—¿Y Bianca? ¿Qué es lo que dice ella?
—Dios mío, Bianca... Ya la conoces.
Sandro sonrió. La mayor de sus hermanas pequeñas era una criatura que, en sus recuerdos, existía solo para la risa, para la risa y la curiosidad, parlanchina sin remedio con la cabeza llena solo de innumerables y cuidados rizos. Cuando Sandro había abandonado la casa paterna para ordenarse, ella contaba con dieciséis años, y entre tanto le había dado tiempo a enamorarse de todos los amigos de su hermano. A Sandro le era imposible olvidar la costumbre que ella tenía de escuchar tras cada puerta e inspeccionar desde lo alto de la escalera cada visitante que llegara a la casa. El nunca había visto en su comportamiento nada grave, de la misma manera que ella nunca se había roto la cabeza por nada ni por nadie más de un par de segundos.
Recordó entonces él a Marina, la más joven que, por lo que supo, se encontraba pasando el invierno en casa de una tía en Lucca, y hasta primeros de junio no regresaría. Volvió, pues, al tema que le interesaba.
—¿Qué sabes del hermano de Ranuccio, Sebastiano? —preguntó Sandro—. ¿Qué opinas de él?
Elisa examinó brevemente su rostro, sorprendida, tratando de percibir por qué se interesaría por Sebastiano.
—Siendo sincera: hay algo de inquietante en él. Delante de mí se muestra muy cortés, pero en mi opinión, detrás de sus buenas maneras no hay sinceridad. Creo que en realidad tiene un carácter muy diferente, como si albergara en su interior una persona completamente diferente. Es un dominico, pero para mí que no se ordenó en absoluto porque sintiera auténtica vocación. Le obligaron a hacerse monje.
Se produjo entonces un silencio incómodo, porque tanto Elisa como Sandro sabían bien que él no se había ordenado jesuita por auténtica vocación.
La mujer suspiró.
—En cualquier caso, Francesca está muy apegada a Sebastiano, y es un afecto correspondido. Están tan unidos como solo un hermano y una hermana pueden estarlo. En comparación con Ranuccio, es aceptable. Sin embargo, no confiaría en ninguno de sus hermanos. Solo en ella. Al igual que Ranuccio y Sebastiano, ha vivido con nosotros durante unos años y la he educado como si fuera mi propia hija.
—Tiene un aspecto un tanto enfermizo.
—Sí, no anda demasiado bien de salud. Desde hace dos años vive con Ranuccio en su
palazzo
, y su compañía no le ha hecho ningún bien. Tiene vocación, querría hacerse monja y ese es mi mayor deseo para ella y el más encendido ruego que le hago al Señor, pero Ranuccio no se lo permite. Dice que ya es suficiente con una sotana en casa. A semejante cínico quiere meter tu padre en nuestra familia. Es un escándalo.
Revolvía la
Madonna
entre sus manos, como si solo aquel medallón plateado pudiera ayudarla.
Sin que Sandro lo esperara, a la vista del carácter combativo que lucía su madre, ésta se echó a llorar. Encorvó todo el cuerpo y su voz se resquebrajó.
—Sandro, yo... ya no sé... lo que debo hacer. Me... me siento como si todo lo que quedara a mi alrededor... fuera la corrupción de su riqueza. Ya no le importo nada a tu padre, solo soy un lastre para él. Ya no... ya no me respeta en absoluto. Antes, al menos, lo hacía... Pero ahora se ha acabado, Sandro, acabado. Todo se ha acabado. Ya no lo soporto. Toda esta ciudad está... perdida. Todos esos... tantos ojos pintarrajeados, tanta avaricia, tanta falta de escrúpulos, tanto vicio por todas partes... yo... yo...
Amenazó con caer, pero Sandro la recogió. La abrazó, abrazó su cuerpo tembloroso, olió su pelo que, como entonces, seguía despidiendo aroma a talco. Las mismas manos que hasta entonces habían aferrado la
Madonna
se agarraban ahora a sus hombros, y así sujeta logró enderezarse. Curiosamente, a él no le pareció una carga, sino un refuerzo.
La madre acercó los labios a la oreja de su hijo.
—Qué contenta estoy de que hayas vuelto —susurró ella—. Tu venida ha sido un milagro. Francesca y tú sois los únicos seres de Dios en todo la tierra a los que doy mi fe y mi esperanza.
El sonrió. Cuántas veces se había confesado, cuántas veces había recibido el perdón, y sin embargo nunca había experimentado un alivio semejante al de ese momento. Volvía a ser un hijo, volvía tener madre.
El despacho de Alfonso Carissimi, aunque también podría considerárselo su salón del trono, parecía, a ojos del capitán Forli, un arca de Noé de trastos antiguos. Se sentó sobre un sillón incómodo y crujiente sobre el que podía haberse sentado ya el César, y dejó vagar la mirada por la pared. Dos máscaras mortuorias de bronce presentaban los rostros deformados por un tormento insufrible, como si se encontraran ya en el último círculo del Infierno. Justo en frente estaba colocado un mosaico bien conservado que representaba una escena de caza, en la que un lobo sucumbía mientras, al fondo, un jovencito trataba de lucirse en medio de una fiesta campestre, con el propósito de seducir a las muchachas de su edad. En cada esquina de la estancia aparecían imitaciones en piedra de esculturas griegas o romanas que representaban a mujeres con solo dos rasgos en común: estaban desnudas y carecían de cabeza. Forli se preguntó qué sería lo que le gustaría tanto a Alfonso Carissimi de esos dos detalles como para coleccionar cuatro de aquellos torsos. Sentía, además, curiosidad por saber qué opinaba
donna
Elisa de semejante salón del trono.
Francesca Farnese colocó con movimientos pausados tres tazas y una jarra de plata sobre la mesa de mármol que separaba a Forli de Alfonso Carissimi. Daba la impresión de haber repetido la misma ceremonia miles de veces, pues aunque aquellas tazas de color claro con ornamentos azules eran de inconcebible ligereza y fragilidad, tanta como el cristal, Francesca no mostraba particular cuidado al manipularlas. Forli intentó inútilmente captar alguna mirada de la muchacha, pero ella mantenía los ojos obstinadamente apartados tanto de su padrino como de él. Sin embargo, poco antes de que ella se marchara hacia la puerta, sus labios se curvaron en una sonrisa finísima, una señal de que ella se había dado cuenta de que él la observaba... y no tenía nada en contra. Al menos esa fue la interpretación que Forli realizó de la expresión de la joven, aunque tampoco estaba dispuesto a tener en consideración ningún otro posible significado.
—Muchas gracias, querida mía —dijo el padre de Sandro Carissimi a la joven, que contestó con una muda inclinación de cabeza.
Sandro cerró la puerta tras ella, y durante algunos instantes, aquel sonido fue el último en escucharse.
Estaban solos los tres, y nada podía perturbarlos. Carissimi hijo se encontraba de pie junto a la puerta, cruzando la mirada con Carissimi padre, sentado tras el escritorio. Forli miraba alternativamente al uno y al otro. Ya al saludarse se habían mostrado fríos y distantes, pero en aquel momento Forli comenzaba a comprender que había algo, o alguien, entre ellos dos, y que la alegría del reencuentro o el recuerdo de los viejos tiempos no iban a tener relevancia alguna en la conversación. Podía sentirse una agresividad contenida entre ambos, y el capitán estaba sentado justo en medio. Para Forli, era algo insoportable: al fin y al cabo él estaba acostumbrado a dar rienda suelta a su agresividad.
Fue el anciano comerciante el que rompió el silencio.
—¿Puedo ofreceros una taza de café, capitán Forli?
—La verdad es que tengo curiosidad por descubrir a qué sabe eso,
don
Alfonso.
—Entonces, ¿no habéis probado el café?
—No. No obstante he ayudado a la
signorina
Farnese en su preparación, mientras vuestro hijo se quedaba a solas... —los ojos del comerciante se trasladaron desde la taza hasta su propio hijo—. Mientras él y vuestra esposa conversaban —concluyó Forli.
—Estoy seguro de que ha sido muy divertido —añadió el Carissimi mayor, mientras se abría una sonrisa tan exagerada como socarrona entre su barba gris—. Me refiero, por supuesto, a vuestra labor de ayudante preparando café, querido capitán.
Forli aceptó la taza que se le ofrecía. La porcelana era algo que también le había sido desconocido hasta aquel día, y no tenía la más remota idea de cómo debía llevarse a la boca aquel cuenquito finísimo, con su contenido humeante y negro, sin resquebrajarlo. El pequeño asa, sin duda, debía tener alguna relación, pero Forli no estaba del todo seguro sobre qué dedo debía meter, ni por qué lado del asa. Le hubiera gustado habérselo preguntado a Francesca cuando todavía estaba con ellos, pero no se le había ocurrido. ¿Cómo se le iba a ocurrir? Todos sus pensamientos habían estado puestos todo el tiempo en tratar de comportarse lo mejor que pudiera, para que a ella le gustara. No se manejaba bien con las palabras, mucho menos delante de las mujeres. Cuando no había nadie con él, cuando estaba solo en su cuarto, entonces era capaz de encontrar un sinfín de palabras que seducirían a las mujeres y las llevarían a hacer aquello que él imaginara que debían hacer.
Sin embargo, cuando las tenía delante, en carne y hueso, aquellas palabras no salían ni queriendo, y él se conformaba con traerles un cubo de agua o un par de libras de harina del molinero. Nunca lograba cumplir su objetivo, lo que explicaba su soltería y sus cuantiosos gastos en prostitutas.
Con Francesca habían sido los granos de café. La joven había colocado dos puñados de ellos sobre una piedra redonda y plana que, por otra parte, guardaba similitud con el diseño de una piedra de moler, solo que guardar esta en la cocina no suponía un problema. Ella había empezado a realizar los correspondientes movimientos curvados con la piedra, sin embargo él no había tardado en reemplazarla en la labor.
—¿Y qué ocurre con esta harina negra, cuando ya se ha terminado de moler? —le había preguntado—. Yo... quiero saberlo, yo... yo no conocía esta bebida,
donna
Francesca.
Si su ignorancia le había sorprendido, no dio muestras visibles de ello.
—Hace poco que se toma esta infusión en Italia. Proviene de Oriente, de una ciudad llamada Moka, según creo. Como todo lo que viene del Mediterráneo oriental, su precio es desorbitado e inasequible para la gente normal. Mirad.
Había reunido con una brocha la harina del café, que había tomado el color de sus cabellos, y lo había colocado en un gran recipiente que después había llenado de agua caliente.
—Hay que esperar un poco, y luego se vierte el líquido a través de un paño fino en la cafetera. Los posos del café ya no sirven para nada.
—Por el color del paño, debe saber espantosamente mal. Parece que alguien hubiera tenido cagalera por la noche.
Ella se había reído de su burdo chiste. Era una risa maravillosamente dulce, pero al mismo tiempo le había sobrecogido una especie de mareo. Él había tenido que sujetarla. En aquel momento, el viejo soldado había sentido en su pecho algo que hasta entonces le había sido desconocido: el deseo de coger de la mano a alguien, a Francesca; de acariciarla.
El padre llenó la tercera y última taza y se la ofreció a su hijo, que no se movió de la puerta.
—Sandro —dijo el cabeza de familia.
Forli no se atrevió a girarse, pero evidentemente el hijo no se movió, pues el padre volvió a colocar la taza sobre la mesa, se recostó, apoyó los codos sobre los brazos de su silla y juntó las yemas de los dedos a la altura de su barbilla. Cada uno de sus movimientos creaba una impresión señorial.
—En cierta manera, podría decirse... que has madurado —dijo.
—¿Qué quieres decir con «en cierta manera»?
—Quiero decir que parece que has crecido, pero que no te comportas como tal. La última vez que te vi, que fue el día que me marché a Valencia en viaje de negocios, te exhortaba para que pusieras fin a tu relación con una joven viuda a la que acabas de seducir. Lo que no podía imaginarme es que te tomarías mi reprimenda tan en serio que te meterías a monje.
—Sabes bien que tu exhortación no tuvo nada que ver con mi decisión.
—Y hoy —continuó el padre— rechazas una taza de café solo porque soy yo quien te la ofrece. Es evidente que ya has hablado con tu madre. Sabe muy bien cómo reforzar la inmadurez de los inmaduros, y como devolver a los que ya han madurado al menos la mitad de su perdida inmadurez. Calculo que te encuentras en la segunda categoría, puedes aceptarlo como un cumplido. Tu nombramiento como visitador es algo notable, y demuestra que llevas al menos algo de mi sangre en tus venas. Temí que te volvieras igual que tu madre, puesto que fue ella la que te convenció de que tomaras el hábito.
Don Alfonso tomó un sorbo de café, para lo cual sujetaba con su mano izquierda el piatito inferior sobre el que se apoyaba la taza, mientras que atravesaba el dedo índice por debajodel asa, que ya aferraba el dedo pulgar, pudiendo, de esta forma, sostener la taza. Tras verlo, Forli contempló el recipiente que tenía ante él con sumo respeto.
—Antes de que te pongas sentimental, padre, y empecemos a decirnos lindezas de una cursilería insoportable, me gustaría volver a la actualidad. He venido porque ha salido a relucir tu nombre en conexión con una cierta
signorina
Nera.
Alfonso Carissimi retomó su postura anterior y se observó las yemas de los dedos.
—¿De verdad? No conozco a ninguna
signorina
con ese nombre.
—Le diste dinero.
—¿Un crédito, quieres decir?
—Más bien una suma de dinero, padre.
—Bien. ¿De qué suma estamos hablando?
—Siete mil denarios.
—No es una gran suma, pero tampoco es pequeña —sentenció, simplemente, el comerciante. Las puntas de sus dedos descansaban las unas sobre las otras como si, una vez se hubieran unido, no quisieran volver a separarse—. Creo que recordaría haber entregado a una
signorina
, se llamara como se llamara, tal cantidad.
—¿Y si te dijera que su nombre es Maddalena y que se dedica a una profesión no del todo recomendable? Es cortesana, padre, y tu nombre aparecen en una lista en la que figura la palabra «clientes». ¿Te has ido a la cama con ella?
Don Alfonso comenzó a enrojecer en cuestión de segundos: primero, la nariz y las orejas; finalmente, las mejillas. Tan solo el nacimiento del pelo permanecía pálido como una arenosa línea costera en la parte superior de su rostro. Semejante timidez ante cuestiones eróticas por parte de un hombre hecho y derecho le recordó a Forli a sí mismo, y comenzó a sentir cierta lástima por el pobre hombre.