Ya era de día. Me sentí pequeño y enfermo bajo los temblorosos árboles.
En el amanecer de la estación seca, las hojas parecían morir cuando el sol se posaba en ellas. El rocío se secaba en la hierba y las hojas de hierba se marchitaban, iluminándose como hilos de oro bajo los harapos metálicos de las ramas. Liberado de la oscuridad y la humedad, el polvo del suelo penetraba en el aire con un amarillo olor de podredumbre, dulce la primera hora de luz. El sol naciente calentaba cuanta cosa viva tocaba, poniéndola rígida y mortalmente dorada. En los árboles resplandecientes había hermosas monedas vidriosas, y más de un arbusto se cubría de copos crujientes y dorados. En cuanto el sol se filtraba entre las ramas más altas, todo El Acre relucía muerto en torno al negro estanque.
Esperamos, casi sin respirar, a que Padre se despertara. Me adormecí contemplando las arañas que se acercaban al estanque, la forma en que tejían sus telas como cítaras para atrapar en su maraña a una mosca que se debatía hasta que se lanzaban sobre ella y la envolvían como una momia. Colgaban los paquetes de moscas bien vendadas en una esquina alta de la tela, como los indios cuelgan los pimientos y el maíz.
—Pobre Papá —susurró Clover.
—Su sperimento casi nos mata —dijo Mr. Haddy.
—Ahora estamos a salvo —dijo Madre—. Charlie nos salvó.
—Esto no es el campamento de Charlie —dijo Jerry—. Es El Acre. Nos pertenece a todos nosotros. Los niños Maywit nos ayudaron a hacer los colgadizos. ¡Y ese Guarro se lleva todo el mérito!
—Anoche bien que llorabas —dije—. ¡Tenías miedo!
—¡No tenía miedo!
—¡Pero yo tenía mucho miedo! —dijo Mr. Haddy—. Yo rezando. Yo veo la muerte ahí atrás. Era peor que el infierno del predicador. Prefiero huracanes y torbellinos que fuegos. Veo diablos. Veo dobles bailando. Tenía tanto miedo que prefería morir.
—¿Qué pasó con esos hombres, Mamá?
—Se han ido.
—Y, si no se han ido, tenemos problemas, eso seguro —dijo Mr. Haddy—. Eso seguro —añadió.
—Yo les vi marcharse —dije.
—No pienses más en ello, Charlie —Madre me abrazó—. Ahora estamos a salvo. Tu padre te lo agradecerá cuando despierte.
—¿Qué
hace
Papá? —preguntó April.
Su sueño nos dejaba impotentes. Nos impedía movernos. Mientras siguiera allí tumbado no podíamos marcharnos. Entonces recordamos lo importante que era para nosotros. Sólo le habíamos conocido despierto. Era aterrador verle tan quieto. Si había muerto, estábamos perdidos.
El sol, alto ya, le daba en la espalda. Los durmientes exhalan un olor subterráneo, un hedor a raíz hervida de polvo y comida y sudor y heridas. Así imaginaba que humeaban los cadáveres, como el
compost
caliente. Padre estaba inmóvil. Tal vez estaba compensando tantas noches sin dormir. Pero parecía muerto, y olía a muerto.
—Mamá, ¿vamos a morirnos? —preguntó April.
—No seas tonta —dijo Madre.
Encontró nuestros cestos y nos ayudó a recoger yautia y guayabas y aguacates silvestres. Alabó nuestro campamento, dijo que era un buen trabajo. Nos había salvado la vida. Al ver la yautia, Mr. Haddy dijo:
—¿Os gustan los eddos, niños? ¡Mi mamá hace eddos!
Padre giró sobre sí mismo y se puso en pie de un salto.
—Vámonos —dijo y cayó de rodillas.
Eran las primeras horas de la tarde. Había dormido casi trece horas, pero nadie habló del tiempo transcurrido. «Mentirosos, estafadores, degenerados que duermen hasta el mediodía...», estos eran algunos de los tipos humanos a quienes detestaba. Siempre nos había dicho que el sueño profundo era una especie de enfermedad, y cuando dormíamos demasiado, nos lo reprochaba.
Se sentó en la hierba dorada y dejó caer las manos sobre el regazo.
—¿Qué miráis?
Su voz sonaba baja, grave, distinta, como drogada, y era casi imperceptible. Apenas movía los labios. Parecía muy cansado, pero yo le había visto dormir profundamente toda la noche. Madre se hincó de rodillas y le tocó el rostro.
—Tienes el pelo chamuscado —dijo.
Tenía las cejas como un rastrojo, la barba quemada, las pestañas también. Le daba un aspecto de salchicha sorprendida. Tenía un lado de la cara rosado y lleno de arrugas, con el mapa del sueño impreso. Un ojo estaba más rojo que el otro. Se puso la gorra de béisbol.
—He pasado una noche horrible. Apenas he dormido.
—¡He visto perros mover más que usted! —dijo Mr. Haddy—. Ha dormido como un tronco, ¿verdad, Mamá?
—Por la mañana tengo poca paciencia con los mentirosos —dijo Padre.
Después, olfateó el aire y se alertó, como si acabara de oír algo. El olor a humo y amoniaco era todavía fuerte, mezclado a los de bambú quemado y latón tostado. Padre suspiró. Su rostro se desplomó. Sonrió tristemente, recordando.
—Se acabó —dijo, la voz abatida.
—Todo tu trabajo —dijo Madre. Todavía de rodillas, se echó a llorar—. Lo siento mucho, Allie.
—Yo me alegro —dilo Padre—. Jerónimo ha sido destruido.
—Como petardos —dijo Mr. Haddy.
—Somos libres —dijo Padre.
Madre protestó:
—Todo lo que hiciste ha desaparecido —dijo—. Todas las casas, los cultivos, esas máquinas maravillosas. Todo ese trabajo...
—Trampas —dijo Padre—. No debí hacerlo.
—¿Cómo ibas a saberlo?
—Yo soy el único qué podía saberlo. No era ignorancia, era sutileza. Pero éste ha sido siempre mi problema. Soy demasiado complicado, demasiado ambicioso. No puedo evitar ser un idealista. Estaba intentando desactivar la situación pacíficamente. Me estalló en la cara.
—Allie, no...
—Y me lo merecía. Sustancias tóxicas... éste no es lugar para ellas. Nunca más trabajaré con venenos, ni con gas inflamable. Mantener lo simple... sólo Física, nada de Química. Palancas, pesos, poleas, barras. Ningún producto químico que no se produzca naturalmente. Elementos estables...
—¡Pero esos hombres han muerto! —sollozó Madre.
—Templados en los fuegos, Madre.
—Eso me estaba preguntando —dijo Clover.
—Pero no han desaparecido. La materia no se destruye. Pregúntaselo a Meloncete. Ellos pidieron la transformación. Unos carroñeros como ellos merecen ser tratados como un pavo...
Madre se tapaba los ojos con las manos. Lloraba quedamente mientras Padre se levantaba.
—Creí que estaba construyendo algo —dijo él—, pero estaba pidiendo su destrucción. Esa es una de las consecuencias de la perfección en este mundo... la cólera opuesta de la imperfección. ¡Aquellos carroñeros se querían cebar en nosotros! Y «Niño Gordo» me falló. El concepto era erróneo, y ahora sé por qué... no más veneno, Madre.
Lo dijo casi gimoteando, apretando las manos una contra otra. Se acercó al estanque y metió un dedo en el agua.
—Cualquiera —dijo— puede estropear algo en este mundo. América ha caído tan bajo por culpa de los hombrecillos.
Sonaba como si se le hubiera roto el corazón. Cogió un poco de agua ahuecando las manos y se lavó la cara y los brazos.
—¿Dónde estamos? ¿Qué sitio es éste?
—Es El Acre —dije yo.
—Nuestro campamento —dijo Jerry.
—¿Y llamáis a esto campamento? —su voz seguía siendo casi imperceptible.
—Aquí es donde jugamos —dijo Clover.
—Pues vaya terreno de juego. ¿Siempre habéis tenido este agua?
—Es de manantial —dije.
—Se puede nadar dentro —dijo Jerry.
Padre miró a su alrededor. Yo sabía que todo le parecía inadecuado. Quería decirle que nos había hecho felices. Vio el columpio.
—Reconozco esa cuerda.
—Mi cabo de popa —dijo Mr. Haddy.
—Fue idea de Charlie.
—También chozas. Y fruta. Y cestas —su tono era triste—. Puro mono.
—Lo del cesto son guayabas —dijo Jerry.
—Cómete una, Allie. No has comido nada.
—Comida de mono, payasadas —dijo Padre—. No lo soporto. Yo no quería esto. ¿Dónde nos has traído, Charlie?
—Nos salvó —dijo Madre—. Nos encontró comida y agua. ¡Allie, si no estaríamos muertos!
—No cultivó la comida, no excavó el agua —Padre no quería mirarme—. Vámonos —dijo—. Es tarde. No hacéis nada ahí sentados.
—No podemos volver a Jerónimo —dijo Madre.
—¿Quién habla de volver? ¿Quién habla de Jerónimo? No quiero volver a verlo.
Los labios de Madre dieron forma a una pregunta.
—¿Dónde?
—¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí!
—Tendremos que salvar algo que llevar con nosotros —dijo Madre—. No podemos irnos así.
—Así es como quiero irme.
De pie ante nosotros, con la gorra en la cabeza, los brazos le colgaban de las chamuscadas mangas. Parecía lo que era, un hombre que se había arrastrado huyendo de una explosión.
—¿Sus herramientas? ¿Sus comidas? —dijo Mr. Haddy—. ¿Sus sacos y todo? ¿Mi lancha? ¡No dejo mi lancha!
—Está todo envenenado —dijo Padre—. Teníamos demasiado... demasiados cacharros, demasiados barriles de veneno. Este fue nuestro error. ¿Sabéis lo que puede hacer una inundación de amoniaco? Ahí hay contaminación, y lo que no esté contaminado estará achicharrado.
—Allie, por favor, estás desvariando.
—Me estoy quedando corto. Ahora vámonos... quiero librar a mi nariz de esta peste.
—¿Al río?
—Madre —dijo—, he matado al río.
—¿Por qué no podemos quedarnos aquí? —preguntó Jerry.
—¿Y oler las tripas de «Niño Gordo»? Esta es la respuesta a tu pregunta. Apestará un año entero. Nos volvería locos. No, quiero marcharme —señaló hacia el Este, a las Esperanzas—, al otro lado de esas montañas.
—Detrás, hay un río —dijo Mr. Haddy—. Río Sico.
—Lo conocemos bien, Meloncete.
—Baja hasta Paplaya y Camarón. Podemos ir a Brewer. Mi propia laguna.
—Ese es el sitio para nosotros —dijo Padre.
Aquello fue demasiado para Madre. Con una expresión dolida y exigente dijo:
—¿Cómo lo sabes?
Padre movió la parte de su frente donde deberían haber estado sus cejas. Sonrió tristemente.
—Porque me gusta el nombre.
Recorrió a grandes pasos el claro, dando puñetazos a los arbustos y asomándose entre las ramas como quien se asoma entre las cortinas de una ventana. La impaciencia le volvía torpe e inútil. Finalmente suspiró.
—Muy bien, Charlie, me rindo. ¿Dónde está la salida?
Le indiqué el sendero.
—Justo donde pensaba —dijo.
Empezó a andar.
—Mejor voy yo primero.
—¿Quién te ha dado el mando?
—Cavamos trampas y las cubrimos con ramas —dije—. Por si venían bandidos. A lo mejor caes en una.
—Reconozco las trampas con los ojos cerrados —dijo, sin detenerse.
Le seguimos con las cestas de comida y una jarra de agua.
Jerónimo se interponía entre El Acre y el río. No había ningún otro camino hacia las montañas. Padre nos dijo que camináramos más rápido, pero Jerónimo era inevitable... Una brasa al final del sendero.
Padre bajó la cabeza.
—¡Uf! —dijo Mr. Haddy.
Jerónimo parecía víctima de un bombardeo. En su mayor parte era polvo, una bolsa de cenizas grises rodeada de árboles reducidos a estacas por el fuego. Como el fuego se había extendido, el claro era mayor y tenía aspecto de cráter. Las tuberías de «Niño Gordo» se habían derrumbado y estaban blanqueadas como huesos, y todas las bombas se habían caído. No había una sola casa en pie, ni un cobertizo intacto. Las plantas de los huertos estaban chamuscadas y sus tallos llenos de ampollas, como si fueran de carne. El maíz estaba por el suelo, y las calabazas y tomates habían reventado y rezumaban, cocinados hasta pudrirse. Algunas frutas parecían bolsas raídas.
Pero las cenicientas ruinas no eran nada comparadas con el silencio. Estábamos acostumbrados a trinos y chirridos, a las agudas notas de las cigarras. No había ni sonido ni movimiento alguno. Toda la vida de Jerónimo había perecido abrasada. Los pájaros que veíamos eran pájaros muertos, asados, negros y encogidos, desplumados, con alas diminutas y cabezas vacías. Unos peces embarrados flotaban en la superficie del depósito. Todo estaba muerto y silencioso y apestoso bajo el sol de la tarde. Algunos montículos humeaban aún.
—¡Queríais verlo! —dijo Padre, furioso—. ¡Un festín para vuestros ojos!
Unos pájaros distantes graznaron en el corazón del bosque remedando su voz.
Cruzó a zancadas la hierba negra y recogió un machete con el mango quemado. Se acercó a nuestra casa y cortó las maderas que quedaban en pie, completando la destrucción.
Estábamos donde antes se alzaba la casa de baños. El calor había cascado las alcantarillas y solidificado algunos de los desagües de arcilla. El aire abrasado me picaba en los ojos.
—No toquéis nada —dijo Madre.
—No queda mucho que tocar —dijo Mr. Haddy.
—¡Le he oído! —Padre se dirigía hacia nosotros con el machete en la mano.
Pensé que iba a cortarle la cabeza a Mr. Haddy. Le apuntó con el machete, moviéndolo lateralmente.
—Quedo yo, quedan ellos... queda usted, Meloncete. Si tiene fuerza suficiente para protestar, será que no le pasa nada malo. No sea desagradecido.
Mr. Haddy sacó los dientes.
—Mi lancha... incendiada. Toda destrozada.
—Pierdo todo cuanto tengo y él todavía se preocupa por su cerdo.
—Ella, todo cuanto tengo en este mundo —dijo Mr. Haddy.
Las lágrimas le pasaban a ambos lados de la nariz y goteaban desde los dientes.
—¿Para qué quiere una barca si no tiene río?
—El río está
ahí
, Padre.
—El río está muerto —dijo Padre—. Está lleno de hidróxido de amoniaco y peces asfixiados. El aire, ¿no lo huelen?, está contaminado. Este sitio tardará un año en desintoxicarse. Si nos quedamos aquí, moriremos.
Padre pateó las cenizas.
—Lo sabía... ¡sólo quería oírmelo decir a mí!
Todo era tal como decía Padre. El aire cortaba con el asfixiante olor del amoniaco, y en los hierbajos cercanos a la orilla del río, yacían peces muertos y ranas hinchadas. Eran más desagradables a la vista que los pájaros asados en la hierba negra. Las criaturas fluviales estaban rollizas y no tenían marcas. No se habían quemado, sino envenenado. Tuvimos que vadear entre ellas, apartando sus cuerpos con palos, para llegar a la otra orilla.
Padre cruzó tres veces, cargando a los críos. En su último viaje, luchando contra el barro, con Jerry en los brazos, el rostro y los brazos cubiertos de hollín y la ropa salpicada y rota, se echó a llorar. Simplemente se detuvo y lloró. Al principio, creí que era Jerry —era la primera vez que oía a Padre llorar. Todo su rostro se contrajo, su boca se tensó y se cuadró y se le vieron las raíces de los dientes. Jadeaba y daba pequeños graznidos.