Read La conciencia de Zeno Online
Authors: Italo Svevo
¡Ni siquiera me enfadé! Escuché encantado. Era una enfermedad que me elevaba hasta la nobleza más alta. ¡Ilustre enfermedad, cuyos antepasados se remontaban a la época mitológica! Y no me enfado ahora que estoy solo con la pluma en la mano. Me río con ganas. La mejor prueba de que no he tenido esa enfermedad es que no he quedado curado. Esta prueba convencería incluso al doctor. Esté tranquilo: sus palabras no pudieron estropear el recuerdo de mi juventud. Cierro los ojos y veo al instante, puro, infantil, ingenuo, mi amor por mi madre, mi respeto y mi gran afecto por mi padre.
El doctor presta demasiada fe a esas dichosas confesiones mías, que no quiere devolverme para que las revise. ¡Dios mío! Él sólo estudió medicina y, por eso, ignora lo que significa escribir en italiano para nosotros, que hablamos y no sabemos escribir el dialecto. ¡Con cada una de nuestras palabras toscanas mentimos! Si supiera que contamos con predilección todas las cosas para las que tenemos dispuesta una frase y evitamos las que nos obligarían a recurrir al diccionario. Así es como elegimos los episodios de nuestra vida que vale la pena consignar por escrito. Ya se comprende que nuestra vida tendría aspecto muy distinto, si la contáramos en nuestro dialecto.
El doctor me confesó que, en toda su larga práctica, nunca había tenido ocasión de presenciar una emoción tan fuerte como la mía al toparme con las imágenes que él creía haber sabido provocarme. Por eso, me declaró curado tan pronto.
Y yo no simulé esa emoción. Es más: fue una de las más profundas que he sentido en toda mi vida. Empapado en sudor cuando creé la imagen, bañado en lágrimas cuando la tuve. Yo había acariciado ya la esperanza de poder revivir un día de inocencia y de ingenuidad. Durante meses y meses me sostuvo y me animó. ¿Acaso no se trataba de obtener con el recuerdo vivo las rosas de mayo en pleno invierno? El propio doctor aseguraba que el recuerdo sería brillante y completo, tal como para representar un día más de mi vida. Las rosas tendrían su efluvio pleno y hasta sus espinas también.
Así fue como a fuerza de correr tras esas imágenes las alcancé. Ahora sé que las inventé. Pero inventar es crear, no mentir. Las mías eran invenciones como las de la fiebre, que caminan por el cuarto para que las veas de todos lados y que después hasta te tocan. Tenían la solidez, el color, el descaro de las cosas vivas. A fuerza de deseo, proyecté las imágenes, que sólo existían en mi cerebro, en el espacio en que miraba, un espacio en que sentía el aire, la luz y hasta las esquinas angulosas que no han faltado en ningún espacio por el que yo haya pasado.
Cuando llegué al sopor que debía facilitar la ilusión y que no me parecía sino la asociación de un gran esfuerzo con una gran inercia, creía que aquellas imágenes eran reproducciones auténticas de días lejanos. Habría podido sospechar al instante que no eran tales porque, apenas disipadas, las recordaba, pero sin la menor excitación ni conmoción. Las recordaba como se recuerda algo contado que uno no ha presenciado. Si hubieran sido reproducciones auténticas, habría seguido riendo y llorando con ellas como cuando las había tenido. Y el doctor anotaba. Decía: «Hemos conseguido esto, hemos conseguido lo otro». En realidad sólo teníamos signos gráficos, esqueletos de imágenes.
Llegué a creer que se trataba de una reevocación de mi infancia, porque la primera de las imágenes me situó en época relativamente reciente, de la que antes había conservado un pálido recuerdo que pareció confirmar. Hubo un año en mi vida en que yo iba al colegio y mi hermano aún no. Y parecía pertenecer a aquel año el momento que reevoqué. Me vi salir de mi casa una mañana soleada de primavera, pasar por nuestro jardín para bajar a la ciudad de la mano de una anciana criada nuestra, Catina. Mi hermano, en la escena que soñé, no aparecía, pero era el héroe de ella. Lo sentía en casa libre y feliz, mientras yo iba a la escuela. Iba con sollozos en la garganta, el paso de mala gana e intenso rencor en el ánimo. Sólo vi uno de aquellos paseos hasta la escuela, pero el rencor de mi ánimo me decía que todos los días yo iba al colegio y que todos los días mi hermano se quedaba en casa. Hasta el infinito, cuando, en realidad, creo que, al cabo de poco tiempo, mi hermano, sólo un año menor, que yo fue al colegio también él. Pero entonces la verdad del sueño me pareció indiscutible: yo estaba condenado a ir siempre al colegio, mientras que mi hermano tenía permiso para quedarse en casa. Mientras caminaba junto a Catina, calculaba la duración de la tortura: ¡hasta el mediodía! ¡Mientras él estaba en casa! Y recordaba también que los días anteriores debían de haberme amenazado y regañado en el colegio y que entonces había pensado también: a él no pueden tocarlo. Había sido una visión de enorme evidencia. Catina, a quien yo había conocido de baja estatura, me había parecido alta sin duda porque yo era tan pequeño. Viejísima me había parecido incluso entonces, pero ya se sabe que los niños siempre ven muy viejos a los ancianos. Y, por el camino que debía recorrer para ir al colegio, vi también las extrañas columnitas que en aquella época bordeaban las aceras de nuestra ciudad. Cierto es que yo nací lo bastante pronto como para ver aún de adulto aquellas columnitas en nuestras calles céntricas. Pero en el camino que recorrí aquel día con Catina dejaron de existir en cuanto salí de la infancia.
La fe en la autenticidad de aquellas imágenes perduró en mi ánimo hasta cuando mi fría memoria, estimulada por aquel sueño, no tardó en descubrir también otros detalles de la época. El principal: también mi hermano me envidiaba porque yo iba a la escuela. Estoy seguro de haberlo notado, pero no bastó para invalidar al instante la verdad del sueño. Más adelante le quitó todo aspecto de verdad: en realidad, había habido envidia, pero en el sueño había quedado cambiada de sitio.
La segunda visión me trasladó también a una época reciente, aunque muy anterior a la de la primera: una habitación de mi casa, pero no sé cuál, por ser mucho mayor que cualquiera de las que hay en la realidad. Es extraño que me viese encerrado en esa habitación y que al instante conociera un detalle que no podía averiguar simplemente mediante la visión: la habitación quedaba lejos del lugar donde se encontraban mi madre y Catina. Y otro más: aún no había ido al colegio.
La habitación era toda blanca; es más, nunca vi una habitación tan blanca ni tan iluminada por el sol. ¿Atravesaría el sol de entonces las paredes? Desde luego, ya estaba alto, pero yo me encontraba aún en mi cama con una mano en una taza, de la que había sorbido todo el café con leche y en la que seguía sacando el azúcar con una cuchara. En un momento dado la cuchara no sacó más y entonces yo intenté llegar al fondo de la taza con la lengua. Pero no lo conseguí. Por eso acabé sujetando la taza en la mano y la cuchara en la otra y me quedé mirando a mi hermano, acostado en la cama contigua a la mía, que, más lento, estaba bebiendo su café con la nariz en la taza. Cuando por fin levantó la cabeza, la vi contraerse con los rayos del sol, que la bañaron de lleno, mientras que la mía (Dios sabrá por qué) se encontraba en la sombra. Tenía la cara pálida y algo afeada por un leve prognatismo. Me dijo:
—¿Me prestas tu cuchara?
Entonces advertí que Catina había olvidado traerle la cuchara; al instante y sin vacilación le respondí:
—¡Sí! Si a cambio me das un poco de tu azúcar.
Mantuve en alto la cuchara para realzar su valor. Pero en seguida resonó en la habitación la voz de Catina:
—¡Qué vergüenza! ¡Usurero!
El espanto y la vergüenza me hicieron recaer en el presente. Me habría gustado discutir con Catina, pero ella, mi hermano y yo, tal como era entonces, pequeño, inocente y usurero, desaparecimos y volvimos a caer en el abismo.
Lamenté haber sentido tan fuerte la vergüenza, como para destruir la imagen a que había llegado con tanto esfuerzo. Habría hecho mejor ofreciendo, en cambio, la cuchara con amabilidad y gratis y no discutiendo aquella mala acción mía que probablemente fuera la primera que cometí. Tal vez Catina habría invocado la ayuda de mi madre para infligirme un castigo y yo la habría vuelto a ver por fin.
Sin embargo, la vi o creí verla varios días después. Habría podido entender al instante que era una ilusión, porque la imagen de mi madre, como la había evocado, se parecía demasiado a su retrato, que tengo encima de mi cama. Pero debo confesar que en la aparición mi madre se movió como una persona viva.
Mucho, pero que mucho sol, ¡hasta el punto de que cegaba! De la que yo creía mi juventud me llegaba tanto de aquel sol, que resultaba difícil dudar que lo fuera. Nuestro comedor por la tarde: mi padre ha vuelto a casa y está sentado en un sofá junto a mamá, que está grabando con tinta indeleble iniciales en piezas de ropa interior distribuidas por la mesa a que está sentada. Yo me encuentro bajo la mesa, donde juego con bolitas. Cada vez me acerco más a mamá. Probablemente deseo que ella se asocie a mis juegos. En un momento dado, para ponerme en pie entre ellos, me agarro a la ropa que cuelga de la mesa y entonces se produce un desastre. El frasco de tinta me cae sobre la cabeza, me baña la cara y la ropa, la falda de mamá, y deja también una ligera mancha en los pantalones de papá. Mi padre levanta una pierna para darme una patada…
Pero yo había vuelto a tiempo de mi lejano viaje y me encontraba seguro aquí, adulto, viejo. Debo decirlo: por un instante sufrí por el castigo con que se me había amenazado y en seguida lamenté no haber podido presenciar la protección que sin duda me ofrecería mamá. Pero ¿quién puede detener esas imágenes cuando huyen a través de ese tiempo, que nunca se pareció tanto al espacio? ¡Esa era mi idea mientras creí en la autenticidad de aquellas imágenes! Ahora, por desgracia (oh, cuánto lo siento!), ya no creo en ellas y sé que no eran las imágenes las que se escapaban, sino mis ojos despejados que miraban de nuevo en el espacio auténtico, en el que no hay sitio para fantasmas.
Voy a contar imágenes de otro día, a las que el doctor atribuyó tal importancia, que me declaró curado.
En el duermevela a que me abandoné tuve un sueño de la inmovilidad de una pesadilla. Soñé que había vuelto a ser niño y sólo para ver cómo soñaba aquel niño. Yacía mudo con su menudo organismo invadido por la alegría. Le parecía haber visto realizado por fin su antiguo deseo. Y, sin embargo, ¡yacía ahí solo y abandonado! Pero veía y sentía con la evidencia con que se ven y se sienten en el sueño hasta las cosas lejanas. El niño, que yacía en una habitación de mi casa, veía (Dios sabe cómo) que sobre la cama había una jaula apoyada sobre bases muy sólidas, sin puertas ni ventanas, pero iluminada por toda la luz deseable y llena de aire puro y perfumado. Y el niño sabía que él solo podría llegar a ella y sin moverse siquiera, porque tal vez la jaula vendría hasta él. En aquella jaula había un solo mueble: una butaca, y en ella estaba sentada una mujer hermosa, de formas maravillosas, vestida de negro, rubia, de ojos grandes y azules, manos blanquísimas y pies pequeños enfundados en zapatillas lacadas, de las cuales, bajo las faldas, sólo se veía un ligero resplandor. Debo decir que aquella mujer me parecía una sola cosa con su vestido negro y sus zapatillas de laca. ¡Todo era ella! Y el niño soñaba con poseer a aquella mujer, pero del modo más extraño: es decir, estaba seguro de poder comerla a bocaditos de la cabeza a los pies.
Ahora, al pensarlo, me asombra que el doctor que ha leído, según dice, con tanta atención, mi manuscrito, no haya recordado el sueño que tuve antes de ir a reunirme con Carla. A mí algún tiempo después, cuando volví a pensar en él, me pareció que aquel sueño no era sino el otro un poco variado, un poco más infantil.
En cambio, el doctor anotó todo con detalle y después me preguntó con aire un poco bobo:
—La madre de usted, ¿era rubia y hermosa?
La pregunta me asombró y respondí que también mi abuela había sido así. Pero para él estaba curado, del todo curado. Abrí la boca para alegrarme con él y me resigné a lo que debía seguir, es decir, ya no investigaciones ni meditaciones, sino una auténtica y asidua reeducación.
Desde entonces aquellas sesiones fueron una auténtica tortura y yo las continué sólo porque siempre me ha resultado difícil detenerme cuando me muevo o ponerme en movimiento cuando me detengo. A veces, cuando él me decía una auténtica barbaridad yo aventuraba alguna objeción. No era cierto en absoluto —como creía él— que todas mis palabras, todos mis pensamientos fueran propios de delincuente. Entonces ponía unos ojos como platos. ¡Estaba curado y no quería verlo! Era auténtica ceguera: me había enterado de haber deseado quitar la esposa —¡mi madre!— a mi padre, ¿y no me sentía curado? Inaudita obstinación, la mía: pero el doctor reconocía que estaría aún más curado cuando hubiera acabado mi reeducación, después de la cual me acostumbraría a considerar esas cosas (el deseo de matar al padre y de besar a la madre) de lo más inocentes, cosas por las que no había que sufrir remordimiento, porque ocurrían con frecuencia en las mejores familias. En el fondo, ¿qué perdía? Un día me dijo que ahora yo era como un convaleciente que aún no se había habituado a vivir sin fiebre. Pues bien: esperaría a habituarme.
Él sentía que yo no estaba aún del todo en sus manos y además de la reeducación, de vez en cuando volvía a la cura. Intentaba de nuevo hacerme soñar, pero no volvimos a tener ningún sueño auténtico. Cansado de tanto esperar, acabé inventando uno. Si hubiera podido prever las dificultades de semejante simulación, no lo habría hecho. No es nada fácil balbucear como si se encontrara uno en pleno duermevela, cubrirse de sudores o empalidecer, no traicionarse, ponerse rojo por el esfuerzo y no ruborizarse: hablé como si hubiera vuelto a ver a la mujer de la jaula y la hubiese inducido a ofrecerme por un agujero, aparecido de improviso en la pared del cuartito, un pie para que lo chupara y me lo comiese. «¡El izquierdo, el izquierdo!», murmuré, dando un detalle curioso, que podía hacerla parecerse mejor a los sueños anteriores. Así demostraba también haber comprendido perfectamente la enfermedad que el doctor me exigía. Edipo niño era así: chupaba el pie izquierdo de su madre para dejar el derecho a su padre. En mi esfuerzo por imaginar realmente (lo que no era una contradicción, sino todo lo contrario), me engañé a mí mismo incluso al sentir el sabor de aquel pie. Casi tuve que vomitar.
No sólo el doctor, sino también yo habría deseado que hubieran vuelto a visitarme aquellas queridas imágenes de mi juventud, auténticas o no, pero que no había necesitado construir. En vista de que junto al doctor yo no venían, intenté evocarlas lejos de él. A solas corría el peligro de olvidarlas, pero ¡ya no aspiraba a una cura! Seguía queriendo rosas de mayo en diciembre. Ya las había tenido una vez. ¿Por qué no habría podido tenerlas de nuevo?