La conciencia de Zeno (54 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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También en la soledad me aburrí bastante, pero después, en lugar de las imágenes, vino algo que por algún tiempo las sustituyó. Simplemente creí haber hecho un importante descubrimiento científico. Me creí llamado a completar toda la teoría de los colores fisiológicos. Mis predecesores, Goethe y Schopenhauer, nunca habían imaginado adonde se podía llegar manejando con habilidad los colores complementarios.

Conviene saber que yo pasaba el tiempo tumbado en el sofá de cara a la ventana de mi estudio, donde veía un trozo de mar y de horizonte. Durante un crepúsculo de ricos colores me entretuve largo rato admirando en el cielo tachonado de nubes un color magnífico, verde, puro y suave, que aparecía en un claro límpido. En el cielo había también mucho color rojo en los márgenes de las nubes por poniente, pero era un rojo aún pálido, descolorido por los directos y blancos rayos del sol. Al cabo de un rato, cerré los ojos, deslumbrado, y se vio que había dedicado mi atención y mi afecto al verde porque en mi retina se produjo su color complementario, un rojo brillante que no tenía nada que ver con el rojo luminoso, pero pálido, del cielo. Contemplé y acaricié aquel color fabricado por mí. La gran sorpresa me la llevé cuando, tras abrir los ojos, vi que el rojo llameante invadía todo el cielo y cubría también el verde esmeralda, que por largo rato no volví a ver. Pero ¡yo había descubierto el modo de teñir la naturaleza! Por supuesto, repetí varias veces el experimento. Lo más curioso es que también había movimiento en aquella coloración. Cuando volvía a abrir los ojos, el cielo no aceptaba al instante el color de mi retina. Había un instante de vacilación, en el que llegaba a ver de nuevo el verde esmeralda que había prohijado aquel rojo, el cual lo destruiría. Éste surgía del fondo, inesperado y se extendía como un incendio espantoso.

Cuando estuve seguro de la exactitud de mi observación, la llevé al doctor con la esperanza de reavivar nuestras aburridas sesiones. El doctor sacó la conclusión de que yo tenía la retina más sensible a causa de la nicotina. Estuve a punto de objetar que, en ese caso, también las imágenes, que nosotros habíamos atribuido a reproducciones de acontecimientos de mi juventud, podían ser efecto del mismo veneno. Pero así le habría revelado que no estaba curado y él habría intentado inducirme a empezar de nuevo la cura desde el principio.

Y, sin embargo, aquel bruto no siempre me creyó tan envenenado. Prueba de ello fue también la reeducación que intentó para curarme de la que llamaba mi enfermedad del tabaco. Éstas fueron sus palabras: el tabaco no me hacía daño y cuando me hubiera convencido de que era inocuo lo sería de verdad. Y, sin embargo, continuaba: ahora que se habían sacado a la luz del día las relaciones con mi padre y se las había presentado ante mi juicio de adulto, podía entender que había adoptado ese vicio para rivalizar con mi padre y había atribuido un efecto venenoso al tabaco a causa del sentimiento moral íntimo que quería castigarme por mi rivalidad respecto a él.

Aquel día abandoné la casa del doctor fumando como un carretero. Se trataba de hacer una prueba y yo me presté a ella de buen grado. Durante todo el día fumé sin interrupción. Siguió una noche, que pasé del todo en vela. Mi bronquitis crónica había resurgido y no se podía poner en duda, porque era fácil descubrir sus consecuencias en la escupidera. El día siguiente conté al doctor que había fumado mucho y que ahora no me importaba nada. El doctor me miró sonriendo y adiviné que el pecho se le inflaba de orgullo. Reanudó mi reeducación con calma. Avanzaba con la seguridad de ver florecer cada terrón sobre el que ponía el pie.

Recuerdo muy poco de aquella reeducación. La soportaba, y cuando salía de aquella habitación me sacudía como un perro al salir del agua y también yo permanecía húmedo, pero no mojado.

Sin embargo, recuerdo con indignación que, según mi educador, el doctor Coprosich había tenido razón al dirigirme las palabras que habían provocado tanto resentimiento en mí. Pero en ese caso, ¿habría merecido también la bofetada que mi padre quiso darme al morir? No sé si dijo también esto. En cambio, sé con certeza que, según él, yo había odiado también al viejo Malfenti, a quien había colocado en el lugar de mi padre. En este mundo muchos creen no poder vivir sin un afecto determinado; en cambio yo, según él, perdía el equilibrio si me faltaba determinado odio. Me casé con una u otra de las hijas y era indiferente cuál, porque de lo que se trataba era de colocar a su padre en un lugar en que mi odio pudiera alcanzarlo. Y después mancillé como mejor pude la casa que había hecho mía. Traicioné a mi mujer y es evidente que si lo hubiera conseguido habría seducido a Ada y también a Alberta. Por supuesto, no se me ocurre negar esto; es más: me hizo reír, cuando, al decírmelo, el doctor adoptó el aspecto de Cristóbal Colón, al llegar a América. Sin embargo, creo que debe de ser el único en este mundo que, al oír que quería acostarme con dos mujeres bellísimas, se preguntó: Vamos a ver por qué quiere éste acostarse con ellas.

Aún más difícil me resultó soportar lo que creyó poder decirme sobre mis relaciones con Guido. Por mi propio relato había sabido la antipatía que había acompañado al comienzo de mi relación con él. Según él, esa antipatía no dejó de existir nunca, y Ada había tenido razón al ver su última manifestación en mi ausencia del entierro. No recordó que entonces yo estaba entregado a mi amorosa tarea de salvar el patrimonio de Ada ni me digné recordárselo.

Al parecer, el doctor hizo investigaciones sobre Guido. Afirmaba que, habiéndolo elegido Ada, no podía ser como yo lo describí. Descubrió que un enorme depósito de maderas, muy cerca de la casa en que nosotros practicábamos el psicoanálisis, había pertenecido a la empresa Guido Speier & Cía. ¿Por qué no había yo hablado de eso?

Si lo hubiera hecho, habría sido una nueva dificultad en mi exposición, ya tan difícil. Esa eliminación no es sino la prueba de que una confesión hecha por mí en italiano no podía ser ni completa ni sincera. En un depósito de maderas hay una enorme variedad de calidades que nosotros en Trieste llamamos con términos bárbaros tomados del dialecto, del croata, del alemán y a veces hasta del francés (
zapin
no equivale en absoluto a
sapin
). ¿Quién me habría facilitado el vocabulario adecuado? A mi edad, ¿habría tenido que tomar un empleo en una empresa de maderas toscana? Por lo demás, el depósito de maderas de la empresa Guido Speier & Cía sólo dio pérdidas. Y, además, no tenía por qué hablar de él, porque permaneció siempre inactivo, salvo cuando intervinieron los ladrones e hicieron desaparecer esas maderas de nombres bárbaros, como si hubieran estado destinadas a construir mesitas para experimentos espiritistas.

Propuse al doctor que se informara sobre Guido por mi mujer, por Carmen o por Luciano, que es un gran comerciante de todos conocido. Que yo sepa, no se dirigió a ninguno de ellos y debo creer que no lo hizo por miedo a ver desplomarse, ante esas informaciones, todo su edificio de acusaciones y sospechas. ¿Por qué llegaría a sentir semejante odio hacia mí? También él debe de ser un histérico de aúpa, que por haber deseado en vano a su madre se venga con quien no tiene nada que ver.

Acabé sintiéndome muy cansado de aquella lucha que debía sostener con el doctor al que pagaba. Creo incluso que aquellos sueños no me sentaron bien y, además, la libertad de fumar cuanto quisiera acabó destruyéndome del todo. Tuve una buena idea: fui a ver al doctor Paoli.

Hacía muchos años que no lo veía. Había encanecido un poco pero la edad no había doblado ni redondeado demasiado su figura de granadero. Seguía contemplando las cosas con una mirada que parecía una caricia. Esa vez descubrí por qué me parecía así. Evidentemente, le da placer mirar y mira las cosas bellas y las feas con la complacencia con que los otros acarician.

Había ido a verlo con el propósito de preguntarle si creía que debía continuar con el psicoanálisis, Pero cuando me encontré ante sus ojos, fríamente escrutadores, no tuve valor para ello. Tal vez me sintiera ridículo contándole que a mi edad me había dejado engañar por semejante charlatanería. Me desagradó tener que callar, porque si Paoli me hubiera prohibido el psicoanálisis, mi posición se habría simplificado mucho, pero habría sido muy desagradable para mí verme acariciado por sus enormes ojos durante demasiado tiempo.

Le conté mis insomnios, mi bronquitis crónica, una erupción en las mejillas que entonces me atormentaba, ciertos dolores lancinantes en las piernas y, por último, extrañas pérdidas de memoria.

Paoli analizó mi orina delante de mí. La mezcla se coloreó de negro y Paoli se puso pensativo. Ahí tenía, por fin, un análisis auténtico y no un psicoanálisis. Recordé con simpatía y emoción mi lejano pasado de químico y los análisis auténticos: ¡yo, un tubito y un reactivo! Lo otro, lo analizado, duerme hasta que el reactivo lo despierta imperiosamente. No hay resistencia en el tubito o cede a la mínima elevación de la temperatura y no hay la menor simulación. En aquel tubito no sucedía nada que pudiera recordar mi comportamiento cuando, para agradar al doctor S., inventaba nuevos detalles de mi infancia, que debían confirmar el diagnóstico de Sófocles. En cambio, aquí todo era verdad. Lo que había que analizar estaba encerrado en la probeta, y, siempre igual a sí mismo, esperaba al reactivo. Cuando éste llegaba, decía la misma palabra. En el psicoanálisis no se repiten nunca ni las mismas imágenes ni las mismas palabras. Habría que llamarlo de otro modo. Llamémoslo aventura psíquica. Exactamente eso: cuando se inicia semejante análisis, es como si nos dirigiéramos a un bosque sin saber si toparemos con un bandido o con un amigo. Y ni siquiera lo sabemos, una vez pasada la aventura. En eso el psicoanálisis recuerda al espiritismo.

Pero Paoli no creía que se tratara de azúcar. Quería volver a verme el día siguiente, tras haber analizado aquel líquido por polarización.

Entretanto yo me fui radiante, cargado de diabetes. Estuve a punto de ir a ver al doctor S. para preguntarle cómo analizaría en mi interior las causas de esa enfermedad a fin de anularlas. Pero yo estaba harto de aquel individuo y no quería volver a verlo ni siquiera para burlarme de él.

Debo confesar que la diabetes fue para mí un gran solaz. Se lo dije a Augusta, cuyos ojos se llenaron de lágrimas al instante:

—Has hablado tanto de enfermedades en toda tu vida, que debías acabar contrayendo una —dijo, y luego intentó consolarme.

Me gustaba mi enfermedad. Recordé con simpatía al pobre Copler, que prefería la enfermedad real a la imaginaria. Ahora yo estaba de acuerdo con él. La enfermedad real era muy sencilla: bastaba dejarla hacer. En efecto, cuando leí en un libro de medicina la descripción de mi dulce enfermedad, descubrí en ella una especie de programa de vida (¡no de muerte!) en sus diferentes etapas. Adiós propósitos: por fin estaba libre de ellos. Todo iba a seguir su camino sin intervención mía.

Descubrí que mi enfermedad era siempre o casi siempre muy dulce. El enfermo come o bebe mucho, y no produce grandes sufrimientos, ni se procura evitar los bubones. Después muere en un coma dulcísimo.

Poco después Paoli me llamó por teléfono. Me comunicó que no había ni rastro de azúcar. Fui a verlo el día siguiente y me prescribió una dieta, que sólo seguí unos pocos días, y un mejunje que describió en una receta ilegible y que me hizo beber durante todo un mes.

—¿Le dio mucho miedo la diabetes? —me preguntó sonriendo.

Protesté, pero no le dije que, ahora que la diabetes me había abandonado, me sentía muy solo. No me habría creído.

Por aquella época me cayó en las manos la célebre obra del doctor Beard sobre la neurastenia. Seguí su consejo y cambié de medicina cada ocho días con sus recetas, que copié con escritura clara. Por algunos meses la cura me pareció buena. Ni siquiera Copler había tenido en su vida tan abundante consuelo de medicinas como yo entonces. Después pasó también aquella fe, pero entretanto yo había aplazado día tras día mi regreso al psicoanálisis.

Un día me tropecé con el doctor S. Me preguntó si había decidido abandonar la cura. Pero se mostró muy cortés, mucho más que cuando me tenía en sus manos. Evidentemente, quería recuperarme. Yo le dije que tenía asuntos urgentes, cuestiones de familia que me ocupaban y preocupaban y que, en cuanto tuviera calma, volvería a verlo. Me habría gustado rogarle que me devolviera mi manuscrito, pero no me atreví; habría equivalido a confesarle que no quería saber nada más de la cura. Reservé el intento para otra época, cuando hubiera comprendido que yo no pensaba más en la cura y se hubiese resignado.

Antes de dejarme, me dijo algunas palabras destinadas a recuperarme:

—Si examina su ánimo, lo encontrará cambiado. Ya verá cómo volverá a verme en seguida, en cuanto comprenda que yo supe acercarlo a la salud en un tiempo relativamente breve.

Pero, en realidad, yo creo que con su ayuda, a fuerza de estudiar mi ánimo, metió en él nuevas enfermedades.

Me dedico a curar de su cura. Evito los sueños y los recuerdos. Por ellos mi pobre cabeza se transformó hasta el punto de no sentirse segura sobre el cuello. Tengo distracciones espantosas. Hablo con la gente y mientras digo una cosa intento involuntariamente recordar otras que poco antes he dicho o hecho y que ya no recuerdo o incluso un pensamiento mío que me parece de enorme importancia, de la importancia que mi padre atribuyó a los pensamientos que tuvo poco antes de morir y que tampoco él consiguió recordar.

Si no quiero acabar en el manicomio, tengo que abandonar estos jueguecitos.

15 de mayo de 1915

Hemos pasado dos días de fiesta en nuestra casa de Lucinico. Mi hijo Alfio tiene que reponerse de una gripe y se va a quedar aquí con su hermana unas semanas. Nosotros volveremos por Pascua.

Por fin he conseguido volver a mis queridas costumbres y a dejar de fumar. Estoy ya mucho mejor, desde que he sabido eliminar la libertad que ese estúpido de doctor había querido concederme. Hoy que estamos a mitad de mes me he quedado asombrado ante las dificultades que ofrece nuestro calendario para una resolución regular y ordenada. Ningún mes es igual a otro. Para afirmar mejor la resolución habría que dejar de fumar junto con algo más, el mes, por ejemplo. Pero, salvo julio y agosto y diciembre y enero, no hay otros meses que se sigan y tengan el mismo número de días. ¡Un auténtico desorden en el tiempo!

Para concentrarme mejor, pasé la tarde del segundo día en soledad a orillas del Isonzo. No hay mejor concentración que contemplar el agua corriente. Te quedas quieto y el agua corriente te proporciona la distracción necesaria, porque no es igual a sí misma en el color y en la forma ni siquiera por un instante.

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