—Ya sé que es ingenioso —dijo Polski, mirando el reloj, enterrado en el vello de su muñeca—. Siempre he dicho que usted tiene el verdadevo ingenio yanqui. Pero ahova no tengo tiempo para eso. Dentro de un par de horas voy a estar hasta la covonilla de espárragos. Y eso sí que es serio.
—No le interesa, ¿verdad? —dijo Padre, golpeando la tapa con el muñón del dedo.
—Apuesto a que usted cree que es una mina de oro.
—Sólo una mina de oro es una mina de oro.
Polski se dirigía ruidosamente al porche. Se dio la vuelta, equilibrándose sobre la grava, y dijo:
—No se havá rico con ese artefacto. Mr. Fox.
Padre apuntó una risa con la lengua, pero sus ojos estaban oscurecidos por la sombra de la visera. Miró a Polski alejarse.
—Si alguna vez quisiera ser rico, que no quiero, cultivaría espárragos.
—Eso no le havía rico —Polski no se volvió—. Le davía una úlcera.
Padre enganchó los pulgares en los bolsillos y separó las piernas... una postura de policía.
—Le dejaremos con su úlcera, Doctor.
—No se vaya enfadado, Mr. Fox —dijo Polski desde el pórtico, pero aún sin mirar—. Ya le he dicho que es un buen artefacto, pero no le veo aplicación.
Entró en la casa y pronunció el nombre de su mujer, «Shovel»... se llamaba Cheryl.
—Cultivaría espárragos —dijo Padre— y contrataría a cincuenta salvajes emigrantes para cortarlos. Eso es lo que haría. Y entonces, Charlie, tendrías un par de zapatos nuevos y los mejores pantalones que puedan comprarse con dinero.
Apagó la llama de la «Bañera de Gusanos», la miró afectuosamente, como si fuera un ser viviente, y dijo:
—Ese pavo cegato la llamó artefacto.
Sonrió, ensanchando su rostro luminoso.
—No podía pedirse mejor reacción que ésa.
—Pero si no le gustó mucho —dije.
—Menudo eufemismo —Padre se echó a reír y, marcando bien cada palabra, dijo—. ¡Le pareció detestable! —bufó—. El desprecio del ignorante... la reacción más estúpida posible. «Es un gran viesgo.» Pero es de agradecer. Por eso estoy aquí. Este tipo de cosas me hacen carburar de verdad, Charlie. Piensa lo que habría pasado si le llega a gustar. Sí, me habría preocupado mucho. Avergonzado de mí mismo. Me habría ido directamente a la cama.
Polski salió de la casa por la puerta de atrás. Se montó en su jeep, aceleró y metió la marcha atrás.
—Ahí queda eso —dijo Padre—. Ahí va... el viejo Dan Beavers. Dales a estos tipejos un catálogo de L. L. Bean y se creerán aventureros de frontera.
Polski cruzaba apresurado los badenes en dirección a los terrenos de arriba.
—Ese pedazo de carne podrida que él llama jeep es un artefacto —dijo Padre, señalando con su dedo cortado—. Pero esto es una creación. Esto no se puede comprar con dinero.
Estaba tan completamente seguro de sí que no pude decir nada. Ni me preguntó nada. Así que subimos en silencio la «Bañera de Gusanos» a la camioneta.
—Parece un niño gordo —dije.
—Este es un recién nacido. Pero, cuando hagamos el grande, le daremos ese nombre... Niño Gordo —me miró el sarpullido y dijo—. Rediez, tienes un aspecto horroroso.
Tomamos la carretera.
—Niño Gordo —dijo otra vez Padre, mascando las palabras como si fueran de chiclé.
Mientras avanzábamos, le miré furtivamente y vi que sonreía. ¿Por qué?
Padre aún sonreía cuando pasamos junto al terreno donde se encontraba el espantapájaros. Torció por un camino cubierto de hierba que conducía a un bosquecillo de pinos negros. Había un cartel clavado a un tocón, «Prohibido el paso», y, más allá, la casa entre pinos, conocida en la región por Casa de los Monos.
Yo la había visto de lejos. Nunca había querido acercarme lo bastante como para mirar adentro. En cualquier caso, estaba prohibido, como decía el cartel. Estaba bastante seguro de que algunos de los salvajes vivían allí, porque había oído música de radio saliendo de la casa, y a veces gritos.
Los delgados tablones fueron una vez blancos, pero ahora estaban descoloridos y manchados por el mal tiempo. La casa de madera parecía en proceso de reconvertirse en árbol, pero en árbol petrificado. Ninguna de las ventanas tenía cortinas, y algunas ni siquiera cristal. La única protección era la de los pinos oscuros que la rodeaban, y estaba marcada por sus chorros de pez. Recorrimos con la furgoneta el sendero tapizado de agujas de pino y, ya más cerca, vi que la puerta de batientes tenía una puñalada y que una de las tuberías de desagüe se había soltado y se movía de arriba abajo como una veleta chiflada. El desagüe, al vaciarse sobre la casa, había dejado una mancha mohosa y húmeda en los tablones. Toda la casa tenía un aspecto podrido, ruinoso y embrujado.
—Vamos, Charlie. Quiero enseñarte algo.
No podía negarme. Entramos juntos en la casa. Olía a sudor y a frijoles cocidos y a colada vieja y a humo de leña. El papel de las paredes se estaba pelando en costras amarillas, e incluso la pintura estaba levantada en algunos lugares como si fuera una ampolla.
—A este sitio lo llaman la Casa de los Monos —dije.
—¿Quién lo llama así?
—Los niños.
—¡Les voy a sacar las muelas! Que no te oiga llamarla así.
No había sillas ni mesas, y la primera habitación era como todas las demás, colchones en el suelo, mantas militares verdes en los colchones y, amontonadas en un rincón, entre harapos y calcetines, unas maletas de cartón, pequeñas y arrugadas. La demás basura estaba compuesta por latas de sardinas abiertas, bolsas de mendrugos de pan y botellas de leche agria vacías. En un estante había un transistor remendado con esparadrapo. Toda la casa estaba llena de colchones planos y más basura, ropa vieja y cepillos de pelo y platos sucios. Todo estaba rayado y deteriorado, como una jaula de monos. Pero no era un desorden vivo... tenía un aire tirado y abandonado, como si los inquilinos, quienesquiera que fueran, se hubieran ido definitivamente.
—Fíjate en esta pobre gente —dijo Padre. Recogió una manta asquerosa y la tiró contra la pared—. Esto es todo lo que tienen.
Furioso, recorrió a grandes zancadas habitación tras habitación, como si buscara algo que él sabía no estaba allí. Le seguí, pero guardando las distancias. Agitaba los brazos y señalaba violentamente los costrosos objetos.
—Vuelven aquí por la noche... ¡duermen aquí!
Pegó una patada a un colchón.
—¡Mira lo que comen!
Impulsada por la punta de su pie, una lata de sardinas brincó hasta el recibidor.
—¡Pero si ni siquiera comen los malditos espárragos que cortan!...
Y entonces supe que se trataba de los salvajes.
—... aunque no les culparía si los robasen.
Caminó ruidosamente hasta la parte posterior de la casa, asomó la cabeza por la ventana y rió apenado.
—Se bañan con un cubo. Hacen sus cosas en esa caseta ¿Es justo? ¡A ti te pregunto! Y tú te preguntarás por qué huelen a cabra y viven en esta pocilga y hacen cosas innombrables, cosas de mariquitas.
Yo no estaba preguntando nada parecido. Lo que me extrañaba era que Padre, que siempre les llamaba salvajes y me aconsejaba que no me acercase a ellos, supiera tanto de ellos. Había llevado la furgoneta hasta la misma casa y entrado directamente, sin temor a encontrar a uno de los salvajes hurgando en un armario o envuelto en una manta, dispuesto a lanzarse sobre él y cortarle el cuello.
—Me parece que no deberíamos estar aquí —dije.
—Les encantan las visitas, Charlie. Es una antigua costumbre suya... de la jungla. Sed amables con los extranjeros, dicen, porque un día podéis ser vosotros los extranjeros... perdidos en la jungla, sin agua, muertos de hambre o de picaduras. Esa es la ley de la jungla... caridad. No es cruel, como la gente piensa. Estos salvajes son muy dignos de admiración. Sí, les encantan las visitas.
—Pero esto no es la jungla —dije.
—No —dijo Padre—, porque la jungla nunca es tan asesina y viciosa como esto. Cambiaron sus verdes árboles por esta ruina. Es patético. Y me saca de quicio, porque terminarán siendo parte del problema.
Se dirigió a la salida de la casa.
—Necesito aire —dijo.
Pero, en vez de marcharse, descargó de la camioneta la «Bañera de Gusanos», su heladera. La puso sobre unos patines y la arrastramos hasta el interior de la casa. Padre la instaló en la habitación de atrás, encendió la mecha y metió dentro una bandeja con agua.
—Cuando vean el hielo, se volverán locos —dijo Padre.
—¿Quieres decir que se la vas a regalar, sin más? ¿Y todo el trabajo que te ha costado?
—Ya oíste lo que dijo el enano de Polski. No le ve aplicación. Y nosotros ya tenemos nevera. Esta gente sabrá apreciarla. No les costará nada hacerla funcionar. Podrán almacenar comida y ahorrar dinero. Podrán echarse un buen trago frío a la vuelta del campo. Compensará un poco la maldición de esta ruina. Eso es lo importante.
Estaba de rodillas en el suelo, ajustando la llama.
—El hielo es civilización —dijo.
Chasqueó la lengua sobre los dientes, admirado.
—Se preguntarán quién puso esta heladera aquí —dije.
—No se preguntarán nada.
Abandonamos la vieja casa, sus colchones y sus excrementos de ratón, y yo tuve la sensación de haber conocido la vida silvestre. Estaba muy cerca de nuestra propia casa, tan ordenada, y a pesar de todo era salvaje. Era ajena a nosotros, vacía y solitaria. No me había asustado porque fuera peligrosa, sino por destartalada y desesperanzadora. Había empezado mal y se puso peor, y así se iba a quedar, con toda aquella basura... las latas, las paredes pintarrajeadas, los arañazos simiescos en la madera, el cubo herrumbroso, el lavabo estropeado, los escombros barridos, los zapatos retorcidos que me hacían pensar en pies retorcidos.
—Da miedo —dije.
—Me alegro de que lo veas así —dijo Padre.
Condujo la furgoneta carretera abajo, suspirando al cambiar de marchas.
—Así es América —dijo—. Lamentable. Me parte el corazón.
Después de aquello me alegré de reintegrarme a campos más familiares, ayudando a Padre en sus labores más monótonas. El calor me hacía sudar y traía de nuevo la comezón del sarpullido, pero no me quejaba. Y Padre no hablaba de ello. Estaba seguro de que había estado tonteando en los arbustos, y el sarpullido era mi castigo.
Polski tenía diez ovejas grasientas y un pequeño rebaño de vacas. Reparamos el transformador de la cerca eléctrica que las separaba y desatrancamos el desagüe de un abrevadero.
—En este país solía haber campo para un hombre como yo —dijo Padre.
A eso del mediodía subimos al almacén refrigerado, un edificio grande y sin ventanas. Entre sus gruesos muros hacía fresco. Se sentía la vacilación del circuito sobrecargado, el silencio del aire y el penetrante aroma de los espárragos madurando en la oscuridad. Las espigas estaban atadas en bultos de tres libras. Como las puntas son delicadas y se rompen fácilmente, son difíciles de almacenar. Aquellos estaban ordenados en las estanterías con tanto cuidado como si fueran paquetes de munición activa. Era evidente que a Polski no le sobraba espacio de almacén, pero Padre dijo que lo asombroso era que almacenase los espárragos siendo tan enorme su demanda.
—¡Y mira lo que hay ahí!
Arriba, colgado de un gancho, había un abrigo de visón, probablemente propiedad de Mamá Polski, almacenado al frío para preservarlo de la polilla. Era color dorado oscuro, y todos y cada uno de sus delgados pelillos brillaron cuando Padre lo iluminó con su linterna.
Tuvo la virtud de hacer a Padre reírse del estado de cosas de este mundo; seres humanos que duermen en el suelo de una casa destartalada, y una tonelada de espárragos y un abrigo de visón en una ordenada habitación con aire acondicionado que costaba una fortuna refrigerar. Dijo que era una broma espantosa ¡La estupidez de la gente! Y si los salvajes se enteraban de la forma en que les engañaban, buscarían a Polski y le cortarían la cabeza y se largarían bailando con el abrigo de visón puesto.
Vio que la tensión a que estaba sometido el refrigerador había hecho saltar un fusible. Mientras lo cambiaba, dijo:
—El enano tenía razón. Aquí no le queda ni una pulgada de estante libre, y siguen recogiendo. Oye bien lo que te digo, ese hombre no tardará en hacernos una visita. Va a tener cosas en qué pensar. No se acordará de lo que me ha dicho esta mañana. Hay gente que no aprende nunca.
Mediada la tarde, trabajábamos a un lado del camino, sacando tierra de una alcantarilla que se había llenado de sedimentos tras la helada de marzo. Hacía tanto calor como la víspera, y Padre se había quitado la camisa. Yo sujetaba la carretilla mientras él la llenaba. Entonces, oí voces.
Por la carretera venían tres niños en bicicleta, chicos de Hatfield regresando de la escuela. Me agaché. No quería que me vieran allí, trabajando vestido con la ropa vieja, y mi padre encorvado como un cavador de zanjas. Me avergonzaba de Padre, a quien no le importaba en absoluto lo que pensaran los demás. Y le envidiaba por ser tan libre, y me odiaba a mí mismo por sentir vergüenza. Los niños tocaron los timbres de sus bicicletas y gritaron para llamar mi atención y hacer que me sintiera mal. Ellos no sabían que Padre había pasado meses inventando una heladera movida por fuego y que esa mañana la había regalado, sin más, para después empuñar la azada como cualquier jornalero.
No podía mirarles a la cara. Me llamaron otra vez al pasar velozmente a nuestro lado. Al poco rato levanté la vista y los vi haciendo eses en el camino de tierra.
Padre seguía cavando en la alcantarilla... o más bien sacando los sedimentos con un movimiento giratorio de una azada que había inventado y que parecía una gran horma de zapato.
—No te sientas mal —dijo—. Hoy, Charlie, has visto cosas asombrosas. ¿Y qué han estado haciendo esos mequetrefes? Inhalar pegamento en el patio del colegio, presumir de sus juguetes, ver películas, meter ruido. Ver la tele. Eso es todo lo que hacen en la escuela. Estropearse la vista. Tú no necesitas esas cosas.
Polski vino después de la cena, como Padre había predicho. Las gemelas y Jerry estaban ya en la cama, y Madre me estaba embadurnando el sarpullido con una loción. Padre describía mientras tanto el abrigo de visón de Ma Polski colgado en el almacén refrigerado.
—Tanta vanidad, tanto gasto —decía—. ¡Y la muy tonta está más fea que de costumbre cuando lo lleva puesto! Con los dientes que tiene y ese abrigo, si la miras bizqueando, la ves igual que una marmota loca, capaz de arrancarte la pierna a mordiscos. Mira que asesinar y despellejar veinte hermosos animalitos para que una mujer desgraciada...