y las hacia danzar para él como si galoparan en los pequeños y fingidos caballos antes de llevarlas a sus aposentos.
Subh, perfumada, se levantó del banco de masajes y dejó que la vistieran en su propio guardarropa. Desde que se quedó embarazada del primer hijo, el desafortunado Abd Al-Rahman, muerto a los cinco años, ninguna mujer había vuelto a entrar en esos baños ni a lucir las lujosas prendas almacenadas para las concubinas del harén. De una arqueta de marfil labrada con figuras en relieve sacó anillos, pendientes, collares, pulseras y una diadema de rubíes y esmeraldas, joya por joya se las colocó con parsimonia y deleite mientras sonreía a Nasrur. Se miró al gran espejo que adornaba una de las paredes de la habitación y sonrió satisfecha.
—Ni los astros del firmamento igualan tu belleza y esplendor —dijo Nasrur arrobado y dos gruesos lagrimones le inundaron los ojos. El amor florecido en el oscuro rincón de su alma desde el primer momento en que conoció a la joven, aún esclava en una academia de Córdoba donde se educaba como cantante y danzarina, le embargaba el ánimo cada vez que la veía ataviarse para otro hombre. Otro suplicio añadido a su infortunio de eunuco y esclavo. Toda una vida para convertir desgracias y sufrimientos en pequeñas gotas de felicidad.
—¿Crees que necesitaré tus pomos afrodisíacos esta noche? —preguntó Subh y en sus pupilas brillaron dos puntos luminosos ladinos e irónicos.
—El esbelto, nervudo y fuerte joven que se rinde a tu hermosura no necesita de tan milagroso ungüento. La prodigiosa mezcla de aceite de azucena, enforbio, natrón, mostaza y almizcle te la proporcioné solamente para endulzar tus noches con el Califa —contestó Nasrur al tiempo que abandonaban la habitación del guardarropa y se dirigían de nuevo al salón.
—Ahora que Al-Hakam II ha muerto, que le he dado dos hijos, uno por desgracia le precedió y al otro ansiamos subirle al trono de Córdoba, ¿crees que esa pomada surtió efecto? ¿Crees que embadurnar los genitales del Califa con esa marranada hizo posible que me quedase embarazada? ¿Tanta fe tenías en mis encantos femeninos? —Subh, sin volver la cabeza, siguió caminando y su risa resonó en el pasillo, entre los arcos de medio punto y las columnas de mármol gris y rosa, como el agua cristalina de las fuentes del jardín.
—Tus atributos, Princesa, son radiantes como la luz del sol. Jamás dudé de ti y tus aptitudes para la seducción, sin embargo el Califa no estaba en el mejor momento de su vida y su virilidad cuarteada nos infundía sospechas, había cumplido cincuenta años cuando se encontró contigo la primera vez y hasta entonces cualquier intento para asegurar la descendencia había sido inútil.
—Estabais equivocados. Al-Hakam II me amó como un hombre ama a una mujer.
Me llamaba Chafar y le gustaba verme vestida como a un muchacho, pero no por perversión como pensabais. Simplemente le hacía gracia y se divertía viéndome danzar ataviada de esa forma. Él creía que a mí me gustaba. Me sentía muy alagada cuando me acariciaba y me llamaba Chafar.
Subh amó al califa Al-Hakam II. Le quiso como a un padre, ahora bien, el amor y la pasión los había destinado a otro hombre, el joven y atractivo administrador de sus bienes que con su inteligencia y donaire la habían cautivado.
Subh caminaba altiva delante de Nasrur por el corredor y, a medida que avanzaba, un torrente de pensamientos le asaltaban como bandoleros detrás de cada columna. ¡Tantas cosas se avecinaban! ¡Dios no permitiría que los dos grandes oficiales se salieran con la suya! ¡Mi hijo será califa y reinaré a través de él! Esta reflexión se le fijó en la frente como si se la hubieran grabado con un hierro de marcar.
Una esclava oculta entre las sombras esperaba y, al ver llegar a la
Sayyida Al-Kubra,
abrió la puerta del salón con una humilde reverencia. Era la primera vez que la reverenciaban como a un califa. ¡La noche estaba llena de presagios! Se guardó una sonrisa con avaricia, como si sonreír a inferiores hubiera pasado a ser una incorrección impropia de ella y su importancia.
Subh se recostó en el diván sintiéndose una reina, olvidadas las preocupaciones del encierro a que estaba sometida por Yawdar y Faiq. Se mecía entre la ensoñación de reinar en Córdoba y sus amores. Por su mente desfilaban imágenes de la corte donde ella era el centro absoluto, detrás de su hijo y ministrada por Abi Amir como mayordomo. “A esos dos idiotas el poder les ha cegado y pagarán ineludiblemente el precio que les corresponde. ¿Cómo han llegado a creerse que ellos serán los depositarios de los destinos de Córdoba cuando media corte les odia y el resto les desprecia? Si han llegado hasta donde están, ha sido el Califa quien les ha sostenido.
De ahora en adelante veremos quién les protegerá, quién reirá sus gracias y quién les mantendrá en el puesto de grandes oficiales. Mañana, cuando esté entronizado mi hijo, exigiré la cabeza de esos dos emasculados babosos y de cuantos les hayan seguido en su loco intento de trastocar el califato”.
Unos ruidos en el exterior la sacaron de sus meditaciones.
—¡Ahí fuera hay alguien! —Nasrur miró nervioso a la Princesa.
—¡Abre y saldremos de dudas! —dijo Subh—. Si fueran hombres de Faiq no se andarían con remilgos.
Nasrur abrió la puerta despacio. Una sombra se acercaba con el andar característico de los servidores de palacio.
—¿Afif, eres tú? —una sombra vestida de mujer y con un tupido velo cubriéndole el rostro se aproximaba pegada a la pared del pasillo.
—Sí.
—¡Alabado sea Dios! ¡Entra! ¡Rápido! —le apremió Nasrur. Subh, al reconocer al recién llegado, se levantó del diván.
—Habla. Nos come la impaciencia.
El esclavo se retiró el velo de la cara y con los ojos bajos, sin saber qué hacer con las manos, relató la entrada de los participantes en el palacio del Hachib y la incorporación a última hora del norteafricano Hasam.
—Cuenta los detalles o mandaré cortar tu lengua —se impacientó Subh.
—Los esclavos del Hachib no han podido averiguar nada de lo hablado en el interior. La reunión es secreta con guardias armados a la puerta. Nadie ha podido escuchar ni acercarse a menos que les llamasen y entonces los reunidos se callaban.
Pero por la puerta del jardín, la que se abre en la muralla, han salido Abi Amir y Hasam a caballo. Han enfilado por la Rambla y girado hacia el Norte. Pensamos que se dirigían al barrio de Al-Rusafa.
Subh se dirigió a la mesa y escribió una nota, la perfumó con unas gotas de su aceite preferido, almizcle y jazmín y se lo entregó al esclavo.
—Entrega este mensaje al visir Abi Amir cuando regrese al palacio del Hachib.
Afif se quedó mirando a su señora sin comprender exactamente cómo debía hacer el recado.
—Abi Amir volverá al palacio y entrará por la puerta por donde salió. Espera allí.
Después vuelve sin esperar respuesta. Nos encontrará en el pabellón Al-Rasiq. Entra por los jardines.
Nasrur recomendó al esclavo que se cambiase de ropa. Andar de esa guisa de noche por la ciudad podía causarle problemas si se tropezaba con algún borracho y le confundía con una mujer. Afif asintió y partió tan silencioso como llegó.
Por un pasadizo olvidado, construido en tiempos del emir Abd Al-Rahman II, se trasladaron al pabellón Al-Rasiq. Subh lo descubrió por causalidad. Un día que tuvo necesidad de entrevistarse con el cadí Al-Salim y no encontraba oportunidad de esquivar a curiosos, el mismo Cadí le habló del pasillo que unía el edifico del harén con el pabellón. A partir de este momento se convirtió el pabellón Al-Rasiq en el lugar de refugio de Subh cuando quería o necesitaba ausentarse del serrallo. El fiel Nasrur se encargaba de mantenerlo habitable y oculto. Por esta singular circunstancia, Subh podía entrevistarse con Abi Amir sin ojos indiscretos.
—Manda preparar una cena de príncipes. Entre estas paredes conocedoras de mis secretos celebraremos el final de la conjura y el principio de un nuevo califato cuando llegue Abi Amir —Subh se recostó contra la celosía del ventanal que miraba al río y se extasió en la contemplación del disco lunar jugando sobre la corriente del Guadalquivir.
Unos cirros fugaces cruzaron el cielo en el momento en que Abi Amir, Hasam y los beréberes llegaron al portón de la almunia de Al-Mugira. Llamaron a la puerta y un viejo esclavo descorrió los cerrojos del portón. Reconoció de inmediato a Abi Amir y franqueó la entrada.
—¿Está tu Señor en casa? —preguntó Abi Amir con un tono de voz afable. Pero el anciano les miró extrañado y receloso. Se había dado cuenta de que eran muchos los hombres que acompañaban a Abi Amir para llegar en son de paz. El instinto le hizo intentar cerrar la puerta. Un hombre de Hasam introdujo un pie y lo impidió. Antes que el portero pudiera gritar, el beréber le cortó la garganta. El infortunado esclavo se llevó las manos al cuello en un intento de detener el chorro de sangre y se desplomó con un estertor de agonía.
—¡No era necesario matar a ese infeliz! —dijo Abi Amir conteniendo la rabia.
—No teníamos otra oportunidad. Si hubiera conseguido cerrar la puerta y dar la voz de alarma, nuestra misión se habría complicado —contestó lacónico Hasam.
Una vez dentro distribuyeron a los hombres, enviaron unos al pabellón donde dormían los guardias del Príncipe, otros hacia los barracones de los jardineros y hortelanos y el resto con Abi Amir y Hasam se dirigieron al palacio por la vereda principal. El viento esparcía el perfume del mirto, de los jazmines y el dulzón aroma de los membrillos en sazón aún en los árboles. La tímida luz de la luna, a punto de ocultarse tras los montes de la sierra, les alumbraba y difuminaba los edificios bañándoles de fantasmagórica palidez. En el palacio se veían algunas ventanas iluminadas y los sones de laúdes llegaban rasgados al cruzar las celosías.
—Al-Mugira disfruta de la noche despreocupado —comentó Hasam.
—Las veladas del Príncipe duran hasta el amanecer. Solamente se acuesta pronto si el protocolo de la corte le exige la asistencia o si ha pensado cazar al día siguiente —Abi Amir conocía las costumbres de Al-Mugira y se lo imaginaba recostado en los grandes cojines de seda, con una copa de vino en la mano, los párpados entornados dejándose mecer por las notas de los instrumentos y escudriñando cada movimiento de las danzarinas sin acertar a sacudirse la duda de decidir con quién se acostaría cuando apareciese el alba.
Varios beréberes ocultos entre las sombras les esperaban en la entrada del palacio.
—Los guardias atados y encerrados —dijo el primero.
—Lo mismo los sirvientes —informó otro.
Hasam asintió con la cabeza y preguntó a Abi Amir con la mirada qué harían una vez dentro.
—Unos se dirigirán al harén y encerrarán a los eunucos y a las mujeres, otros sujetarán a los sirvientes de la cocina y a cuantos se encuentren por el edificio, cuatro entrarán con nosotros en las dependencias del Príncipe. Al-Mugira no es hombre para plantar resistencia —Abi Amir sentía el corazón dentro del pecho agitado, golpeando como el martillo de un herrero. Se acercaba el momento de ejecutar a un joven que aún no había cumplido los treinta años, en la flor de la vida, a un amigo.
«En la guerra se matan enemigos, hombres desconocidos, gentes que no has visto hasta el instante de encontrarlos frente a frente y no hay elección, o ellos o tú. Se desprecia la muerte para conservar la vida». Con este pensamiento miró a Hasam de reojo y se encontró con una expresión fría, concentrada, sin inquietud o duda sobre lo que tendría que hacer dentro de unos minutos. Esa actitud serena y helada le alivió un tanto, pero no consiguió detener los violentos golpes de su corazón.
Abi Amir empujó la puerta y un eunuco abrió desde dentro. El interior del edificio estaba iluminado y al reconocer a Abi Amir sonrió.
—Acompáñame —dijo y emprendió el camino del gran salón donde se encontraba Al-Mugira sin reparar en los beréberes que se habían pegado a la pared. Por un largo pasillo llegaron al salón, el emasculado abrió la puerta y entró para anunciar a su Señor la visita. Las mujeres debían ocultarse ante la entrada de cualquier hombre ajeno a la familia. Los beréberes se dividieron, Abi Amir, Hasam y los cuatro hombres elegidos aguardaron a la entrada. La música cesó. En la habitación lucían lámparas de aceite y los braseros encendidos despedían un fuerte aroma a sándalo y almizcle. En una mesa frente al diván donde se sentaba el Príncipe había platos con pastelillos, frutas confitadas, dulces de varias clases, avellanas y almendras peladas, dátiles y uvas de Málaga. Al-Mugira gustaba desgranar los racimos y engullir las uvas de una en una mientras escuchaba poemas de Abu Nuwas, su amado poeta.
«Las noches sin versos eróticos y sin bacanal no son dignas de festejar», decía y recitaba con una copa de vino en mano y la mirada perdida:
«Maldita y pobre es cada hora que tengo que andar sobrio, pero rico soy cuando bien bebido me bamboleo de acá para allá.»
«Y no me digáis que Abu Nuwas se refería a los amores entre hermosos muchachos, lo sé, mas os diré con el alegre sentimiento de mi juventud: ¡El placer sea siempre bienvenido!».
—No esperaba visitas esta noche —dijo Al-Mugira y se levantó a recibir a los recién llegados.
Él sí se había dado cuenta desde que el eunuco abrió la puerta que Abi Amir estaba acompañado.
—Venimos a comunicarte la muerte de tu hermano, el califa Al-Hakam II —respondió Abi Amir, seco como un trallazo.
Un rayo que hubiera caído sobre la cabeza del joven Príncipe no hubiera sido tan demoledor como la cruda noticia. Al-Mugira se desplomó sobre los almohadones como un pedazo de tela arrugada.
—¡Que Dios Misericordioso se haya apiadado de él! —consiguió balbucir abatido por el dolor. Entonces miró con atención a los cuatro beréberes, el marmóreo rostro de Hasam y se temió lo peor. Aquella no era una visita de cortesía para informarle de la defunción de su hermano. Nervioso, trató de ponerse en pie, tropezó y cayó de espaldas en una postura ridícula. Los beréberes desenvainaron las espadas y se adelantaron. Abi Amir les detuvo con enérgico ademán.
—¿Qué pretensiones os trae a mi casa? —la voz traicionó al Príncipe, le salió aflautada, casi un chillido femenino. Fijó la mirada en el rostro de los norteafricanos y los percibió esculpidos en granito con ojos como botones de alabastro.
Abi Amir, rígido, contestó:
—¡Debes morir para que todo sea como quiso tu hermano!