La Cosecha del Centauro (17 page)

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Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez

BOOK: La Cosecha del Centauro
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—¡Pero si llevan milenios fiambres! A ellos ya les da lo mismo. ¿Para eso hemos bajado al laberinto, arriesgándonos a activar alguna trampa?

—Los seres humanos no actuáis, perdón, actuamos con lógica —dijo Manfredo, mientras contemplaba pensativo su vaso de zumo—. La emotividad nos domina, y ciertos gestos son necesarios para que podamos mantener la autoestima. Muchas culturas tienen una máxima sagrada: quien obra y muere con honor merece ser recordado. Es una manera de conferir inmortalidad, quizá la mejor: la fama.

—¿Qué fama ni qué...?

—Comprendo que el concepto de honor le sea ajeno, señor Tanaka— lo cortó el arqueólogo—. Si no entendí mal, nuestro comandante y sus hombres intervinieron en las guerras civiles de Shuntra Rhau. En aquel mundo, la maldad humana alcanzó cotas difícilmente superables. Vecinos que habían convivido durante siglos se convirtieron, para las mujeres e hijos de los adversarios, en... Bueno, el adjetivo
despiadados
se queda corto. Cuando los militares llegaron para pacificar aquello, descubrieron que ya era tarde, aunque los cadáveres aún estaban recientes. No me extraña que acabaran amargados y frustrados. En Leteo, en cambio, unos seres de aspecto monstruoso se comportaron con decencia. Eso conmueve a cualquier persona que se rija por un código de honor, como es el caso de nuestro comandante.

—Estáis atribuyendo a unos alienígenas sentimientos y actitudes humanas. —Eiji se sulfuraba por momentos—. ¿Heroísmo? ¿Amor a las crías? Quizás actuaron mecánicamente, por puro instinto. El sacrificio por salvar a los inmaduros podría explicarse de forma mucho más simple. La genética del altruismo, desde que la Sociobiología estableció que...

—Las personas, salvo psicópatas e imbéciles —Wanda no le dejó terminar, muy seria—, nos caracterizamos por poseer empatia. Es la capacidad de ponernos en el pellejo de otros. O, en este caso, en el exoesqueleto. Yo he parido quince hijos, y los he criado junto a algún que otro sobrino. Y ¿sabes? Estaría dispuesta a matar y morir por ellos. Pero quizás, en el momento de la verdad, me asustaría y saldría corriendo, dejándolos tirados. Por eso me he sentido identificada con el sacrificio de esas criaturas. Me emocionó y me da igual que sea por instinto. No te pido que lo entiendas.

—En cuanto a mí... —Bob miró a Nerea—. Además de suscribir lo dicho por mi tía, pensé en los últimos momentos de las crías. Ahí, indefensas, esperando a que les pegaran un tiro, sin poder evitarlo. He pasado por lo mismo hace poco. A diferencia de esos pobres seres, yo tuve a alguien que me echó una mano.

—Sí; de vez en cuando se me antoja salvar a humanos inmaduros, xenófobos e ingratos. Un defecto de programación en mis circuitos, sin duda —replicó la piloto, con ironía pero sin ira.

—Yo también te quiero; gracias —le contestó Bob, con una sonrisa triste.

Discutieron largo rato, todos contra Eiji, sobre genes, altruismo, solidaridad, abnegación, símbolos y épica. Se sacaron muchos temas a colación, desde la gesta de las Termopilas hasta la arcaica y desacreditada teoría del gen egoísta. Nadie convenció al oponente con sus argumentos, pero al menos se desfogaron.

Restaba peinar exhaustivamente el complejo, a ver qué más podían averiguar acerca de los fugitivos de VR—218 y de sus ejecutores. Puesto que allí todo estaba muerto y ultracongelado, Asdrúbal autorizó al personal civil y militar para que echara una mano a los robots exploradores. Había que revisar, en el menor tiempo posible, todos los pasadizos y cavidades. Bien por sorteo aleatorio, bien por un retorcido capricho del comandante, Nerea y Bob formaban pareja.

—Supongo que habrán pensado que el individuo más torpe necesita la supervisión de una ginoide de combate —dijo la piloto—. Como podrás suponer, yo no me ofrecí voluntaria de niñera.

—Espero que no sea necesario que me salves el culo otra vez —repuso Bob, mansamente. Al menos, ya no detectaba hostilidad en Nerea; sólo ganas de chinchar. Lo aceptó con resignación, como si se tratase de una expiación por sus ofensas. El drama de los alienígenas le había hecho replantearse muchas cosas; entre ellas, la diferencia entre lo pueril y lo verdaderamente importante.

Les asignaron una parte marginal del enclave, donde las señales de lucha eran mínimas. Aparentemente, todos los alienígenas habían caído defendiendo a sus pequeñuelos. Hallaron bastantes utensilios y mobiliario, aunque hechos cisco. Los asaltantes, tras masacrar al último resistente, se habían dedicado a destrozar cualquier objeto que encontraban. Luego, despresurizaron el complejo para que el vacío y el frío se enseñorearan del ambiente. Finalmente bombardearon la superficie, rematando la faena.

—Si anduviera por aquí Manfredo —comentó Nerea—, nos evocaría a los antiguos. Después de una guerra, cuando querían borrar la memoria del enemigo vencido, quemaban sus ciudades, mataban o esclavizaban a sus habitantes y echaban sal en los campos para que ni una mísera brizna de hierba creciera en ellos.

Quizá, pensó Bob, con el tiempo los arqueólogos deducirían cómo vivieron los alienígenas, para qué servían tantos utensilios rotos, cuáles fueron sus creencias, su visión de la vida. De momento, los exploradores sólo podían hacer cabalas, lamentarse por todo lo que se había perdido por culpa de aquella destrucción sistemática y entristecerse por la suerte de los derrotados.

—Cuánta saña —dijo Bob, al pasar junto a un aparato metálico reducido a un amasijo retorcido—. Ni que los sembradores actuaran por venganza... No queda nada entero.

Por eso, ambos se quedaron tan sorprendidos cuando, al entrar en un pequeño cuarto de techo bajo, se toparon con un cadáver ciertamente peculiar. Estaba solo y razonablemente intacto. A diferencia de los demás, daba la impresión de haberse tomado su tiempo para morir. Pudieron estudiar su cabeza a placer, ya que la criatura se había quitado el casco de la escafandra blindada y lo portaba en uno de sus brazos. El cuerpo yacía en decúbito supino, sin señales de violencia. Era lo único presente en una habitación carente de mobiliario.

Bob y Nerea se miraron un buen rato, perplejos. Finalmente, el muchacho comentó:

—No me digas que éste fue el único cobarde del grupo... A lo mejor se escondió y, cuando todo finalizó y se encontró solo, decidió suicidarse.

La piloto enarcó las cejas, no muy convencida, y observó con mayor detenimiento al alienígena. Por supuesto, ni se le ocurrió tocarlo.

—¿Cobarde? No; puede que se ocultara para salvar algo. ¿Y si quería dejar un mensaje a sus congéneres? O puestos ya a especular, a cualquier civilización que descubriera su tumba.

—¿No crees que desvarías un poco? ¿En qué te basas para suponer algo así?

Nerea señaló con el dedo a la escafandra; en concreto, al hueco que había dejado el casco.

—Echa un vistazo al cuerpo. A duras penas puede verse el pecho, pero ¿no te da la impresión de que hay algo raro sobre él?

Bob miró desde una distancia segura. Tenía la impresión absurda de que aquella criatura, por muy muerta que estuviese, le saltaría al cuello si se acercaba demasiado. En verdad, su rostro era una pesadilla, como un insecto de película de terror.

—A duras penas se distingue —murmuró—, pero... Parece una hoja de plástico con inscripciones.

—Inscripciones, sí— repitió Nerea, flemática.

Bob se percató al momento de lo que aquello implicaba.

—Ostras...

—Creo que la ocasión se merece un taco más recio, niño. ¿Te das cuenta?

—Manfredo va a dar saltos mortales cuando se entere —repuso el muchacho—. ¡Por fin podríamos tener información de primera mano sobre los sembradores!

—Avisémosle. No quiero perderme su reacción...

Pues fue bastante circunspecta, aunque Bob juraría que al arqueólogo le temblaban las piernas. Como muestra de lo conmovido que estaba, en cuanto regresaron triunfantes a la
Kalevala
, Manfredo los besó en la frente. Eso, para él, debía de ser una muestra de efusividad desmesurada. Y no era para menos: quizás habían dado con la llave del tesoro.

No se trataba de un documento al estilo de la piedra de Rosetta, que permitiera descifrar el idioma alienígena, sino de un plano del complejo. Aquellas criaturas, como los primates, eran eminentemente visuales. Resultó tarea fácil averiguar qué recintos se correspondían con los del plano. Varios de ellos aparecían resaltados con figuras geométricas y agrupaciones de puntos que recordaban vagamente al lenguaje Braille.

—Tiene que haber algo en esos sitios —dijo Manfredo, cuya aparente calma enmascaraba una honda excitación—. Busquemos exhaustivamente, por favor.

Así lo hicieron, y consiguieron un valioso botín. En suelos y paredes había compartimentos ocultos, extremadamente difíciles de detectar si no se sabía de antemano que estaban allí. Contenían unos cubos macizos de plástico translúcido, cuya textura y color recordaba al ámbar. Todos tenían el mismo tamaño: 146 milímetros de lado. Su función, en principio, no parecía obvia, pero en la
Kalevala
tardaron menos de un día en dilucidarla. El júbilo cundió en la nave, porque los cubos eran sistemas de almacenaje de información. Un Manfredo feliz que, pese a su seriedad habitual, parecía flotar entre nubes, cedió el protagonismo a los ordenadores criptógrafos. Teóricamente, la
Kalevala
era una nave de exploración, pero llevaba cerebros biocuánticos militares capaces de desentrañar los más retorcidos códigos del enemigo.

En este caso, los cubos no habían sido diseñados para ocultar, sino todo lo contrario. En el puente de mando, uno de los ordenadores que, por capricho, se apodaba Ulises, informó a los expectantes humanos:

—Estos cubos se componen de miles de laminillas cuadradas, amontonadas unas sobre otras y pegadas hasta formar un bloque. Para que ustedes lo entiendan, equivaldría a una pila de primitivos discos compactos. La información está grabada en forma de microscópicos puntos que alternan con espacios en blanco. Suponemos que los cubos eran leídos mediante algún tipo de dispositivo óptico.

»Cada cubo puede almacenar unos quinientos gigabytes de datos. Creemos que los distintos documentos están separados por una cadena concreta de puntos y espacios que se repite con mucha frecuencia. Aún no hemos descifrado el contenido; más que nada, por falta de patrón con el que comparar. No desesperamos, aunque la forma de procesar la información por parte de unos seres cuyos esquemas mentales seguramente nada tienen que ver con los humanos se nos escapa, de momento. Sin embargo, hay un cubo especial. En él, los
archivos
(discúlpenme por el empleo de tan arcaico término) poseen idéntica extensión. Si sumamos puntos y espacios, el resultado es siempre el producto de dos números primos.

—Eso sugiere un rectángulo —intervino Manfredo—, lo que podría implicar una imagen, una escena o una fotografía.

—Correcto —admitió Ulises—. El doctor Tanaka, tras examinar los cuerpos de los alienígenas, nos ha confirmado que, al igual que ustedes, son animales visuales.

—En efecto. —El biólogo tenía material de sobra para trabajar los últimos días, así que podía considerarse feliz—. Nos está resultando fácil determinar su fisiología y anatomía, ya que los esquemas corporales recuerdan a los de la fauna de los mundos de la Vía Rápida. Sus ojos son bastante sensibles, tanto a los detalles finos como al movimiento. La zona del sistema nervioso encargada de procesar imágenes está muy desarrollada. Eso sí, les aventajamos en algo. Sólo tienen un pigmento fotosensible, y un único tipo de células fotorreceptoras. Carecen, mejor dicho, carecían de visión en color.

—Eso concuerda con la información existente en los cubos —añadió Ulises—. Si consideramos que los puntos de los archivos se disponen en un rectángulo, y cada uno de ellos equivale a un píxel negro, mientras que los espacios son píxeles blancos, obtenemos imágenes. Es más: las que ocupan archivos contiguos son muy similares, como...

—... fotogramas de una película —concluyó Manfredo, con calma. En verdad, su autocontrol era admirable.

—Seguramente, otros archivos que acompañan a los fotogramas servirían a los dispositivos lectores para mejorar la calidad de imagen, añadir sonido, etcétera. Aún no lo sabemos. En nuestros análisis preliminares, el resultado que obtenemos equivale a una de las viejas películas mudas en blanco y negro dé la época en que se inventó el cinematógrafo. Estimados humanos —Ulises sonó ahora algo histriónico—, me complace ofrecérsela en primicia.

Las luces del puente de mando se velaron y un rectángulo lechoso se materializó en el aire, como una pantalla fantasma.

—No sabemos si estamos proyectando la película al derecho o al revés —aclaró Ulises, mientras la pantalla comenzaba a titilar y luego se tornaba gris oscura, con algún destello ocasional—. Derecha e izquierda, arriba y abajo, podrían estar invertidos.

Por una esquina apareció una mancha circular. Al principio costó identificarla, pero pronto estuvo claro que se trataba de un planeta, presuntamente VR—218.

—También desconocemos la velocidad adecuada de proyección —continuó Ulises—. En los humanos es de 24 imágenes por segundo, pero el doctor Tanaka sólo puede conjeturar cuál corresponde a los alienígenas.

—Apostaría a que es bastante más rápida —dijo el biólogo—, aunque resulta imposible saber, a partir de los cadáv...
¿Qué demonios es eso?

A cierta distancia del planeta, algo similar a una tenue nube blancuzca comenzó a formarse. En un primer momento parecía un defecto de la película, pero poco después empezó a adquirir corporeidad. Adoptó una forma ahusada, y en uno de sus extremos se abrió una compuerta inquietantemente similar a unas fauces.

—Me recuerda vagamente a un tiburón peregrino de la Vieja Tierra. —Los demás miraron a Eiji sin comprender—. Un gran pez que se alimenta de plancton. —Más miradas de perplejidad—. Como un serpetón de Antares, vamos —aclaró, y los demás asintieron, por fin.

La imagen no era nítida. Los espectadores, cautivados, no podían quitarle ojo. De la
boca
de aquella entidad parecían brotar objetos menores, de contornos imprecisos. El mismo
tiburón
cambiaba de forma lentamente, ora adelgazando, ora haciéndose más compacto.

Poco más se sacaba en claro de la filmación. La repitieron varias veces, ampliando la imagen, pero la definición no mejoraba.

—¿Qué tamaño tendrá eso? —se preguntó Marga.

—Es difícil determinarlo a partir de imágenes 2D —le respondió Ulises—. A juzgar por el ángulo de filmación y la posición del objeto respecto al planeta, tuvo que ser descomunal. Aunque a simple vista cuesta apreciarlo, un detallado análisis demuestra que la sombra del objeto se proyecta sobre VR—218.

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