Podíamos haber pasado de largo. Las chozas eran frondosas, construidas con palos pelados, y tenían el mismo color que los árboles que morían cerca de ellas. Pero unos perros famélicos corrían hacia nosotros, y Francis decía «¡Padre, Padre!» y dos cacatúas le chillaban desde una rama.
—Déjeme hacer —dijo Padre—. Bolas de jugo —añadió, al ver unos limoneros cercanos.
En la corriente de agua que transcurría junto al poblado, unas mujeres arrodilladas en el cieno lavaban ropa, golpeando camisas y pantalones contra las rocas.
—Esas mujeres están lavando ropa —dije.
—¿Y qué? —dijo Jerry.
—Nadie lleva ropa —dije—. No de ésa.
Los indios que se veían en el claro del poblado estaban prácticamente desnudos. Sólo llevaban pantalones cortos y harapientos, más bien parecían delantales.
—A lo mejor no tienen muda.
Las lavanderas se dispersaron al ver a Padre. Pero éste no se detuvo. Cruzó chapoteando el riachuelo, dio unas patadas al aire para sacarse el agua de las sandalias y siguió avanzando hacia los indios y las chozas. Estas últimas no eran como las destartaladas chozas de techo de latón donde vivían los criollos del río, y eran mucho más grandes que los nidos de ratas que habíamos visto en la ruinosa Sevilla. Eran rectángulos elevados y airosos, con techos salientes de hojas y hierba, y una especie de ático. Había diez. Padre decía:
—No hay latas de cerveza, no hay papeles de caramelos, no hay pilas de linterna...
Nosotros le seguíamos de cerca.
—Y no hay arcos ni flechas —dijo—. No hay armas de ninguna clase. Probablemente somos los primeros hombres blancos que han visto en su vida. No hagan nada que pueda asustarles. No hagan ruido. No hagan movimientos bruscos.
Eran indios color marrón, como una docena de ellos, con ojos de chinos y rostros espesos y piernas cortas. Algunos tenían largos mechones de pelo apelmazados en la parte posterior de la cabeza. Sólo aquella valla de hombres de mirada furtiva: las mujeres se habían escondido y no se veían a niños por ningún lado.
—Levanten los brazos lentamente —dijo Padre.
Levantamos los brazos lentamente.
—Francis, usted es el experto en miskitos. Dígales quiénes somos.
Francis Lungley parecía confuso.
—¿Quiénes somos, Padre? —preguntó.
—Dígales que somos amigos.
—¡Amigo! —chilló Francis—. ¡Amigo!
—En inglés no, tonto. Dígaselo en miskito, o en cualquier idioma absurdo...
Los indios miraban a Padre y Francis pelear.
—No son gente miskito. Son gente paya o twakha. A lo mejor, darles un racimo de plátanos.
—Me está volviendo loco —dijo Padre, empujando a Francis a un lado.
Probó a hablar en castellano. Les preguntó si hablaban castellano. Se le quedaron mirando. Dijo en castellano que éramos amigos, que veníamos de lejos, del otro lado de las montañas. Siguieron mirándole. Dijo que teníamos un regalo para ellos. Siguieron mirándole fijamente por debajo de sus hinchados párpados de chino.
—A lo mejor son todos sordos —dijo Padre. Se quitó la mochila y se acercó a los hombres—. Anda, ábranla —dijo, y lo repitió con gestos, moviendo las manos.
Uno de los indios se arrodilló y abrió la mochila.
—¿Ven? Me entiende perfectamente.
El indio miró dentro y después dio la vuelta a la mochila vacía, derramando agua. Dijo una palabra que ninguno de nosotros entendió.
—¡Deprisa, Francis, deme su mochila! Francis abrió la segunda mochila y dijo:
—Es todo agua, Padre.
—Tiene que quedar algo, quizá un pedacito.
Los indios miraron a Padre y Francis mientras éstos hurgaban en la sopa de la mochila empapada.
—¡Ya está! —dijo Padre, exhibiendo una brizna de hielo, todo lo que quedaba del bloque de hielo, tal vez unas dos onzas. Le seguimos cuando se adelantó para enseñárselo a los indios.
Se lo puso en la palma de la mano. Quizá se debió a que la impaciencia le calentó la mano, quizá el pequeño tamaño de la ramita de hielo. El caso es que desapareció. Antes de que pudieran mirarlo de cerca se derritió, derramándose por los espacios entre los dedos.
Padre seguía con la mano extendida, pero los indios tenían los ojos fijos en el muñón del dedo.
—Es para no creérselo —dijo Padre en voz muy baja.
Empezó a alejarse. Por un momento pensé que regresaba a Jerónimo. Pero no, estaba farfullando en castellano y en inglés. Nos había dejado frente a los sorprendidos indios. De pronto, giró y soltó un discurso.
Dijo que les había traído un regalo. Pero el regalo había desaparecido. ¿Qué tipo de regalo puede desaparecer? Pues bien, eso era lo interesante: era agua, pero una forma de agua que nunca habían visto, dura como una piedra y dos veces más útil, buena para preservar la carne o apaciguar el dolor. ¡Era muy fría! La llamábamos hielo, dijo, y teníamos un invento al otro lado de las montañas para hacerlo con agua de río. Traíamos un bloque del tamaño de dos hombres, pero se había reducido y reducido hasta convertirse en algo diminuto a nuestra llegada al poblado. Era lamentable, dijo, porque ahora había desaparecido y un momento antes se lo podría haber enseñado.
—Pero volveré —dijo—. ¡Ya lo verán!
La mayor parte de los indios seguía mirándole el dedo.
Entonces, uno de los indios habló muy claramente en castellano. Tenía la cara cuadrada y un moño más abundante, que sobresalía un poco, como una pequeña cola de caballo.
—Váyanse —dijo.
Sus dientes eran cepas negras. Padre se rió en su cara.
—Ya le he dicho que era un accidente, hermano. ¿Ha estado alguna vez ahí? ¿Sabe cuánto tiempo se tarda en remolcar hielo desde tan lejos? —sorprendido por la orden del indio, hablaba en inglés. Cambió al castellano—. ¡No es culpa mía! ¿Ha visto hielo alguna vez? ¿Lo ha tocado?
—Váyanse —dijo el indio.
—Gracias. No hemos comido nada desde ayer. Tuvimos que acampar en esa montaña. Se nos ha acabado el agua y estos chavales se están muriendo de pie. Muchas gracias.
—¡Fuera!
La palabra era dura, los dientes negros del indio eran feroces, pero él parecía muy asustado. Padre había tratado de explicarles lo del hielo. Tal vez no había mirado con atención suficiente para ver que aquellos indios estaban asustados. Tal vez supuso que su estupefacción tenía algo que ver con el prodigio que se había derretido y derramado.
Los indios eran del color de la arcilla y parecían piezas de cerámica a punto de partirse en pedazos. ¿Quiénes son éstos?, parecían pensar. ¿De dónde veníamos? ¿Habíamos caído del cielo?
—Verdaderos salvajes —dijo Padre. No se había apercibido de su miedo—. Supongo que tengo lo que me he buscado.
Ellos miraban el muñón del dedo de Padre mientras éste lo agitaba.
—Si el hielo no se hubiera derretido, a estas horas estarían agobiándonos... gracias, son ustedes maravillosos, por favor denos más, etcétera. Pero, caballeros, nuestro plan se ha derretido...
Ahora los indios enseñaban los dientes como lo habían hecho sus perros, dientes negros, labios ulcerados, ojos bizcos...
—... y yo no soporto esta hostilidad neolítica...
—Nos vamos —dijo Bucky.
—Sí, hombre —dijo Francis.
—Yo no me muevo de aquí —dijo Padre a los zambus, que ya retrocedían—. ¿Y tú, Charlie?
—Yo tampoco me muevo —dije.
—Díselo.
Me cogió por la mano y me puso delante de él, de cara a los indios, cobijándome con su aroma de rabia.
—No me muevo —dije en castellano.
—¡Ya le han oído!
Pero ¿habían oído? Parecían tan sordos como cuando llegamos. El indio que nos había dicho que nos fuéramos se arrancaba costras de ampollas de un codo. Después levantó la vista y siseó:
—Fuera.
—Dile que nos quedamos hasta que nos den algo de comer. Es lo menos que pueden hacer. Un poco de hospitalidad no les sentará mal. No somos misioneros, ni recaudadores de impuestos.
Se lo dije. Mientras yo hablaba, Padre susurraba a los zambus:
—Este lugar es más extraño que nunca lo fue Jerónimo. ¡Lo que yo podría hacer aquí! No tienen una maldita cosa. Pero miren esas chozas. Saben hacer estructuras robustas.
Cuando terminé de hablar con los indios, se volvió hacia mí.
—Diles que queremos algo de comer —dijo—. Yo no quiero nada para mí. Sois los demás los que necesitáis echaros algo al coleto. Comemos y nos vamos.
Los indios, al oírme, parecieron vacilar.
—Y diles que aquí al sol hace demasiado calor. Queremos sentarnos a la sombra.
Conseguí explicarlo, aunque tuve que preguntar a Padre algunas palabras en castellano.
El indio que había hablado (aunque hasta el momento no había dicho más que «váyanse») retrocedió hasta la cabaña más grande y penetró en ella.
—Va a preguntarle al jefe si está bien —dijo Padre.
El indio reapareció y nos indicó a gestos que nos sentáramos cerca de la choza.
—Unas criaturas muy amistosas, ¿verdad? —murmuró Padre mientras nos sentábamos—. ¿Qué tratan de esconder? Me da la impresión de que tienen algo que no quieren que veamos. Francamente, me gustaría curiosear un poco.
Cansado y hambriento como estaba, me habría encantado salir de allí, y la cara de Jerry revelaba que él sentía lo mismo. Padre estaba sereno, siempre el Único Propietario de Jerónimo, cuando no el Rey de Mosquitia, hablando en susurros a sus zambus con sus aires de todopoderoso. No parecía darse cuenta —o, si se daba cuenta, no le importaba— de que los indios habían atravesado silenciosamente el claro y se habían sentado en semicírculo vigilándonos con sus perros babosos.
—Sí, este sitio apesta —decía Padre—. Les falta organización. Pero es un clima sano. Más fresco que Jerónimo. Suelo fértil. No demasiados bichos. Un montón de madera dura. Aquí se podrían hacer milagros si...
Pero Padre cerró la boca cuando trajeron la comida y la bebida. Como muy rara vez se mostraba sorprendido, su repentino silencio fue tan sobrecogedor como uno de sus aullidos. Se debía a los hombres que nos traían las calabazas y los cestos. Les miró con la boca abierta y, apretando los dientes como un ventrílocuo, dijo:
—¡Miren eso!
Tres hombres escuálidos, que no eran indios, se inclinaban sobre nosotros. Bajo el vello y la mugre eran de color gris claro. Padre silbó por lo bajo mientras los sopesaba con la vista. Eran altos y huesudos y parecían magullados. Llevaban pantalones raídos y sandalias rotas. Dos de ellos tenían cintas en la cabeza, del tipo de las que llevaban algunos de los indios. Sus rostros eran febriles y hundidos, los huesos salientes presionaban contra su piel gris cetrina. Sus barbas y huesos me recordaban a los santos de los libros de imágenes. Pero casi sonreían y, mientras colocaban la comida ante nosotros, nos miraban cuidadosamente con ojos curiosos.
—¿Qué les había dicho? —exclamó Padre—. Esto es lo que no querían que viéramos. ¡Tienen a esclavos blancos!
La comida consistía en plátanos cocidos, tortas de maíz planas y grasientas, frisuelos y wabul. El agua sabía a pelo de perro.
—¡Ahora se entiende todo! Oiga —dijo en castellano a uno de los hombres—, ¿ustedes dejan que esos indios les digan lo que tienen que hacer?
—Más o menos —el hombre no parecía preocupado y conservaba su sonrisa febril.
—¿Qué hacen ustedes por ellos?
—Les sacamos brillo a los zapatos.
Padre rió al oírle.
—No han perdido el sentido del humor —pasó una calabaza de wabul a Jerry, sin probarla.
Los indios miraban desde el otro extremo del claro con las cabezas bajas. El único sonido que provenía de allí era el gruñido de los perros mordiéndose las pulgas que transitaban por sus cuartos traseros, cubiertos de cicatrices.
—¿Cómo se llama?
Uno de los hombres se mojó los labios al oír la pregunta de Padre, pero otro, de cabello correoso, dijo:
—No tenemos nombres.
—¿Lo han oído? No tienen nombres.
Padre lanzó una mirada hosca a los indios. Alrededor nuestro, en los elevados árboles, los pájaros silbaban y batían las hojas con las alas, y el ruido del riachuelo era como ruido de rocas desplomándose.
—Probablemente los capturaron en la carretera y los hicieron prisioneros —dijo Padre a Francis Lungley—. Así que estos tíos hacen todo el trabajo sucio.
—Gringo —dijo uno de los hombres, al oír a Padre hablar inglés.
Su rostro famélico le daba una delicada expresión, simultáneamente atormentada y cariñosa.
—Norteamericano ¿eh? ¿Es usted de la misión?
—¿Tengo yo aspecto de misionero? —y Padre susurró, de forma que los indios no pudieran oírle—. No. Tenemos una colonia al otro lado de las montañas. Si pudieran llegar hasta allí, escaparse cualquier noche, estarían a salvo. Es el mejor camino hacia la costa.
El hombre asintió y se mesó la barba.
—¿Por qué han venido aquí?
—Iba a decírselo. Traía un poco de hielo, media tonelada. Bueno, aproximadamente. Estos zambus y yo. Estos son mis chicos, Charlie y Jerry. Charlie, límpiate la boca.
—¿Dónde está el hielo?
—Se derritió.
El hombre sonrió.
—¿No me cree?
—Hielo —dijo el hombre a los otros en castellano, y todos sonrieron.
Los tres se arrodillaron delante de Padre y el primero preguntó:
—¿De dónde sacó usted el hielo?
—Lo hice —dijo Padre. Tomó un sorbito de wabul de la calabaza—. Tendrían que ver lo que tenemos allí. Huerto, comida, bombas de agua, gallinas, drenaje y la mayor máquina de hacer hielo de todo el país.
—¿Tienen un generador de electricidad?
—No me hable de generadores. Díselo, Charlie.
Les expliqué que Padre había inventado un método para hacer hielo con fuego.
—Tu padre es un hombre inteligente.
—Todo el mundo lo dice —dije.
—Aquí los van a matar trabajando —dijo Padre—. Después, cuando ya no les sirvan para nada, los matarán para cebar a los buitres. Se conseguirán a otros esclavos —el rostro de Padre se ensombreció—. ¿Creen que intentarán algo contra nosotros?
—¿Quién sabe? —dijo el hombre, y los otros asintieron.
—Quiero salir de aquí con la cabeza sobre los hombros —dijo Padre—. ¿Creen ustedes que esos indios nos están escuchando?
—Escuchan, pero no entienden. Son gente muy simple. También son muy fuertes.
—Ya me doy cuenta. Pero ustedes no deberían estar aquí sirviéndoles de criados. No tienen ningún derecho de propiedad sobre ustedes. Son prisioneros, ¿verdad?