La conjura de Córdoba (20 page)

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Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La conjura de Córdoba
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—¿Es aquella la cerca del palacio de Al-Mugira? —señaló Hasam.

La luna había corrido un gran trecho y la luz llegaba oblicua desde Occidente estrellándose contra la pared de adobe enjalbegada. Detrás de ellas solamente se divisaban las agudas y espigadas lanzas de los cipreses y las tejas de los edificios se adivinaban como escamas de un gran cocodrilo. En medio del muro se veía un portón dividido en dos hojas, en una de ellas, la que quedaba a la derecha, mirándola desde donde se encontraban Abi Amir y los beréberes, se apreciaba una poterna por donde solo cabía un hombre. No había otras posibilidades de entrar en el palacio por ese lado a menos que saltasen el muro.

—Sí —contestó Abi Amir que volvió de su abstracción sorprendido, como quien despierta de un profundo sueño —dejemos las monturas y continuemos a pie. Si nos oyen desde el interior y se asoma el portero, nos verá y dará la voz de alarma.

Hasam mandó desmontar a los beréberes y ocultar a los caballos en un lugar donde la arboleda estaba más poblada. Ordenó a un hombre quedarse al cuidado de los animales y le recomendó que evitase los relinchos.

—Existe otra puerta en la parte posterior. La utilizan para que entren y salgan las recuas de acémilas de abastecimiento del palacio y por donde circulan los sirvientes, esclavos y los trabajadores del jardín y de la huerta.

—Enviaré a unos soldados a cegar esa entrada. ¿Cuántas personas nos encontraremos dentro? —preguntó Hasam.

—Entre esclavos y eunucos seguramente habrá unos setenta, además del Príncipe; cerca de treinta mujeres y ocho niños. El mayor de diez años —aclaró Abi Amir.

—Hemos traído pocos hombres. Si nos hacen frente nos pondrán en dificultades para reducirlos —se lamentó Hasam y pensó en una matanza.

—No habrá problemas. Piensa que, a excepción de los guardias de la escolta personal, los demás no han empuñado un arma jamás. Cuando aparezcan tus hombres por la puerta, el miedo les paralizará y podrán encerrarlos en los pabellones sin alboroto.

—Son demasiados y nosotros muy pocos —se quejó Hasam.

—Tras el tapial nos encontraremos con el jardín y el palacio está detrás, aislado del resto de los edificios. Al Este del jardín empieza la huerta y al final, apoyado sobre el muro del cercado, se encuentra el pabellón de servicio. Allí estarán durmiendo los jardineros y los hortelanos. Son una treintena. En las cuadras, al otro extremo, encontraremos a diez. La mayoría acostados o seguramente todos. Al-Mugira tiene establecidas las guardias del pienso cada cinco horas. Los hombres de la escolta son antiguos soldados, con muchos años a la espalda, duermen en un barracón en el costado occidental, separado del palacio por un jardín y una alberca. El resto los encontraremos en las diversas dependencias de la casa principal.

Con la explicación de Abi Amir, Hasam se quedó pensativo y sacudió la cabeza lentamente. Le asombraban los dirigentes de Al-Andalus, se despedazaba como hienas y derramaban lágrimas con la misma facilidad de las plañideras. Adoraban el arte de la hipocresía y se consideraban verdaderos fieles. Con ese concepto vivía desde que llegó desde el Norte de África. En el desierto y en los montes de Berbería las gentes se conducían con normas de vida más sencillas. Hacían lo que debían y no buscaban disculpas ni exculpaciones baladíes para justificarse. Calculó con cuidado los posibles contratiempos y distribuyó las órdenes oportunas entre sus hombres.

SUBH

Dentro del conjunto de edificios donde se encontraba el harén en el Alcázar, en el pabellón destinado a la
Sayyida Al-Kubra
, Subh se consumía en una angustiosa espera. Consciente de la importancia de los acontecimientos de esa noche donde se decidiría el futuro del califato, el suyo y el de su hijo, había desplegado los medios a su alcance para seguir lo más cerca posible los pasos de los visires y los eunucos. Con la participación de Nasrur, su fiel esclavo, habían conseguido burlar el cerco de Yawdar y Faiq. Sabían que Abi Amir había recibido la carta y acudido al palacio del Hachib, pero no tenían noticias de cuanto ocurría en el Palacio de Mármol, el esclavo que habían enviado allí aún no había regresado.

“¿Y si le han cogido los guardias del Califa y bajo tortura le han hecho hablar?

¡Dios no lo haya permitido!”, pensaba Subh tumbada en un diván.

—¡Esta espera me mata! —exclamó la Princesa y se levantó de un salto. Nasrur, sentado ante una mesa, leía poesía alumbrado con una lámpara de cuatro mecheros.

—Tranquilízate. El Alcázar está en calma. Nadie se ha movido de su sitio, los guardias siguen en sus puestos, la ciudad duerme plácidamente ajena a la desgracia de haber perdido al Imán de los Creyentes y Faiq y su socio velan el cadáver de Al-Hakam II.

—Esto es lo irritante, el sosiego que se respira. Esos castrados del diablo tienen el control y se regocijan de su éxito. ¡Estamos perdidos! ¡Mañana contemplaré la cabeza de mi adorado hijo clavada en una pica! —Subh se cubrió el rostro con las manos y ahogó un grito que le pugnaba por brotar de la garganta.

—En Al-Mushafiya siguen reunidos los visires y Abi Amir, ninguno aceptará de buen grado unirse a los proyectos de Yawdar y Faiq. Ten paciencia y no adelantes acontecimientos.

—¿Cómo puedes hablar así? ¿Tienes agua en las venas?

—Hemos hecho cuanto hemos podido. Las soluciones que tomen en el palacio del Hachib escapan a nuestras atribuciones. Confiemos en su buen juicio y esperemos —Nasrur hizo un gesto de impotencia y volvió a dirigir los ojos al libro.

—¡Que Dios fulmine a esos pervertidos! ¡Así agradecen el favor que les dispensaba el Califa! —Subh pasaba de la ira a la congoja. Profería las maldiciones más feroces y se compadecía como si la muerte estuviera al otro lado de la puerta—.

¡Ordenaré que les despellejen y les pongan al sol hasta que mueran!

Nasrur guardaba silencio y dejaba a su Señora desahogarse.

—¡Dime algo, aparta de mí estos pensamientos atroces capaces de romperme el corazón! Piensa en el sufrimiento de una madre a punto de ver cómo destruyen el fruto de sus entrañas.

—Señora, confiemos en Abi Amir. Empleará la firmeza y determinación oportunas y nos liberará de esta incertidumbre. Mi viejo instinto me induce a depositar las esperanzas en ese hombre. Tu hijo será el próximo califa de Al-Andalus —para Nasrur, Abi Amir se había convertido en el hombre con genio suficiente para gobernar y resolver esta situación. En numerosas ocasiones habían comentado el estado de la corte, el poder conseguido por los grandes oficiales del entorno del Califa, el despotismo de su trato para con los demás y sobre todo del odio demostrado hacia la
Sayyida Al-Kubra
y hacia el administrador de su patrimonio como mentor de los caprichos de la Princesa.

—Llevan mucho tiempo encerrados en el palacio del Hachib. Con palabras no se acaba con esos diabólicos seres. Su obligación es presentarse con el ejército y destruir ese nido de víboras. Cortar cabezas como los segadores el trigo. Arrasar el Palacio de Mármol hasta que la sangre tiña las aguas del Guadalquivir.

—Princesa, hay medios imposibles de utilizar mientras no lo aconsejen las circunstancias. En Al-Mushafiya tomarán las determinaciones adecuadas.

Subh no le dejó continuar.

—Yawdar y Faiq quieren proclamar a otro como califa en vez de mi hijo. ¿Por qué nos han encerrado? ¿Por qué han ocultado la muerte de Al-Hakam II —Subh había gritado con tanta ira y tan fuerte como para despertar a Córdoba si lo hubiera hecho desde el minarete de la mezquita, afortunadamente el pabellón donde se encontraban tenía los muros construidos con sillares de piedra de más de un metro de ancho.

Nasrur también conocía las intenciones de los dos emasculados predilectos de Al-Hakam II, como otros más, había sufrido el acoso para unirse a ellos, pero la devoción a la Princesa, su fidelidad al Califa y la amistad que había fraguado con Abi Amir le habían decidido a declinar cualquier proposición. Por Subh sentía un amor indefinido y a Hisham le quería como si fuera su propio hijo.

—Abi Amir no consentirá que eso suceda y lo mismo puedo afirmar de los que están reunidos en el palacio del Hachib. Al-Mushafi se vería reducido a la nada, le echarían a patadas de la corte si lograse salvar el pellejo —Nasrur cerró el libro y se puso en pie. En su expresión se adivinaba el cariño por la Princesa y el desasosiego latente si Faiq y quienes les apoyaban salían victoriosos.

—¡Pongo a Dios por testigo: acabaré con ellos! ¡Les despachurraré como a escorpiones! —Subh rió al imaginarse las cabezas destrozadas de los dos grandes oficiales bajo sus sandalias y sus ojos brillaron como si las estrellas hubieran bajado a sus pupilas. Pensó en Abi Amir y un estremecimiento le recorrió la espina dorsal y se le asentó en la nuca con un cosquilleo. Miró a Nasrur con complicidad y no pudo disimular una sonrisa al ver el rostro del eunuco.

—Viejo zorro, olfateas mis secretos pensamientos como un perro la presa —Subh abrió la boca y de su garganta brotó una espléndida carcajada mientras las mejillas se le tiñeron de un rubor adolescente.

—¿Ordeno preparar el baño, señora? —preguntó Nasrur y sin esperar respuesta dio unas palmadas. Una esclava apareció por la puerta que comunicaba con las dependencias interiores del pabellón y la lúgubre atmósfera desapareció como por ensalmo.

Subh entró en la sala templada precedida de Nasrur y allí la desvistieron. A continuación entró en la pileta de agua caliente y varias esclavas se metieron con ella.

La enjabonaron y frotaron, como si fuera una elegida para pasar la noche en las habitaciones del Califa. La Princesa se abandonó a las fricciones de las sabias mujeres y cambió una mirada con Nasrur que desde el borde impartía instrucciones.

Habían pasado quince años desde la primera vez que entró en esa misma alberca, y como entonces, bajo la atenta mirada del eunuco. Aquella vez muerta de miedo.

Sintió las friegas de las esclavas como arañazos y los ojos de Nasrur dardos que se le clavaban en cada centímetro de su piel. Asustada, no se atrevió a protestar. La observaban como a un objeto, la limpiaban como se friega la loza y sintió su piel como algo ajeno. Le frotaron los pechos como si quisieran sacarles brillo y cuando se miró los pezones y los vio rojos como el fruto del escaramujo, estuvo a punto de llorar de rabia. Allí también la depilaron. Primero las axilas. La levantaron los brazos, la enjabonaron y con un cuchillo de finísima y afilada hoja le afeitaron el vello con precisión y acertadas pasadas hasta que el más sutil pelo despareció. A continuación, una esclava entrada en años mandó separarla las piernas y se aplicó al pubis. Con esmero despobló el monte de Venus, las ingles y las caras interiores de los muslos. Le dieron la vuelta y la examinaron con meticulosidad. Gracias que en esa parte carecía de vello, sin embargo la frotaron con una esponja marina repetidas veces para asegurase que los ojos no las traicionaban. Si entonces se creyó una gallina metida en agua caliente para desplumarla, ahora disfrutaba dejándose hacer y saboreaba el placer que le producía la cuchilla al rasurarle el pubis. La sentía deslizarse con la suavidad de una pluma. Recordó el esfuerzo de Nasrur por infundirla aliento: “El destino te ha elegido entre todas las mujeres. Esta noche serás la princesa más envidiada del Islam”. Aquella tarde las palabras le sonaron huecas y crueles. Los rumores del harén le restallaban en los oídos como el látigo de un acemilero: “El Califa es pedófilo, solo gusta de jovencitos”. Los rayos de sus ojos debieron ser deslumbrantes. Nasrur, ocultando una sonrisa, continuó: “Los califas de Córdoba tienen predilección por las mujeres del Norte. Adoran la piel blanca, el pelo rubio y los ojos claros. Murchana, la madre de Al-Hakam II, es vascona, como tú, la madre de Abd Al-Rahman III fue navarra. Por eso te han elegido. Murchana y su hijo, el Califa, han puesto las ilusiones y esperanzas en ti, ambos están convencidos de que serás la madre del próximo califa”. Temblando, aceptó la responsabilidad de concebir un hijo, aunque no sabía bien cómo. Al-Hakam II, según se decía, había probado en varias ocasiones con otras mujeres y el fracaso había coronado cada intento. La sacaron de la alberca y la tendieron en un banco de masajes. Al tiempo que las manos de las esclavas recorrían su cuerpo presionando cada músculo, la ambición entró en su alma. Había cumplido dieciséis años y comenzó a sentirse por vez primera una princesa. Aceptó las caricias cuando la cubrieron con aceite aromatizado y se estremeció excitada. Una esclava le extendió un bálsamo perfumado entre las piernas y al pasarle los dedos por el interior del sexo una descarga eléctrica le hizo levantar las caderas y apretarse contra la mano de la mujer.

Nasrur apartó de un empellón a la esclava y otra corrió a taparla con una toalla. Con las mejillas rojas como las amapolas se dejó conducir al cuarto donde se guardaban los vestidos del harén, los destinados a las afortunadas que pasarían una noche con el Califa en sus habitaciones.

Nasrur decidió vestirla como a un bello muchacho bagdadí, un
gulam wasin
. Las esclavas del guardarropa le pusieron un pantalón de seda con reflejos dorados y filamentos de madreperla, un hermoso
sarawil
, abiertas ambas perneras desde las caderas; un cinturón recamado de perlas de Omán donde se sujetaba un caballito,
kurray
; una blusa,
sidar
de seda transparente que apenas velaba los pechos pequeños y firmes de Subh; un velo vaporoso de Mosul que la cubría desde la cabeza hasta la cintura y un liviano
litam
tapándole la nariz y la boca, flotando unos centímetros por debajo de la barbilla. Subh se miró en un espejo de plata y clavó en Nasrur los rayos de sus pupilas en una inmensa interrogación.

—Te contaré una historia verdadera y comprenderás cuál ha sido el propósito al elegir el atuendo que te asusta: Cuando el gran Califa de Bagdad, Harun Al-Rashid, murió, su viuda Zobaida, preocupada por su hijo educado en el harén que mostraba una inclinación desmedida por los imberbes muchachos, ideó esta forma de vestir para las concubinas y así conseguir atraer su atención. El resultado no se hizo esperar. El joven Príncipe abandonó sus aficiones primeras y se entusiasmó con las mujeres ataviadas de ese modo. En adelante, las afortunadas destinadas a su alcoba tuvieron que presentarse de ese original estilo. Decía: «Me recuerdan a los jóvenes guerreros del Islam cuando se encaminan a la batalla, dispuestos al sacrificio para entrar en el Paraíso». Esa pureza la encontró en las bellas mujeres, las llamó
gulamiyas

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