Read La Cosecha del Centauro Online
Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez
Pronto se dieron cuenta de que aquella estructura no era precisamente una antena. Fue cuando la parte superior cambió rápidamente de forma, hasta adquirir una apariencia similar a la del morro de un misil. Antes de que Asdrúbal tuviera tiempo de impartir órdenes, la base de la torre emitió un descomunal fogonazo. Aquel objeto de varios cientos de metros de longitud se alzó del suelo, atravesó la atmósfera y enfiló derecho hacia la
Kalevala.
Con todos los sistemas en alerta roja, la
Kalevala
emprendió una maniobra evasiva. El orgullo humano había recibido un correctivo considerable. Pese a tener conectadas las más modernas medidas de camuflaje, los presuntos sembradores llevaban rumbo de colisión. De nada servía que hasta las ondas lumínicas fueran desviadas por campos deflectores, tornando invisible a la nave. No cabía duda: la estaban cazando.
Los motores impulsaron a la
Kalevala
con una aceleración brutal, mientras los generadores de gravedad cuidaban de que sus ocupantes no quedaran reducidos a papilla. Al desplazarse, el camuflaje ya no era tan bueno, y Asdrúbal lo sabía.
Los sembradores modificaron el rumbo. La trayectoria seguía siendo de intercepción.
—¿No tendríamos que intentar comunicarnos con ellos? —preguntó tímidamente Eiji; ni siquiera él sonaba muy convencido.
—Lo primero es lo primero —replicó Asdrúbal—. No quiero que acabemos como aquellos pobres alienígenas de Leteo. Estamos siendo atacados, y en tal situación el comandante de la nave se convierte en Dios. Actuaré según me dicten mi experiencia y mi razón, y ya rendiré cuentas ante quien corresponda. Algo me dice que esto va a acabar mal. Intentaré que sea para el enemigo.
—Pero... Con nuestros sistemas defensivos, ¿qué hemos de temer de una... pila de rocas? —insistió el biólogo—. ¿No podríamos esquivarla hasta que se canse?
—Si se trata de sembradores, hablamos de creadores y destructores de mundos —repuso Manfredo, flemático.
—Como representante de los colonos —añadió Wanda—, me gustaría saber si a esas cosas se las puede
apaciguar
, por las buenas o por las malas. Más que nada, porque dentro de 75 años las tendremos a las puertas de casa...
—Mi comandante —dijo un suboficial—, tenemos una de esas piedras a unos cinco kilómetros a popa. Probablemente estuvo ahí todo el rato y no la vimos. Quizás esté guiando a la nave enemiga.
Nadie protestó por la incorrección política que suponía, por parte de los militares, tildar de enemiga a la otra nave. A Asdrúbal se le escapó un taco.
—La muy... Nos han estado engañando todo el rato. Son más listos que nosotros. Artilleros: frían al espía de popa.
—Otro primer contacto, a tomarlo 7 saco —se lamentó alguien, en tono resignado.
Una batería de láseres gamma apuntó y enfocó toda su energía en un punto de la roca solitaria. Esta se volatilizó en una fracción de segundo. Hubo algunos vítores en el puente; era la primera vez que aquellos artilleros disparaban a un blanco de verdad.
—Veremos cómo reacciona la nave sembradora —dijo Manfredo, y el júbilo amainó.
—¿Qué tipo de motor la impulsará? —se preguntó Bob—. En realidad, está formada por un montón de pedruscos. ¿Cómo diantre...?
—Recordad lo que Eiji nos comentó sobre esos mohos deslizantes —dijo Marga—. Las amebas se especializan, e incluso algunas se sacrifican para que otras se reproduzcan. ¿Y si...? —Dudó un momento—. ¿Y si algunas de ellas se inmolan, conviniendo parte de su masa en energía para impulsar al resto?
—Otras tendrían que formar el revestimiento de la cámara de combustión del motor —añadió Wanda.
—Estáis forzando la analogía con las amebas... —empezó a protestar Eiji.
—¿Podrían haberse especializado algunos individuos para convertirse en
armamento?
—preguntó Asdrúbal.
—¡Me temo que sí, mi comandante! —gritó el suboficial de antes.
La nave sembradora había lanzado su primer ataque. Era la simplicidad misma: se dedicaba a escupir fragmentos de roca sin sistema de guía, pero casi a la velocidad de la luz. Tan sólo los escudos activos de la
Kalevala
impidieron que la nave se volatilizara.
—Joder, qué puntería... Otra andanada como ésa, y no la contamos —murmuró Asdrúbal, y luego ordenó—: dejémosles un regalito.
Un objeto quedó en la estela de la
Kalevala.
En vez de abatirio, la nave sembradora abrió una compuerta cuyo aspecto recordaba a una boca y lo engulló. Fue una pésima idea por su parte, ya que se trataba de una bomba termonuclear. La explosión fue silenciosa, como cabía esperar en el vacío del espacio, pero espectacular, sin duda.
—A ver si ha quedado algo que pueda ser analizado —dijo Eiji, con desconsuelo.
Había quedado, para consternación de los artilleros. En apariencia, el bombazo sólo había servido para disgregar a los individuos que integraban la nave enemiga. Unos minutos más tarde volvían a juntarse. La nueva nave era algo menor que la primera, señal de que no había escapado incólume. Pero, inasequibles al desaliento y a la radiactividad, los sembradores continuaron en pos de la
Kalevala.
Le lanzaron otra mortífera andanada, que fue esquivada a duras penas.
—No quisiera sonar derrotista, pero ¿quién lleva las de ganar? —quiso saber Wanda.
Asdrúbal se sintió obligado a dar explicaciones a los colonos. Estaban en el puente, compartiendo riesgos y sin mostrar temor. Eran aliados; poco importaba hacerlos partícipes de algunos secretos militares.
—Parece que la única arma de estos presuntos sembradores es disparar fragmentos de roca con una energía cinética bestial. En el fondo, nos atacan con una vulgar ametralladora, al estilo de los aviones de caza anteriores a la Era Espacial. Gozan de una ventaja: no podemos interferir con contramedidas electrónicas unos proyectiles tan rudimentarios. Y los puñeteros tienen una nave más maniobrable que la nuestra, que parece aprender sobre la marcha y anticipa nuestros movimientos. En apariencia, es indestructible, y puede hacernos mucho daño. La
Kalevala
se defiende de los impactos gracias a un escudo TP, una modificación del campo teleportador que...
—¿Teleportador? —Wanda y Bob lo miraron como si fuera un loco—. Eso es cosa de ciencia ficción.
—Sería muy largo de contar. —Asdrúbal sonrió—. Cualquier objeto que se acerque al casco de la
Kalevala
verá cómo sus átomos son teleportados de manera desordenada a unos cuantos metros de distancia. A efectos prácticos, el escudo TP actúa como un desintegrador. El problema es que esas andanadas son tan densas que pueden saturar la capacidad de respuesta del sistema defensivo y... En fin, un solo impacto a esa velocidad sería fatal. —¿Entonces?
—Vamos a arrojarles todo cuanto tenemos. Y si no funciona, huiremos. Maldita la gracia que me hace, pero soldado que huye vale para otra guerra.
—Amén —convinieron los colonos.
La
Kalevala
luchó con denuedo, aunque con nulo éxito. Los láseres y armas similares eran reflejados por individuos que se metamorfoseaban en superficies lisas como espejos perfectos. Los misiles fueron interceptados por pequeños grupos de rocas, que se abalanzaban cual kamikazes sobre ellos. Las bombas trampa tampoco funcionaron; el enemigo aprendía de sus errores. Lentamente, la nave sembradora iba menguando de tamaño por el sacrificio de sus componentes, tanto los dedicados a tareas defensivas como los que se convertían en proyectiles. Sin embargo, podía permitírselo. A la larga, triunfaría por agotamiento del adversario.
A bordo de la
Kalevala
, nadie sabía cómo ingeniárselas para derrotar a aquella pesadilla. Si tan sólo averiguaran cómo se comunicaban entre sí las malditas piedras, o cómo se mantenían unidas, podrían tratar de interferir, pero no había manera. Asdrúbal tuvo que tomar una decisión que le dolía: retirarse. La nave aceleró al máximo para separarse de los sembradores y activó los motores MRL. Instantes después, abandonaba definitivamente VR—1047.
—Al fin solos —dijo Wanda, aliviada.
Pasaron unos días navegando por el hiperespacio mientras las sondas no tripuladas buscaban puntos seguros para emerger al espacio normal. Era difícil, ya que conforme avanzaban hacia el núcleo galáctico, el salto las precipitaba indefectiblemente contra una estrella. Al final dieron con un lugar idóneo enVR—1070.
Se trataba de un sistema de lo más anodino. Había un planeta gigante orbitando muy próximo al sol amarillo, con una atmósfera ardiente repleta de vapor de agua. Hacia el exterior sólo hallaron una ristra de mundos enanos y sin aire. Al menos, era un lugar tranquilo, que les permitiría lamerse las heridas y aguardar órdenes.
—En el Alto Mando saben lo que pasó en VR—1047, y tomarán medidas —informó Asdrúbal—. Ya veremos si estiman que hemos cumplido con nuestra obligación y podemos regresar a casita. Los saltos son cada vez más complicados, y probablemente ya no hay más planetas
sembrados
en la Vía Rápida. Seguramente nos relevará otra nave más capacitada para enfrentarse a... Bueno, a lo que toque. —Echó un vistazo a una pantalla y sonrió sin mucho entusiasmo—. Las preclaras mentes de la Armada aún no tienen idea de cómo combatir al enemigo, pero al menos ya lo han catalogado: VVV—30.988.215.3.76673,2—PP-CENTAURO.
—Entiendo lo de
centauro
en honor al brazo galáctico, pero ¿y el resto de cifras y letras? —preguntó Wanda.
—«WV» hace referencia al catálogo de criaturas alienígenas complejas recopilado por los exobiólogos Vanee, Varley y Vinge. Las cifras corresponden a distintos apartados y subapartados que no vienen al caso. «PP» indica
potencialmente peligroso.
—¿Potencialmente? Qué optimistas... —Wanda suspiró—. Respecto a lo que verdaderamente importa, ¿dónde estará el cubil de los sembradores, centauros o como queráis llamarlos ahora? Es una pena que no hayamos dado con él.
—Quizá sea lo mejor, señora Hull —sentenció Manfredo.
No obstante, la respuesta a esa cuestión tendría que esperar. Un operario de semblante demudado se volvió hacia Asdrúbal y anunció:
—¡Mi comandante! Sé que es imposible, pero ¡nos han seguido!
—La madre que los parió; qué harto me tienen.
La voz de Asdrúbal sonó comedida; le costó disimular la impotencia que en ese momento le asaltó. Para que una nave persiguiera a otra después de un salto hiperespacial, se requería que la víctima llevara un dispositivo espía. Éste, una vez efectuado el reingreso en el espacio normal, se encargaba de dar el chivatazo por vía cuántica. Sin embargo, en el presente caso estaba seguro de que no les habían colocado de tapadillo uno de esos artilugios. Les habían rastreado por el hiperespacio, algo que teóricamente no podía hacerse.
Desechó de inmediato regresar a alguno de los sistemas solares que habían visitado previamente. Sería una irresponsabilidad criminal encaminar a los centauros en una dirección que los llevaría hacia los mundos poblados por colonos. Tenían que alejarlos, pero una huida hacia el desconocido centro galáctico parecía inviable. Las reservas de energía de la
Kalevala
iban un tanto escasas, y habían perdido casi todas las naves auxiliares buscando un lugar seguro para salir del hiperespacio. Cada vez costaba más tiempo y combustible dar con una ruta buena. Tal vez después de VR—1070 ya no hubiera más, y el siguiente salto sería el último.
Eso sólo dejaba una opción: el combate. «Como si fuera tan fácil», pensó. La estrategia del enemigo era tan simple que llevaba todas las de ganar. Daba igual que se tratase de seres inteligentes o ciegos autómatas; sabían pelear, y no consideraban otra opción que la aniquilación del adversario. Recordó la masacre de Leteo, las pobres crías ejecutadas, la defensa desesperada de sus mayores. Ahora le tocaba a la
Kalevala.
El momento era de especial gravedad. Asdrúbal temía que el desánimo cundiera entre la tripulación. Esta necesitaba que su comandante aparentara saber lo que se hacía. «De acuerdo, simulemos aplomo, y que empiece el espectáculo.» Respiró hondo.
—Pongamos rumbo al planeta gigante. Veamos si el enemigo es capaz de maniobrar en una atmósfera turbulenta, y qué tal le sienta el calor.
—Esto... —dijo Wanda, mirando el espectáculo que se ofrecía en las pantallas—. ¿Puede tu nave volar
ahí}
—Teóricamente, sí, aunque nunca lo intentamos —comentó Asdrúbal, sin darle mucha importancia—. En el espacio, ellos son más rápidos y maniobreros que nosotros. No podemos seguir eludiéndolos eternamente. Eso sí; te garantizo que si entramos los dos ahí, sólo saldrá uno.
«O ninguno», pensaron bastantes tripulantes, pero nadie quiso replicar al comandante. Las cosas pintaban muy mal, pero aquellas últimas palabras habían sonado bien. Algo impulsaba a creerlas. La desesperación, quizá.
La
Kalevala
aceleró a fondo, con su perseguidor a la estela. El disco del planeta se fue acercando vertiginosamente. Era mucho mayor que Júpiter, una esfera adornada con bandas grises y amarillentas, tan cercano a su estrella que completaba su órbita en apenas tres días, ofreciéndole siempre la misma cara. El contraste de temperatura entre la zona iluminada y la sombría era brutal. Un meteorólogo habría disfrutado estudiando las violentas corrientes que se generaban en aquella atmósfera. Como telón de fondo, a pocos millones de kilómetros de distancia, el Sol amarillo ocupaba gran parte del firmamento. Las llamaradas y fulguraciones de la corona componían un espectáculo magnífico a través de los filtros que atemperaban su tremendo brillo.
—Si va a convertirse en nuestra tumba, difícilmente podríamos haber escogido un escenario más adecuado —dijo Manfredo.
Afirmar que aquél era un lugar hostil para la vida sería quedarse corto, pero la nave se sumergió en él de cabeza. Pese a haber sido diseñada para los viajes siderales, el campo TP desorganizaba y teleportaba las moléculas de gas antes de que tocaran el casco. A efectos prácticos, era como si la
Kalevala
fuera generando un vacío a su paso. Pero aquella protección no salía gratis. Las reservas energéticas menguaban a pasos agigantados.
La nave sembradora no abandonó su cacería. Sus integrantes se acoplaron para adoptar una forma aerodinámica, y los que ocupaban el exterior cambiaron de aspecto. La superficie comenzó a relucir como un espejo.
—Esos cabritos han fabricado con sus cuerpos un blindaje que resiste al calor y la radiación. —Asdrúbal procuró que sus hombres no le notaran la frustración—. Bien, ya veremos qué tal aguantan la presión, y quién revienta antes.