Al-Mugira palideció al escuchar la sentencia. Sintió desgarrarse las fibras de su ser e incrédulo vislumbró que había llegado su fin. La sangre se le heló en las venas, los músculos se le aflojaron, la vista se le nubló y los dientes le castañearon sin control.
Con los ojos acuosos y fuera de las órbitas escrutó los rostros de Abi Amir y de quienes le acompañaban sin encontrar signo ni gesto que le tranquilizase. Se frotó la cara con las manos como si estuviera inmerso en una horrible pesadilla y quisiera salir de ella. Por su mente desfilaron atroces imágenes. Logrando un supremo esfuerzo consiguió volver a la realidad. ¿Por qué debía morir él precisamente que había sido leal a su hermano, él, que le había querido como a un padre, respetado como el más fiel de los súbditos? ¿Cuál había sido el motivo para desencadenar tan injusta sentencia? ¿De qué le acusaban, quiénes y por qué? Estas preguntas y otras donde buscaba un motivo, una causa que le aclarara la condena, le llegaban como un turbión de granizo.
—¿Os habéis vuelto locos? —la pregunta salió temblando de sus labios—. ¿Cuál es la acusación? ¿Qué interés tiene mi vida para nadie? ¿Quién ha decidido mi muerte?
—ante el silencio de Abi Amir y quienes estaban con él, Al-Mugira empezaba a encontrar razonamientos en un intento desesperado por defenderse.
—¡Terminemos de una vez! —se impacientó Hasam.
Abi Amir, erguido, con la cabeza alta, las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho, le impuso silencio con la mirada.
—¡Se te acusa de conspiración!
—¡Falso!
—Todo te inculpa —la voz de Abi Amir careció de tonalidad.
—¿Con quiénes me habéis emparejado para una acriminación tan infame? —Al-Mugira, perplejo, no acertaba a enfocar la mirada, si dirigirla hacia Abi Amir o al techo como si pudiera traspasar los artesonados y el tejado y preguntar al cielo.
—Eso conocemos, la pareja que te acompaña en la traición, pero carecemos de noticias sobre las ramificaciones. ¿Quiénes de la familia están contigo? ¡Habla si quieres conservar la vida!
—¡Ante Dios, el Justo, el Magnánimo, el Misericordioso, digo que soy inocente! No sé de qué estás hablando. Acepté como tú, como mis hermanos, como el resto del Al-Andalus a Hisham como heredero legítimo. Ante ti, que actuaste como notario, hice el juramento.
—El mundo cambia y las personas también. Ayer vivía tu hermano, hoy ha entregado su alma. Mientras estuvo entre nosotros nadie se atrevió a levantarse y sin embargo esperabais el momento de su muerte para…
—¡Tú eres quien me traiciona! ¡Tú, mi amigo, vienes por mi vida como si fuera un repugnante asesino! ¡Dios, hasta dónde llega la injusticia!
—Justicia venimos a cumplir…
—¡Por Dios Omnipotente! ¿Quién me acusa? ¿A quién se le ha metido en la cabeza que he podido cometer traición? —la desesperación del joven Príncipe le oprimía la garganta y la voz le salía rota.
—Al-Mushafi te acusa…
—¿Con qué pruebas, ese viejo chivo desagradecido se atreve a inculparme!
—Yawdar y Faiq le comunicaron la conjura delante del cuerpo aún caliente del Califa y bajo amenaza de muerte le hicieron prometer que apoyaría su propósito de proclamarte califa mañana.
—¡Esto es absurdo! ¡Acabemos! —apremió Hasam.
—¡Miente, miente, miente! —los gritos desesperados por la incomprensión e impotencia del joven Príncipe tronaron con la fuerza de una tormenta seca. Se golpeaba con los puños el pecho, extraviaba los ojos y sudaba de miedo.
—¿Qué debo hacer o decir para convencerte de mi inocencia? —acertó a decir Al-Mugira y sus pupilas chocaron contra los pétreos e inexpresivos rostros de los beréberes y el silencio plúmbeo de Abi Amir—. La última vez que coincidí con Yawdar y Faiq fue en la fiesta de la Ruptura del Ayuno, el día primero de
sawwal
, el 14 de junio de 975 como cuentan los cristianos. Primero los encontré en la ceremonia del Califa en el Alcázar de Córdoba y a continuación marché contigo a la recepción de mi sobrino Hisham en Medina Al-Zahra, en el salón Haír, donde nos trasladamos para cumplimentarle como heredero y futuro Príncipe de los Creyentes.
Creo que no cambié con ellos una sola palabra y al terminar la audiencia volví en tu compañía a mi casa. Desde aquella fecha y por la enfermedad de mi hermano no he salido de mi residencia. Aquí no han pisado ellos. ¿Cómo han podido mentir con tanta desfachatez? —el llanto anegó los ojos del Príncipe y las palabras se le atragantaron, tosió y bufó como un toro herido de muerte—. ¡Dios mío, en qué te he ofendido para que piensen en mí en una conjura de locos!
—Esto se hace interminable, callémosle de una vez por todas —en la mente de Hasam solo cabía una cosa: cumplir con el encargo del Hachib.
—Espera —dijo Abi Amir sin mirar al beréber—. Al-Mugira, los visires han acordado por unanimidad tu muerte. Te consideran culpable de la conspiración.
—¡Culpable, culpable! Sin escucharme, sin preocuparse de averiguar si son ciertas o falsas las afirmaciones de esos dos emasculados, dos pozos sin fondo de ambición, dos depravados aborrecidos por las vejaciones que han prodigado en la corte y fuera de ella. ¿Con esas pruebas me condenan? ¡Dios, hasta dónde hemos llegado! —Al-Mugira se encaminó hacia una ventana y uno de los hombres de Hasam le cortó el paso con la espada desenvainada—. ¡Aparta de mí este esbirro, Abi Amir! No voy a huir de mi propia casa como si fuera un ladrón —se dio la vuelta y se encaró con Abi Amir—. ¿Por qué nadie se ha asegurado de encontrar pruebas para hacer justicia a la hora de dictar sentencia? Eso mi hermano no lo hubiera consentido. El Califa se distinguió por su sentido de la justicia y de la equidad. Por la magnanimidad de sus gestos y la rectitud de su vida. Vosotros sois los que habéis esperado su muerte para usar la justicia a vuestro antojo —Al-Mugira, recorrido por un sudor frío buscaba argumentos en vano para esquivar la muerte.
—¿A qué esperamos? —para Hasam la situación se había hacho incomprensible.
—Quiero estar seguro de su participación en la conjura —le contestó Abi Amir en voz baja, apenas audible.
—¿Por qué no me ponéis hierros y me lleváis a la cárcel hasta que una profunda investigación aclare mi situación? Eso hizo mi padre con mi hermano Abd Allah cuando encabezó la conjura para matarle y desheredar a Al-Hakam.
—¿Qué sabes tú de eso si no habías nacido? —atajó Abi Amir.
—Mi padre encarceló a mi hermano y a todos los que estaban en la conspiración.
Se les abrió un proceso y cuando se vio la flagrante culpabilidad los mandó matar a todos delante del pueblo de Córdoba. Me educaron con ese temor, como a mis hermanos. Mi padre quiso asegurarse de que no habría otros levantamientos y nos relegó a figuras decorativas. Así vivimos. En la mente de ninguno de nosotros cabe esa felonía de que me acusas.
—Son otros tiempos y para desgracia de Córdoba nadie recuerda como debiera la figura de Abd Al-Rahman III —la voz de Abi Amir surgió dura como el acero.
—Pero de mi hermano Al-Hakam II sí. ¿Por qué no se me trata de igual modo que a Abu-l-Jayr, el hereje, apóstata y espía fatimí? Todos le oyeron gritar como un loco en medio del mercado: «Es más justo declarar la guerra a los omeyas que realizar una aceifa contra los politeístas”. O “si hubiera nueve espadas, la mía sería la décima y entraría en palacio, al salón donde se encuentra quien se cree el Imán de los Creyentes y le rebanaría la cabeza de impostor y blasfemo y pondría al verdadero Príncipe de los Creyentes, a Al-Muizz, el califa de Egipto».
—No te compares con un loco de atar —dijo despectivo Abi Amir.
—Pido la misma justicia. La justicia que aplicaron mi padre y mi hermano durante sus respectivos califatos. Para Abu-l-Jayr, que hacía escarnio del Corán, que se mofaba del Profeta, que refutaba por falsas las tradiciones, que a los ángeles llamó las hijas de Dios, que presumía de excluir de su vida las oraciones diarias, que fornicaba con las esclavas depositadas en su casa, se reunió el
bayt Al-wizora
, el gran jurado con los ulemas, alfaquíes y cadíes. Tuvo su oportunidad ante la ley y mi hermano le ofreció el arrepentimiento antes de aplicarle la pena de muerte a la que fue condenado. En cambio, para mí no existe la justicia. En una reunión secreta me condenáis acusado de falsedades. Entráis en mi casa amparados en la noche cual furtivos ansiosos por cobrar su presa y os disponéis a matarme sin otra causa que el testimonio de un cobarde implicándome en una conjura de la cual desconozco la existencia. ¡Oh Dios! ¿Cuáles han sido mis pecados?
—En una situación tan grave no es posible apelar a la justicia. Al culpable se le ejecuta allí donde se le encuentra —en los ojos de Abi Amir apareció una leve mácula de indecisión. Sabía que Al-Mugira era inocente y que los dos oficiales de palacio le utilizarían como un califa títere pero la decisión tomada en la reunión no dejaba dudas y lo conveniente para resolver el problema estribaba en quitar a Al-Mugira del medio.
—Me conoces, sabes que soy inocente. Mi muerte será un asesinato que cargarás mientras vivas y cuando llegue tu hora, en el día del Juicio, ante Dios tendrás que responder de ella.
—En mis manos no está el salvar tu vida. Al-Mushafi te ha condenado y los demás le secundamos. Es el único medio de atajar y poner fin al despropósito de Yawdar y Faiq —las palabras de Abi Amir cayeron como un rayo sobre la cabeza de Al-Mugira que había albergado una chispita de esperanza al observar la leve duda en las pupilas de su amigo.
—Puedes hacerme desparecer enviándome fuera de Córdoba. Llegaré a Almería o a Algeciras y me embarcaré para África y no volveréis a verme jamás. Me iré con lo puesto y con mis mujeres. Podéis confiscar mis bienes igual que si hubiese muerto.
¡Soy inocente! ¡No comprendo por qué debo morir! ¡Dios Misericordioso, apelo a tu omnímoda sabiduría! —los gritos de desesperación fueron tan desgarradores que hasta los beréberes se conmovieron. De un manotazo retiró las lágrimas que le inundaban los ojos y en un esfuerzo de valor desesperado se rasgó el vestido, se arrodilló y ofreció el cuello limpio.
—Tomad mi vida como gustéis. Que mi sangre os sirva para arrastraros en la vida como gusanos hasta que otros lleguen para arrebataros la vuestra del mismo modo con que me la quitáis a mí. Que las injusticias sean vuestros perseguidores y los gritos de los limpios de corazón os arrullen los sueños. Mi sangre caerá sobre vuestras cabezas como la más horrible de las maldiciones y os arrastrará a una muerte tan cruel como la que me dais sabiendo que es inútil e injusta —Al-Mugira se giró hacia donde imaginaba el Este y arrodillado, apoyó las palmas de las manos y la frente en el suelo y empezó a rezar.
A una señal de Hasam dos hombres se adelantaron con la espada desenvainada dispuestos a cortar la cabeza del desgraciado Príncipe, pero Abi Amir les detuvo.
—Agotemos la última oportunidad antes de llenarnos las manos de sangre inocente. Dame recado de escribir, trataré de salvar tu vida aunque con ello caiga en descrédito. Al-Mugira se levantó sorprendido y corrió a buscar lo que le pedían. Un rayo de esperanza le iluminó el rostro.
Abi Amir escribió al Hachib un largo mensaje. Le decía que no encontraba motivo para llevar a cabo la ejecución. Consideraba a Al-Mugira un hombre sin ambiciones, le creía inocente y ajeno a los manejos de Yawdar y Faiq. Ahora bien, si la desaparición del Príncipe se consideraba imprescindible, podía sacarle de Córdoba, embarcarle y desterrarle en África. Causaría el mismo efecto y no incurrirían en un nefasto, cruel e innecesario crimen.
—Manda a un hombre con el caballo más rápido al palacio de Al-Mushafi y entregadle esta misiva en propia mano —Abi Amir alargó la carta a Hasam y este llamó a uno de sus hombres.
—Corre como si te persiguiera la muerte. Entrega la carta, espera la respuesta del Hachib y vuelves con ella como alma que lleva el diablo.
Tras la partida de Abi Amir y Hasam los reunidos guardaron silencio por unos instantes. Unos, indecisos, sopesando las futuras consecuencias de la decisión tomada y otros apesadumbrados por haberse dejado llevar por la obsesión del Hachib. Poco a poco se fueron formando corrillos de interesada reciprocidad. Al-Mushafi, prudentemente, mandó servir manjares y bebidas y el resultado fue fulminante, se abalanzaron sobre los alimentos y devoraron hambrientos. Las profundas reflexiones se esfumaron, los nervios se distendieron y las conversaciones se tornaron en comentarios cotidianos dejando en segundo término la terrible situación que les había convocado.
—Ahora esperemos la cabeza del desgraciado Al-Mugira. Nos la traerán como fruta madura cogida del árbol —dijo Muhammad ibn Utman al tiempo que se llenaba la boca con pastel de hojaldre y se colocaba al lado de su primo Hisham ibn Utman.
Ninguno de los presentes dio por escuchado el comentario, solamente Al-Mushafi, su padre, le miró con una expresión indefinida, entre colérico y despectivo, y siguió comentando con Al-Salim los pormenores que debían preparar para la entronización al día siguiente del príncipe Hisham.
De improviso se abrió la puerta del salón y el mensajero de Abi Amir entró a trompicones intentando deshacerse de un esclavo que se le había prendido de su ropa.
Muhammad se levantó y fue a sujetar al beréber, pero este le apartó sin mirarle.
—Dice que trae un mensaje. He intentado disuadirle, le he pedido que me lo entregara para dároslo y ha sido inútil —lloriqueó el esclavo.
—Mis órdenes son entregárselo en persona al Hachib y eso haré —dijo el soldado y alargó la mano con la misiva. Al-Mushafi la recogió y los despidió con un gesto.
—Me ordenaron volver con respuesta.
—Espera fuera —le conminó Al-Mushafi.
Los reunidos dejaron de comer y se volvieron todos hacia el Hachib que jugaba con el pliego de papel. Lo miraba por un lado y le daba la vuelta.
—Abre el mensaje y saldremos de dudas —Al-Salim no pudo contenerse ante la indecisión del Hachib.
Al-Mushafi desató el lazo que sujetaba el pliego y leyó rápido y en silencio. Su rostro se transformaba a medida que recorría los párrafos de la carta.
—Lee en alto y acabemos con la incertidumbre —se impacientó Ishaq Ibrahim preso de fuerte excitación.
—Abi Amir pide la vida de Al-Mugira. No encuentra motivos que justifiquen la muerte. Le cree inocente y ajeno por completo a la conjura.
El desánimo y la excitación, el desencanto y la frustración como el torvo y negro nubarrón de un turbión envolvió a los reunidos.