—Enjabónense —dijo Padre a los zambus.
Siempre se bañaban en cuclillas, jamás de pie. Y tampoco se quitaban sus pantalones cortos para bañarse. En la oscuridad de la casa de baños, no les veía, pero oía el agua golpeando sus cabezas y sus escupitajos y resoplidos.
—¿Crees que estarían de rodillas, rezando a la nevera? —preguntó Madre—. Sea como sea, tu Reverendo Struss estaba muy disgustado. Entró violentamente. Decía que estamos haciendo daño, llevando a su gente por el mal camino. Gritaba sobre todo a los Maywit, les llamaba Roper. Los hizo bajar a la orilla y les salpicó agua por encima. Dijo que era un servicio de purificación, lavarles los pecados que nosotros les habíamos enseñado. La Señora Kennywick no sabía para dónde mirar, y Mr. Peaselee enloqueció.
—Era de suponer —dijo Padre.
—Le eché de la propiedad. Dije que ibas a volver en diez minutos y le ibas a hundir la barca.
—Bien pensado —respondió Padre; también gritando a través de la pared—. Y lo habría hecho.
—Empacaron sus cosas en bolsas, bolsas de papel. Y se fueron todos.
—Así que nos han abandonado —dijo Padre.
—Tenían miedo —dijo Mr. Haddy. Tenía la boca apoyada en la pared de la casa de baños, y sus dientes delanteros pasaban al otro lado—. El predicador grita sobre soldados y problemas y cabuces.
Padre cerró el agua.
—¿Qué soldados? —dijo mientras goteábamos.
—En las montañas. Otro lado de las colinas. Río abajo. En los árboles. Con cabuces. Rusos y lo que quiera. Peaselee les oye.
—Dijo que sois tan malos como los soldados —dijo Clover.
—¿Peaselee dijo eso?
—El hombre. El misionero. Dijo que eras comunista.
Padre nos sacó de la casa de baños. Los zambus danzaron y sacudieron los dedos para secarse. Padre llevaba un saco de harina arrollado a la cintura, su pelo goteaba y su cuerpo era tan blanco como el mármol. Levantó un brazo, como las estatuas de los tribunales.
—Nada de esto es nuevo para mí —dijo—. Pero voy a decirles algo que no saben. Volverán, no les quepa duda. Porque éste es un lugar feliz, y el mundo no lo es. El mundo está simplemente podrido. La gente es mala, es cruel, es falsa, siempre está fingiendo ser lo que no es. Son débiles. Se aprovechan. Un asqueroso hombrecillo que ve a Dios en una serpiente o al demonio en el trueno te hará prisionero si no lo impides. Dale media oportunidad a cualquiera y te hará su esclavo, contándote las más espantosas mentiras. Los he visto, corriendo de un lado a otro como locos, jugando a Dios. Y nuestros amigos, los Maywit... perdón, Charlie, los Roper, se sentirán solos ahí fuera. Tendrán miedo. ¡Porque el mundo apesta!
Tomó el sendero de la casa a largas y blancas zancadas.
—Volverán, ya lo verán. Recuerden dónde lo han oído. Recuerden quién se lo ha dicho.
—¿Qué tal os fue con el hielo? —preguntó Madre, adelantándose hasta ponerse a su lado.
Padre siguió andando. Gruñó. Agucé el oído, y le oí decir en voz baja:
—Se nos redujo. Sabía que era un error arrastrar tal cantidad hasta tan lejos.
Así que, después de todo, no mintió.
Y El Acre de la jungla era nuestro. Ya no era el mismo, sin Drainy predicando y Alicia cocinando y Peewee y León haciendo cestos, pero ahora, al ser menos, parecía más grande y podíamos dispersarnos. Cada uno de nosotros tenía su propio y robusto colgadizo. Llevamos una cuerda de Jerónimo y pusimos un columpio en un árbol haciendo un gran nudo en el extremo colgante como asiento. Padre no habría permitido una cosa así en Jerónimo. No era útil, porque, cuando nadie se estaba columpiando, se quedaba ahí colgada —por eso se habría opuesto— y significaba desperdiciar una buena cuerda.
Comíamos raíces de yautia y aguacates silvestres, y reparamos el camuflaje de todas las trampas para hombres: cuatro trampas, con agujeros profundos bien disimulados con ramas. Un día vimos en una de las trampas una serpiente comiéndose otra serpiente. Tenía la mitad embutida en el gaznate, y ambas serpientes meneaban sus respectivas colas. Como la devoradora no podía ni escaparse ni dejar de comer, pudimos estudiarlas con toda seguridad. Nos la llevamos a Jerónimo.
—Ahí tenéis un símbolo perfecto de la Civilización Occidental —dijo Padre.
Otro día un mono araña pasó por nuestro árbol-iglesia y se sentó allí a hurgarse en los dientes. Nos miró con curiosidad, como si quisiera jugar.
Después resopló, saltó del árbol, cayó cerca de un arbusto y arrancó una pequeña pelota de fruta. Subió de un brinco otra vez al árbol y se comió la fruta. Roía la piel y succionaba el interior. Después pasó por encima del arbusto y se fue dando tumbos colgado de las ramas.
Así descubrimos las guayabas. El mono nos había enseñado que, al otro lado del estanque, había varios arbustos repletos, y ese día llevamos una cesta llena a Jerónimo.
—Podemos hacer mermelada —dijo Madre.
Pero Padre dijo que eran demasiado pequeñas y agrias, porque crecían silvestres. Si se pusiera a ello, dijo, era capaz de conseguirlas dulces y del tamaño de una pelota de tenis, y «hablando de comida, más vale que empecéis a coger y pelar, o no habrá nada para comer».
En Jerónimo siempre hacíamos lo que se esperaba de nosotros, las labores habituales. Pero siempre volvíamos a El Acre a vivir como monos. Echábamos de menos a los Maywit —yo aún pensaba en ellos con ese nombre—, pero en su ausencia no necesitábamos ni escuela ni colmado. Teníamos páginas sueltas del libro de himnos de Drainy, pero ya no celebrábamos servicios religiosos. En cualquier caso, hacía demasiado calor para pensar en el Infierno.
En El Acre sabíamos que era la estación seca. En Jerónimo no lo sabía nadie, o no le daban importancia. Los huertos prosperaban, pero nosotros estábamos en contacto con la naturaleza, no teníamos inventos.
Aunque El Acre era primitivo, un simple refugio en la jungla, la hierba era suave, el estanque agradable, y nosotros teníamos todo cuanto necesitábamos. Para divertirnos podíamos nadar o columpiarnos en la cuerda. La sequía de la jungla no había afectado al estanque. Supuse que algún manantial lo alimentaba. Pero el resto de la zona estaba muy seco. Vimos hormigas ui-ui celebrar funerales: procesiones de hormigas con cadáveres y palios de hojas. En un rincón del campamento, en las raíces de un árbol muerto, vivían unas serpientes. Nos manteníamos a distancia del árbol, pero tratábamos de imaginar métodos para echarlas a las trampas y convertir estas últimas en fosos de serpientes. Las serpientes y los escarabajos del tamaño de una nuez no nos daban miedo. Aprendimos que hasta la más feroz de las criaturas tenía un comportamiento predecible, y, aunque el lugar nos había parecido peligroso al principio, ahora parecía más pacífico que Jerónimo.
Íbamos allí para escapar de Jerónimo. Desde la construcción de «Niño Gordo», Padre recibía visitas de gentes que querían hielo. Eran habladores. Habían oído hablar de Padre. Le colmaban de elogios. Padre les daba trabajos simples y luego se llevaban el hielo en canoas. Siempre había desconocidos en Jerónimo, admirando los inventos de Padre o buscando hielo.
—Sólo usan esos hielos para enfriarse la bunya —decía Mr. Haddy.
La bunya era una bebida de jugo agrio que la gente local hacía con mandioca.
—Eso no importa —replicaba Padre—. Por mí se lo pueden poner de sombrero. Una vez que se acostumbren a la idea del hielo, sus aplicaciones les serán reveladas. Cada uno hará algo distinto: unos conservarán carne, otros lo emplearán como anestésico, a otros se les ocurrirá refrigerar el pescado en vez de ahumarlo. ¿Cuántos se curarán una insolación? Puede llevarles toda una generación, desde luego, pero piense usted en el futuro... nadie más lo hace. «Niño Gordo» es para siempre. ¡No tiene piezas móviles, Meloncete!
Padre hablaba a menudo de cosas «reveladas». Decía que así era la verdadera invención, la revelación de la aplicación de algo y su ampliación, el descubrimiento de su imperfección, su mejora y su aprovechamiento. Para él, una guayaba silvestre era una imperfección. Había que mejorarla para hacerla comestible.
—Aceptar el mundo tal como se encuentra es una superstición propia de salvajes —decía—. ¡Hurguen en él y encuéntrenle aplicaciones!
Decía que la labor del hombre era comprender cómo funcionaba, remendarlo y terminarlo. Creo que por eso odiaba tanto a los misioneros, porque enseñaban a la gente a soportar sus cargas terrenales. Para Padre no había cargas a las que no pudiera adosarse un par de ruedas, o patines, o un sistema de poleas.
Pero, en vez de mejorar el mundo, decía, la mayoría de la gente sólo trataba de mejorar a Dios.
—Dios, el difunto Dios, era un inventor con prisa, de ésos que uno se encuentra en cualquier oficina de patentes. Sí, crear el mundo fue una gran idea, pero Él lo empezó y luego se fue antes de que funcionara correctamente. Dios es como esos niños que hacen girar su peonza de juguete y después se van de la habitación, dejándola tambalearse. ¿Cómo puede uno adorar a
eso
? Dios se aburrió —decía Padre—. Yo también conozco esa clase de aburrimiento, pero lo combato.
Padre había visto el río y había dicho: «Enderecémoslo». Mientras arrastrábamos el hielo montaña arriba, no paraba de hablar sobre el funicular para pasajeros y carga. Aún hablaba de hacer un agujero para aprovechar el calor del vapor del núcleo de la tierra. Y los mismos inventos revelaban cosas inesperadas que Padre llamaba «el truco insospechado». Ejemplo del mismo fue una tubería a la intemperie en la espinilla de «Niño Gordo». La tubería acumulaba gotas de humedad del aire. Padre añadió más tuberías y convirtió aquello en un condensador que goteaba en un depósito. Era el agua más pura que podía imaginarse, y desde entonces se jactaba de crear agua además de helarla ¡con fuego! No había previsto que la tubería fría se comportara de esa forma. La llamaba «La Corva».
Los niños comentábamos entre nosotros que, si Padre llegaba a ver El Acre, le daría un ataque o se reiría de nosotros. Él era un perfeccionista. Yo no podía olvidar la noche en la montaña en que había roto a patadas su colgadizo y se había sentado en el suelo toda la noche ventosa y había dicho: «¡Quiero dormir en mi propia cama!». Prefería sufrir a dormir en una choza mal hecha, y a menudo miraba la comida de los zambus o el wabul de la Señora Kennywick y decía «antes me muero de hambre que comer eso», y lo decía en serio.
No nos atrevíamos a decirle que uno puede comer cosas silvestres y dormir en el suelo. Sus trampas para mosquitos, «Cajas de Bichos», invitaban a los insectos a penetrar en laberintos sin salida y mantenían Jerónimo limpio de bichos voladores. Pero uno no necesitaba mosquiteros ni «Cajas de Bichos» si conocía el jugo de moras que actuaba como el limoncillo. «¿Tienes miedo a unos cuantos bichos?», decía a veces, y otras veces: «No es que no los quiera en la piel, es que no los quiero a menos de tres millas de distancia». Le habríamos dicho que la mayor parte del trabajo era inútil, y que una casa de baños no es necesaria cuando tienes un estanque o un río. Las zanahorias domésticas de Padre eran sabrosas, pero la yautia silvestre era igual de rica y no daba ningún trabajo. Había prohibido los bananos y la mandioca: «Te hacen perezoso, y no me gustan las implicaciones de la banana». Y el hielo... era una maravilla, pero, como ocurre con casi todas las maravillas, lo único que podías hacer con él era maravillarte.
Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que los niños nos quedábamos en Jerónimo debido a El Acre. Estaba en la jungla, entre las montañas y el río, en el final sin salida de un sendero que habíamos hecho con nuestros propios pies. Era invisible, era seguro.
Íbamos todas las tardes a El Acre, y lamentábamos no poder quedarnos a dormir. Queríamos probar a Padre que podía hacerse. Pero al final de cada día apartábamos los arbustos y caminábamos de vuelta a Jerónimo y oíamos las bombas, su traqueteo, antes de ver los edificios. Encontrábamos a Padre sonriente, pues en la tarde avanzada vaciaba a «Niño Gordo» y entregaba hielo a los criollos fluviales o zambus que habían trabajado para él. Ahí estaba, con sus tenazas y su polea, izando grandes bloques de hielo humeante de su monstruoso armario con el fogón ardiente.
Y siempre, cuando regresábamos, Padre decía:
—¿Dónde os habíais metido? ¿Haciendo el tonto entre los arbustos?
Le decíamos que habíamos estado nadando, o paseando.
—Mírenlos, gente. Los demás nos matamos a trabajar y ellos dan vueltas a la manzana.
La «gente» eran Mr. Haddy, los zambus, Mr. Peaselee y Mr. Harkins. Eran sus oyentes, y él jamás se cansaba de contarles sus planes. En aquellos días se trataba de congelar pescado y llevarlo rápidamente tierra adentro, donde nadie había visto nunca peces grandes de río.
—¡De seis pies! ¡Bagres! Podría cambiarles todo su sistema de vida. Especialmente si son de espíritu abierto y no están en manos de algún depravado moral que les asusta con el fuego del infierno.
Ésa era una de sus quejas más frecuentes. Los Maywit no habían regresado. Padre decía que le sacaba de quicio.
—Y lo gracioso del fuego infernal es que es imaginario. ¡Pero «Niño Gordo», no! Lleva dentro más veneno que un siglo de infiernos. ¡Rediez, podría enseñarles un par de cosas sobre combustión química a esos misioneros! ¡Si vieran hidrógeno y amoniaco sueltos, creerían en mí y no en ese fabricalocos difunto! Si «Niño Gordo» se saltara la tapa de los sesos...
El parloteo de Jerónimo hacía que El Acre pareciera un lugar más feliz. El campamento era nuestro secreto. Y allí habíamos aprendido cosas que ni siquiera Padre sabía.
Mi cumpleaños llegó y se fue, al menos el mes. Los meses tenían nombre, pero los días no tenían número. Yo tenía catorce años, pero era todavía más pequeño de lo que deseaba ser. Y la estación seca se había adueñado de Jerónimo. Polvo y hojas muertas.
El río había empezado a estrecharse y apestaba. Se transformó en un arroyo entre grandes capas de cieno con burbujas, pelo verde y moscas revoloteando por encima. Al pasar por el embarcadero roncaba y soltaba pequeñas explosiones. Un poco más arriba de nosotros se había convertido en una ciénega y no se podía remontar hasta Sevilla. Las cañas de nuestras barcas se incrustaban en el barro, nuestras bombas de la orilla del río se atascaban a menudo con el cieno y las algas que absorbían. Llevaba meses sin llover, y Padre decía que aún podía pasar un mes sin lluvia, si no más. Padre sólo hacía cantidades pequeñas de hielo, y toda el agua de beber procedía del condensador de la espinilla de «Niño Gordo», «La Corva».