—Ah, ya, es eso... Siempre me sentía a gusto con ella. Es cierto que hay mujeres más hermosas que ella, pero contaba con numerosas cualidades aparte de esa que la hacían particularmente excitante.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, su inteligencia —Quirini pareció darse cuenta de la forma en la que Sandro arqueó las cejas—. Es evidente que la inteligencia no se encuentra precisamente en lo más alto de la lista dentro de lo que se espera de una cortesana, pero es que simplemente no es lo mismo que una mujer tenga un sentido del humor refinado o propio de una verdulera. Si es capaz de comprender cuándo se le dice algo inteligente o si no domina más arte que el de enderezarse los pechos. No sé si me entendéis, Carissimi. O si a vos os da igual...
Por primera y única vez durante la conversación, Sandro no fue capaz de soportar la mirada de Quirini y agachó los ojos. Como siempre que pensaba en Antonia, se vio a sí mismo en medio de una sala gótica y oscura, en la que se colaban, a través de numerosas aperturas, misteriosas luces multicolores, las luces de la catedral de Trento, en la que la había conocido. Antonia era una mujer que escribía libros con la luz. Era la mujer que amaba.
El cardenal rompió el silencio.
—Al menos en mí su inteligencia tenía un gran efecto. Fue precisamente porque valoraba esa inteligencia por lo que no me tomé a mal que tuviera que cedérsela al Papa, fundamentalmente porque tenía más para ofrecerle que yo. Su decisión me pareció razonable.
—¿Y no le guardáis ningún rencor al Papa? Al fin y al cabo pasasteis un tiempo precioso con Maddalena, que al final se llevó el viento.
Quirini levantó las manos en gesto de inocencia.
—Nunca he entendido que es lo que veía un hombre como él en una mujer como Maddalena —su tono de voz se volvió más grave—. Ya sabéis lo que quiero decir: Julio valora sobre todo los placeres más superficiales, los festines ruidosos, los banquetes, las mascaradas y ese tipo de cosas. Ese no era el mundo de Maddalena, aunque quizás descubrió en ella algo diferente que le gustara.
Aquello no era una respuesta para la pregunta de Sandro, pero renunció a repetirla. Recibir una contestación pobre, o no recibir ninguna podía ser de mucha más ayuda que una mentira contada de forma convincente, si no se la reconocía como tal.
Sandro tomó las dos hojas de papel de carta con el sello de la Cámara Apostólica y se las tendió a Quirini arrastrándolas sobre la mesa.
—¿Podría explicarme, Eminencia, cómo ha podido abandonar este papel vuestra Cámara?
Las facciones relajadas de Quirini se transformaron de forma repentina. Hubiera preferido seguir hablando de su relación con Maddalena o con Julio, pues podía charlar sobre esos temas sin temor a que nadie le rebatiera sus argumentos. Dos hojas de papel de la Cámara exigían explicaciones más concienzudas.
—¿Cómo... cómo os habéis hecho con ese papel, Carissimi?
—¿No debería ser fácil para mí obtener papel de la Cámara?
—Papel normal, sí, pero este, no. Está troquelado. Ese papel tan valioso está destinado únicamente a certificados y otros documentos similares. Aparte de mí y del vicecamarlengo, solo los siete notarios de la Cámara cuentan con existencias además, evidentemente, de sus respectivos secretarios, o más bien escribas.
—Encontré el papel en casa de la signorina Nera.
—Para mí es incomprensible cómo pudo conseguirlo, o para qué lo quería. Fuera recibo, factura o certificado, sin sello no vale nada. Bien podría haber escrito encima un poema, habría sido lo mismo.
—¿Y quién posee un sello?
—Solo yo —hizo una pausa—. Ya sé cómo debe sonar eso para vos, Carissimi, pero os puedo asegurar que no le he llevado este papel a Maddalena. ¿Para qué iba a hacerlo? Aquí mismo, en mi escritorio, puedo sellar cuantos quiera.
Esa explicación convenció a Sandro, al menos por el momento.
—Os agradezco que me respondierais a las preguntas —dijo, levantándose, no sin percatarse de que una corriente de alivio recorría a Quirini.
El cardenal se mostraba, de pronto, tan relajado como estaba al principio de la conversación.
—La forma en que habéis planteado las preguntas —comentó Quirini sonriendo—, y la manera en que miráis mientras las formuláis me han recordado mucho al bueno del viejo Alfonso. He coincidido con él en un par de recepciones y debo decir que posee un intelecto excepcionalmente despierto y ágil. En cuestiones económicas es un auténtico zorro, pero en las morales, ¡es absolutamente íntegro!
La repentina mención a su padre pilló a Sandro desprevenido, particularmente por la comparación con él. ¡Despierto y ágil! Alfonso era un comerciante muy experimentado. Cuando era más joven, Sandro había observado con cierto desprecio los astutos tejemanejes de su padre a la hora de cerrar tratos comerciales, y la frecuente falta de sinceridad y humildad entre las gente de su gremio. Un negocio de final satisfactorio en el que se hubiera dado gato por liebre a la otra parte implicada suponía motivo de fanfarronería y jolgorio durante horas, o incluso días. Los trucos y artimañas reemplazaban a los mandamientos, pues de la misma manera que los mandamientos se recitaban en la capilla, los trucos del comerciante se recitaban junto a un vino o una cerveza. Alfonso había intentado inútilmente una y otra vez introducir a Sandro en el negocio, modelarlo a su propia imagen, hacerle, como él mismo decía, un hombre. Sin embargo, el muchacho había rehusado enérgicamente, y no pocas veces esto había supuesto motivo de disputa. No era que el joven Sandro se sintiera particularmente atraído por los mandamientos, o por conceptos como la decencia o la honradez: con las mujeres con las que se había relacionado se había mostrado decente y honrado tan solo en contadas ocasiones. Sin embargo, no quería convertirse en un mercachifle como su padre.
Más tarde, Sandro llegó a pensar que, quizás, de adolescente, había sido tan poco leal con las mujeres porque, en esas cuestiones, consideraba a su padre como alguien completamente íntegro. A pesar de ser comerciante experimentado, el Alfonso marido se presentaba como alguien leal y sin tacha moral. El perfecto cónyuge.
Y de pronto aparecía en la lista de clientes de una prostituta de Roma.
—Tengo una última pregunta —dijo Sandro, mientras caminaba hacia la puerta junto a Quirini.
El cardenal rio.
—Ya lo dije: igual que su padre.
Sandro ignoró ese comentario.
—En el tiempo en el que estuvo comprometida con vos, ¿tuvo Maddalena otros clientes?
Quirini fijó la mirada en el pomo de la puerta.
—No, que yo supiera —dijo, y agitó pensativamente la cabeza—. Tampoco era algo que me perturbara. Nunca la consideré como algo de mi propiedad, pero pensándolo bien... debía haber al menos otro hombre, si bien es verdad que al principio de nuestra relación. Le había conocido antes que a mí, pero en cualquier caso, después de establecer un vínculo conmigo, no tardó en dejarlo. Una vez nos encontramos ante la puerta de Madalena: por aquel entonces residía en una habitación en el barrio capitolino. Era evidente que habían discutido, se les podía oír en todo el piso de abajo. No quise interrumpir la disputa y esperé en la puerta. Cuando salió de la vivienda, casi me arranca un brazo, del ímpetu. Fue algo doloroso.
—¿Sabíais su nombre?
—Ciertamente. De hecho, le conozco —Quirini parecía satisfecho de proporcionarle la información a Sandro mientras hablaba—: se trata del hermano Laurenzio Massa, el chambelán de su Santidad.
Carlota entendió lo que había ocurrido en cuanto puso un pie en la vivienda de Antonia. Vio la puerta abierta del dormitorio desde el destartalado recibidor. Donde solía relucir la vidriera favorita de Antonia, «El Ángel y la Muchacha», ahora se veía únicamente una pared encalada. No quedaba nada, salvo un marco de plomo doblado. El suelo era un mar de fragmentos de cristal, rojos, verdes, violetas, de entre los que se podía reconocer restos ocasionales de una pintura: la yema de un dedo, un párpado, un mechón de pelo. Lo que apenas una hora atrás había constituido una composición, la unión de dos seres humanos dentro de una obra de arte, se había desintegrado en cientos de pedazos que rompían los rayos de sol y los arrojaban sobre la pared reconvertidos en manchas y rayas multicolores. Ella estaba sentada desnuda con las piernas colgando en el borde de su cama. Su rostro resplandeciente estaba parcialmente bañado por una pálida luz violeta.
Carlotta avanzó con cuidado sobre el mar de fragmentos. Cada paso suponía un espantoso crujido bajo las suelas, algo más de destrucción en el antiguo sueño de su amiga.
—¿Ha sido él? —preguntó—. ¿Sandro ha hecho todo esto?
Antonia miró el polvillo acristalado que la bota de Carlotta iba dejando a su paso. Pensó un instante antes de contestar con voz tenue:
—El contribuyó con la mitad, la otra mitad ha sido obra mía. Es como si hubiéramos fundado un nuevo hogar, solo que en vez de unirnos la creación, nos ha unido la destrucción.
Carlotta contempló el desastre:
—Habéis hecho un gran trabajo. Es curioso: tú eres alemana, y él es solo medio italiano, pero discutís como si llevarais diez generaciones de sangre siciliana en las venas.
Carlotta apartó con cuidado una esquirla.
—Por tu parte, lo entiendo. Hace meses que no tomas a un hombre, y terminaste tu último encargo tres semanas atrás. Sin hombres y sin cristal para jugar... no me sorprende que perdieras los estribos. Pero Sandro Carissimi, el del eterno autocontrol... Estoy casi impresionada. ¿Le provocaste?
—Podría decirse así.
—Entiendo —dijo Carlotta, y tras echarle un breve vistazo a la desnudez de Antonia, concluyó—, entonces, le has arrancado el hábito del cuerpo y habéis estado una hora retozando apasionadamente en la cama.
Antonia la miró con tristeza.
—Oh, cariño —dijo Carlotta—, lo siento mucho. Ya sabes que no se me da bien consolar —se sentó junto a la joven—. ¿Tan malo ha sido?
—Malísimo.
—¿Ha terminado todo entre vosotros?
—¿Cómo puede terminar algo que no ha empezado ni siquiera? —Antonia recogió un fragmento azul y lo hizo deslizarse por entre los dedos—. Me he estado engañando todo este tiempo.
Carlotta cogió una manta de encima de la cama y se la puso encima a la muchacha.
—Te vas a helar, cariño. ¿Cuánto tiempo llevas aquí sentada? —al no recibir respuesta alguna, le preguntó—. ¿Te has mostrado así delante suyo? ¿Desnuda?
—No me quedaban más opciones. Me he comportado como una ramera callejera, y él me ha tratado como a una ramera callejera —Antonia arrojó resignada el fragmento azul con los demás—. Apartó mi mano de su cuerpo como... como si le repugnara. Como si todo lo que quisiera de él fuera una hora en la cama. Quizá tuviera razón, ya no lo sé. Se me ha olvidado.
—Eso no tiene sentido, cariño. No habrías estado esperando seis meses para acostarte con un hombre en concreto si no lo quisieras. Podrías conseguir a cualquiera. Has tenido dos ocasiones desde enero, sin ponerle ningún tipo de empeño.
—Tres oportunidades. Ayer tuve la tercera —Antonia miró a Carlotta con un interrogante en los ojos—. Sé totalmente sincera conmigo: ¿soy una mujer inmoral y depravada, Carlotta?
—Oh, cariño, ¡qué pregunta! —exclamó la mujer, acariciando el cabello rubio platino de la muchacha—. Por supuesto que eres una mujer inmoral. ¡Rematadamente inmoral! —Antonia no pudo evitar reírse, y besó a su amiga en la mejilla—. En serio, realmente sí que eres inmoral... en el buen sentido. No te dejas someter por ningún deber moral, sino que gozas, y aquellos que gozan traen muchas menos desgracias al mundo que los demás, los eternos carceleros de la virtud. Pero no eres una depravada. Depravados son aquellos que encuentran placer en el mal ajeno. Lo que tú haces, lo haces por amor a la vida. Ni yo ni Sandro Carissimi te querríamos si fueras moral.
Antonia recostó la cabeza, cansada, sobre el hombro de su veterana amiga.
—Pero entonces, ¿dónde está el error, Carlotta? Yo le quiero, él me quiere, lo demás debería resolverse por sí solo.
—Si fuerais un gato y una gata, sí, sería así. Con los seres humanos las cosas no son tan sencillas. Tienes treinta años, cariño, ya deberías saberlo. Todos los tórax masculinos que has besado han debido enturbiar tu mirada a la amarga realidad: la vida es complicada, porque las personas son complicadas. Tu Sandro es el rey de la complejidad, porque es un religioso de la categoría cuatro.
Antonia levantó la cabeza y miró a Carlotta con gesto inquisitivo.
—¿Categoría cuatro?
Carlotta asintió.
—Desde el punto de vista de las prostitutas, existen cuatro categorías de religiosos. Los primeros son los austeros. Los segundos son los inmorales. Los terceros son los hipócritas, que fingen ser de los primeros, cuando en realidad son de los segundos. Y los cuartos son los indecisos, los Carissimi de este mundo, a los que les da igual ser de los primeros que de los segundos, siempre que no sean de los terceros.
—Suena realmente complicado... tan complicado que ya he olvidado quiénes eran los primeros y los segundos.
Carlotta suspiró.
—Lo que quiero decir es que tu Sandro busca lo imposible. El muchacho persigue el santo grial, pero puede tardar mucho en encontrarlo. No puede tenerlo todo y no puede ser justo con todo el mundo. En algún momento tendrá que tomar una decisión, o la decisión le tomará a él.
—Quieres decir... ¿que hoy se ha decidido?
—Cariño, ¿cómo lo voy a saber? Yo no he sido la que ha estado jugando con él a destrozar ventanas, has sido tú. Lo que es más importante es si tú te has decidido o no.
—No quiero perderle, pero no tengo idea de cómo puedo ganármelo.
—Si quieres —se ofreció Carlotta—, puedo tantearle un poco, a ver cómo le ha afectado vuestra discusión. De todas maneras mañana tengo que verle, porque he hecho algunas indagaciones para él. Han asesinado a la amante del Papa y tu Sandro dirige la investigación.
Antonia se percató por primera vez del cuidado aspecto de su amiga. Carlotta se había puesto el único vestido en condiciones que le quedaba, un modelo en color crema con brocados, ribetes rojo oscuro y escote pronunciado. Se había maquillado completamente y se había recogido el pelo, de tal forma que su letargo parecía haber desaparecido, y daba muestras de una tímida alegría. Iba a volver a ver a la Signora A, la única amiga que tenía en el oficio. Ella le ayudaría a encontrar al asesino de Maddalena.