Authors: Camilo José Cela
—¡A ver si te desgracias!
—No.
Doña Celia les sale a abrir.
—¡Hola, don Francisco!
—¡Hola, amiga mía! Que pase la chica por ahí, quería hablar con usted.
—¡Muy bien! Pasa por aquí, hija, siéntate donde quieras.
La niña se sienta en el borde de una butaca forrada de verde. Tiene trece años y el pecho le apunta un poco, como una rosa pequeñita que vaya a abrir. Se llama Merceditas Olivar Vallejo, sus amigas le llaman Merche. La familia le desapareció con la guerra, unos muertos, otros emigrados. Merche vive con una cuñada de la abuela, una señora vieja llena de puntillas y pintada como una mona, que lleva peluquín y que se llama doña Carmen. En el barrio a doña Carmen la llaman, por mal nombre, "Pelo de muerta". Los chicos de la calle prefieren llamarle "Saltaprados".
Doña Carmen vendió a Merceditas por cien duros, se la compró don Francisco, el del consultorio.
Al hombre le dijo:
—¡Las primicias, don Francisco, las primicias! ¡Un clavelito!
Y a la niña:
—Mira, hija, don Francisco lo único que quiere es jugar, y además, ¡algún día tenía que ser! ¿No comprendes?
La cena de la familia Moisés fue alegre aquella noche.
Doña Visi está radiante y Julita sonríe, casi ruborosa. La procesión va por dentro.
Don Roque y las otras dos hijas están también contagiados, todavía sin saber por qué, de la alegría. Don Roque, en algunos momentos, piensa en aquello que le dijo Julita en las escaleras: "Pues... de la fotografía", y el tenedor le tiembla un poco en la mano; hasta que se le pasa, no se atreve a mirar a la hija.
Ya en la cama, doña Visi tarda en dormirse, su cabeza no hace más que dar vueltas alrededor de lo mismo.
—¿Sabes que a la niña le ha salido novio?
—¿A Julita?
—Sí, un estudiante de Notarías.
Don Roque da una vuelta entre las sábanas.
—Bueno, no eches las campanas a vuelo, tú eres muy aficionada a dar en seguida tres cuartos al pregonero. Ya veremos en qué queda todo.
—¡Ay, hijo, tú siempre echándome jarros de agua fría!
Doña Visi se duerme llena de sueños felices. La vino a despertar, al cabo de las horas, la esquila de un convento de monjas pobres, tocando el alba.
Doña Visi tenía el ánimo dispuesto para ver en todo felices presagios, dichosos augurios, seguros signos de bienaventuranza y de felicidad.
La mañana.
Entre sueños, Martín oye la vida de la ciudad despierta. Se está a gusto escuchando, desde debajo de las sábanas, con una mujer viva al lado, viva y desnuda, los ruidos de la ciudad, su alborotador latido; los carros de los traperos que bajan de Fuencarral y de Chamartín, que suben de las Ventas y de las Injurias, que vienen desde el triste, desolado paisaje del cementerio y que pasaron —caminando desde hace ya varias horas bajo el frió— al lento, entristecido remolque de un flaco caballo, de un burro gris y como preocupado. Y las voces de las vendedoras que madrugan, que van a levantar sus puestecillos de frutas en la calle del General Porlier. Y las lejanas, inciertas primeras bocinas. Y los gritos de los niños que van al colegio, con la cartera al hombro y la tierna, olorosa merienda en el bolsillo...
En la casa, el trajín más próximo suena, amorosamente, dentro de la cabeza de Martín. Doña Jesusa, la madrugadora doña Jesusa, que después de comer, durante la siesta, para compensar, dispone la labor de las asistentas, viejas golfas en declive, las unas; amorosas, dulcísimas, domésticas madres de familia, las más. Doña Jesusa tiene por las mañanas siete asistentas. Sus dos criadas duermen hasta la hora del almuerzo, hasta las dos de la tarde, en la cama que pueden, en el lecho misterioso que más temprano se vació, quién sabe si como una tumba, dejando prisionero entre los hierros de la cabecera todo un hondo mar de desdicha, guardando entre la crin de su colchón el aullido del joven esposo que por primera vez, sin darse cuenta, engañó a su mujer, que era una muchacha encantadora, con cualquier furcia llena de granos y de mataduras como una mula: a su mujer que le esperaba levantada, igual que todas las noches, haciendo calceta al casi muerto fuego del brasero, acunando al niño con el pie, leyendo una larga, interminable novela de amor, pensando difíciles, complejas estrategias económicas que le llevarían, con un poco de suerte, a poder comprarse un par de medias.
Doña Jesusa, que es el orden en persona, reparte el trabajo entre sus asistentas. En casa de doña Jesusa se lava la ropa de cama todos los días; cada cama tiene dos juegos completos que, a veces, cuando algún cliente les hace, incluso a propósito, que de todo hay, algún jirón, se repasan con todo cuidado. Ahora no hay ropa de cama; se encuentran sábanas y tela para almohadas en el Rastro, pero a unos precios imposibles.
Doña Jesusa tiene cinco lavanderas y dos planchadoras desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde. Ganan tres pesetas cada una, pero el trabajo no mata. Las planchadoras tienen las manos más finas y se dan brillantina en el pelo, no se resignan a pasar. Están delicadas de salud y tempranamente envejecidas. Las dos se echaron, casi niñas, a la vida, y ninguna de las dos supo ahorrar. Ahora les toca pagar las consecuencias. Cantan, como la cigarra, mientras trabajan, y beben sin tino, como sargentos de Caballería:
Una se llama Margarita. Es hija de un hombre que en vida fue baulero en la Estación de las Delicias. A los quince años tuvo un novio que se llamaba José, ella no sabe más. Era un bailón de los merenderos de la Bombilla; la llevó un domingo al monte del Prado y después la dejó. Margarita empezó a golfear y acabó con un bolso por los bares de Antón Martín. Lo que vino después es ya muy vulgar, aún más vulgar todavía.
La otra se llama Dorita. La perdió un seminarista de su pueblo, en unas vacaciones. El seminarista, que ya murió, se llamaba Cojoncio Alba. El nombre había sido una broma pesada de su padre, que era muy bruto. Se apostó una cena con los amigos a que llamaba Cojoncio al hijo, y ganó la apuesta. El día del bautizo del niño, su padre, don Estanislao Alba, y sus amigos engancharon una borrachera tremenda. Daban mueras al Rey y vivas a la República Federal. La pobre madre, doña Conchita Ibáñez, que era una santa, lloraba y no hacia más que decir:
—¡ Ay, qué desgracia, qué desgracia! ¡Mi marido embriagado en un día tan feliz!
Al cabo de los años, en los aniversarios del bautizo, todavía se lamentaba:
—¡Ay, qué desgracia, qué desgracia! ¡Mi marido embriagado en tal día como hoy!
El seminarista, que llegó a canónigo de la catedral de León, la llevó, enseñándole unas estampitas, de colores chillones, que representaban milagros de San José de Calasanz, hasta las orillas del Curueño y allí, en un prado, pasó todo lo que tenía que pasar. Dorita y el seminarista eran los dos de Valdeteja, por la provincia de León. La chica, cuando lo acompañaba, tenía el presentimiento de que no iba camino de nada bueno, pero se dejaba llevar, iba como medio boba.
Dorita tuvo un hijo, y el seminarista, en otro permiso en que volvió por el pueblo, no quiso ni verla.
—Es una mala mujer —decia—, un engendro del Enemigo, capaz de perder con sus arteras mañas al hombre más templado. ¡Apartemos la vista de ella!
A Dorita la echaron de su casa y anduvo una temporada vagando por los pueblos, con el niño colgado de los pechos. La criatura fue a morir, una noche, en unas cuevas que hay sobre el río Burejo, en la provincia de Palencia. La madre no dijo nada a nadie; le colgó unas piedras al cuello y lo tiró al rio, a que se lo comieran las truchas. Después, cuando ya no había remedio, se echó a llorar y estuvo cinco días metida en la cueva, sin ver a nadie y sin comer.
Dorita tenía dieciséis años y un aire triste y soñador de perro sin dueño, de bestia errabunda.
Anduvo algún tiempo tirada —como un mueble desportillado— por los burdeles de Valladolid y de Salamanca, hasta que ahorró para el viaje y se vino a la capital. Aquí estuvo en una casa de la calle de la Madera, bajando, a la izquierda, que le llamaban la Sociedad de las Naciones porque había muchas extranjeras: francesas, polacas, italianas, una rusa, alguna portuguesa morena y bigotuda, pero sobre todo francesas, muchas francesas; fuertes alsacianas con aire de vaqueras, honestas normandas que se echaron a la vida para ahorrar para el traje de novia, enfermizas parisinas —algunas con un pasado esplendoroso— que despreciaban profundamente al chófer, al comerciante que sacaba sus buenas siete pesetas del bolsillo. De la casa la sacó don Nicolás de Pablos, un ricachón de Valdepeñas que se casó con ella por lo civil.
—Lo que yo quiero —decía don Nicolás a su sobrino Pedrito, que hacía unos versos muy finos y estudiaba Filosofía y Letras— es una cachonda con arrobas que me haga gozar, ¿me entiendes?, una tía apretada que tenga a donde agarrarse. Todo lo demás son monsergas y juegos florales.
Dorita dio tres hijos a su marido, pero los tres nacieron muertos. La pobre paría al revés: echaba los hijos de pie y, claro, se le ahogaban al salir.
Don Nicolás se marchó de España el año 39, porque decían si era masón, y no se volvió a saber nada más de él. Dorita, que no se atrevía a ir al lado de la familia del marido, en cuanto se le acabaron unos cuartos que había en la casa, se echó otra vez a la busca, pero tuvo poco éxito. Por más que ponía buena voluntad y procuraba ser simpática, no conseguía una clientela fija. Esto era a principios del 40. Ya no era ninguna niña y había, además, mucha competencia, muchas chicas jóvenes que estaban muy bien. Y muchas señoritas que lo hacían de balde, por divertirse, quitándoles a otras el pan. Dorita anduvo dando tumbos por Madrid hasta que conoció a doña Jesusa.
—Busco otra planchadora de confianza, vente conmigo. No hay más que secar las sábanas y alisarlas un poco. Te doy tres pesetas, pero eso es todos los días. Además tienes las tardes libres. Y las noches también.
Dorita, por las tardes, acompañaba a una señora impedida a dar una vuelta por Recoletos o a oír un poco de música en el María Cristina. La señora le daba dos pesetas y un corriente con leche; ella tomaba chocolate. La señora se llamaba doña Salvadora y había sido partera. Tenía malas pulgas y estaba siempre quejándose y gruñendo. Soltaba tacos constantemente y decia que al mundo había que quemarlo, que no servía para nada bueno. Dorita la aguantaba y le decia a todo amén, tenía que defender sus dos pesetas y su cafetito de las tardes.
Las dos planchadoras, cada una en una mesa, cantan, mientras trabajan y dan golpes con la plancha, sobre las recosidas sábanas. Algunas veces hablan.
—Ayer he vendido el suministro. Yo no lo quiero. El cuarto de azúcar lo di por cuatro cincuenta. El cuarto de aceite, por tres. Los doscientos gramos de judias, por dos; estaban llenas de gusanos. El café me lo quedo.
—Yo se lo di a mi hija, yo le doy todo a mi hija. Me lleva a comer todas las semanas algún día.
Martín, desde su buhardilla, las oye hacer. No distingue lo que hablan. Oye sus desentonados cuplés, sus golpes sobre la tabla. Lleva ya despierto mucho rato, pero no abre los ojos. Prefiere sentir a Pura, que le besa con cuidado de vez en cuando, fingiendo dormir, para no tener que moverse. Nota el pelo de la muchacha sobre su cara, nota su cuerpo desnudo bajo las sábanas, nota el aliento, que, a veces, ronca un poquito, de una manera que casi no se siente.
Así pasa un largo rato más: aquélla es su única noche feliz desde hace ya muchos meses. Ahora se encuentra como nuevo, como si tuviera diez años menos, igual que si fuera un muchacho. Sonríe y abre un ojo, poquito a poco.
Pura, de codos sobre la almohada, le mira fijamente. Sonríe también, cuando lo ve despertar.
—¿Qué tal has dormido?
—Muy bien, Purita, ¿y tú?
—Yo también. Con hombres como tú, da gusto. No molestáis nada.
—Calla. Habla de otra cosa.
—Como quieras.
Se quedaron unos instantes en silencio. Pura le besó de nuevo.
—Eres un romántico.
Martín sonríe, casi con tristeza.
—No. Simplemente un sentimental.
Martín le acaricia la cara.
—Estás pálida, pareces una novia.
—No seas bobo.
—Sí, una recién casada...
Pura se puso seria.
—¡Pues no lo soy!
Martin le besa los ojos delicadamente, igual que un poeta de dieciséis años.
—¡Para mí, sí, Pura! ¡Ya lo creo que sí! La muchacha, llena de agradecimiento, sonríe con una resignada melancolía.
—¡Si tú lo dices! ¡No sería malo! Martín se sentó en la cama.
—¿Conoces un soneto de Juan Ramón que empieza "Imagen alta y tierna del consuelo"?
—No. ¿Quién es Juan Ramón?
—Un poeta.
—¿Hacía versos?
—Claro.
Martín mira a Pura, casi con rabia, un instante tan sólo.
—Verás.
Imagen alta y tierna del consuelo
aurora de mis mares de tristeza,
lis de paz con olores de pureza,
¡precio divino de mi largo duelo!
—¡Qué triste es, qué bonito!
—¿Te gusta?
—¡Ya lo creo que me gusta!
—Otro día te diré el resto.
El señor Ramón, con el torso desnudo, se chapuza en un hondo caldero de agua fría.
El señor Ramón es hombre fuerte y duro, hombre que come de recio, que no coge catarros, que bebe sus copas, que juega al dominó, que pellizca en las nalgas a las criadas de servir, que madruga al alba, que trabajó toda su vida.
El señor Ramón ya no es ningún niño. Ahora, como es rico, ya no se asoma al horno aromático y malsano donde se cuece el pan; desde la guerra no sale del despacho, que atiende esmeradamente, procurando complacer a todas las compradoras, estableciendo un turno pintoresco y exacto por edades, por estados, por condiciones y por pareceres.
El señor Ramón tiene nevada la pelambre del pecho.
—¡Arriba, niña! ¡Qué es eso de estarse metida en la cama a estas horas, como una señorita!
La muchacha se levanta, sin decir ni palabra, y se lava un poco en la cocina.
La muchacha, por las mañanas tiene una tosecilla ligera, casi imperceptible. A veces coge algo de frío y entonces la tos se le hace un poco más ronca, como más seca.
—¿Cuándo dejas a ese tísico desgraciado? —le dice, algunas mañanas, la madre.
A la muchacha, que es dulce como una flor y también capaz de dejarse abrir sin dar ni un solo grito, le entran entonces ganas de matar a la madre.