La Costa de los Mosquitos (35 page)

Read La Costa de los Mosquitos Online

Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

BOOK: La Costa de los Mosquitos
6.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

El hombre que había llevado el peso de la conversación se encogió de hombros, sacudiendo al hacerlo todo su destartalado cuerpo. No parecía preocupado, o tal vez pasaba ya de todo.

—Ya ven que no como mucho —dijo Padre—. Les diré por qué. Porque tengo un apetito enorme. Al no comer, hago otras cosas mejor. Resuelvo problemas. Trabajo duro. Eso es también una forma de comer. Deberían probarla. Yo, si comiera, no haría otra cosa...

Mientras tanto, los zambus comían y apenas escuchaban las palabras de Padre. Padre parecía encantado de tener a alguien nuevo con quién hablar. Quizá le apartaba la mente del fracaso de nuestra expedición.

Los hombres susurraron entre sí. Después, uno que no había hablado todavía dijo:

—Lo que ha dicho del hielo no es verdad, supongo.

—Casi un iceberg —dijo Padre—. Se convirtió en barro, pero hay mucho más en su lugar de origen. Allí tenemos de todo.

—¿Armas?

—No tengo por qué usar armas. Si las necesitara, podría fabricar un arsenal. Pero tendría que estar desesperado.

Pero, dijo, ellos le recordaban cómo se sentía él en los Estados Unidos, como un prisionero, casi desesperado, con instintos asesinos, medio loco. Era la frustración ante la forma en que las cosas se iban arruinando, algo parecido a la esclavitud, porque el sistema convertía a los hombres en esclavos.

—¿Qué hice yo? Cogí y me largué. Les aconsejo que hagan lo mismo.

Los indios estaban en cuclillas con sus perros sucios a treinta pies de distancia. Miraban a Padre hablar con los hombres escuálidos. Me resultaba imposible determinar lo que los indios pensaban con sólo mirar la arcilla lisa de sus rostros. Los indios podían ser inofensivos, pero los perros formaban parte del grupo. La fiereza de los perros daba a los indios un aspecto peligroso.

—Quieren que se vayan —dijo el hombre de cabello correoso.

—No saben ni lo que es bueno para ellos —dijo Padre—. No se merecen ni hielo ni nada, si no son capaces de mostrar una cortesía elemental. Pero ustedes —añadió— son bastante amistosos.

—Está en nuestra naturaleza.

—Mis zambus probablemente creen que son hambrones.

—¡Ah, Mosquitia!

—Me gustaría hacer algo por ustedes —dijo Padre.

—Nos ayudaría simplemente no irritando a los indios. Marchándose sin más.

—Oigan, cualquier noche oscura debería marcharse de aquí. Háganlo. Lárguense. Denles el esquinazo —añadió en inglés.

—Los indios dicen que no hay sendero por las montañas.

—No se lo iban a decir, ¿verdad? Oiga, no les van a proporcionar un mapa de carreteras.

—¿A qué distancia está su poblado?

—Un día de marcha. Más, si llevas hielo. Pero éste es problema nuestro.

—Estarán en casa al anochecer.

—Me están dado ganas —dijo Padre repentinamente— de volar este lugar en pedazos y sacarlos a gorrazos de aquí.

—Eso sería una tontería —dijo el hombre, sin parpadear.

—Entonces es cosa suya.

—Váyanse —dijo el hombre—, o nos castigarán.

Nos dieron una calabaza de wabul y agua y un racimo de plátanos. Mientras llenábamos nuestra bolsa de agua con una calabaza hueca, los tres hombres escuálidos se acercaron a los indios. Los indios permanecieron en cuclillas, pero sus perros escaparon cuando los hombres se acercaron. Empezaron a ladrar cuando llegaron al extremo del claro, donde empezaba la vegetación. Sin sus perros, los indios parecían más desnudos, e incluso un poco asustados.

Les dejamos como estaban, los indios en cuclillas, los tres esclavos de pie. Los perros se acercaban y alejaban, persiguiéndonos hasta el riachuelo. Ladraban y se desperezaban y nos miraban con ojos cobardes y salvajes. Bajo el vasto bosque colgante, observándonos mientras nos alejábamos, parecían pequeños. Las mujeres no habían vuelto. Los hombres parecían posar para una anticuada fotografía amenazadora.

Una vez en la pista, Padre dijo:

—Lo que no puedo figurarme es cómo llegaron hasta allí, para empezar.

—¿Twahkas, Padre?

—No. Los otros —empleó una palabra española—. Los sin nombre.

—Esta jungla está llena de monos —dijo Bucky.

—Los monos no hacen tantas preguntas.

«Tampoco los esclavos», pensé yo.

—Aquí pasa algo raro, compañeros.

Subimos hasta salir de la selva, por detrás de las torres de piedra, y desandamos el sendero que habíamos seguido hasta la cúspide de la montaña. Nos detuvimos donde habíamos acampado la noche antes y nos pasamos una ronda de wabul. Nos sentamos en el trineo roto que habíamos abandonado, los restos del Deslizador. Padre dijo que algún día un extranjero lo encontraría y proclamaría que allí había existido una gran civilización y pondría el Deslizador en un museo. Aquello le hizo gracia.

—¿Se fijaron en las caras de esos indios cuando vieron el hielo?

Le miramos.

—Casi se caen de espaldas —se rió silenciosamente al pensarlo.

Jerry escudriñaba el rostro de Padre.

—No podían creérselo —dijo Padre—. Tenían los ojos como platos. ¡Estupefactos y confusos!

Finalmente, puesto que todos los demás guardaban silencio, pregunté:

—¿Qué hielo?

—El hielo que les enseñé.

Creí que me estaba poniendo una vez más a prueba.

—Se derritió todo, Papá.

—El pedacito —dijo.

No era verdad.

—Tú lo viste, Jerry, ¿no es cierto?

—Sí, Papá.

«Puerco», pensé.

—Tu hermano el cara larga está tratando de decirme que perdimos el tiempo. Charlie, necesitas gafas. Tienes muy malos ojos. Probablemente astigmatismo ¿verdad, Francis?

—Eso seguro —dijo el leal zambu.

Padre se subió a Jerry a la espalda y le llevó, mientras yo caminaba detrás con los zambus. El cansancio les asomaba a los rostros. Para ellos había sido un viaje sorprendente, sobre todo porque esperaban que los twahkas tuviesen rabo, y tal vez creían que los tres hombres escuálidos eran hambrones. Los cuerpos de los zambus tenían un color gris manchado parecido a la superficie nubosa de las uvas violáceas. A medida que avanzábamos, se iban convenciendo más y más de que habían visto el hielo y presenciado el asombro de los indios. «Pegado a la mano de Padre como una rocapiedra.»

—A partir de aquí es todo cuesta abajo —dijo Padre.

19

En el sendero descendente, a la luz de un crepúsculo color concha de tortuga, pensé en la mentira de Padre. Esperaba que él mismo no la creyera, pero ¿cómo rescatarle de su reiteración?

Quizá así: quizá durante nuestra ausencia de dos días no todo había ido bien en Jerónimo, quizá había surgido algún ligero problema, suficiente para interrumpirle, no un desastre, sólo un inconveniente que le impidiera pronunciar un sonoro discurso diciendo que nuestro fracaso había sido un éxito.

¡Los indios no se habían asombrado! Sólo nos habían mirado de soslayo, a nosotros y a los dedos mojados de Padre, para mandarnos después a sus esclavos.

Su mentira me hizo sentirme más solo que ninguna otra que hubiera oído en mi vida.

Y, sin embargo, había hablado confiado, había dicho que la expedición había sido un éxito y que estaba impaciente por contárselo a Madre. Una y otra vez, traté de recordar el hielo en las manos de Padre y el asombro en los rostros de los indios. Pero no lo había, ni hielo ni sorpresa. Todo había sido peor y más extraño que en su mentira. Nos habían dicho que nos fuéramos, y después los esclavos escuálidos nos miraron y los perros trataron de mordernos los pies.

—¡Rediez, cómo me gusta regresar a casa cansado, después de un buen día, con el sol en los ojos!

Más adelante, ya en el sendero, Padre seguía hablando a los zambus y a Jerry.

—Se puede meter a un hombre en hielo y ponerlo tan crujiente como el apio y salvarle de una insolación. Esa podría ser una aplicación útil por estos lugares. ¿Les he hablado alguna vez de los avances de la criogenia?

Su voz tronaba entre los árboles y me agotaba. Su confianza era lo que menos deseaba sentir en aquel momento. Me aterraba pensar que Padre iba a repetir su historia en Jerónimo. Y su mentira me asustaba. «¿Vieron las caras de esos indios?» Pero las caras de los indios eran confusas, estaban arrugadas, y habían tratado de asustarnos enseñándonos sus dientes negros, como los perros. Hacía tiempo, yo había pensado que, como Padre era mucho más alto que yo, veía cosas que a mí se me escapaban. Excusaba a los adultos que no estaban de acuerdo conmigo y me echaba yo mismo la culpa, porque era muy bajito. Pero esto último era algo que podía juzgar. Lo había visto. Las mentiras me incomodaban, y la mentira de Padre, que era también una jactancia ciega, me enfermaba y me alejaba de él.

—¡Ahí detrás va Charlie, haciéndolo lo mejor que puede, gente!

Yo amaba a aquel hombre y él me estaba llamando idiota y falsificando el único mundo que yo conocía.

Recé por un inconveniente. Mis plegarias obtuvieron respuesta. Las cosas no iban bien en Jerónimo. Era lo que había deseado, aunque, como casi siempre ocurre con los deseos satisfechos, más de lo que yo pretendía.

Jerónimo estaba envuelto en silencio y un ligero roce de hojas. Siempre se dulcificaba hasta el colapso en el crepúsculo. Era debido a la forma en que el sol pasaba a la fuerza entre los árboles, la forma en que lanzaba débiles destellos desde el río. Era el polvo agitándose. Era la forma en que la gente se cargaba de espaldas tras un largo día de luz sin nubes.

Pero, aquella tarde, Jerónimo estaba muerto. Una atmósfera de desaparición y oculta alarma decía que algo acababa de ocurrir, como el silencio después de un aullido. Había una ligera agitación de lagartos observando desde la maleza, y pájaros en las ramas, buscando la percha nocturna con su cortés pavoneo crepuscular.

Padre nos detuvo y dijo:

—Alguien ha venido y se ha ido.

«Niño Gordo» no estaba encendido. La casa de los Maywit estaba oscura —ninguna de sus habituales lámparas—, ventanas abiertas, porche vacío, ni rastro de humo.

—Allie...

Era Madre, su rostro blanco y paciente en la Galería. Padre caminó hacia ella y le preguntó qué ocurría.

—Pensé que también a ti te había ocurrido algo —dijo ella.

—¿También?

—Los Maywit... se han ido. No pude impedirlo.

—Lo sabía —dijo Padre, y sonrió a Francis Lungley.

Pero yo me sentí culpable. Había rezado para que ocurriera algo, y algo había ocurrido. Cualquier cosa para impedir que Padre entrara impetuosamente en Jerónimo mintiendo sobre indios estupefactos y hielo y si hubieras visto la cara que pusieron.

Ahora Padre sonreía a Clover. Había corrido hasta él desde debajo de la casa y le estaba dando explicaciones.

—Vino una motora y se llevó a los Maywit. El hombre te llamó cosas feas. Era el misionero que echaste aquel día. Mamá Kennywick le gritó y Mr. Peaselee reventó la bomba y Mamá dijo que te ibas a poner como una fiera cuando te enterases. Pero no te vas a enfadar, ¿verdad? Papá, ha sido horrible.

Padre miró a todos por turno e hinchó la boca, satisfecho.

—¿Por qué me iba a enfadar? —dijo—. Sabía que iba a pasar.

—¿Y Drainy y los otros? —preguntó Jerry.

—Se fueron —dijo Clover—. Todos ellos, en la motora del hombre.

—¿Qué os había dicho? —dijo Padre. Sonreía a los zambus y éstos le devolvían la sonrisa.

Madre había bajado de la Galería con April, quien tenía un aspecto melancólico.

—Hice lo que pude —dijo Madre—, pero no quisieron escucharme. Estaban tan asustados que no me oían, no me reconocían.

—No me lo cuentes —dijo Padre firmemente—. Lo sé todo. Los Maywit se escaparon con ese depravado moral en un asqueroso barco contaminador. Amigo de Meloncete. No hace falta que me des los detalles. Eché un vistazo al claro y lo supe.

Al oír Meloncete, Mr. Haddy dio un paso adelante y dijo:

—Marionetas. Esa gente salta por todas partes y no tenemos un momento de condenada paz. Mamá Kennywick más asustada que un ratón y desde entonces le duele la tripa. Peaselee él también berrea sobre un condenado idiota con cabuces. Hombre, nos alegramos que haya vuelto, Padre.

Padre esperó y después dijo:

—Y también sé algo más.

Sonrió y absorbió una bocanada de silencio y se la tragó.

—Padre sabe —era Francis Lungley hablando con Bucky.

Si lo sabía todo, ¿por qué no sabía su verdadero nombre?

—No se llaman Maywit —dije—. Se llaman Roper. Todos son Roper.

—¿Quién lo dice?

Le conté lo que habían dicho los niños, pero no mencioné El Acre ni dije que le tenían miedo. Jerry, Clover y April no dijeron nada... me dejaron cargar con la culpa de saberlo. Padre seguía sonriendo.

—Debías habérnoslo contado antes, Charlie —dijo Madre.

—Creí que Papá lo sabía.

—¿Qué más sabes? —dijo Padre.

Iba a decir «esos hombres que llamaste esclavos no parecían esclavos, y los indios parecían asustados. El hielo se derritió antes de que pudieran verlo. No nos dejaste descansar, hiciste llorar a Jerry hablando del Holiday Inn y fue un viaje terrible, peor que los viajes fluviales y probablemente un fracaso».

Pero dije «nada más».

—Entonces, todavía sé más que tú —dijo (¿es que yo lo había puesto en duda alguna vez?)—, porque sé que van a volver.

Bajamos a la casa de baños y nos desnudamos. Padre abrió las duchas... ¡qué maravilloso invento! Era como una máquina de lavado de coches, con chorros de agua que salían de tuberías en las paredes. Estábamos todos dentro, brincando bajo la fina lluvia, en semioscuridad. Padre, Jerry, los zambus y yo. Como el fuego de «Niño Gordo» estaba apagado, no había agua caliente, pero a nadie le importaba. La insistente e inofensiva picadura de las duchas nos quitó el polvo de la montaña y los malos recuerdos.

—Yo no estaría tan segura, Allie —dijo Madre.

—No me cree —dijo Padre—. Pasad el jabón.

Estaba orgulloso de su jabón. Lo habíamos hecho nosotros mismos con grasa de cerdo obtenida a cambio de hielo. Era un jabón amarillo grasiento con el tacto de un puñado de tocino. «Sin aditivos», decía Padre. «¡Es un jabón comestible!»

—Tú no estabas aquí.

—No me hace falta estar.

—Fue horrible —dijo Madre—. Ese misionero, Struss.

—Ya sé —dijo Padre.

Gritando a través de las paredes de la casa de baños, Madre dijo:

—Parece que subió hasta Sevilla en su barco. No sé qué vio allí, pero debió ser a aquella gente ridícula rezando. Volvió acusándonos de blasfemia y de propagar las mentiras de la ciencia.

Other books

Un crimen dormido by Agatha Christie
More of Me by Samantha Chase
Cruise Control by Terry Trueman
Meet Me by Boone, Azure
The Miracle Strip by Nancy Bartholomew
Buchanan's Seige by Jonas Ward