La corona de hierba (46 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—Y no está muy lejos —añadió Osroene igual de serio.

—¿No está lejos? —replicó Sila con gesto de alerta más que de temor—. ¿Dónde?

—Va a construir una nueva capital en el sur de Armenia y ha elegido el lugar —dijo Osroene—. La ciudad va a llamarse Tigranocerta.

—¿Dónde?

—Al este de Amida, un poco más al norte; a unos quinientos estadios —contestó Comagene.

—Unas sesenta millas —dijo Sila tras un rápido cálculo.

—No os propondréis ir allá, ¿verdad?

—¿Por qué no? —replicó Sila—. No he matado a nadie, no he saqueado ningún templo ni robado provisiones. He venido en misión de paz a hablar con el rey Tigranes. En realidad voy a pediros un favor. Enviad mensajes a Tigranocerta al rey Tigranes y decidle que voy en son de paz.

Los mensajeros partieron y hallaron a Tigranes ya informado del avance de Sila, pero nada predispuesto a hacerle frente. ¿Qué hacía Roma en la orilla oriental del Éufrates? Naturalmente que él, Tigranes, no creía que vinieran en plan pacífico, pero la magnitud del ejército de Sila no daba a entender que fuese una invasión en toda regla. Lo importante era saber si debía o no atacarlos, porque Tigranes, igual que Mitrídates, temía el nombre de Roma. Por lo tanto, decidió no atacar de no ser atacado. Y entretanto iría con su ejército al encuentro del romano Lucio Cornelio Sila.

Las noticias se las había dado Mitrídates, por supuesto. Era una carta taciturna a la defensiva, diciéndole que Gordio había muerto y que Capadocia volvía a estar en manos de un títere de Roma, el rey Ariobarzanes. Que había llegado de Cilicia un ejército romano y que su comandante (no mencionaba el nombre) le había aconsejado volverse a su país. De momento, decía el rey del Ponto, juzgaba prudente abandonar el plan de invadir Cilicia después de someter a Capadocia de una vez para siempre. Por lo tanto instaba a Tigranes a que renunciara al plan de entrar por el oeste en Siria y reunirse con su suegro en las llanuras aluviales de Cilicia Pedia.

Ninguno de los dos reyes había pensado ni por un momento que el romano Lucio Cornelio Sila, una vez cumplida su misión en Capadocia, fuese a dirigirse a Otro lugar que no fuese a Tarsus, y cuando Tigranes se convenció ya de lo que le informaban sus espías —que Sila estaba en el Éufrates buscando un vado— los mensajes que hubiera podido enviar a Mitrídates en Sinope no podían llegar al destinatario antes de que Sila apareciese a las puertas de Armenia. Por lo tanto, Tigranes había enviado aviso de la presencia de Sila a sus soberanos partos en Seleucia del Tigris, con la que la comunicación era fácil por largo que fuese el viaje.

El rey de Armenia se encontró con Sila en el Tigris a unas millas del emplazamiento de la nueva capital, y cuando Sila llegó por la orilla occidental se encontró con el campamento de Tigranes en la orilla opuesta. Comparado con el Éufrates, el Tigris era un arroyo de caudal inferior y más turbio, color marrón, y quizá la mitad de ancho. Nacía en la vertiente peor del Anti-Tauro y no contaba ni con la décima parte de los afluentes del Éufrates ni con tanto deshielo y fuentes permanentes. A unas mil quinientas millas al sur, en la región de Babilonia, Ctesifonte y Seleucia del Tigris, ambos ríos discurrían a la escasa distancia de sesenta y cuatro millas, y habían abierto canales que unían el Eufrates con el Tigris para que éste desembocara en el mar Pérsico.

¿Quién va a ver a quién?, se preguntó Sila, sonriendo perverso, mientras asentaba a su ejército en un campamento muy fortificado y aguardaba en la orilla occidental a ver quién cedía primero y cruzaba el río. Fue Tigranes quien tomó la iniciativa, no por temor al ataque, sino por simple curiosidad. Como pasaban los días sin que Sila compareciera, el rey estaba en ascuas, y un día vieron ponerse en marcha la barcaza real, una embarcación áurea de casco plano que se movía impulsada por pértigas más que por remos, y en la que había un toldo dorado y carmesí con flecos también dorados, bajo el cual estaba el trono sobre un estrado, magnífica réplica del original de palacio en oro, marfil y con profusión de pedrería.

El rey llegó al embarcadero de madera en un carro de oro de cuatro ruedas que deslumbró a los que se hallaban en la orilla occidental, y en el que un esclavo a sus espaldas sostenía sobre la real cabeza un parasol dorado bordado con pedrería.

—¿Y ahora cómo se las va a arreglar? —dijo Sila a su hijo desde su escondite tras una fila de escudos.

—¿A qué te refieres, padre?

—¡A la
dignitas
! —exclamó Sila, sonriendo—. No creo que vaya a ensuciarse los pies en ese malecón de madera, y no le han puesto una alfombra.

La complicación se resolvió por si sola. Dos fornidos esclavos subieron al carro, descendieron al portador de la sombrilla y aguardaron con las manos trenzadas a que el rey posase delicadamente su trasero para llevarle hasta la barcaza y sentarle suavemente en el trono. Mientras la lenta embarcación cruzaba el tranquilo río, el rey permanecía inmóvil, como si no viese la multitud de la orilla occidental. La barcaza embarrancó suavemente en la orilla y, como no había muelle, se repitió la operación anterior: los esclavos cogieron al rey, apartándose a un lado mientras transportaban el trono a una roca aplanada, lo colocaban y el portador de la sombrilla se aprestaba a darle sombra. Acto seguido, los esclavos llevaron al rey a que tomara asiento.

—¡Muy bonito! —exclamó Sila.

—¿Muy bonito? —inquirió el joven Sila con los ojos muy abiertos.

—¡Ahora sí que me la ha jugado, hijo! Aunque me siente o me esté de pie, él me
domina
.

—¿Qué puedes hacer?

Bien escondido del rey, que aguardaba en el promontorio, Sila hizo una seña a su esclavo personal.

—Ayúdame a quitarme esto —dijo, desabrochándose las correas de la coraza.

Despojado de la armadura, se quitó también la protección de cuero, se cambió la túnica escarlata por una rústica de color de avena, se la ciñó con un cordel, se echó una capa parda de campesino sobre los hombros y se caló el sombrero de paja de ala ancha.

—En presencia del sol hay que ser un palurdo —dijo a su hijo con una sonrisa.

Y así salió de entre las filas de su guardia, dirigiéndose hacia donde se encontraba Tigranes, más inmóvil que una estatua en su trono. Sila parecía un humilde indígena y el rey le tomó por alguien sin importancia y continuó mirando fijamente, con ceño, hacia las filas del ejército romano.

—Saludos, rey Tigranes, soy Lucio Cornelio Sila —dijo en griego al llegar al pie de la roca en que estaba encaramado el oriental. Se quitó el sombrero y alzó la vista, abriendo mucho sus ojos claros, dado que la sombrilla real le resguardaba del sol.

El rey contuvo una exclamación al ver aquel pelo y contemplar semejantes ojos. Para una persona acostumbrada únicamente a ver ojos oscuros —y que consideraba único el ribete amarillo de los de su reina— los ojos de Sila le resultaron horribles tizones del día del juicio final.

—¿Ese ejército es tuyo, romano? —inquirió Tigranes.

—Mío.

—¿Y qué hace en mis tierras?

—De viaje para verte, rey Tigranes.

—Ya me ves. ¿Qué más?

—¡Nada! —contestó Sila sin darle importancia, enarcando las cejas y moviendo los ojos—. He venido a verte, rey Tigranes, y te he visto. Y una vez que te diga lo que me han ordenado decirte, regresaré con mi ejército a Tarsus.

—¿Que te han ordenado decirme, romano?

—El Senado y el pueblo de Roma te requieren a que permanezcas dentro de tus fronteras, rey. Armenia no afecta a Roma, pero que te aventures en Capadocia, Siria o Cilicia le resultará ofensivo. Y Roma es poderosa y dueña de todas las tierras en torno al Mediterráneo, un territorio mucho mayor que el de Armenia. Los ejércitos de Roma son numerosos e invencibles. Por lo tanto, rey, quédate en tus tierras.

—Estoy en mis tierras —replicó el rey, irritado por tan directo razonar—. Roma es la intrusa.

—Sólo para cumplir las órdenes que se me dieron, rey. No soy más que un enviado —dijo Sila sin amilanarse—. Espero que lo hayas oído bien.

—¡Uf! —exclamó Tigranes, alzando una mano, al tiempo que sus fornidos esclavos entrelazaban las manos y se acercaban a él. Se sentó en ellas y de nuevo fue conducido a la barcaza, donde quedó inmóvil de espaldas a Sila, mientras las pértigas la impulsaban a través de la turbia corriente.

—¡Vaya, vaya! —dijo Sila a su hijo, restregándose gozoso las manos—. Estos reyes orientales son unos anticuados, hijo mío. Unos engreídos que se dan una importancia desmesurada y se desinflan como una vejiga si los pinchan. ¡Morsimo! —añadió, mirando en derredor.

—Aquí estoy, Lucio Cornelio.

—Levantamos el campamento y nos vamos.

—¿Hacia dónde?

—A Zeugma. Dudo que Ciziceno de Siria nos plantee más complicaciones que esa basura que ves alejarse por el río. Por mucho que los moleste, todos temen a Roma. Lo cual me complace —añadió Sila con sorna—. Lástima no haber podido hacer que me viera desde una posición inferior.

Los motivos de Sila para dirigirse al sudoeste, hacia Zeugma, no eran estrictamente dictados por ser la ruta más corta, y menos montañosa, a Cilicia Pedia; le quedaban pocas provisiones y los cultivos en las altiplanicies estaban verdes todavía. Por el contrario, en las tierras bajas de la alta Mesopotamia cabía hallar grano a la venta, pues la tropa comenzaba a cansarse de las frutas y verduras con que se habían alimentado desde la salida de Capadocia y ansiaban comer pan. Por consiguiente, tendrían que aguantar el calor de las llanuras sirias.

Y así fue, al salir de los riscos al sur de Amida y desembocar en las llanuras de Osroene, se encontró con que estaban en plena siega y con abundancia de pan. En Edesa se entrevistó con el rey Fiofomaios y vio que Osroene le concedía complacido cuanto quería. Y le daba una alarmante noticia.

—Lucio Cornelio, creo que el rey Tigranes ha puesto en marcha su ejército y os sigue —dijo Filoromalos.

—Lo sé —contestó Sila sin alterarse.

—¡Os atacará! ¡Y me atacará a mí!

—Mantén tu ejército disperso, rey, y a vuestra gente fuera de su camino. Es mi presencia lo que le preocupa, pero una vez que compruebe que realmente regreso a Tarsus, se retirará a Tigranocerta.

Aquella profunda confianza tranquilizó en gran medida a Osroene, quien despidió a Sila con gran cantidad de trigo y algo que el romano había desesperado de encontrar: una gran bolsa de monedas de oro con la efigie no de él, sino del propio Tigranes.

Tigranes siguió a las tropas de Sila hasta el Éufrates y Zeugma, pero muy a la zaga de la retaguardia y, por consiguiente, posibilitando el alto y la preparación para el combate, medida más precavida que hostil. Pero una vez que Sila hubo cruzado el río en Zeugma —operación mucho más fácil que en Samosata— recibió la visita de cincuenta nobles, todos con atavío exótico para un romano, consistente en sombreritos redondos cuajados de perlas y pepitas de oro, unos asfixiantes collares espirales de oro que les llegaban al pecho, camisas bordadas en oro y faldas rectas, bordadas también en oro, que les llegaban a los pies, calzados igualmente en oro.

No le causó sorpresa saber que el grupo era una embajada del rey de los partos, pues sólo los partos disponían de tanto oro. ¡Qué apasionante! Una recompensa a su imprevisto y no autorizado viaje al este del Éufrates. Tigranes de Armenia era súbdito de los partos, según tenía entendido; quizá pudiese convencer a los partos para que le pusieran freno y le impidieran ceder a las lisonjas de Mitrídates.

En esta ocasión no pensaba mirar a Tigranes alzando la vista, ni la alzaría hacia los partos.

—Recibiré a los partos que hablen griego, y al rey Tigranes, pasado mañana, en la orilla del Éufrates, en el punto en que mis hombres conduzcan a los dignatarios —dijo Sila a Morsimo. Aún no le habían visto los que formaban la embajada, pese a que él sí había podido observarlos, pues, sabiendo que su presencia había impresionado a Mitrídates y a Tigranes, había decidido impresionar también a los partos.

Como llevaba en la sangre madera de actor, montó el escenario con gran minuciosidad. Hizo construir un elevado estrado con losas de mármol blanco pulimentado del templo de Zeus en Zeugma, y sobre el estrado otro de amplitud suficiente para colocar la silla curul un palmo más alto que el resto de la superficie, y en frente de ella situó un pedestal de mármol rojo oscuro que había servido de realce a una estatua de Zeus. Confiscó en la ciudad artísticos sitiales de mármol, con respaldo de grifos y leones, esfinges y águilas, y los dispuso en el estrado en dos grupos de seis en dos lados y uno espléndido para Tigranes, formado por dos leones alados, enfrente del pedestal con la silla curul, modesto asiento comparado con los otros, y sobre todo ello hizo tender un toldo rojo y gualda con la tapiceria que adornaba el santuario del templo de Zeus.

Poco después del amanecer del día convenido, una escolta romana condujo a seis de los embajadores partos al estrado y los acomodó en un grupo de seis sitiales, mientras el resto de la embajada permanecía en el suelo, debidamente sentado a la sombra. Tigranes quiso subir al estrado rojo, pero se le invitó cortés pero firmemente a hacerlo en su regio sitial, situado en el centro del semicírculo formado por los otros. Los partos miraron a Tigranes, él los miró a ellos, y todos dirigieron la vista al podio de mármol rojo.

Cuando todos estuvieron sentados compareció Lucio Cornelio Sila, ataviado con su
toga praetexta
bordada en púrpura con la vara de marfil, signo de su cargo, con un extremo en la palma de la mano y el otro detrás del codo. Con el cabello resplandeciente, aun al pasar del sol a la sombra, caminó sin dirigir la vista a derecha o izquierda hasta los escalones del estrado, salvó el último escalón hasta su silla curul y tomó asiento con la vara alzada y la espalda erguida, un pie adelantado y el otro retrasado, en la pose clásica. Un auténtico romano.

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