La Costa de los Mosquitos (12 page)

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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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—Debe estar bien eso de ser el rey de su propio país.

El capitán se le quedó mirando, pero yo estaba seguro de que Padre hablaba en serio y elogiosamente.

—Gurney Spellgood tiene una misión allí. Su iglesia está en algún lugar río arriba.

—Su teología no me parece muy firme —dijo Padre.

—¿A qué se dedica usted? —preguntó el capitán, molesto por lo que Padre acababa de decir sobre el Reverendo Spellgood.

Pero Padre no respondió. Detestaba las preguntas directas como ¿adónde va usted?, ¿qué hace? y ¿para qué sirve? Nosotros jamás preguntábamos.

Para romper el silencio, Madre dijo:

—Hubo un tiempo en que Allie, mi marido, se interesó mucho por la Biblia. Ha hablado de ella con el Reverendo Spellgood. Por eso dice lo que dice. Que yo sepa, es la única persona capaz de invitar a Testigos de Jehová a casa. Los somete a tercer grado.

—La he manoseado un poco —dijo Padre—, de forma algo general. Es como un manual de instrucciones, ¿no cree?, de la civilización occidental. Pero no sirve. Empecé a preguntarme dónde está el problema. ¿En nosotros o en el manual?

—¿Y qué piensa hacer en Mosquitia con su encantadora familia?

Una pregunta directa. Pero Padre le miró de frente.

—Dejarme el pelo largo —dijo Padre—. Se habrá fijado que llevo el pelo largo. Hay una razón para ello. He viajado mucho, pero me gusta reservarme. En América es difícil... demasiadas preguntas personales. No soporto tener que responderlas. ¿Y qué tiene eso que ver con el pelo? Se lo voy a decir. Los que más preguntaban eran los peluqueros. Me hacían auténticas entrevistas. Pero, cuando dejé de cortarme el pelo, se acabaron las preguntas. Así que me parece que voy a seguir dejando que crezca, para mi tranquilidad de espíritu.

—Hace unos años tuvimos a bordo un individuo como usted. Planeaba pasar el resto de su vida en Honduras. Bajó a tierra. Cargamos. Era un cargamento de piñas. El individuo regresó con nosotros. No pudo soportarlo. Duró dos días.

—A nosotros mejor será que no nos espere —dijo Padre—, si no quiere que se le pudran las piñas.

—En cierta ocasión —dijo el capitán— traje a la familia conmigo. Pasó unos días en Teguci y visitó las ruinas. Fue un viaje agradable.

—Tengo más la impresión de alejarme de las ruinas que de acercarme a ellas —dijo Padre—. Y, hablando de naciones amargas y apresuradas, justo antes de bajar a Baltimore, tuvimos que hacer unas pocas compras. Entramos en Springfield, uno de esos centros comerciales que más parecen circunferencias comerciales. Estábamos comprando zapatos, y, al pagar la cuenta, vi a través de la puerta del almacén un boletín de noticias para los empleados. Tenían un eslogan escrito con grandes letras. Decía «si vendes a un cliente exactamente lo que quería, es que no le has vendido nada». Una zapatería. Me dieron ganas de largarme con mis zapatos viejos.

—Así son los negocios —dijo el capitán.

—Así son las ruinas —dijo Padre—. Comemos sin hambre, bebemos sin sed, compramos sin necesidad y tiramos toda suerte de cosas útiles. No vendas a nadie lo que quiere, véndele lo que no quiere. Haz como si tuviera ocho pies y dos estómagos, y dinero para tirar. Eso no es ilógico, es maligno.

—Así que se van a Honduras.

—Necesitamos unas vacaciones. Si tuviéramos dinero, hubiéramos ido a la isla de Juan Fernández. Pero no queríamos vender el cerdo.

Madre rió al oír lo último. Se reía a menudo. Padre le hacía gracia.

—Mi familia ya es mayor —dijo el capitán—. Mi mujer está contenta donde está, que es en Verona, Florida. Y este barco es mi hogar. Pero he recalado en buen número de puertos, la costa oriental, México, Centroamérica, cruzando el Canal y saliendo por el otro lado, y fíjese bien, palmera más o menos, todos son iguales.

—Eso es algo así como miedo —dijo Padre—. Cuando un hombre dice que todas las mujeres son iguales, demuestra que las teme. Yo he dado la vuelta al mundo. He estado en sitios donde no llueve y en sitios donde no para de llover. Nunca diría que todos esos países son iguales, y la gente es tan distinta como los perros. Si pensara que todos son iguales, no iría y, si fuera capitán de barco, me quedaría en el camastro. Pretendo que los sitios sean distintos. Si Honduras no lo es, regresamos a casa.

—Gurney canta sus alabanzas. Bummick trabaja en la compañía frutera. Eso es otra cosa, pero debe gustarle, o no se quedaría.

—Si hay espacio, seremos felices. En Norteamérica nos quedamos sin espacio y dije: «¡Vámonos!». No es normal que la gente haga otro tanto. ¿Se ha dado cuenta de que los norteamericanos nunca se van de casa? La gente dice que quiere una vida nueva. En vista de lo cual, se van a Pittsburgh. ¿Qué clase de vida nueva es ésa? O se van a Florida y se creen que han emigrado. Como le digo, he viajado mucho, y nunca he encontrado a un norteamericano que planeara quedarse donde estaba, salvo algunos tullidos o retrasados mentales que no sabían dónde estaban. La mayoría de los norteamericanos son palomas domésticas, y ninguno de ellos tiene carácter para hacer lo que nosotros hacemos, levantarnos y marcharnos para siempre a otro país. Supongo que le parecerá desleal, pero hay límites a lo que puede soportar una persona. Por lo que a mí respecta, ya me encuentro mejor en este barco. Por eso le cuento lo que en casa no le podría contar a nadie. Si hubiera dicho que me iba, me habrían tachado de forajido. Los norteamericanos creen que abandonar para siempre los Estados Unidos es un delito, pero yo no vi otra salida. Necesitamos espacio para movernos si queremos pensar. Eso es —prosiguió Padre, echándose a reír—, ya se habrá dado cuenta de que pienso moviéndome.

Mientras tanto, las gemelas, Jerry y yo estábamos aplastados contra la pared, y nuestros brazos entrechocaban al comer. Las gemelas habían echado galletitas en la sopa, porque el capitán lo había hecho también. Pero ellas no se habían comido las suyas, porque parecían salpicones. Y Jerry, que detestaba las salchichas (Padre siempre decía que les ponían labios de caballo y orejas de vaca), apenas tocó del plato principal más que unos pocos guisantes. Y los críos se daban patadas por debajo de la mesa. Me avergonzaba tanto de ellos que me comí cuanto el camarero negro me puso delante. Estaba en el mismo extremo de la mesa que el capitán, y éste me felicitó, diciendo que tenía muy buen apetito y que iba a hacerme un hombre grande y que parecía que tenía un agujero en el estómago.

—Si quieres —me dijo—, te enseño el puente. Te he visto pescar a popa. Tenemos sonar. Puedes detectar los peces en la pantalla y sabrás el mejor momento para echar el sedal. ¿Quieres subir?

Pregunté a Padre si tenía inconveniente.

—Ya le oíste, Charlie. Aquí manda el capitán. Este barco es su país. Puede hacer lo que le parezca. Él hace las reglas. Todos esos hombres y esas bombas de sentina son suyas, funcionen o no.

—Llevo la bandera de las barras y estrellas, Mr. Fox —dijo el capitán—. No denigro a mi país.

—Tampoco yo —dijo Padre.

El capitán tragó aire lentamente y después dijo:

—Le he oído hacerlo.

—Yo no tengo país —dijo Padre—. Y algún día no lejano tampoco lo tendrá usted, amigo.

—Capitán —dijo Madre—, me gustaría ir bajo cubierta y ver las bodegas, la sala de máquinas y el alojamiento de la tripulación. Sería interesante para los chicos. Una buena lección para ellos, podrían hacer algunos dibujos.

—Ya ve, educamos personalmente a estos críos —dijo Padre—. No me gustaban las escuelas. No son más que terrenos de juego y pintura en los dedos. Maestros subilustrados, niños analfabetos. Los ciegos guiando a los ciegos. Como es natural, todos salen podridos, es desesperante.

—El estudio en casa tiene sus limitaciones —dijo el capitán.

—¿Lo ha probado alguna vez? —preguntó Padre.

El capitán dijo que a su parecer las escuelas públicas estaban bien, y «nunca he tenido queja del sistema escolar».

Al oírlo, Padre se acercó a una de las estanterías y sacó un libro. Lo puso en manos de Clover y dijo:

—Ábrelo, Bollito, y lee lo que veas.

Clover lo abrió y leyó:

—«El error de brújula se utiliza a veces en cálculos de compás como término es-específico. Es la suma al-alga-algébrica de las vari-variaciones y dess-viación. Puesto que la vari-variación depende de la localización gea-geográfica y la deses-desviación del rumbo del buque...».

—Ya basta —dijo Padre, cerrando de golpe el libro—. Cinco años. Me gustaría ver a un niño de escuela hacer eso.

Clover sonrió al capitán y se echó las manos a la tripa.

—Una niña muy lista —dijo el capitán.

—Fíjese en esta crisis energética —dijo Padre—. Es culpa de las escuelas. La energía eólica, la energía de las olas, la energía solar, el gasohol, no es más que un espectáculo. Se divierten hablando de ello, pero todo el mundo se desplaza a la escuela con gasolina árabe o petróleo esquimal, parloteando de molinos de viento. ¿Y qué tienen de nuevo los molinos de viento? Los holandeses los usan desde hace muchos años. Las escuelas siguen enseñando lecciones gastadas y saltando a la pata coja detrás de la última moda. ¡No es de extrañar que los chicos inhalen pegamento y tomen drogas! No les culpo. ¡Yo también tomaría drogas si tuviera que escuchar tanta imbecilidad! Y nadie se da cuenta de lo fácil que sería. Oiga, estoy pensando en voy alta, pero piense en el magnetismo. ¿Ha oído alguna vez a alguien hablar con sentido de la energía magnética?

—Los generadores tienen imanes —dijo el capitán.

—Electroimanes. Necesitan energía. Eso significa combustible. Yo hablo de imanes naturales.

—No veo cómo podrían funcionar.

—Del tamaño de una noria de feria.

—Nunca son tan grandes.

—Mil imanes en una pareja de norias.

—Se pegarían unos a otros —dijo el capitán.

—Le llevo mucha ventaja —dijo Padre—. Se ponen en distintos ángulos en los trescientos sesenta grados, de forma que hay un efecto de tirón y empujón con los campos magnéticos alternos.

—¿Con qué fin?

—Una máquina de movimiento perpetuo. El fin es que con algo así podría iluminarse toda una ciudad. Pero cuénteselo a quien quiera y se le quedará mirando como si le tomara por loco. —Padre miró de frente al capitán, como si le desafiara a mirarle así.

—Allie es inventor —dijo Madre.

—Me lo estaba preguntando —dijo el capitán.

—Estrictamente hablando —dijo Padre—, la invención es algo que no existe. Quiero decir que no es creación. Es simplemente una ampliación de algo que ya existe. Hacer que los extremos se toquen. Podrían enseñarla en la escuela. Edison quiso hacer de la invención una asignatura de colegio, como ciencias sociales o francés. Pero las escuelas prefirieron la pintura en los dedos, cuando debían haberse dedicado a enseñar a los niños a leer. Estimularon la insolencia. ¡El colegio es un juego! ¡Harvard es un juego!

—El capitán te está ofreciendo café, Allie.

El capitán sostenía la cafetera sobre la taza de Padre.

—¿No es siempre así? —preguntó Padre—. Llegas a un tema realmente serio, como el fin de la civilización tal como la conocemos, y la gente dice «olvídalo, tómate un trago». Es un mundo extraño. Estoy muy contento de despedirnos de él, maldita sea.

—¿Entonces no quiere café? —dijo el capitán.

—No, gracias. La cafeína que lleva me hace hablar demasiado. Oiga, ¡me gusta este barco bananero! creo que me voy al camarote a fumar un porro.

Creí que los ojos del capitán iban a salirse de sus órbitas.

—Es broma —dijo Padre.

9

El
Unicorn
se movía más despacio. Lo sabía por los alfileres del mapa. Cuando se lo conté a Padre, éste me dijo:

—No pierdas de vista esos alfileres, Charlie. Yo estoy ocupadísimo escondiéndome de Gurney Spellgood y sus cantantes de evangelios. Él reza para que me una a él, y yo rezo para que me deje en paz. Veremos cuál de las oraciones recibe respuesta.

Más avanzada aquella misma mañana, cuando observaba los alfileres acumulados, Emily Spellgood apareció de un brinco a mis espaldas y dijo:

—¿Por qué no estás pescando?

—No me apetece.

Salí a cubierta. Me siguió, preguntando:

—¿De dónde eres?

—Springfield —repuse yo, nombrando el lugar más grande que conocía.

—Nunca oí hablar de Springfield —dijo ella—. ¿Cómo se llama su equipo?

¿De qué estaría hablando?

—Eso es un secreto —dije.

—Nosotros somos de Baltimore. El equipo de Baltimore se llama Orioles. Ese es mi equipo. Estuvieron a punto de ganar la Serie Mundial. Tengo un sujetador nuevo.

Caminé hasta popa.

—Ya sé por qué no estás pescando. La gaviota que mataste se llevó tu sedal. Merecías perderlo porque eres un asesino. Asesinaste a un pájaro inocente, una criatura de Dios. Son buenos, comen basura. Mi padre dijo una oración por ese pájaro.

—Mi padre dijo una oración por tu padre —dije yo.

—No tiene ningún derecho a hacerlo —dijo ella—. Mi padre no necesita oraciones. Está haciendo la labor del Señor. Apuesto a que ni siquiera tienes equipo.

—Sí que tengo. Sale por televisión.

—¿Cuál es tu programa favorito en la tele?

Me quedé dé piedra. Nosotros no teníamos televisión. Padre la odiaba, como odiaba los periódicos y las películas.

—Los programas de televisión son veneno —dije.

Padre siempre lo decía.

—Debes estar enfermo —dijo Emily, y yo sentí como si Padre me hubiera abandonado, porque no supe qué contestar.

—Yo —dijo Emily— veo
El increíble Hulk
, Los teleñecos, Estrellas de Hollywood y Grizzly Adams, pero mi favorito es
Star Trek
. Los sábados por la tarde veo la película de monstruos, he visto
Frankenstein Contra el Monstruo del Espacio y Godzilla
. ¡Daban un miedo! El domingo por la mañana, vemos todos el
Programa de las Buenas Noticias y
cantamos los himnos. Mi Padre salió en la tele, en el
Programa de las Buenas Noticias
. Leyó el sermón. Perdió la línea y tuvo que pararse. Dice que las luces le lastimaban los ojos. Las luces de la tele te pueden causar una buena quemadura, por eso está roja toda la gente. Apuesto a que tu padre nunca ha salido en un programa de la tele.

—Mi padre es un genio —dije yo.

—Será lo que quieras, pero
¿qué
hace?

—Puede hacer hielo con fuego. Yo lo he visto.

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