en sus manos, el color desapareció de sus mejillas.
—¿Qué ocurre? —murmuró el doctor Duarte—. Continúa.
—El señor Felipe Pereira —masculló Degas—, hijo de un coronel, detenido y llevado al Centro de Detención de la ciudad.
El doctor Duarte dejó su tenedor.
—Es ese amigo tuyo, ¿no, Degas?
—Sí —respondió Degas. Arrugó el diario.
—Es leal al partido —dijo el doctor Duarte.
Al ver que Degas no respondía, el doctor Duarte se inclinó hacia delante y arrancó el periódico de las manos de su hijo, dejando a la vista el rostro de Degas. El doctor Duarte lo miró a los ojos. Sus cejas blancas se inclinaron hacia abajo, formando un pliegue en la frente. Sus ojos no reflejaban la preocupación demostrada por la frente. Su mirada tenía la misma intensidad nerviosa que Emília ya le había visto al doctor Duarte en su estudio cada vez que describía una nueva teoría o a un candidato potencial para la medición.
—Podría usar mis influencias —sugirió el doctor Duarte— para liberarlo.
Doña Dulce revolvió el café. Su cuchara raspaba la parte inferior de la taza, produciendo un ruido continuo e irritante. Debajo de la mesa, Emília sintió el desesperado temblor de la pierna de Degas. Rozaba las suyas.
—No —respondió Degas.
Doña Dulce dejó de revolver. La voz del joven pareció resonar en la mente de Emília. Recordó el amontonamiento en el tranvía, el contacto firme del brazo de Felipe que la sostenía y, más tarde, el desesperado apretón de su mano.
—Su familia te hospedó todos esos meses durante la huelga universitaria —le recordó Emília—. Era nuestro acompañante. Tu amigo.
La pierna de Degas temblaba desesperadamente. No la miró a la cara. En cambio, fijó su mirada en el artículo del periódico.
—Eso es el pasado. Hemos ido en direcciones diferentes. Es leal al partido, pero demasiado ruidoso. Nos pone a todos en peligro. Hace que todos parezcamos malos.
—En estos tiempos, uno no puede ser demasiado ruidoso —intervino doña Dulce, mirando a Emília—. Es mejor mantener la boca cerrada y pasar por tonto que abrirla y eliminar toda duda.
—Los miembros del Partido Verde no son tontos —precisó el doctor Duarte—. Pero estoy de acuerdo, Degas. Todos somos soldados en esta lucha. No podemos ser víctimas de nuestros propios egos. Algunos hombres están demasiado inmersos en sus propias aventuras como para pensar en el bien colectivo. Los hombres más fuertes dan muestras de autocontrol. —El doctor Duarte palmeó con fuerza la mano de su hijo—. Me alegra no tener que malgastar mi influencia.
Degas asintió con un gesto de la cabeza. Continuó leyendo la lista de los arrestos con voz tranquila, pero, por debajo de la mesa, Emília notaba que su pierna seguía temblando.
Días después, funcionarios públicos interrogaron al doctor Duarte. Su empresa de importación y exportación estaba siendo investigada por fraude fiscal. Registraron sus almacenes y casas alquiladas. A pesar de todo esto, él no perdió la calma. Se sentaba en su despacho y leía sus revistas de frenología. Sonreía y silbaba el himno nacional acompañando al corrupião en su jaula. Escuchaba la radio religiosamente. Degas rondaba cerca de su padre. Como uno de los mosquitos enormes y molestos del invierno, daba vueltas cautelosamente alrededor del doctor Duarte preguntando acerca de las más recientes revistas de ciencia, hablando de sus propiedades y de la investigación del gobierno, hasta que por fin tocó el tema que más le preocupaba.
—¿Habrá una revuelta? —quiso saber Degas.
En la tarde del 3 de octubre de 1930, en la radio dijeron que Celestino Gomes y un grupo de militares leales habían tomado las oficinas del gobernador en el sureño estado de Río Grande del Sur. En el norte, en el vecino estado de Paraíba, un grupo favorable a Gomes tomó el control de una base militar.
—Está comenzando —anunció el doctor Duarte.
A pesar de las objeciones de doña Dulce, el doctor Duarte envió a todas las criadas y al muchacho de los recados a sus hogares, en la lejana Mustardinha. Cuando se fueron, puso cadenas en los portones delantero y trasero de la casa. Desplegó una bandera verde y la colgó en el muro de cemento de la propiedad. Luego cogió un revólver antiguo de su estante y se instaló con él junto a la radio. Antes del amanecer del 4 de octubre, las noticias decían que, en Recife, un grupo de la redacción del
Jornal da Tarde
fue sorprendido pasando de contrabando armas de fuego en rollos de periódicos. Poco después, la Pernambuco Tramways cerró sus oficinas. No había servicio eléctrico ni telefónico en la capital del estado. La radio de Coelho dejó de emitir.
Una hora después, docenas de panfletos volaron por encima de la tapia de la casa de los Coelho. La empresa de soda Fratelli Vita había hecho imprimir lemas en las etiquetas de sus botellas y las había distribuido por toda la ciudad. Convocaban a todos los hombres leales a Gomes. «¡Revolución! —decían—. ¡Luche por un nuevo Brasil!».
El doctor Duarte recogió un pasquín y lo llevó a casa. Había pasado la noche junto a la radio y tenía el traje arrugado, la cara sin afeitar. Puso el panfleto y su revólver en las manos de Degas.
—Si fuera treinta años más joven, pelearía a tu lado —dijo el ilustre frenólogo con los ojos brillantes.
Degas leyó el pasquín. Agarró con fuerza el arma. El entusiasmo del doctor Duarte hizo que Emília pensara que Degas iba a partir de inmediato, vestido sólo con su pijama de rayas. Así era como los muchachos de Taquaritinga reaccionaban ante las peleas. Cuando se hizo mayor, Emília había visto a docenas de padres e hijos abandonar sus casas con una urgencia tal que hasta salían sin sandalias si tenían noticias de una pelea de familia o por antiguas disputas territoriales. Sólo cogían sus cuchillos. En casa de los Coelho, las cosas eran diferentes. El doctor Duarte acompañó a su hijo al comedor y esperó mientras doña Dulce y Emília —que se habían quedado sin criadas ni cocinera— preparaban pan, hacían panqueques de mandioca y cocían harina de maíz. Degas comió despacio. El silencio reinaba durante el desayuno y cualquier cosa que Degas pedía —sal, mermelada, mantequilla— era puesta en sus manos incluso antes de que él las moviera. Después, el doctor Duarte acompañó a su hijo arriba, para ayudarlo a afeitarse. Doña Dulce encontró un morral y puso en él una docena de huevos duros, algunos frascos de remolacha en conserva y mermelada de plátano, un pan y un juego de pañuelos. A Emília se le ordenó que planchara un par de pantalones a su marido.
No había planchado ropa desde sus últimos días en Taquaritinga. La plancha le pareció pesada e incómoda en sus manos. Emília fue cuidadosa con los pantalones, aunque creía que plancharlos era ridículo, pues su destino era arrugarse y ensuciarse. ¿Quién podía saber qué clase de enfrentamientos se estaban produciendo más allá de los portones de los Coelho? La pregunta asustó a Emília. Hizo que sintiera pena por Degas.
Cuando terminó de planchar los pantalones, los colgó en una percha y fue en busca de su marido. No estaba en el baño, ni en su dormitorio de niño, ni en la habitación de Emília. Se sintió frustrada por su desaparición. Emília no podía regresar a la cocina; doña Dulce la reprendería, diría que era una inútil. Decidió registrar todas las habitaciones de la casa.
Fue al patio y miró por las puertas acristaladas. En el salón vio al doctor Duarte moviendo el dial de la radio, a la espera de captar alguna señal. En su estudio, las puertas estaban abiertas pero sólo el corrupião se encontraba dentro. Las persianas de la sala de estar de los espejos estaban cerradas. Emília estaba a punto de abrir sus puertas cuando vio un movimiento en la estancia. Una sombra. Se acercó y miró a través del panel de vidrio de la puerta. La habitación estaba exactamente igual que la había encontrado el primer día que había entrado en casa de los Coelho, sólo que el ventilador eléctrico no estaba encendido y Degas se encontraba en un rincón, ante una enorme Virgen de madera. Llevaba una camisa de calle y los pantalones del pijama. Estaba con la vista fija en la imagen, la cabeza echada hacia atrás como un suplicante.
Cuando Emília abrió la puerta del patio, él se apartó rápidamente de la imagen.
—¿Vienes para llevarme fuera? —preguntó Degas.
—No —respondió Emília, mostrándole los pantalones—. Vengo a darte esto.
—Bien —dijo él, sacando los pantalones de la percha—. Estaba echando una última mirada.
—No será la última —replicó Emília, sin poder esconder el titubeo en su voz.
—Una parte de mí espera que lo sea —confesó Degas mientras colgaba los pantalones sobre una silla.
—¿Era por eso por lo que estabas rezando? —quiso saber Emília.
—No —espetó Degas—. No rezo. La estaba observando, eso es todo.
Emília observó la cara inexpresiva de la Virgen. Los ojos pintados de la imagen parecían húmedos y con vida.
—A mi madre no le gusta —explicó Degas—. Le tiene miedo.
Emília recorrió con la mirada la sala de estar y su colección de madonas. Había por lo menos una docena, grandes y pequeñas, de madera y de arcilla, sobre estantes y sobre rinconeras, junto a otros objetos.
—¿Entonces por qué colecciona tantas? —quiso saber Emília.
Degas se encogió de hombros.
—Algunas fueron obsequios. Son valiosas. Mi madre no puede excluirlas del hogar; no sería correcto. Pero no soporta ni siquiera mirarlas. Por eso están encerradas con llave aquí y no las tiene repartidas por todos lados.
—¿Cómo lo sabes?
—Mi madre me lo dijo una vez. Dijo que prefería la ira de Dios a su misericordia.
Emília asintió con la cabeza. El padre Otto solía decir que la misericordia de la Virgen era su poder. Que la gente tenía temor de la misma generosidad que pedía porque quedaba comprometida con quien la concedía. Emília estaba de acuerdo; en Recife, cualquier muestra de generosidad se convertía en algo como los préstamos del doctor Duarte: nunca podía ser devuelto, sólo era posible aceptarlos y preocuparse por ellos.
—Lo comprendo —dijo Emília. Degas se mostró sorprendido.
—¿Lo comprendes? —preguntó.
—Tú me sacaste de Taquaritinga. Me volviste respetable. La gente no deja de recordarme tu generosidad.
Degas suspiró.
—Hice lo que tenía que hacer, Emília, para mantener tu secreto. No me molestes con eso.
—¿Con qué?
—Él está en el Centro de Detención debido a sus acciones, no a las mías —susurró Degas.
—Pero tú lo dejaste allí —dijo—. Lo dejaste encerrado por tus propias razones. No por mí.
Emília trató de hablar con convicción, pero no estaba segura de los motivos de Degas. Éstos la asustaban. Recordó lo que él había dicho hacía casi dos años, cuando estaban recién casados y habló de Luzia: «Estamos obligados a protegernos mutuamente de los comentarios».
Degas apoyó su mano en los pantalones planchados y los estudió, como si estuviera examinando el trabajo de Emília. Ella se adelantó y quitó los pantalones del respaldo de la silla. Degas levantó la vista, sobresaltado.
—Tu madre te está esperando —dijo Emília—. Póntelos.
—Lo he pensado detenidamente —replicó Degas—. Si ganamos, quedará libre. La gente dirá que es un patriota. De mí también, si voy a pelear. Patriotas. Los patriotas son respetados. Se les otorga toda clase de medallas y honores. Si ganamos, mi padre tendrá poder. Le pediré que le dé un puesto a Felipe en algún buen lugar. Se olvidará de todo…, de mí, de tu hermana… gracias a esta oportunidad. La gente tiene mala memoria cuando se le da algo mejor. Tú lo sabes bien.
—¿Y si perdéis? —preguntó Emília.