—¡Preferiría estar en el sillón del dentista antes que seguir escuchando las bravatas de ese hombre! —exclamó Degas mientras tiraba de la sábana hacia arriba.
—Tu padre es bienintencionado… —comenzó Emília.
—No me refiero a mi padre —siseó Degas—. Afortunadamente, puedo apartarme de él. Pero cada vez que salgo de casa escucho a Gomes. ¡Los compañeros de la facultad encienden la radio de la sala común para escuchar sus malditos discursos! Y cuando no es la radio, la gente cuchichea sobre los discursos, o los diarios publican lo que dice.
Degas permaneció recostado, con la cabeza apoyada sobre las almohadas bordadas. Emília observó la sombra de la redondeada barriga de su marido, luego el perfil de su rostro encantador: la nariz curvada, las espesas pestañas. Lo había admirado hacía mucho tiempo en las montañas de Taquaritinga, y sintió asombro y temor al darse cuenta que sabía tan poco acerca de sus opiniones en ese momento como entonces.
—¿Quieres decir…? —comenzó Emília, bajando el tono de voz hasta que fue un susurro—. ¿Eres azul?
Degas echó aire por la nariz.
—No puedo serlo. No en esta casa. Eres afortunada por no tener que votar.
—Yo quiero votar —respondió Emília—. El hecho de que tú no valores tu buena fortuna no quiere decir que los demás no lo hagan.
—Me olvidaba de que eres una sufragista —dijo Degas riéndose entre dientes—. Por favor, Emília, eres demasiado guapa para ser una de esas «señoritas solteronas». Odiaría verte usando gafas y zapatos cómodos y predicando la libertad.
La voz de Degas tenía el tono ligero y molesto que a menudo usaba para irritar a Emília.
Muy a su pesar, cayó en su trampa.
—¡No hay ninguna «señorita solterona»! —exclamó Emília—. Ninguna de las mujeres Voluntarias se parece a esas mujeres desagradables de las tiras cómicas. Y todas las mujeres Voluntarias están a favor del sufragio. Todas ellas.
—Lo sé, lo sé. —Degas suspiró—. Pero ¿realmente crees que Gomes les dará el derecho al voto?
—El dice que sí.
—Ésa es una razón muy ingenua.
—Solías elogiarme por eso, por mi ingenuidad.
Degas se movió debajo de la sábana. Sus pies rozaron la pierna de Emília. Estaban fríos y eran ásperos.
—Tengo facilidad para detectar el engaño —aseguró Degas—. Está haciendo promesas a todos. En algún momento tendrá que romperlas. Las soluciones de compromiso son inevitables. Todos nos vemos obligados a ellas. No creas que Gomes es muy diferente. Te decepcionará.
—¿Por qué a mí? —preguntó Emília—. ¿Por qué no a los militares? ¿Por qué no a los científicos o a tu padre?
Degas se volvió hacia ella. Emília sintió su respiración, caliente y con olor a bicarbonato de sodio, sobre su mejilla.
—A veces me pregunto si lo tuyo es inocencia o terquedad —reflexionó él—. A veces pienso que ves todo lo que te rodea muy claramente, pero eres demasiado testaruda como para admitirlo.
—¿Admitir qué? —quiso saber Emília. Sintió la conocida presión en las sienes, el comienzo de un dolor de cabeza. Su cuerpo estaba cansado, pero su mente no, y sintió la misma fatiga nerviosa que experimentaba cuando era una niña antes del inicio de una fiebre.
Degas suspiró. Emília volvió la cabeza, pero la voz de él le llenaba el oído. Era un susurro vacilante que le recordó a Luzia y sus secretos contados antes de acostarse.
—Envidio a esos criminales que mi padre estudia —dijo él.
—¿Por qué? —susurró Emília.
—No hay ninguna cura para ellos. Son lo que son.
—Pero están condenados —replicó la joven, recordando las lecciones del doctor Duarte a la hora del desayuno—. No hay remedio para ellos. Ninguna escapatoria. Eso es horrible, Degas.
—No tan horrible como tener la posibilidad de elegir. Pensar que uno puede revertir la situación reconforta, pero no cuando se es demasiado débil; demasiado corruptible.
Degas tosió. Su respiración era entrecortada, como si encontrara obstáculos en su garganta. Emília cerró los ojos. Habría preferido sus torpes maniobras encima de ella a aquellas extrañas confidencias. En los primeros días de matrimonio podría haberlo consolado. Durante sus comienzos en Recife, Emília había creído que los matrimonios se contaban confidencias antes de dormirse, que compartían historias y sacaban a relucir sus más profundos sentimientos. Impulsada por esta creencia, podría haber llevado a Degas a revelar más cosas, a mostrarse a sí mismo. Pero a esas alturas ella ya no quería escucharlo. Emília sintió la misma sensación escalofriante que había experimentado durante su primer carnaval al ver a Degas con Felipe. Ambos hombres estudiaban juntos, iban de paseo en coche, iban a la facultad, aunque Felipe nunca aparecía por la casa de los Coelho. «Los caballeros son diferentes de los campesinos», se dijo Emília. Los hombres de ciudad tenían amistades íntimas; esto era un signo de refinamiento, de una sofisticación que ella todavía no podía comprender. Pero percibía algo diferente en Degas, una profundidad de sentimiento que lo asustaba a él, y también a ella.
—Buenas noches —dijo Emília, y le volvió la espalda. Degas no respondió.
A medida que se acercaban las elecciones, el Partido Azul trató de desacreditar a Gomes atacando a las sufragistas. Los periodistas del diario del Partido Azul escribieron artículos acerca de la «peligrosa emancipación» que se les estaba ofreciendo a las mujeres jóvenes. Aparecieron tiras cómicas de maridos agobiados que se quedaban con una prole de niños llorosos mientras sus esposas —siempre enormes y torpes, jamás elegantes, según observó Emília— dejaban el hogar con la maleta en una mano y el billete de tranvía en la otra.
Un efímero programa radiofónico de mujeres llamado
Cinco minutos de feminismo
se abría y cerraba con alegres sambas cuyas letras decían:
Ella tendrá todo lo que quiere,
ella hará todo lo que pueda;
pero, queridos amigos, ¡ella nunca será un hombre!
Todas las noches el doctor Duarte tamborileaba con los pies al ritmo de esas canciones, mientras Degas lanzaba perspicaces miradas a Emília.
—Odio esas canciones —dijo finalmente Emília, sin poder seguir tolerando por más tiempo el aire de maligna satisfacción secreta de Degas. No le gustaba que se burlase en silencio de las ideas de su padre.
El doctor Duarte la miró, sobresaltado. Doña Dulce asintió con la cabeza.
—La samba es terrible —afirmó—. Siempre me ha parecido terrible.
El doctor Duarte arrugó la frente. Miró fijamente la radio, como si viera por primera vez ese aparato. Después de un momento, la apagó.
—Tonterías. Sois víctimas de la propaganda del Partido Azul —aseguró con brusquedad—. Quieren que nos quedemos paralizados. ¡Pero nos pondremos en pie! ¡Nos pondremos en pie!
Movió con entusiasmo su grueso dedo en el aire. Nadie respondió, y al cabo de unos instantes volvió a encender la radio y escuchó atentamente
Cinco minutos de feminismo
.
El doctor Duarte, como la mayoría de los hombres del Partido Verde, creía que el sufragio femenino era un paso inevitable hacia la modernidad. Él, como muchas mujeres de las Damas Voluntarias, estaba convencido de que el voto no iba a interferir en los deberes de las mujeres hacia su familia. Las feministas brasileñas no eran, después de todo, como esas radicales mujeres británicas que se inmolaban y ponían bombas en los edificios, solía decir con frecuencia Lindalva, y Emília siempre detectaba algo de nostalgia en su voz, como si hubiera preferido aquel radicalismo.
Como respuesta a los ataques del Partido Azul, los periodistas verdes de Recife publicaron escabrosos historiales delictivos y aseguraban que el gobierno azul había perdido el control, la autoridad moral sobre el país. En Pernambuco, los periódicos escribían sobre el grupo del Halcón. El líder cangaceiro había sorprendido a periodistas y funcionarios públicos al telegrafiar a Recife. Su mensaje apareció en la portada del
Diario de Pernambuco
:
Corrijo un error en su diario. PUNTO. Los buitres comen lo que ya está muerto. PUNTO. Los halcones son diferentes. PUNTO. Cazan, matan y luego comen. PUNTO. Estoy vivito y coleando. PUNTO. Cuando vengan más soldados, asegúrense de que traigan agua. PUNTO. No quiero que mueran de sed. PUNTO.
Firmado:
Capitán Antonio Teixeira,
llamado «el Halcón»
Desde la emboscada a las tropas gubernamentales, se había producido una breve pausa en las actividades de los cangaceiros, seguida por más violencia. El grupo del Halcón secuestró a la hija de un coronel y la liberó después del pago de un abultado rescate. Asaltaron un tren en el pueblo de Aparecida, la estación más occidental en Brasil de la línea del Ferrocarril Gran Oeste. Los vagones de carga del tren estaban llenos de maíz y harina de mandioca que se iban a vender en la costa. Los cangaceiros dispararon al maquinista en el muslo y distribuyeron la comida entre los vecinos.
Cuando el primero de esos artículos apareció en el
Diario de Pernambuco
, Degas lo leyó en voz alta durante el desayuno.
—¡Por favor! —exclamó doña Dulce, agitando su blanca mano en dirección a Degas—. No permitiré asuntos sangrientos en la mesa.
—Entonces pasaré por alto —aceptó Degas— los asuntos sangrientos, por respeto a ti y a Emília.
Al lado de ella, Degas abrió el periódico por la segunda página del artículo. Emília sintió el olor de la tinta del periódico. Notó la mirada fija de Degas, como si estuviera desafiándola a que mirara el diario. Emília recordó su conversación en el dormitorio, cuando ella había fumado su primer y último cigarrillo. Felipe y las criadas del coronel le habían contado a Degas todo lo referente al rapto de su hermana con un brazo lisiado. Sabía que el Halcón se había llevado a Luzia.
Emília mantuvo la cabeza inclinada y los ojos fijos en el huevo frito que estaba sobre su plato. Pinchó la yema, luego pasó el cuchillo en diagonales rápidas sobre la propia yema y la clara.
—Lee, hijo —dijo el doctor Duarte.
Después de que Degas leyera ese primer artículo sobre el cangaceiro, Emília estaba decidida a no dejarse sorprender otra vez. Se despertaba todos los días al amanecer y cogía el periódico antes de que nadie lo hiciera.
La joven esposa se llevaba a hurtadillas los periódicos al recibidor lleno de espejos, donde las criadas rara vez entraban. Allí, en aquella estancia débilmente iluminada, leía. Poco a poco, el tema favorito de los periódicos dejó de ser el Halcón para concentrarse en su acompañante. Una mujer, según decían. Una mujer que se vestía como un hombre. Según lo declarado por los lugareños, los cangaceiros la llamaban «la Costurera». Al principio, la gente dudó de su existencia y los informes no reproducían ningún detalle concreto acerca del aspecto de la cangaceira, lo cual era frustrante para Emília. Finalmente, un periodista de Recife pudo ver al grupo del Halcón mientras viajaba por el interior. Los cangaceiros le robaron el dinero e hicieron añicos su máquina de escribir, pero él se las arregló para regresar a Recife con vida y redactar una serie de artículos sobre sus aventuras.
Quién es la «Costurera». Un retrato
Por Joaquim Cardoso
¿Quién es esta costurera? Uno podría decir que es sólo una mujer, pero lleva pantalones y gafas con montura de metal de considerable valor. Un indicio de feminidad puede hallarse en sus pertenencias. Sus bolsas y cantimploras están decoradas con colores chillones. En este sentido, ella es como muchas mujeres de los pueblos pequeños y sucios del interior. Tratan de parecer presentables, pero no lo logran. Es inusitadamente alta y tiene un brazo deforme. Aparte de estos atributos que la caracterizan, en todo lo demás es como cualquier mujer de un campesino. Tiene pies grandes, uñas sucias, una boca carnosa y los pechos nacidos. Es una mujer vulgar y el interior está lleno de mujeres como ellas.
Lo que diferencia a la Costurera es que no es la mujer de un campesino. Se ha casado con un bandido, un hombre de piel oscura, feo y maloliente. Esta mujer tiene una mirada furtiva y amenazante. Arriesga su propia vida, protege al más débil de la banda, y con silenciosa repulsión permite las atrocidades sanguinarias de su marido. Es insensible y a la vez sentimental, fría y a la vez feroz. En pocas palabras, es una mujer. ¿Y qué hombre podría penetrar los misterios de un alma tan contradictoria?
Emília leyó el artículo hasta que sus palabras se volvieron borrosas. Luzia estaba viva. Ya no cabía duda. Pero su alivio fue pronto reemplazado por la cólera. ¿Quién era ese periodista para decir semejantes cosas? La mirada de Luzia no era furtiva. Su hermana no era vulgar. Luego surgió el temor: ¿y si Luzia había cambiado? ¿Acaso ella misma, Emília, no se había convertido en alguien diferente desde que llegó a Recife? La tristeza la abrumaba, como una piedra que le aplastara el pecho. Era como si le hubieran robado algo precioso y luego se lo hubieran devuelto, pero con una forma que resultaba irreconocible. ¿Quién era esa mujer, esa Costurera? En el fondo de su alma, Emília sintió algo extraño. Frío. Tal como solía sentirse cuando veía alguna encantadora prenda de encaje y no podía poseerla. Tal como se sentía a veces ante las modelos de
Fon Fon
, con su pelo perfecto y sus vestidos elegantes. Siempre había envidiado la libertad de Luzia, su fuerza. Todavía la envidiaba.
Emília hubiera querido recortar el artículo para ponerlo con su foto de comunión, pero no podía. Tenía que volver a doblar el periódico cuidadosamente, como hacía todos los días, para devolverlo al buzón junto al portón de hierro de la casa de los Coelho. A la hora del desayuno, Degas leyó el artículo con tono vacilante, como si su contenido lo perturbara. Impaciente, el doctor Duarte arrebató el diario de las manos de su hijo y él mismo terminó de leerlo. Luego le pidió a una criada unas tijeras y recortó el artículo en la mesa, a pesar de las objeciones de doña Dulce.
El recorte se quedó sobre el escritorio, en su estudio. Emília se vio obligada a verlo todas las tardes. Se había convertido en la secretaria personal de su suegro. Después de sus reuniones políticas en el Club Británico, el doctor Duarte tenía muchas ideas y muchos planes. El suegro de Emília guardaba en secreto para sí toda estrategia del Partido Verde que él pudiera conocer, pero el doctor Duarte creía que después de las elecciones sus teorías criminológicas serían aceptadas y aplicadas. Tenía que poder explicar su ciencia de manera sucinta y eficaz a los líderes del Partido Verde. El doctor Duarte no podía almacenar todas sus ideas en la cabeza, pero tampoco podía escribirlas con suficiente rapidez. Cuando lo hacía, luego no podía comprender su propia caligrafía. No quería contratar a «una niña tonta» que después pudiera chismorrear acerca de sus planes. El partido no lo aprobaría. El doctor Duarte necesitaba a alguien discreto, digno de confianza, y fácilmente disponible. Emília era la candidata obvia. Cuando el doctor Duarte hablaba, ella escribía, aunque no siempre la ortografía fuera la correcta.