Read La colonia perdida Online
Authors: John Scalzi
—Apuesto a que lo es —dije, recordando a Kathy, a quien Jane tanto se parecía, aunque fueran personas distintas.
—Me gustaría visitarla un día.
—No estoy seguro de que fuera posible. Lleva muerta mucho tiempo.
—No. Quiero decir que me gustaría visitar el lugar donde está ahora. Donde está enterrada.
—No estoy seguro de que podamos hacer eso tampoco. Cuando salimos de la Tierra, no se nos permite regresar.
—Yo nunca he salido de la Tierra —dijo Jane, contemplando a
Babar,
que golpeaba perezosamente el suelo con la cola—. Sólo lo hizo mi ADN.
—No creo que la Unión Colonial haga ninguna distinción —dije, sonriendo ante uno de los raros chistes de Jane.
—Ya lo sé —contestó, con un rastro de amargura en la voz—. La Tierra es una fábrica demasiado valiosa para arriesgarse a que la infecte el resto del universo —me miró—. ¿Nunca has querido regresar? Te pasaste la mayor parte de tu vida allí.
—Sí que lo hice. Pero me marché porque allí ya no había nada para mí. Mi esposa estaba muerta y mi hijo creció. No fue demasiado difícil decir adiós. Y lo que ahora me preocupa está aquí. Este es ahora mi mundo.
—¿Lo es? —dijo Jane. Contempló las estrellas—. Recuerdo cuando estaba en el camino, allá en Huckleberry, preguntándome si podría llamar mi hogar a otro mundo. Llamar mi hogar a este mundo.
—¿Puedes? —pregunté.
—Todavía no. Todo en este mundo
cambia.
Todos los motivos que teníamos para estar aquí han resultado ser una verdad a medias. Me preocupa Roanoke. Me preocupa la gente que hay aquí. Lucharé por ellos y defenderé Roanoke lo mejor que pueda cuando llegue el momento. Pero éste no es mi mundo. No confío en él. ¿Y tú?
—No lo sé —contesté—. Pero sí sé que me preocupa que esta investigación me lo quite.
—¿Crees que a alguien de aquí le preocupa lo que piense la Unión Colonial sobre quién debe dirigir esta colonia? —preguntó Jane.
—Posiblemente no. Pero seguiría doliéndome.
—Hmmm —dijo Jane, y reflexionó un momento—. Sigo queriendo ver a Kathy algún día —dijo al cabo de un rato.
—Veré qué puedo hacer.
—No digas eso a menos que sea en serio.
—Es en serio —respondí y me sorprendí un poco porque, de hecho, así era—. Me gustaría que la conocieras. Ojalá pudieras haberla conocido antes.
—Ojalá —dijo Jane.
—Está decidido, entonces. Ahora todo lo que tenemos que hacer es encontrar un modo de regresar a la Tierra sin que la UC nos vuele la nave en pedazos. Tendré que trabajar en eso.
—Hazlo —dijo Jane—. Pero más tarde.
Se levantó y me tendió la mano. La acepté. Entramos en la casa.
—Nuestras disculpas, administrador Perry, por el retraso —dijo Justine Butcher, subsecretaría de Jurisprudencia Colonial del Departamento de Colonización—. Tal vez se haya dado cuenta de que las cosas están un poco revueltas por aquí.
Yo me había dado cuenta. Cuando Trujillo, Kranjic, Beata y yo desembarcamos de nuestra nave de transporte en la Estación Fénix, el eterno zumbido general de la estación parecía haberse triplicado; ninguno de nosotros recordaba haber visto la estación tan atiborrada de soldados de las FDC y funcionarios de la UC como parecía haber ahora. Fuera lo que fuese que estuviera pasando, era importante. Nos miramos unos a otros porque, fuera lo que fuese, casi sin ninguna duda tenía que ver con nosotros y con Roanoke de algún modo. Nos separamos sin decir palabra, cada uno a cumplir sus tareas.
—Naturalmente —contesté—. ¿Algo en particular que este atusando el alboroto?
—Varias cosas, sucediendo a la vez —dijo Butcher—. Ninguna de las cuales es de su incumbencia en este momento.
—Ya veo. Muy bien.
Butcher asintió, y señaló a las otras dos personas sentadas ante la mesa. Yo me encontraba de pie.
—Esta investigación ha sido fijada para interrogarle por su conversación con el general Tarsem Gau del Cónclave —dijo Butcher—. Es un interrogatorio formal, lo que significa que tiene que contestar a todas las preguntas con sinceridad, de la manera más directa y completa posible. Sin embargo, esto no es un juicio. No se le ha acusado de ningún delito. Si en algún momento futuro se le acusara de algún delito, sería juzgado a través del Tribunal de Asuntos Coloniales del Departamento de Colonización. ¿Comprende?
—Comprendo —dije.
El Tribunal de Asuntos Coloniales del Departamento de Colonización estaba compuesto sólo por jueces, designados para dejar que los jefes de las colonias y sus jueces nombrados tomaran decisiones rápidas para que los colonos pudieran seguir colonizando. Un Tribunal de AC tenía la fuerza de la ley, aunque limitado a ese caso específico solamente. Un juez o jefe de colonia del Tribunal de AC que actuara como juez no podía eludir las reglas y leyes imperantes del Departamento de Colonización, pero como el DdC reconocía que la amplia gama de situaciones coloniales no eran uniformes en sus necesidades reglamentarias, esas reglamentaciones y leyes imperantes eran sorprendentemente pocas. Los Tribunales de Asuntos Coloniales eran también sencillos en su organización: sus veredictos no se podían apelar. Esencialmente, un juez o jueza del Tribunal de AC podía hacer lo que se le antojara. No era una situación legal óptima para un acusado.
—Bien —dijo Butcher, y miró su PDA—. Entonces comencemos. Cuando estuvo usted conversando con el general Gau, le ofreció primero aceptar su rendición, y luego le ofreció permitirle salir del espacio de Roanoke sin daños para él ni para su flota —me miró por encima de la PDA—. ¿Es correcto, administrador?
—Es correcto.
—El general Rybicki, a quien ya hemos convocado —esto era nuevo para mí, y de pronto estuve seguro de que Rybicki no estaría ahora tan contento de haberme sugerido para el puesto de administrador de la colonia—, declaró que sus órdenes eran entretener a Gau en una conversación insustancial solamente, hasta que la flota fuera destruida, y a partir de ese punto informarle de que sólo su nave había sobrevivido al ataque.
—Sí —dije.
—Muy bien. Entonces puede empezar explicando en qué estaba pensando cuando se ofreció a aceptar la rendición de Gau y luego le ofreció dejar partir su flota ilesa.
—Supongo que esperaba evitar un baño de sangre.
—No era cosa suya hacer esa invitación —dijo el coronel Bryan Berkeley, que representaba a las Fuerzas de Defensa Colonial en la investigación.
—No estoy de acuerdo —dije—. Mi colonia estaba siendo potencialmente atacada. Soy el líder de la colonia. Mi trabajo es mantener a mi colonia a salvo.
—El ataque eliminó a la flota del Cónclave —dijo Berkeley—. Su colonia nunca estuvo en peligro.
—El ataque podría haber fracasado. No es por ofender a las FDC ni las Fuerzas Especiales, señor, pero no todos los ataques que planean tienen éxito. Estuve en Coral, donde los planes de las FDC fracasaron miserablemente y cien mil de los nuestros murieron.
—¿Está diciendo que esperaba que fracasáramos? —preguntó Berkeley.
—Estoy diciendo que comprendo que los planes son planes. Y que tenía una obligación hacia mi colonia.
—¿Esperaba que ese general Gau se rindiera ante usted? —preguntó el tercer interrogado. Tardé un momento en identificarlo: el general Laurence Szilard, jefe de las Fuerzas Especiales de las FDC.
Su presencia en la mesa me puso enormemente nervioso. No había absolutamente ningún motivo para que él estuviera allí. Estaba varios niveles de burocracia más arriba que Butcher o Berkeley; tenerlo allí sentado plácidamente a la mesa, sin que ni siquiera fuera el presidente de la sesión, era como encontrarte a tu niñera del jardín de infancia como decana de una facultad de la Universidad de Harvard. No tenía ningún sentido. Si decidía que había que aplastarme por embrollar una misión supervisada por las Fuerzas Especiales, no importaría si los otros dos miembros de la mesa pensaban lo contrario: yo sería carne muerta enganchada en un palito. Ese conocimiento me hizo sentirme incómodo.
Dicho eso, también sentí una profunda curiosidad. Aquí estaba el general cuyo cuello deseaba retorcer mi esposa, porque había vuelto a modificar su cuerpo como el de un soldado de las Fuerzas Especiales sin su permiso y también, sospechaba, sin grandes remordimientos. Una parte de mí se preguntó si no debería intentar retorcerle el cuello por caballerosidad hacia mi esposa. Considerando que era un soldado de las Fuerzas Especiales que probablemente me habría pateado el culo incluso cuando yo era un soldado mejorado genéticamente, dudé de que pudiera hacer algo contra él ahora que yo era de nuevo un simple mortal. A Jane probablemente no le haría gracia que me retorcieran el cuello.
Szilard esperó mi respuesta con expresión plácida.
—No tenía ningún motivo para sospechar que fuera a rendirse, no —dije.
—Pero se lo pidió de todas formas —insistió Szilard—. Teóricamente para permitir que su colonia sobreviviera. Me parece interesante que le pidiera que se rindiese en vez de suplicar que perdonara a su colonia. Si simplemente esperaba que respetara la colonia y las vidas de los colonos, ¿no habría sido ésa la opción más prudente? La información que le proporcionó la Unión Colonial sobre el general no le daba ningún motivo para creer que fuera a considerar la idea de rendirse.
«Cuidado», susurró una parte de mi cerebro. La forma en que Szilard había planteado su comentario parecía sugerir que pensaba que yo podía tener información de otras fuentes. Cosa que era cierta, pero parecía imposible que él lo supiera. Si lo sabía y yo mentía, estaría metido hasta el cuello en la mierda. Decisiones, decisiones.
—Yo conocía nuestro ataque planeado —dije—. Tal vez eso me hizo sentirme demasiado confiado.
—Así que admite que lo que le dijo al general Gau podría haberle indicado que nuestro ataque era inminente —dijo Berkeley.
—Dudo que viera nada más que la bravata del líder de una colonia intentando salvar a su gente —contesté.
—Sin embargo, puede ver cómo, desde la perspectiva de la Unión Colonial, sus acciones podrían haber puesto en peligro la misión y la seguridad no sólo de su colonia, sino de toda la Unión Colonial —dijo Butcher.
—Mis acciones podrían ser interpretadas de diversas formas —contesté—. No puedo dar crédito a ninguna otra interpretación aparte de la mía propia. Mi interpretación es que hice lo que consideré necesario para proteger a mi colonia y a mis colonos.
—En su conversación con el general Gau, usted admitió además que no debería haberle hecho la oferta de retirar la flota —dijo Berkeley—. Usted sabía que lo que le estaba ofreciendo al general era contrario a nuestros deseos, lo cual implica claramente que le habíamos hecho partícipe de ellos. Si el general hubiera tenido la presencia de ánimo para seguir su línea de pensamiento, habría podido deducir sin dificultad que se exponía a un ataque.
Vacilé. Aquello se estaba volviendo ridículo. Yo esperaba ser arrollado en aquel interrogatorio, sin embargo, confiaba en que fuera un poquito más sutil. Pero supongo que Butcher había advertido que las cosas estaban revueltas y atropelladas últimamente; no había motivo alguno para que mi investigación fuera distinta.
—No sé qué decir ante ese razonamiento —dije—. Hice lo que pensaba que era adecuado hacer.
Butcher y Berkeley se dirigieron mutuamente una larga mirada de reojo. Habían conseguido lo que querían del interrogatorio: por lo que a ellos respectaba, se había terminado. Me concentré en mis zapatos.
—¿Qué opina del general Gau?
Alcé la cabeza, completamente sorprendido. El general Szilard estaba allí sentado, esperando una vez más mi respuesta, tan tranquilo. Butcher y Berkeley también parecían sorprendidos: al parecer, con eso Szilard se había salido del guión.
—No estoy seguro de comprender esa pregunta —dije.
—Claro que sí —dijo Szilard—. Se pasó un buen rato con el general Gau, y estoy seguro de que tuvo tiempo para reflexionar y especular sobre su naturaleza, tanto antes como después de la destrucción de la flota del Cónclave. Después de haber tenido contacto con el general, ¿qué piensa de él?
«Oh, mierda», pensé. No tuve ninguna duda de que Szilard sabía que yo sabía más sobre el general Gau y el Cónclave que la información que me había dado la Unión Colonial. Cómo lo sabía era una cuestión que podía olvidar por ahora. Todo lo que importaba era cómo responder a la pregunta.
«Ya estás jodido», pensé. Butcher y Berkeley estaban ya planeando claramente enviarme al Tribunal de Asuntos Coloniales, donde mi juicio sobre cualquier acusación (imaginaba que incompetencia, aunque negligencia en el cumplimiento del deber no quedaba descartado, ni ya puestos, tampoco traición) sería breve y no especialmente dulce. Yo había dado por supuesto que la presencia de Szilard era su forma de asegurarse de que tendría el resultado deseado (no podía hacerle gracia la idea de que yo pudiera haberle fastidiado la misión), pero ahora no estaba tan seguro. De repente no tuve ni la menor sospecha de qué esperaba realmente Szilard de aquel interrogatorio. Sólo supe que, independientemente de lo que dijera, ya estaba perdido.
Bueno, era una investigación oficial. Eso significaba que iba a ir a los archivos de la Unión Colonial. Así que qué demonios.
—Creo que es un hombre honorable —dije.
—¿Cómo? —dijo Berkeley.
—He dicho que creo que es un hombre honorable —repetí—. No intentó simplemente destruir Roanoke, para empezar. Se ofreció a respetar a mis colonos o permitirles que se unieran al Cónclave. Según la información que me dio la Unión Colonial, nada indicaba que hubiera opciones. Según la información que recibí (la información que todos los colonos de Roanoke obtuvieron, a través de mí), Gau y el Cónclave estaban simplemente arrasando las colonias que descubrían. Por eso mantuvimos la cabeza gacha durante un año entero.
—El hecho de que dijera que iba a permitir que sus colonos se rindieran no significa que fuera a hacer tal cosa —dijo Berkeley—. Sin duda como antiguo comandante de las FDC comprende usted el valor de la desinformación, y de proporcionarla al enemigo.
—No creo que la colonia de Roanoke pudiera calificarse como enemiga —dije—. Había menos de tres mil personas contra cuatrocientas doce naves de combate. No teníamos defensas, destruirnos no suponía ninguna ventaja militar respecto a conseguir nuestra rendición. Por eso habría sido profundamente cruel.
—¿No es consciente del valor psicológico de la crueldad en la guerra? —preguntó Berkeley.