Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Al tocar la mejilla de su nieta, la sintió fría en la palma de su mano.
Anna apartó la cabeza de sus rodillas y le miró, secándose el llanto con la manga. Esta vez fue ella quien aplicó el dorso de la mano a la frente de su abuelo. El frío de la mano en la cara de Finn fue igual que el de la cara de Anna en su palma.
—¡
Dĕdeček
, estás ardiendo! Tengo que meterte en la cama y buscar a un médico. —Sin embargo, Anna no se movió—. Tengo que... buscar a un médico...
—Anna...
Con movimientos de sonámbula, puso un brazo en torno al cuello de Finn y se puso de pie para levantarle de la silla y llevárselo a rastras. Subieron juntos con dificultad, mientras él veía que todo daba vueltas.
—Buscar a un médico. Es lo primero...
Anna ya no lloraba, pero su tono de voz se había vuelto extraño, muy distante.
—No, Anna... Jerome...
—Por Martin no te preocupes. —Se pasó el dorso de la mano por la cara—. Ahora ya no necesita a Jerome. Los ángeles se llevarán su alma al cielo. En cambio, tú y yo seguimos aquí, y tenemos que valemos por nosotros mismos. Ahora tengo que cuidarte. Debería haber cuidado a Martin. A ti todavía te tengo, y te cuidaré.
Finn abrió la boca para contestar, pero le faltaba el aliento. Sintió que la cama subía rápidamente a su encuentro.
* * * * *
Horas después, al despertar, vio a Anna lavándole la frente.
—¡
Dĕdeček
, estás despierto! Gracias a Dios.
La joven sonrió valientemente, como si el horror que había presenciado fuera una simple pesadilla.
Se parecía a su esposa, a la hermosa Rebekka, el día en que Finn había dado su palabra de protegerla (pero no de la muerte; de eso no había sabido protegerla); también se parecía a Rose, la hija de ambos, muerta al dar a luz a Anna. Al recibir la dulce caricia de sus manos en la cara, Finn vio a Kathryn; la vio el día de su visita a la cárcel de Norwich, con su pequeña nieta en brazos, ofreciéndosela a él como si fuera un sacrificio.
—Mientras dormías, ha venido Jerome,
Dĕdeček
, y te ha traído esto. —Anna metió en su boca una cucharada de un líquido repugnante, con color de tinta de calamar. Finn casi se atragantó—. Según él no corremos un peligro inminente. Las autoridades esperarán a ver en qué para todo y si consiguen silenciar a Hus. No se arriesgarán a despertar de nuevo las iras de la gente en tan poco tiempo.
Finn trató de incorporarse, pero como sus fuerzas sólo le permitían susurrar, hizo señas a su nieta de que se inclinara.
—Tienes que irte, Anna. Tienes que ir a Inglaterra. Ve a buscar papel y pluma, y apunta el nombre que te voy a decir.
—Silencio,
Dĕdeček
—le rogó ella—. «Tenemos» que ir. No pienso separarme de ti.
Finn vio miedo, pena e incredulidad en los ojos de Anna, pero no tenía tiempo de aliviarlos.
—Hazme caso, Anna. Papel.
Tenía la voz ronca. Cerró los ojos para recuperarse un poco mientras oía un susurro de papeles y el ruido de un tintero. Al abrir los ojos, Anna estaba agachada, con la pluma en la mano. «Me está siguiendo la corriente», pensó. Qué más daba. Al menos haría lo que le pedía y recordaría sus indicaciones.
—Sir John Oldcastle. Lord Cobham.
—No,
Dĕdeček
, es una tontería. No pienso...
—Anótalo, Anna. Castillo de Cooling, Kent, Inglaterra. —Cada sílaba era como un graznido sobrepuesto a los rasguños del plumín—. Es donde tienes que ir si me pasa algo.
—No te va a...
Ignoró el tono suplicante de Anna.
—Sir John es un hombre poderoso y bueno. Te protegerá por nuestra causa común. ¿Ya has escrito su nombre? Repítemelo.
—Sir John Oldcastle.
La voz de su nieta temblaba de emoción.
—Del pasaje se encargará Jerome. Vende lo que haya de valor en esta casa. Hay monedas en mi bolsa y otras en el arcón, debajo de la Biblia. El alquiler está pagado, pero la señora Kremensky es una mujer justa, que te devolverá cualquier remanente que no uses. La Biblia no la vendas. Llévatela para enseñársela a sir John. Será la prueba de que eres quien dices ser.
—
Dĕdeček
, por favor, que me estás asustando. No hables así. Jerome ha ido a buscar al médico.
Anna ya lloraba abiertamente, mojándose el pecho de lágrimas, pero Finn estaba demasiado cansado para reaccionar. Cerró los ojos y durmió a medias. Cada vez que los abría se encontraba a Anna, cogiéndole la mano y humedeciendo sus labios resecos con las yemas de los dedos mojadas en agua fresca. Olían a jazmín. Su florecita de jazmín. Una niña pequeñita jugando en el suelo con sus conchas vacías de pintura, «pintando» con una pluma rota con la luz de un rayo de sol errante.
—¿Y el papel? —intentó preguntarle.
¿Lo había anotado? Pero fue un farfulleo ininteligible, incluso para él.
—Está aquí,
Dĕdeček
. Lo tengo aquí. Sir John Oldcastle.
La última vez que Finn se despertó, tenía apoyada en el pecho la cabeza de su nieta, como si le auscultara el corazón. Sintió grabarse en su piel la huella de la cruz que Anna llevaba colgada en el cuello. La cruz que le había dado él. La que había hecho para su abuela Rebekka. Era lo único que Anna tenía de su madre, Rose. «Me gustaría que siempre la llevaras —le había dicho Finn al dársela—, en recuerdo de tu herencia.» Herencia de la que, por otro lado, Dios era testigo de que él le había contado muy poco; testigo, también, de que siempre había querido contárselo... algún día.
En la habitación había menos luz. Debía de estar atardeciendo. La luz se filtraba por el pelo rojo de Anna, tiñendo toda la sala de un color rosado como el que deja la puesta del sol.
Cerró los ojos, pero la luz no sólo no desapareció, sino que se hizo más intensa en el centro. Creyó ver a su abuela dentro de ella, tendiéndole la mano, y, junto a ella, a su joven esposa, Rebekka. También estaba Rose, la hija de ambos. Las tres le sonreían y le llamaban por señas. Eran mujeres hermosas, aún más hermosas de como las recordaba.
El aroma a jazmín llenó toda la sala. Finn respiró hondo, y su fragancia embriagadora le produjo un delicioso mareo. El dolor que desde hacía tanto tiempo era su compañero, hasta el punto de que ya no se acordaba de cómo era vivir sin él, había desaparecido. En su lugar surgió una sensación de sumo bienestar, tan intensa que casi le devolvió el aliento.
Entonces se dio cuenta de que faltaba una de las mujeres envueltas en el resplandor.
No estaba Kathryn. No estaba de pie en la luz.
Oyó de nuevo las palabras de la priora: que antes de cerrar los ojos, Kathryn había firmado una donación.
«Cerrar los ojos», había dicho, no «morirse», y había añadido: «Sus tierras son suficientes para satisfacer sus necesidades». En su dolor, Finn lo había interpretado como el dinero para rezar por su alma. «Hemos hecho todo lo posible», había dicho la priora. Sin llegar a mentir, le había dejado creer que Kathryn estaba muerta.
De repente, lo tuvo tan claro como la luz que le rodeaba y su anciano corazón se rió al comprenderlo. Kathryn no estaba entre las almas de los muertos porque le había engañado. ¡Tantos años viviendo separados cuando podrían haber estado juntos! Pero no, no era cierto. Había sido la única manera. En la pureza de la luz que le envolvía no había asideros para la ira. Tampoco para el arrepentimiento. Ya era suficiente que Kathryn estuviera viva.
Y Kathryn vivía en Inglaterra.
Anna no tendría que defenderse sola al quedarse sin su abuelo.
«Busca a Kathryn.» Trató de musitarlo al oído de Anna, pero en la sala no se oía nada más que los sollozos quedos de la joven, que a diferencia de otras ocasiones, cosa curiosa, no turbaron la paz de Finn.
Después se lo tragó la luz y ya no pudo oír los sollozos inquietos de Anna.
No os presentamos a ningún glotón
mimado, ni a un anciano consejero
que al vicio incite de los jóvenes, sino
a quien fuera dechado de virtudes,
mártir valiente y virtuoso gentilhombre.
Prólogo de
Sir John Oldcastle
(1600)
Tocaba ya a su fin la tarde del siguiente día cuando lady Cobham encontró a su halcón peregrino favorito con el cuello roto. Se había estrangulado con las cuerdas de la pequeña caperuza que le tapaba la cabeza. La presencia del mozo de cuadra fue lo único que la retuvo de decir palabrotas. Lo peor de todo era que la yegua favorita de sir John no estaba nada bien. Para colmo, esa misma mañana le habían informado de que las gallinas cluecas no querían poner. Lady Joan no era supersticiosa ni amiga de observar las estrellas y echar los dados (a sus profetas los buscaba en las Sagradas Escrituras), pero aun así se daba cuenta de que no eran sucesos de buen augurio. Claro que ¿cómo podía ser un día bueno en ausencia de sir John, por muy bien alineadas que estuviesen las estrellas? Que evidentemente no lo estaban, ya que los malos presagios habían demostrado ser ciertos...
No había sido un buen día.
Para alargar aún más el catálogo de agravios, su chambelán le estaba diciendo que un emisario de Canterbury solicitaba ser recibido por su señoría. El primer impulso de lady Cobham fue mandar decir que lord Cobham estaba fuera de casa y su esposa indispuesta, pero lo desaconsejaba la prudencia. Si quien enviaba al legado era sir Thomas Arundel, no se le podía despachar de aquel modo. Sir John ya estaba enemistado con el arzobispo por ignorar convocatorias anteriores a Canterbury. En vez de obsequiar a tan ilustres personajes con su campechanía y su rotunda presencia física, había enviado una declaración por escrito (no menos sustanciosa) cuyo propósito era doble: no incurrir en las iras al arzobispo, a la vez que salvaguardar las creencias religiosas del propio sir John.
—Dile al fraile que le recibiré en la solana —dijo lady Cobham, pensando que el sol de la tarde ya habría calentado el aire y que de ese modo el monje probablemente se quedara menos tiempo.
No había sido un buen día, no, ni prometía ser una buena noche. Volvería a dormir sola, acurrucada —pero sólo en sueños— contra la reconfortante circunferencia de su esposo; sueños a los que no podría entregarse hasta haber tratado con el intruso.
* * * * *
Gabriel siguió al criado con librea roja y plateada hasta la solana del castillo de Cooling. Había hecho mal en no esperar a la mañana siguiente, para que no hiciera tanto calor. En fin, mejor dejar atrás aquel mal trago que temerlo... No le gustaban los engaños, pero las instrucciones del arzobispo eran claras: «No os enfrentéis directamente con Oldcastle. Dejad que se inculpe él mismo. Vos sólo vais en busca de pruebas de su herejía». Gabriel sintió aparecer gotas de sudor en su frente ante la simple idea de ser el instrumento para quemar a alguien, por hereje que fuese.
—Os traeré un cuenco de agua y un paño para que os refresquéis, hermano. ¿Os apetece beber algo frío? —preguntó el criado.
—Sí, por favor.
Se fue sin hacer ruido, mientras Gabriel se limpiaba la cara de polvo y de sudor.
Le habían dicho que sir John había hecho un buen matrimonio. El título de caballero se lo había ganado en las guerras contra Francia, junto a un estipendio anual de cuarenta libras y una esposa rica y de sangre real. La viuda Cobham le había aportado un escaño en el Parlamento, así como las tierras de los Cobham. Sólo los tapices de aquella sala ya valían una fortuna, por no hablar de los libros de la mesa, algunos ricamente encuadernados en piel estampada con incrustaciones de piedras preciosas, y otros sin el menor adorno. Gabriel abrió uno de los más sencillos.
¡Por todos los santos! Audacia no le faltaba. Era la Biblia de Wycliffe, y estaba ahí, a la vista de todos... La cerró rápidamente. «¡Bobo! ¿Qué te crees, que de sus páginas emanará alguna miasma de herejía capaz de infectar tu alma a través de tus ojos?» En cambio, lo que dio por seguro fue que sería un juego de niños encontrar pruebas de herejía en el castillo. Para quien gustara de esa clase de juegos...
El criado volvió con un aguamanil.
—En breve os recibirá mi señora —dijo, echando agua en un cuenco donde flotaban algunos trocitos de espliego seco.
Gabriel recibió un trozo de tela.
El trapo fresco en la cara le sentó muy bien. El criado sirvió un vaso de sidra y se fue. Gabriel se humedeció las axilas con el agua aromatizada. No quería ofender a una dama, aunque fuera la esposa de un hombre contra quien estaba reuniendo pruebas inculpatorias.
Sobre la mesita donde estaban el cuenco y el aguamanil había una ventana estrecha con vistas a una marisma solitaria. Un soplo de brisa marina refrescó a Gabriel. El castillo de Cooling, majestuosamente aislado, era el centinela de una península que se adentraba en el mar del Norte. Se trataba de uno de los castillos con licencia para proteger las costas de Inglaterra contra incursiones francesas. Nada más fácil, desde ahí, que alguien tramase la caída de su propia Iglesia... Según el arzobispo, Oldcastle celebraba en el castillo reuniones clandestinas en las que confluían artesanos, campesinos e incluso algunos nobles para leer la Biblia de Wycliffe. Una especie de adulteración de la santa misa.
—Hermano, lamento tener que deciros que sir John no se halla en el castillo, sino en Herefordshire, atendiendo las propiedades que ahí tiene. Sin embargo, será un honor para el castillo de Cooling brindaros su hospitalidad hasta vuestro regreso a Canterbury.
Era una voz grave para ser de mujer; ronca, y también susurrante.
Gabriel no había oído entrar a nadie. Levantó la cabeza sin soltar el paño con el que acababa de lavarse, sintiendo tal ardor en su piel blanca que era como si sus pensamientos flotasen en el aire, a la vista de la dama. Ya sabía que lord Cobham estaba ausente; se lo había dicho la abadesa, pero le había parecido que ello podía facilitar su primera incursión en el campamento enemigo. Así podría sondear a la esposa, más fácil de leer, dada su pertenencia al sexo débil.
—Veo que mi criado ya os ha dado un anticipo de esa hospitalidad. ¿Deseáis comer algo antes de emprender el viaje de regreso?
—Sois muy amable, lady Cobham, pero no tengo hambre. Ya me han dado de comer las hermanas del refectorio de la abadía. Como ya he rezado las vísperas y aún quedaban unas horas de sol, se me ha ocurrido pasar a ver a lord Cobham.
Un ceño contrajo el agraciado rostro de lady Cobham, cuya forma era de corazón. De las comisuras de su boca partía una red de pequeñas arrugas. Un mechón castaño escapado de la redecilla enmarcaba su cara. Gabriel también reparó en la presión del pecho contra el rígido corpiño, y apartó enseguida la vista. La tentación de la carne era otro de los demonios contra los que luchaba, un demonio que siempre tendía sus trampas cuando Gabriel flaqueaba en su resolución espiritual, como era el caso. Había ido a tenderle una trampa a sir John, no a quedarse embobado con su bella y rolliza esposa. Dejó el paño encima de la mesa y ocultó sus manos en las holgadas mangas del hábito.