La conjura de Córdoba (9 page)

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Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La conjura de Córdoba
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La ampliación de la gran Mezquita de Córdoba, con sus bosques de columnas de mármol, artesonados policromados de madera olorosa y cúpulas de diminutos mosaicos bizantinos fue la obra que el mundo recuerda de Al-Hakam II. La llevaba en la mente desde el reinado de su padre. Cada viernes se sobrecogía al contemplar la aglomeración humana dentro de la nave y la multitud que se quedaba fuera.

«¡Cualquier día ocurrirá una catástrofe!», pensaba. Con esta obsesión al día siguiente de su proclamación como califa encargó al cadí Munidr ibn Said, padre de Al-Malik y antecesor de Al-Salim, el inicio de las obras. Comenzaron el cuarto día del mes de
yamuda
del año 351, diecinueve de julio de 962 por el cómputo cristiano, y se terminaron en el mes de
du-l-hiyya
de 354, noviembre de 965. Ibn Nasr y Jalid controlaron los materiales y los oficios. Día y noche vigilaron la perfección de la construcción.

Al-Mushafi, con la expresión de un jugador de ajedrez, clavó los ojos en Abi Amir en un intento de leer su pensamiento. «¿Qué pretende?», se preguntó desorientado.

«No pertenece al ejército y no es hombre de armas».

—¿Dónde te diriges? ¿Remueves el lodo para que los peces salgan a respirar como hacías cuando pescábamos en el río? —preguntó desconcertado Hudayr a su amigo.

—Observa al Hachib. Se ha perdido como tú —contestó Abi Amir sin apenas despegar los labios.

—Ese viejo chivo es el mismísimo representante del diablo —susurró Hudayr.

—Esta noche será crucial en la historia. Después el futuro nos mostrará errores o aciertos —atajó Abi Amir con el mismo tono de voz.

Hudayr miró a su amigo y no se atrevió a formular la pregunta que le quemaba la garganta desde que entró en el gran salón al comienzo de los debates: «¿Por qué el Hachib no mandó matar a Al-Mugira, si tanto lo desea, y a continuación exponer los hechos consumados en esta reunión?» Se encerró en un lánguido mutismo y recordó cómo Al-Mushafi había actuado en los inicios de su carrera en el califato con su familia. Uno de los destinos de Al-Mushafi durante el califato de Abd Al-Rahman III fue el de gobernador de Mallorca. Allí estuvo hasta la proclamación de Al-Hakam II como califa. Cuando el nuevo soberano le llamó a Córdoba y tuvo que rendir cuentas, se encontró con serias dificultades. Pidió ayuda a un tío paterno de Hudayr y este, con su fortuna personal, le facilitó cuadrar los balances. Al-Mushafi, como muchos hombres hicieron antes y otros harán en el futuro, no encontró lugar para el agradecimiento. Acusó a su benefactor de malversación y en un proceso amañado consiguió que le condenaran. Le expropiaron y, cargado de hierros, lo dejó morir incomunicado en la cárcel. El poder no admite que nadie conozca sus miserias iniciales.

—¡Qué importancia tienen en este preciso momento las vanidades terrenales! —como si el almuédano hubiera llamado a la oración, todos prestaron atención a Ishaq Ibrahim—. El hombre tiene un camino en la vida, cumplir la misión para la cual le predestinó el Creador y la recompensa la encontrará acorde con sus méritos. La aspiración última del creyente es Allah y el Paraíso su premio —el pesado salmodiar del alfaquí retorcía las tripas del Hachib y a los demás les desorientaba—. El día del Juicio nos despojaremos de miserias y mezquindades y ante Dios nos presentaremos con el único ropaje de las obras realizadas en su beneficio —Ishaq Ibrahim embrolló aún más si cabe las indecisiones de quienes se consideraban los encargados de empuñar las armas. Los hermanos Tumlus cambiaron una suspicaz mirada.

Muhammad dio un respingo y el Hachib entrecerró los ojos para ocultar su disgusto.

La cobardía y la desconfianza que intuía se desplegaban como las huestes de un genio entretenido en equívocos.

—El destino nos ha puesto en una encrucijada y nos exige actuar con rectitud. La familia Omeya se ha esmerado en la formación del heredero y Al-Hakam II siguió el ejemplo de sus mayores, pero la muerte se ha anticipado y le ha privado de entregar el relevo a un hombre, como hubiera sido su deseo. A nosotros nos incumbe hacer realidad su voluntad.

“¿Dónde irá a parar Al-Salim?”, se preguntó al Mushafi y miró de reojo a Abi Amir. “A estas alturas quizá él sea quien ha comprendido el peligro”.

Sin embargo, el administrador de la
Sayyida Al-Kubra
y del príncipe Hisham jugaba con su sartal de perlas como si estuviera en otro lugar.

—Deshacer el proyecto de los eunucos se nos presenta como objetivo primordial.

El centro de nuestra preocupación. El futuro nos exigirá cuentas y no tendremos dónde ocultarnos ni arcón donde guardar la responsabilidad. La maldad, la codicia y las ansias bastardas de poder son los enemigos que nos presentan batalla y los aceros forjados en las armerías cordobesas tienen la obligación de exterminarlos. Si es la sangre quien debe lavar la traición que brote como el agua de una fuente. La institución es la salvaguarda del Estado y conservarla nuestro trabajo. ¡Defendámosla con las espadas como defenderíamos nuestras casas de los bandidos!

—¡Por las barbas del Profeta! Al-Salim se cree en la mezquita y nos saetea con un sermón apocalíptico —dijo Abi Amir a Hudayr mientras pasaba las cuentas de su rosario—. En el horizonte del Islam ha surgido una casta de perversidad, los malos instintos se han apoderado de los limpios de corazón y con la deformidad de sus almas nos empujan a romper el juramento al Príncipe de los Creyentes. Nos incitan a dejar por mentiroso al Testigo, que todo lo ve y todo lo entiende ¡Nos obligan a blasfemar! ¡Honremos a Hisham, estirpe de califas, y cercenemos las cabezas malsanas precursoras de la ruina!

Al-Mushafi, en medio de la nebulosa creada por la arenga del Cadí, sudaba y apretaba los dientes.

«Qué ingenio el de Al-Salim. Él desde el pulpito nos lanza proclamas y se refugia en la honorabilidad. ¿A quién asigna la espada?», pensó Hisham ibn Utman y sacó la daga que llevaba a la cintura con intención de entregársela al Cadí, pero una fulminante mirada de su tío le cortó la iniciativa.

—Hemos desestimado la idea de asaltar el Alcázar cuando con un golpe relámpago puede realizarse y con éxito. Acabaríamos con los sediciosos en un abrir y cerrar de ojos —dijo Ahmad ibn Tumlus, que había estado haciendo cálculos mientras escuchaba el discurso de Al-Salim. En unos creció la curiosidad y en otros, como el Hachib y Abi Amir, el escepticismo.

—Toda fortaleza tiene sus puntos débiles. Y entrar en el Alcázar es factible. No es inexpugnable. Es el tiempo quien nos desaconseja esa actuación para resolver el conflicto —contestó Al-Mushafi.

—Es muy arriesgado. Si fracasamos habremos provocado la guerra —la voz de Jalid sonó desilusionada.

—La muerte del Califa no se puede mantener en secreto indefinidamente. Si mañana no juramos a Hisham, lo haremos con Al-Mugira —sentenció Al-Mushafi que se imaginaba decapitado por Yawdar. Había guardado silencio sobre la última conversación con Al-Hakam donde estuvieron presentes los dos eunucos y sabía que, llegado el caso, la esgrimirían para legitimar la conjura.

Al-Hakam II, como si hubiera tenido una premonición, había comentado con los ojos invadidos de tristeza: «Soy consciente de cuanto ocurre a mi alrededor, ciertas personas sienten reparos para entronizar a mi hijo Hisham por sus pocos años. Si a mí me ocurriera lo inevitable y los hombres importantes del gobierno se mostrasen remisos para cumplir el juramento que hicieron, he pensado en mi hermano Al-Mugira para formar un puente con él entre Hisham y yo. Bajo el juramento de entregar el trono el día que Hisham cumpla la mayoría de edad, Al-Mugira podría ser un califa circunstancial. Después volvería a ocupar su lugar como príncipe de la casa Omeya como hasta ahora». Al-Mushafi entendió que esto no se había cocido en la cabeza de Al-Hakam II. Lo provisional se transforma en perdurable. Yawdar y Faiq debieron trabajar la mente enfebrecida del Califa durante mucho tiempo. La conjura la habían preparado durante los largos meses de enfermedad, pero para suerte del Hachib, nunca salió la extraña conversación de los aposentos califales.

Esto, como causa principal, hacía imposible dejar Al-Mugira con vida aunque el asalto al Alcázar estuviese coronado por el éxito.

Mientras tanto, Ahmad ibn Tumlus seguía desgranando su plan para atacar el Alcázar:

—Estudiemos las cinco puertas principales del Alcázar,
Bab Al-Sudda
.

—Esa es imposible de forzar. Chapada en hierro fundido y con cerrojos del tamaño de un hombre, no hay ariete que la rompa sin forzar la resistencia —dijo Hisham ibn Utman.

—La Puerta de los Jardines,
Bab Al-Chinam
, en el mismo paño de la muralla. Ahí podemos ocultar a un destacamento de hombres. Entrarían cuando les abrieran los que hubieran accedido por la Puerta de la Mezquita, la
Bab Al-Chami
.

—¿Quién facilitará esa entrada? —preguntó Muhammad.

—Esa se puede abrir desde fuera con un fuerte empellón y por dentro de la muralla llegar a la
Bab Al-Chinam.

—Hace años que está tabicada por dentro. La cierra un grueso muro de ladrillos —apuntó ibn Nasr, que la había mandado tapiar cuando la reforma de la mezquita.

—Te quedan dos puertas: la de Coria,
Bab Al-Quriya
, al Norte y la del Río,
Bab al Wadi
, ninguna de las dos son de fácil acceso. Estarán bien guardadas por los guardias de palacio. Para entrar en el Alcázar, utiliza las catapultas. Es más seguro —se burló Hisham ibn Utman.

—Es impensable el ataque sin levantar a toda Córdoba —Jalid, con un gesto despectivo, desautorizó el proyecto de Ahmad.

—Aunque entrásemos, la matanza y el escándalo serían indescriptibles.

Lucharíamos con un ejército de emasculados, con los vicios femeninos y las mismas artimañas —dijo Hudayr.

—Sacarían a las mujeres del harén para ponerlas de escudo. Imaginad centenares de princesas, concubinas y esclavas en desenfrenada carrera sin saber de quién defenderse ni dónde huir. Ropas y gritos al aire, como un gallinero donde entra la zorra. ¡Menuda batalla, Ahmad! —la ironía del Hachib hizo sonreír a los rostros circunspectos de los reunidos.

—Tú puedes entrar y abrir una puerta. Los eunucos cuentan contigo. Tú mismo has dicho que te creyeron, te han dejado salir y saben que estás reunido con nosotros para ganarnos para su causa —contestó desabrido Ahmad, que miraba al Hachib con los ojos inyectados en sangre. A medida que hablaba, se había sentido el hazmerreír y su orgullo herido le roía las entrañas.

—Ahmad, una vez dentro, o informo de que todo está resuelto o dejo allí la vida y tampoco resolveríamos la cuestión —dijo Al-Mushafi con las palmas de las manos extendidas como si ofreciera su persona en un sacrificio inútil.

—Córdoba puede sentirse orgullosa de los hombres que medran bajo sus sombreados muros. Se defienden a sí mismos como leones y la dejan morir como mujeres. No nos fiamos de nosotros y la entregaremos a unos desalmados que, con un califa títere, destruirán el orden que tanta sangre y años costó unificar para gloria de Allah —se lamentó Jalid. Miró con desprecio a los presentes. Lo que tanto le había costado admitir lo tenía ante sus ojos. Hacía tiempo que veía los intereses personales, la desidia y la apatía de la corte y no quería creerlo, las actitudes las disculpaba con la tranquilidad y la opulencia económica de la ciudad.

LOS GRANDES OFICIALES EUNUCOS

En el Palacio de Mármol reinaba una fantasmagórica tranquilidad. Las lámparas que días atrás iluminaban los pasillos y habitaciones con esplendorosos haces de luz, lucían mortecinas. Como si los depósitos de aceite se negaran a alimentar los pábilos y estos se quejasen desprendiendo llamas rojas sin fuerza. Los eunucos habían dejado el cadáver de Al-Hakam II tendido en la mesa de mármol sobre la que le amortajaron con un solo candelabro encendido. Mandaron cerrar la puerta y, para custodiarla, pusieron a dos hombres armados. Los corredores en penumbra estaban desiertos y esclavos y sirvientes recogidos en sus cuartos por orden expresa de Faiq.

Sin embargo, nadie dormía. En un salón sobre los jardines, Yawdar, tendido sobre grandes almohadones de seda, acariciaba a un jovencísimo esclavo recostado a su lado. Enredaba los dedos en los cabellos con aire distraído o introducía pastelillos en la boca del muchacho que agradecía con una tierna mirada. Desplegaba sus largas pestañas negras y con los ojos almendrados como una gacela expresaba el contento de sentirse amado por el Gran Halconero. A veces le metía la mano dentro de la ropa y el niño se retorcía, se pegaba más a su amo y en sus labios se dibujaba una sonrisa.

Faiq, en pie, escrutaba el exterior detrás de la celosía de la ventana. El jardín respiraba adormecido por un suave viento y los árboles suspiraban con el leve aleteo de las hojas.

—¿Crees que Al-Mushafi habrá convencido a los visires? —preguntó Faiq, absorto en la contemplación del parpadeo de las estrellas.

—Creo que debiéramos haberle matado —respondió Yawdar y acarició el cuello del esclavo que dio un respingo asustado—. No es ti a quien me refiero, ¡mi joven cervatillo!

«¿Cómo puede estar jugando con el niño en esta noche? Tiene el corazón de sus halcones», se dijo Faiq que no comprendía la indecencia de Yawdar mientras él tenía los nervios tan tensos que se podían romper por dentro de un momento a otro.

Uno de sus agentes les había comunicado que la reunión en el palacio del Hachib había comenzado a primeras horas de la noche y les facilitó los nombres de los asistentes. Otros llegaron después e informaron de la calma que se respiraba en la ciudad y cada media hora alguien entraba para confirmar que no había novedad.

Pero este sosiego no evitaba que Faiq sintiera un ligero temblor en la columna vertebral. Le preocupaba tanta calma.

—No seas agorero, Yawdar. Seguramente todo marcha como hemos planeado. El Hachib cumplirá su cometido.

Yawdar miró a su compañero con displicencia, como si fuera un desconocido a quien no se concede la menor importancia.

«Qué triste es llegar a viejo! En otros tiempos, Faiq hubiera resuelto la situación con una expeditiva ejecución y cuando la corte hubiera querido reaccionar, se hubiera encontrado con Al-Mugira en el diván califal, le hubieran jurado fidelidad uno tras otro sin otra preocupación que conservar el cargo. Esta debilidad nos traerá problemas», pensaba Yawdar.

—Todo está escrito en las estrellas. Ocurra lo que ocurra no debe desasosegarte.

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