Read La Cosecha del Centauro Online
Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez
Se hizo un silencio incrédulo en el puente. Costaba asimilar las palabras del ordenador.
—Las pistas que nos brinda la película podrían explicar ciertas anomalías gravitatorias que registramos en VR—218 —continuó Ulises—. Algo alteró la órbita del planeta en la época en que fue destruido. No nos habíamos planteado esa hipótesis por su improbabilidad —añadió, en tono de disculpa—, pero ahora... —Y dejó la frase en suspenso, de un modo muy humano.
—¿A qué nos enfrentamos? —dijo Wanda.
—Visto lo que organizaron en Leteo, a unos tipos muy metódicos, que odian dejar cabos sueltos —le respondió Nerea, y sus palabras sonaron lúgubres.
Bob se acercó a curiosear al laboratorio de Eiji. Para su sorpresa, Nerea también estaba allí. Se saludaron con leves inclinaciones de cabeza. Aunque la piloto no se mostrara muy cariñosa con él, poco a poco el trato se iba normalizando. El muchacho también volvía a llevarse mejor con los tripulantes. Estos notaban que deseaba enmendarse y, caramba, tenía esa cara de buen chico de pueblo...
—Has venido a verlo, ¿a que sí? —preguntó a Nerea. Ella asintió.
—Manfredo y el comandante creen que Prometeo —un suboficial lo había apodado así, y el nombre hizo fortuna— se las apañó para esconder como pudo algunos cubos a la destrucción sistemática de los asaltantes. Luego trató de pasar desapercibido y, una vez que los vencedores abandonaron el campo de batalla, dejó un mensaje a la posteridad, custodiado por su propio cuerpo.
Sobre una camilla, y protegido por una vitrina hermética, yacía el cuerpo del alienígena. Por un acuerdo tácito, los biólogos no lo habían destrozado al practicarle la autopsia. Ahora descansaba medio cubierto por una sábana, como las momias de los antiguos faraones en el Museo de El Cairo. No fueron los únicos que se pasaron por allí. La gente venía a presentar sus respetos a Prometeo, como si se tratase del mausoleo de algún personaje famoso.
—Ojalá los ordenadores saquen algo en claro de los cubos. Qué son en realidad los sembradores, por ejemplo —dijo Bob, en voz baja.
—Puede que, con las prisas del momento, Prometeo arramblara con los primeros cubos que pilló, sin fijarse en el contenido. Quizá sólo almacenen información irrelevante —objetó Nerea, sin dejar de contemplar al cadáver.
—Me pregunto qué sería aquella cosa de la película. Algo que cambia de forma, con una masa capaz de influir sobre un planeta... —Bob se estremeció. Quizá, dentro de 75 años, eso se cerniría sobre los cielos de Eos, su hogar.
—Tengo la impresión de que más pronto que tarde nos toparemos con él, o ello. Llámalo una corazonada. —Nerea se volvió hacia Bob—. Aunque yo no tenga un auténtico corazón, ¿eh?
Hizo ademán de dar media vuelta e irse. Bob, en un impulso, la agarró del brazo. Ella se detuvo.
—Deja de mortificarte por mi culpa —le rogó—. Sé que mi reacción al verte... bueno, las tripas, te dolió. Dime qué puedo hacer para compensarte. Por favor.
—Suenas sincero —le contestó la piloto—. Realmente, ya se me ha pasado lo peor del cabreo. Ahora me dedico ocasionalmente a tocarte las pelotas y hacerte sentir miserable. —Le sonrió—. Sin rencor, ¿de acuerdo?
—Sin rencor, chica.
—Y en cuanto a compensarme... ¿Estarías dispuesto a acostarte de nuevo conmigo, a sabiendas de mi condición de ginoide?
La propuesta pilló a Bob por sorpresa. Dos imágenes se superpusieron en su mente: la de un monstruo metálico del cual colgaban pingajos de carne sintética chorreando sangre, y la de una mujer joven, atractiva y simpática, desnuda a su lado en la cama. La segunda prevaleció. En el fondo, ¿qué más daba el interior de una persona? Menudo imbécil había sido, se dijo, y cuan grosero. Sí, creía haber madurado en los últimos tiempos. Después de haber sido testigo del drama ocurrido en los helados corredores de VR—666, sus caprichos y manías le parecían infantiles. El viaje de la
Kalevala
le estaba sirviendo para conocerse mejor, para desprenderse de prejuicios, de lo superfluo.
—Por supuesto —le respondió.
Nerea lo estudió como quien examina un coche usado para determinar si lo que jura y perjura el vendedor se aproxima a la realidad, o bien le está tratando de endosar un pedazo de chatarra.
—Te lo has pensado demasiado, chaval. Todavía no lo tienes claro, y me cuesta olvidar tu expresión de horror cuando me viste
en paños menores.
En fin, no desesperes. Otra vez será.
Nerea se fue contoneando malévolamente las caderas, y dejó a Bob a solas con Prometeo, maldiciendo por lo bajo su triste estampa, a las mujeres y al resto del universo en general.
La grisura informe del hiperespacio acogía de nuevo a la
Kalevala.
Las sondas MRL llevaban muchos días sin hallar sistemas solares dignos de ser visitados. Los ordenadores criptógrafos proseguían, perseverantes, con el descifrado del contenido de los cubos. Como éste se resistía a ser desvelado, por vía cuántica se enviaron copias de los archivos alienígenas a los principales expertos en Lingüística de todo el Ekumen. Así, los secretos de aquella extraña cultura se fueron poniendo al descubierto.
Por desgracia, la información parecía fragmentaria y en gran medida incomprensible. Alguien sugirió que los alienígenas no guardaban sus pensamientos en soportes físicos de la misma manera que los humanos. Quizá la transmisión de conocimientos era primordialmente oral o genética, y sólo empleaban la escritura a modo de taquigrafía o de apoyo mnemotécnico. Salvo la película, nada más averiguaron acerca de los sembradores o el asalto a Leteo. No sabían el porqué de tan furibundo ataque. Tan sólo sacaron en claro una cosa: mejor sería extremar las precauciones. Si los alienígenas fueron exterminados porque atrajeron la atención de los sembradores, ¿qué ocurriría si la
Kalevala
o la actividad de los colonos en la Vía Rápida los alarmaba? ¿Se abatirían sobre los mundos humanos? ¿Cambiarían su modo de actuar?
Cada nueva respuesta que obtenían en aquel viaje de descubrimiento traía consigo un interrogante esencial. Resultaba frustrante.
Tiempo atrás, Marga había indicado que las biosferas de los mundos de la Vía Rápida eran más jóvenes cuanto más se acercaban al centro galáctico. También calculó que, de seguir la misma pauta, entre VR—1000 y VR—1100 hallarían mundos recién sembrados.
—Ojalá nos digan algo nuevo acerca de sus creadores —rogó la geóloga a nadie en particular.
En efecto, las formas de vida eran cada vez más simples. No obstante, los ecosistemas, gracias a la portentosa rapidez de las especies alienígenas para reaccionar frente a los cambios ambientales, alcanzaban gran complejidad en breve tiempo.
La situación cambió cuando llegaron a VR—1047. Aquel mundo había sido terraformado hacía bien poco, y se notaba. La diversidad de la vida podía equipararse a la de la Vieja Tierra mil millones de años en el pasado, antes del surgimiento de animales pluricelulares que presagió la gran explosión del Cámbrico. En tierra firme no se veían bosques, praderas ni criaturas insectoides correteando entre las plantas. Tan sólo un tapiz de algas verdeaba en los lugares más húmedos. En el seno de las aguas, los hongos y los organismos unicelulares se encargaban de cerrar las cadenas tróficas. Pese a su simplicidad, las comunidades de algas fotosintetizaban a toda marcha. El hierro de las rocas superficiales ya se había oxidado, y el nivel de oxígeno atmosférico aumentaba a buen ritmo.
—En cuanto la composición de gases en el aire permita la aparición de animales rápidos y activos —pronosticó Eiji—, los vegetales se verán sometidos a una infernal presión evolutiva. Los ecosistemas se tornarán más complicados, y la velocidad de cambio se disparará.
Asdrúbal decidió que no pasarían demasiado tiempo en VR—1047. Robots y sondas estudiarían y analizarían in situ aquella biota simplificada. Prefería evitar traer a bordo especies vivas potencialmente letales. Aún conservaba fresco en la memoria el exterminio de la belicosa civilización de VR—513 por aquellos voraces microorganismos. Tan sólo había autorizado que las autopsias de Prometeo y sus congéneres se realizaran en la
Kalevala
cuando le garantizaron que estaban más que muertos y sin gérmenes contaminantes. Pese a todo, los biólogos trabajaron siguiendo los protocolos de nivel 5 de bioseguridad.
El veterano militar se preguntó una vez más por qué en Leteo los sembradores habían asaltado el complejo a la antigua usanza, descerrajando tiros a diestro y siniestro, en vez de introducir algún microbio asesino. Otro misterio que probablemente nunca se resolvería... Al menos, ningún peligro parecía acechar en un mundo tan tranquilo como VR—1047, pero seguía sin fiarse. Hacía bien.
Pese a la simplicidad de sus ecosistemas, el planeta ofrecía estampas de singular belleza. El goce estético estaba asegurado durante los espectaculares crepúsculos. A Bob le habían concedido permiso para bajar al campamento base, junto a una laguna rodeada de colinas y cerros poco elevados. Al fondo se alzaba una gran cordillera nevada. Cuando no soplaba el viento, las cimas de roca se reflejaban en las aguas, lisas como un espejo. Ahora, a punto de caer la noche, los dos soles, uno azul y otro anaranjado, creaban un sugerente juego de luces y sombras. Súbitamente se levantó un poco de brisa, y el reflejo de los astros en la laguna rieló como una cota de malla.
Le habría gustado sentir el roce del aire en el rostro, pero el comandante se mostraba inflexible en la obligatoriedad de usar escafandras. No importaba que la atmósfera fuera respirable y estuviera libre de microbios peligrosos o toxinas. Si de Asdrúbal dependiera, todos se quedarían en la
Kalevala.
No obstante, comprendía la necesidad psicológica de muchos tripulantes de bajar a estirar las piernas, siempre que cumplieran las normas a rajatabla. Hasta Nerea debía llevar el traje reglamentario, pese a no necesitarlo, y someterse al mismo proceso de descontaminación que los demás cuando subía a la nave.
Bob atravesaba una fase introspectiva. Le apetecía caminar en solitario y pensar sobre el pasado y el futuro. Era incluso relajante. En VR—1047, lo más peligroso que podía sucederle a uno era patinar en las piedras de la orilla del agua, cubiertas de ova azulada.
Sus profundas cábalas quedaron interrumpidas al percatarse de la presencia de una figura sentada sobre un contenedor. Miraba fijamente a la otra orilla de la laguna. Su pose recordaba a la del Pensador de Rodin, aunque la delgada escafandra dejaba claro su sexo. Reconoció la insignia en el casco y el brazo izquierdo. Fue a conectar el intercomunicador para no sobresaltarla, pero Nerea se le anticipó. Su voz sonó alta y clara en el casco:
—Te he oído llegar. Los primates sois patosos a la hora de moveros.
—Tú, siempre tan romántica —le respondió en tono de broma—. ¿Qué, admirando la puesta de soles? —Ese pedrusco no estaba ahí ayer.
Últimamente, Nerea tenía la virtud de descolocar a Bob. Las neuronas del joven tardaron unos instantes en reaccionar.
—¿Qué? ¡Yo hablando de bellos paisajes y tú me sales con pedruscos! —exclamó indignado.
Nerea siguió observando atentamente el otro lado de la laguna.
—Me diseñaron con memoria fotográfica. Te aseguro que al pie de ese cerro hay una roca que ayer no estaba. Aquí no existen animales grandes que puedan moverlas, así que...
Bob seguía sin apreciar la diferencia. Miró en la misma dirección que Nerea.
—Mujer... Se habrá caído rodando desde la cima, supongo. Las rocas se acaban desmoronando por acción de la lluvia, el hielo, la diferencia de temperatura entre el día y la noche...
—Puede.
—No suenas convencida, chica. —Echemos un vistazo.
Los soles se ocultaron tras la línea del horizonte, y en el cielo despejado brillaban las primeras estrellas. Las constelaciones no se parecían en nada a las del mundo natal de Bob. Este sintió una punzada de añoranza. Tuvo el impulso de confesárselo a Nerea, de pasarle el brazo por los hombros, pero en cuanto hizo el amago, ella lo rechazó con suavidad.
—No es momento para efusiones.
Bob fue a protestar, pero Nerea lo contuvo con un gesto. Se dio cuenta de que aquella actitud no se debía al despecho, sino a la preocupación. La piloto no apartaba la vista de la roca. A Bob le vino a la cabeza la imagen de un depredador prudente al acecho.
—Llámame paranoica, pero ponte detrás de mí, niño.
Bob asintió en silencio y obedeció. Sabía que era absurdo tener miedo de un vulgar pedrusco, pero Nerea había logrado contagiarle su recelo. Conforme se aproximaban, empero, se fue tranquilizando. «En la cima del cerro hay unos peñascos a punto de desmoronarse. Y eso... Tiene aspecto de piedra, se comporta como una piedra... Pues va a ser una piedra, caramba.»
Llegaron al pie del cerro y se detuvieron a unos pasos del intrigante objeto. Era un fragmento anguloso de color claro, cuya forma recordaba vagamente a la del casco de una barca con la quilla hacia arriba.
—Aquí Nerea, aquí una piedra. —Bob los presentó, en son de guasa—. ¿Qué, satisfecha?
La piloto alzó la vista.
—Marga me comentó que estos cerros son de naturaleza volcánica. Concretamente, están formados por andesitas. Son rocas de color claro, pero... Mira ésta. Más bien parece dolomía. No me mires así; algo se me habrá pegado de convivir con los geólogos. En suma, ¿qué puñetas hace aquí?
—Yo no he sido, te lo juro. —Bob seguía empleando un tono jocoso, pero lo que Nerea afirmaba era, cuando menos, pintoresco—. Bueno, ¿qué hacemos?
—Acabo de llamar a un robot para que tome muestras. Aquí viene.
Un artilugio con forma de cruasán con antenas llegó levitando hasta ellos. Se posó sobre la roca y disparó un láser que arrancó volutas de humo, las cuales fueron analizadas mediante un espectrógrafo. Luego, unas brocas abrieron agujeros en la piedra para llevar los fragmentos al laboratorio de campaña. O eso intentó, porque la roca no se dejó manosear más. Se alzó de golpe una docena de metros, llevándose por delante al infortunado robot, y se quedó flotando amenazadoramente sobre una pareja estupefacta.
Aquello ya no se parecía tanto a una roca. Sus bordes y aristas se estaban redondeando, y el exterior adquirió un tono opalescente, casi translúcido. Permaneció así unos segundos, hasta que se alzó a cien metros de altura y picó hacia el suelo como un halcón peregrino. Antes de tocar tierra describió un grácil bucle y se abalanzó sobre ellos en vuelo rasante.