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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (45 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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—Este aparato me mantiene cuerdo —decía Padre.

Al oírle, Madre retuvo el aliento y le miró a los ojos hasta que él volvió la cabeza a un lado.

—¡Llueve! —gritó a la nube negra.

Su voz fue tan estentórea, tan insistente y autoritaria que encorvamos la espalda esperando un chaparrón. Pero solo hubo nube y viento cambiante.

Agitó las manos y dijo:

—Cuando vine a la Costa de los Mosquitos me llamó la atención que esta gente hubiera hecho tan poco por mejorar. Vivían como cerdos. Sus cultivos infestados de malas hierbas y sus casas patéticas me daban ganas de llorar. ¿Qué comen... cáscaras de maíz? ¿Se mascan los dedos de los pies? ¿Duermen boca abajo y dejan que la lluvia les resbale por los hombros? ¿Qué usan para limpiarse? ¿Dónde están sus herramientas? ¿Sueñan y, caso de hacerlo, con qué?

Estábamos en el huerto, empapando las plantas. Inmovilizamos nuestros cubos para escuchar.

—Eso pensaba yo antes —dijo—. Ahora, un año más tarde, me asombra ver cuánto tienen.

—Jerry dice que no respetas a los zambus —dijo Clover.

Jerry, traicionado, adoptó una expresión profundamente triste e inquieta.

—Les admiro profundamente —dijo Padre—, aunque vivan como cerdos. Pero eso no es para mí... vivir al día, una mano delante y otra detrás. Ese no es mi estilo. Esto es una colonia permanente. Nunca os prometí que sería fácil. Estamos estableciendo cimientos firmes. Esto es un organismo. Cuando funcione todo cambiará.

«Pensando en voz alta», hablaba de criar pavos silvestres como si fueran domésticos, de empezar otra granja de peces, de curar carne en una caseta para ahumar. Dijo que el verdadero problema no era la comida... sino la mugre. Quería fijar tablones sobre la orilla fangosa que hacía las veces de patio y hacer una cubierta, sección por sección, y convertirla en un porche amplio y protegido con una casa de baños. Comida sana, limpieza, agua caliente en abundancia y ningún insecto.

—Veo una incubadora ahí y una torre de agua allá, y una caldera. La falta de hielo no es problema en el trópico, pero la falta de agua caliente sí lo es... quién lo habría pensado. Veo una especie de sistema de pasillos que se cruzan hasta un embarcadero, y caballetes rodeando el huerto con plantas tendidas de uno a otro. Todo puentes y pasarelas... los pies no tocan el suelo.

¡Íbamos a transformar aquel campamento de la laguna en un inmenso muelle!

Era una buena idea, pero hasta el momento lo único que teníamos era la pequeña casa impermeable en la orilla y un depósito de chatarra... un montón de madera y fragmentos de metal, de ocho pies de altura, que habíamos arrastrado pedazo a pedazo desde la playa. Padre decía que tenía intención de ordenarlo, pero no había tiempo. El huerto, nuestra mejor esperanza de supervivencia, nos ocupaba por entero. Y las ratas ya habían encontrado el montón de chatarra y anidaban en él y reñían con los quincayús, los caminantes de la noche.

Nuestro campamento tenía peor aspecto que cualquier colonia miskito o zambu que yo conociera. Me alegraba de que nadie nos viniera a ver, porque sabía que lo encontrarían extraño. Si no se reían de nosotros, nos compadecerían. Se veía claramente que habíamos llegado sin nada y que sólo teníamos lo que habíamos encontrado en la playa.

A finales de la tarde, mientras la nube negra flotaba al este y nuestro humo ascendía por el aire, nuestra colonia parecía un basurero en una costa gris donde un grupo de gente desesperada había acudido a morir.

—Somos prisioneros evadidos —decía Padre.

Eso pensaba él de Norteamérica. Pero si estábamos perdidos y atrapados en aquella ciénaga costera ¿no éramos aún prisioneros?

Ésa era mi impresión cuando veía nuestra cabaña y la chatarra desde la piragua, en mitad de la laguna. Jerry y yo habíamos aprendido el truco de la red circular, y si traíamos peces o anguilas estábamos excusados de la brigada del cubo. Nos gustaba remar hasta el extremo más alejado de la laguna, para no ver lo que Padre llamaba nuestro hogar.

Como una semana después de la primera aparición de la nube de tormenta, Jerry y yo nos encontrábamos en la piragua, pescando, y oímos un ruido muy fuerte. Sonaba a cañonazos.

—Papá ha arrancado el fueraborda —dijo Jerry.

Lo mismo pensé yo, o quise pensarlo, porque para irnos de allí necesitaríamos un fueraborda.

Remamos de vuelta a la colina, donde encontramos a Padre plantado en el barro endurecido. Tenía los ojos vacíos de expresión. Estaba escuchando.

—¡Has arrancado el fueraborda! —dijo Jerry.

—¿Y qué pasa si lo he hecho?

—Podemos volver a casa —dijo Jerry.

Era una palabra prohibida.

—¡Imbécil! —dijo Padre.

La poderosa explosión se oyó una vez más. No era el fueraborda. Era el rugido de un trueno en la distancia.

—¿Por qué no me creéis nunca?

Seguían los truenos, a veces como cañones, a veces, lentos y terribles, como paredes de ladrillo desplomándose en una bodega. Como una civilización entera cayendo de rodillas y derrumbándose por su propio peso, dijo Padre. Estaba ahí fuera, donde la nube. Nos sonrió forzadamente:

—¡Guerra!

Desde el extremo opuesto de la laguna llegó una repetida respuesta a los truenos,
¡gung! ¡gung! ¡gung! ¡gung!
, y otra vez las cuatro notas, aunque más suaves. Era un mono aullador. Cada vez que rugía el trueno, los monos aulladores respondían machacones.

Los truenos tuvieron una consecuencia aún más rara. En torno a la laguna entera, como despertadas por el ruido, unas criaturas diminutas empezaron a salir de sus huevos enterrados. Primero las tortugas y las iguanas, después los caimanes. Los huevos estaban escondidos en el barro, pero cuando aquellos seres escamosos y resbaladizos salían de ellos, arrastraban los fragmentos, dejándolos depositados en la orilla. Bajo los cielos tonantes, la laguna nacía siniestra a la vida.

En pleno período de truenos apareció Mr. Haddy, arrastrando los pies por el lado de Brewer. Le brillaban los ojos y sonreía como una iguana recién nacida. Tenía flemas en los dientes delanteros. Nos trajo un paquete de carne de caracola y una gallina viva atada con una cuerda y una bolsa de azúcar. Se rascó la espalda frotándose contra un árbol, sin apartar los ojos de nuestra montaña de chatarra. Después besó a las gemelas y dijo:

—¿Cómo les va? ¿Es aquí?

—Pásame esa cuerda, Charlie —dijo Padre. No dio señal alguna de sorpresa por la visita de Mr. Haddy, y cuando le di la cuerda la enrolló en el arranque del Evinrude y tiró de ella, haciéndolo toser y apestar a grasa de pájaro.

—Les traje unas caracolas.

—¿Tengo cara de hambre? —Padre no le hizo el menor caso y siguió tirando del arranque.

—¡Wip! ¡Wip! ¡Wip!
—Mr. Haddy imitaba muy bien el ruido—. ¡Eso sí es sperimento, eso seguro!

—¿Esto?

—¡Un motor sin bujías ni aceite!

—Esto es sólo para mantenerme cuerdo. —Padre lo hizo girar otra vez—. Me ayuda a pensar. Estoy planeando una caldera y pasarelas. ¡Hay que escapar del barro de alguna manera!

—Les traje azúcar.

—Azúcar blanca —dijo Padre—. Lo peor que uno puede meterse en la boca. No tiene el menor valor nutritivo, sólo calorías que se queman tan rápido que te funden toda la vitamina B y C del cuerpo. Da calambres, provoca disfunciones del riñón, te cansa y ¿sabe usted?... es tan adictiva como la droga. Meloncete, yo vine aquí huyendo de ese veneno.

—La próxima vez traigo gasolina y aceite —dijo Mr. Haddy—. Y juego bujías.

—No las quiero.

—¿Por qué quema sebo gallina?

—Porque no vamos a ningún lado —dijo Padre.

Mr. Haddy vio a Jerry.

—¿Cómo te va, Jerry, hombre?

—No le hable. Ha caído en desgracia.

—No me imagino cómo pudo encontrarnos —dijo Madre.

—Vengo hasta el corte. Miro de un lado a otro. Tengo una speriencia, entonces oigo la voz de Padre. ¿Qué le parecen los truenos? ¡Hombre, vamos a tener menuda tormenta, Mamá!

Paseó la vista por nuestro campamento y olisqueó como un conejo, captándolo todo.

—Menudo sitio esta Laguna Miskita.

—Todavía nos estamos instalando —dijo Madre—. De momento no parece gran cosa, pero Allie tiene planes. Ya conoce a Allie.

—Sperimentos —dijo Mr. Haddy.

Padre no sonrió. Hizo girar la máquina con la cuerda y dijo:

—¡Todo el mundo a trabajar!

—Su huerto muy cerca del agua. ¿Esa es su barca?

—Cabaña —dijo Madre.

—Casa —dijo Padre.

—¿Casa, eh? —Mr. Haddy siguió la forma moviendo la cabeza—. Casa muy cerca del agua, eso seguro.

—El agua está ahí abajo —dijo Padre, abriendo bien la boca para que quedara claro. Señaló por encima de la orilla al borde de la laguna.

—Estará aquí arriba cuando llega la lluvia. Por encima del montón de basura. ¿Cómo llegó aquí ese montón de basura? ¿Monos? ¿Babuinos? ¿Hombre-saco?

Padre se acercó a Mr. Haddy con la cuerda en la mano, como si fuera a enrollarla en el fibroso cuello del hombrecillo.

—¿Por qué trata de deprimir a todo el mundo?

Mr. Haddy apeló a Madre.

—¡No estoy tratando, Mamá!

—Allie está furioso porque no llueve.

—No tengo control sobre los elementos —dijo Padre—. Si lo tuviera el mundo no sería el desastre que es. Háblenme de cosas que puedo controlar. Como mi humor. Que estoy controlando en este preciso momento.

—Lloverá cuando esté listo —dijo Mr. Haddy—. Y cuando viene ustedes quieren que se vaya. Así es la cosa. Vamos a tener lluvia, eso seguro. ¡Va a ser speriencia!

—No ha dicho a qué ha venido —dijo Padre—. ¿Qué es lo que quiere?

—Decir hola y cómo les va. Contarles de mi barco nuevo.

—Cuéntenos como perdió su reloj nuevo.

Así que era eso. Padre se había dado cuenta. Nadie más. Mr. Haddy no llevaba el reloj de oro que Padre le había regalado. Por eso estaba Padre tan antipático.

—Es la misma historia que la historia del barco —dijo Mr. Haddy—. Cambié mi reloj por mi barco. No una lancha... barco de vela. No lo pude meter por el corte con tan poca agua, así que andé. ¿Quieren verlo?

—No —dijo Padre.

—Se llama
Omega
, como el reloj. Es muy guapo.

—Tuve ese reloj quince años.

—Son las tres... tres y media —dijo Mr. Haddy, volviendo sus ojos suplicantes hacia la bruma que tapaba el sol para probar que sabía la hora sin necesidad de reloj.

—¡Lo ha regalado! —dijo Padre.

—Pensé que aprobabas ese tipo de cosas —dijo Madre.

—Por mi barco —dijo Mr. Haddy—. Es un barco
lindo
.

—Un barco no es respuesta.

—No pregunté nada —dijo Mr. Haddy.

—Pregúntese dónde va a estar dentro de quince o veinte años.

—Le diré donde estoy la semana que viene... Cabo Gracias. —Mr. Haddy se volvió hacia Madre—. Tengo trabajo. Sacando conchas y jicotes de Caratasca. Los llevo a Cabo Gracias. ¿Conoce ese sitio?

Madre dijo que no.

—Es El Cabo, en la boca del Wonks. Menudo río. A su lado, este Patuca parece una meada. ¿Quiere venir, Mamá?

—Me encantaría. Podríamos llevar a los críos.

—Les hago un buen viaje a vela, eso seguro. A ver los manatís. Ver las tortugas. Unas semanas más y ese sitio está loco de tortugas poniendo huevos. Agua limpia verde y arena bonita. Los críos pueden nadar, nosotros pescamos y es lo mejor del mundo.

Era lo que yo más podía desear, pero una mirada de Padre me dijo que jamás sucedería. Su rostro era una sombra negra. Nos indicó que nos fuéramos agitando las manos y gritó a Madre:

—¿Quieres hacer el favor de no seguirle la corriente? Acabamos de empezar con el huerto. Tenemos que construir la pasarela y el estanque de los peces y el gallinero. Intento establecer cimientos sólidos aquí y nadie me ayuda. Meloncete —dijo, inclinándose sobre Mr. Haddy— ¿no ve que tenemos trabajo?

—Esa otra razón por qué vine —dijo Mr. Haddy, nervioso y cogiéndose la muñeca para tapar el lugar donde debía haber estado el reloj—. Esta Laguna Miskita no es sitio para gente decente. Es una ciénaga y un problema. Aquí tienen rabo. Esos baduino ¿los oyen? Se preocupan por la lluvia, y se preocupan con razón. Porque cuando la lluvia viene van a nadar y su sperimento todo mojado, Padre.

—¿Qué insinúa?

—Brewer es sitio decente para una familia.

—Insinúa que esto es indecente. Este salvaje, que regaló mi reloj, insinúa...

—Allie, no seas tan grosero —dijo Madre.

—Alguien le envía. ¿Quién le envía, Melón?

—¡No, hombre!

—Regrese y dígale a quien le haya mandado que esto es ahora nuestro hogar. Vivimos aquí. Esto es un esfuerzo pionero.

Mr. Haddy se mordió los labios. Jerry levantó la voz.

—Yo me quiero ir con Mr. Haddy.

—¡Ya ve lo que ha conseguido!

Mr. Haddy trató de moverse. Pero sus pies le quedaban grandes y no le obedecían. Los arrastró —siempre con la mano en la muñeca—, tropezó, estuvo a punto de caer sentado.

—Muy bien, Jerry... suelta el cubo y vete. Muévete. Pero recuerda esto. Si te vas, te vas para siempre. No vuelvas. No quiero volver a verte la cara.

—¡Allie! —exclamó la Madre.

—Así son las cosas —dijo Padre a Jerry—. ¿Eres lo bastante hombre para hacerlo?

Jerry se sonrojó y apartó la vista, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Entonces ponte otra vez a trabajar, niño. —La voz de Padre era como papel de lija.

—Yo no quería irme, Papá —dijo Clover, y Jerry le lanzó una mirada incendiaria.

—Con estas caracolas vamos a hacer un guiso muy rico —dijo Madre—. Siéntese, Mr. Haddy.

Pero Mr. Haddy no se había recuperado del «¡ya ve lo que ha conseguido!». Se miró los pies, quizá preguntándose por qué no le sacaban de allí. Después miró a Padre con aire asustado.

—Ahí viene —dijo Padre.

Mientras Padre tronaba, la nube negra se había concentrado en el este. El viento se calmó y por un instante no hubo aire que respirar. El sudor oscurecía la barba de Padre.

—Odio esa cosa.

El rugido de cañones, las paredes desplomándose, los ladrillos resonando en la bodega de América.

—¡Tonda pillitin roca-piedra! —Mr. Haddy por lo general manifestaba su preocupación en idioma criollo.

—Y le diré algo más. Sé por qué ha venido por aquí... porque finalmente se ha enterado de los problemas en los Estados Unidos.

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