La corona de hierba (20 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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Entró el príncipe Gordio llevando de la mano a un niño de unos diez años. El tendría más de cincuenta y ambos vestían al estilo griego; permanecieron obedientemente a los pies del estrado, frente a Mitrídates y Mario.

—Hola, jovencito, ¿cómo estás? —inquirió Mario.

—Bien, gracias, Cayo Mario —contestó el niño, de un asombroso parecido a Mitrídates.

—Tengo entendido que tu hermano ha muerto.

—Sí, Cayo Mario. Murió aquí en palacio hace dos meses de una enfermedad incurable —trinó el pequeño monarca.

—¿Y tú eres ahora el rey de Capadocia?

—Sí, Cayo Mario.

—¿Y te complace?

—Sí, Cayo Mario.

—¿Tienes edad para gobernar?

—Me ayudará el abuelo Gordio.

—¿Abuelo?

—Soy abuelo de todo el mundo, Cayo Mario —terció Gordio con un suspiro y una aviesa sonrisa.

—Entiendo. Gracias por la audiencia, rey Ariarates.

El niño y el adulto salieron, tras una airosa reverencia.

—Es un buen chico mi Ariarates —dijo Mitrídates con gran satisfacción.

—¿Vuestro Ariarates?

—Metafóricamente, Cayo Mario.

—Se os parece mucho.

—Su madre era mi hermana.

—Sí, ya se que en vuestro linaje hay muchos matrimonios consanguíneos —dijo Mario agitando las cejas, elocuente aviso para Lucio Cornelio Sila, aunque para el rey Mitrídates carecía de significado—. Bien, por lo visto, los asuntos de Capadocia han quedado bien arreglados —añadió jovial—. Eso significa, naturalmente, que vais a regresar al Ponto con vuestro ejército.

Mitrídates tuvo un sobresalto.

—Creo que no, Cayo Mario. Capadocia aún no está segura y ese niño es el último del linaje. Será mejor que mantenga aquí mi tropa.

—¡Sería mejor que regresarais con ella a vuestro país!

—No puedo.

—Sabéis que sí.

El rey comenzó a rebullirse, entre crujidos de su coraza.

—¡No podéis decirme lo que debo hacer, Cayo Mario!

—Oh, sí puedo —replicó Mario con firmeza, sin perder la calma—. A Roma no le interesa notablemente esta parte del mundo, pero si comenzáis a mantener ejércitos de ocupación en países que no os pertenecen, puedo aseguraros que aumentará enormemente el interés de Roma por esta región. Y las legiones de Roma las forman romanos, no campesinos capadocios ni mercenarios sirios. Estoy seguro que no deseáis ver las legiones romanas por aquí. Pero, a menos que regreséis al Ponto con vuestro ejército, rey Mitrídates, veréis legiones romanas. Os lo garantizo.

—¡No podéis decir eso sin tener ningún cargo!

—Soy un romano consular, puedo decirlo y os lo digo.

La cólera del rey iba en aumento, pero Mario advirtió que también comenzaba a sentir miedo. ¡Siempre los asustamos!, pensó regocijado. Son como esos animales tímidos que se alejan gañendo con el rabo entre piernas.

—¡Aquí me necesitan, igual que a mi ejército!

—No es cierto. ¡Volved a vuestro país, rey Mitrídates!

El rey se puso en pie de un salto y se llevó la mano a la espada, al tiempo que se acercaban los doce soldados de guardia que había en el salón, a la espera de órdenes.

—¡Podría mataros, Cayo Mario! ¡Y creo que lo haré! Podría mataros y nadie sabría lo que os ha sucedido. Podría enviar vuestras cenizas a Roma en un gran jarrón de oro con una carta de pésame diciendo que habíais muerto de una enfermedad mortal en este palacio de Mazaca.

—¿Como Ariarates VII? —inquirió Mario inmutable, irguiéndose en el sillón audazmente, sin alterarse—. ¡Calmaos rey Mitrídates! Sentaos y sed razonable. Sabéis perfectamente que no podéis matar a Cayo Mario. Si lo hicieseis, las legiones romanas acudirían al Ponto y a Capadocia con la rapidez que permitan nuestras naves. Sabéis —prosiguió en tono locuaz, tras un carraspeo— que no hemos tenido una guerra desde que derrotamos a tres cuartos de millón de bárbaros germanos. ¡Y eso sí que era un enemigo! Aunque no un enemigo que pueda compararse en riqueza al Ponto. El botín que Roma podría obtener en esta parte del mundo haría esa guerra muy deseable. ¿Para qué provocarla, rey Mitrídates? ¡Volved a vuestro país!

De pronto, Mario se vio solo. El rey había abandonado el salón con su guardia. El romano, pensativo, se puso en pie y salió de allí camino de sus habitaciones, con el estómago lleno de buena comída sencilla, como a él le gustaba, y la cabeza plena de interesantes cavilaciones. Que Mitrídates retiraría su ejército, no le cabía la menor duda, pero ¿dónde habría visto romanos togados? ¿Y dónde habría visto un romano con toga bordada en púrpura? Que el rey supiese que él era Cayo Mario sería porque el anciano le habría enviado aviso, pero lo dudaba. No, el rey habría recibido las cartas que él había enviado a Amasia y desde entonces había tratado de eludir su visita. Lo que quería decir que Batacio, el
archigallos
de Pessinus era un espía a su servicio.

Y por mucho que madrugó al día siguiente, deseoso de emprender el camino a Cilicia lo antes posible, resultó tarde para ver al rey del Ponto. El rey del Ponto, le dijo el anciano servidor, había salido con su ejército de regreso a su país.

—¿Y el pequeño Ariarates Eusebio Filopator? ¿Ha partido con el rey Mitrídates o sigue aquí?

—Está aquí, Cayo Mario. Su padre le nombró rey de Capadocia y aquí debe estar.

—¿Su padre? —inquirió Mario con brusquedad.

—El rey Mitrídates —contestó el anciano cándidamente.

¡Así que era eso! Nada de hijo de Ariarates VI, sino hijo de Mitrídates. Era listo, pero no lo bastante.

Gordio salió a despedirle, todo sonrisas y reverencias; pero al rey niño no lo vio por ninguna parte.

—Así que haréis de regente —dijo Mario, de pie junto a un caballo nuevo, mucho más alto que el que le había traído desde Tarsos; también sus servidores llevaban mejores monturas.

—Hasta que el rey Ariarates Eusebio Filopator sea mayor de edad para reinar, Cayo Mario.

—Filopator —dijo Mario en tono burlón— significa hijo amante de su padre. ¿Creéis que echará de menos a su padre?

—¿A su padre? —replicó Gordio, abriendo unos ojos como platos—. Su pobre padre murió cuando él era muy pequeño.

—No, Ariarates VI hace mucho que murió para haber podido engendrar este niño —espetó Mario—. No soy tonto, príncipe Gordio. Llevad este aviso a vuestro señor Mitrídates. Decidle que sé de quién es hijo el rey de Capadocia. Y que estaré vigilante —añadió, aceptando que le ayudara a meter el pie en el estribo—. Me imagino que sois el abuelo real del niño y no el abuelo de todo el mundo. La única razón por la que he dejado las cosas como están es porque la madre del niño, al menos, es capadocia… vuestra hija, supongo.

Incluso aquel ser, rendido servidor de Mitrídates, comprendió que era inútil seguir fingiendo y asintió con la cabeza.

—Mi hija es la reina del Ponto, y su hijo mayor sucederá al rey Mitrídates. Por eso me complace que este niño reine en mi propio país. Es el último del linaje; mejor dicho, lo es su madre.

—No sois príncipe real, Gordio —dijo Mario con desdén—. Seréis capadocio, pero supongo que el título de príncipe os lo habéis atribuido. Con lo cual vuestra hija no es la última del linaje. Llevad mi aviso al rey Mítrídates.

—Así lo haré, Cayo Mario —contestó Gordio sin ofenderse.

Mario hizo girar al caballo, pero se detuvo y miró hacia atrás.

—¡Ah, una última cuestión! ¡Limpiad el campo de batalla, Gordio! Si los orientales queréis ganaros el respeto de los países civilizados debéis conduciros como personas civilizadas. No se dejan miles de cadáveres tirados después de un combate, aunque sean del enemigo y se les desprecie. No es un buen recurso militar, sino un signo de barbarie. Y, por lo que veo, eso es lo que precisamente es vuestro amo Mitrídates… un bárbaro. Adiós.

Y puso el caballo al trote, seguido de sus servidores.

No es que Gordio admirase la audacia de Mario, pero tampoco admiraba a Mitrídates de corazón. Por eso volvió grupas y se dispuso a hablar con el rey antes de que abandonase Mazaca para repetirle todo lo que le había dicho Mario y complacerse en el enfado de Mítrídates. Claro que su hija era reina del Ponto, y su nieto Farnaces, heredero del trono del Ponto. Sí, no le iban mal las cosas a él, que, como había dicho Mario, no era príncipe real de Capadocia.

Cuando el rey niño, que era hijo de Mitrídates, tuviera derecho a reinar, sin duda apoyado por su padre, él se aseguraría el reinado en el templo de Ma de Comana, en un valle de Capadocia situado entre el curso alto del Sarus y del Piramo. Allí, siendo sacerdote-rey, estaría seguro y gozaría de enorme prosperidad y poder.

Encontró a Mitrídates al día siguiente en un campamento a la orilla del Halis, no lejos de Mazaca, y le transmitió palabra por palabra lo que Mario le había dicho. El rey se enfureció pero no hizo comentario alguno; se limitó a mirarle con ojos desorbitados mientras apretaba y aflojaba los puños.

—¿Has limpiado el campo de batalla? —inquirió.

Gordio tragó saliva, sin saber qué contestar, y al final dio la respuesta equivocada.

—Claro que no, gran señor.

—Pues, ¿qué haces aquí? ¡Límpialo!

—¡Gran rey, divina majestad, os llamó bárbaro!

—Con arreglo a sus costumbres, claro que lo soy —replicó Mitrídates—. No tendrá una segunda ocasión. Si es indicio de hombre civilizado gastar energías en semejantes tareas cuando la época del año lo hace innecesario, que así sea. Nosotros también gastaremos energías. ¡Nadie que se precie de civilizado encontrará en mi conducta ningún signo de barbarie!

Hasta que se te pase el malhumor, pensó Gordio para sus adentros; Cayo Mario tiene razón, gran señor, eres un bárbaro.

Se adecentó, pues, el campo de batalla en las afueras de Mazaca. Se quemaron los montones de cadáveres y las cenizas fueron enterradas en un enorme túmulo que resultaba insignificante visto con el telón de fondo del monte Argaeus.

Pero el rey Mitrídates no permaneció allí para ver sus órdenes cumplidas; hizo regresar su ejército al Ponto y él emprendió viaje a Armenia de un modo poco habitual, pues se hizo acompañar de casi toda la corte, incluidos diez esposas, treinta concubinas y media docena de sus hijos mayores, en un séquito que se extendía más de una milla de tantos caballos, carros de bueyes, literas, carrozas y acémilas de que constaba. Avanzaban casi a paso de caracol, cubriendo entre quince y veinticuatro millas diarias; pero avanzando constantemente, pese a las súplicas de algunas de sus mujeres más débiles para que hicieran un alto de un día o dos. Los escoltaba una caballería selecta de mil hombres, exactamente el número adecuado para una embajada real.

Porque de una embajada se trataba. En Armenia reinaba un nuevo rey, Mitrídates había recibido la noticia recién iniciada su campaña en Capadocia e inmediatamente envió órdenes específicas a Dasteira para que vinieran mujeres e hijos, notables, regalos, ropas y equipaje. La caravana tardó casi dos meses en llegar al Halis junto a Mazaca, casi al mismo tiempo que Cayo Mario. Mario no había encontrado al rey en Mazaca porque estaba con su corte itinerante a orillas del Halis para comprobar que todo se había hecho conforme a sus deseos.

De momento, lo único que sabía Mitrídates del nuevo soberano armenio es que era joven, hijo legítimo del antiguo rey Artavasdes, que se llamaba Tigranes y que había sido rehén del rey de los partos desde niño. ¡Un rey de mi edad!, pensaba Mitrídates eufórico; un rey de una poderosa nación oriental que no tiene compromisos con Roma, ¡un rey capaz de aliarse con el Ponto contra Roma!

Armenia era un país atravesado por vastas cordilleras, en torno al Ararat, que se extendía por el este hasta el mar Caspio o Hircanio; por tradición y por su situación geográfica, estaba muy vinculado al reino de los partos, cuyos reyes nunca habían manifestado interés alguno por las tierras al oeste del río Éufrates.

La mejor ruta era seguir el Halis hasta su nacimiento, para cruzar la vertiente y llegar al pequeño reino de Mitrídates llamado Armenia Menor y el alto Éufrates y volver a cruzar otra cuenca hidrográfica hasta las fuentes del Araxes, hasta Artaxata, capital de Armenia.

En invierno, el viaje habría sido imposible por la altitud, pero a principios de primavera no podía ser más agradable. La caravana discurrió por valles llenos de flores: la achicoria azul, los amarillos ranúnculos y primaveras, las llamativas amapolas. No había bosques; unicamente plantaciones de árboles leñosos como barrera contra los vientos. Pero la estación era tan breve, que chopos y abedules aún no tenían hojas, pese a ser el mes de junio.

La única ciudad era Carana, y tampoco abundaban los pueblos; incluso las tiendas marrones de los nómadas eran escasas. Lo que significaba que la caravana tenía que transportar grano, forraje, frutas y verduras y recurrir a los pastores con que se tropezase para proveerse de carne. Sin embargo, Mitrídates fue listo y adquirió todo lo que no podía procurarse en la naturaleza, para quedar en la memoria de aquellas gentes como un auténtico dios que repartía espléndidas dádivas.

En Julio llegaron al río Araxes y surcaron el estrecho valle. Mitrídates fue muy escrupuloso en las compensaciones a los campesinos por cualquier destrozo que causaba su caravana, haciendo todas las transacciones por señas, pues los que sabían un poco de griego habían quedado más allá del Éufrates. Había enviado una avanzadilla a Artaxata para anunciar su llegada y se aproximaba a la ciudad muy risueño: algo le decía que aquel largo peregrinaje no iba a ser en vano.

Tigranes de Armenia acudió en persona a recibirle en el camino extramuros, escoltado por su guardia, totalmente cubierta de cota de malla, con largas lanzas en vanguardia y escudo a la espalda. El rey Mitrídates, fascinado, contempló aquellos enormes caballos, también cubiertos de cota de malla. ¡Qué espectáculo el rey armenio, de pie en un carro dorado de ruedas pequeñas tirado por seis pares de bueyes blancos, y a cubierto en un parasol! Vestía falda abierta con borlas, bordada en tonos amarillos y azafrán, chaquetilla de manga corta y se tocaba con una tiara ceñida con la cinta blanca de la diadema.

Mitrídates, con armadura dorada y la piel de león, botas griegas y la espada enjoyada en un tahalí con diamantes que fulgía al sol, bajó de su gran caballo bayo y avanzó hacia Tigranes con los brazos abiertos. Sus manos se juntaron, unos ojos oscuros miraron aquellos ojos verdes y se forjó una amistad que no se basaba estrictamente en el mutuo agrado. Cada uno vio en el otro a un aliado y ambos comenzaron inmediatamente a evaluar sus necesidades en la reciprocidad. Juntos, dieron media vuelta y comenzaron a caminar por el polvoriento camino hacia la ciudad.

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