La Colmena (26 page)

Read La Colmena Online

Authors: Camilo José Cela

BOOK: La Colmena
5.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

La muchacha rebusca en los cajones del mostrador y saca unas bandejas.

—Vea, veinticinco pesetas, veintidós, treinta, cincuenta, dieciocho (éstas son un poco peores), veintisiete...

Seoane sabe que en el bolsillo no lleva más que tres duros.

—Éstas de dieciocho, ¿dice usted que son malas?

—Sí, no compensa lo que se ahorra. Las de veintidós ya son otra cosa.

Seoane sonríe a la muchacha.

—Bien, señorita, muchas gracias, lo pensaré y volveré por aquí. Siento haberla molestado.

—Por Dios, caballero, para eso estamos.

A Julita, allá en el fondo de su corazón, le remuerde un poco la conciencia. Las tardes en casa de doña Celia se le presentan, de pronto, orladas de todas las maldiciones eternas.

Es sólo un momento, un mal momento; pronto vuelve a su ser. La lagrimita que, por poco, se le cae mejilla abajo, puede ser contenida.

La muchacha se mete en su cuarto y saca del cajón de la cómoda un cuaderno forrado de hule negro, donde lleva unas extrañas cuentas. Busca un lápiz, anota unos números y sonríe ante el espejo: la boca fruncida, los ojos entornados, las manos en la nuca, sueltos los botones de la blusa.

Está guapa Julita, muy guapa, mientras guiña un ojo al espejo...

—Hoy llegó Ventura al empate.

Julia sonríe, mientras el labio de abajo se le estremece; hasta la barbilla le tiembla un poquito.

Guarda su cuadernito y sopla un poco las tapas para quitarles el polvo.

—La verdad es que voy a una marcha que ya, ya... Al tiempo de echar la llave, que lleva adornada con un lacito rosa, piensa casi compungida:

—¡Este Ventura es insaciable!

Sin embargo —¡lo que son las cosas!—, cuando va a salir de la alcoba, un chorro de optimismo le riega el alma.

Martín se despide de Nati Robles y va hacia el Café de donde lo echaron el día anterior por no pagar.

—Me quedan ocho duros y pico —piensa—; yo no creo que sea robar comprarme unos pitillos y darle una lección a esa tía asquerosa del Café. A Nati le puedo regalar un par de grabaditos que me cuesten cinco o seis duros.

Toma un 17 y se acerca hasta la Glorieta de Bilbao. En el espejo de una peluquería se atusa un poco el pelo y se pone derecho el nudo de la corbata.

—Yo creo que voy bastante bien...

Martín entra en el Café por la misma puerta por donde ayer salió; quiere que le toque el mismo camarero, hasta la misma mesa, si fuera posible.

En el Café hace un calor denso, pegajoso. Los músicos tocan "La cumparsita", tango que para Martín tiene ciertos vagos, remotos, dulces recuerdos. La dueña, por no perder la costumbre, grita entre la indiferencia de los demás, levantando los brazos al cielo, dejándolos caer pesadamente, estudiadamente, sobre el vientre. Martín se sienta a una mesa contigua a la de la escena. El camarero se le acerca.

—Hoy está rabiosa; si lo ve va a empezar a tirar coces.

—Allá ella. Tome usted un duro y tráigame café. Una veinte de ayer y una veinte de hoy, dos cuarenta; quédese con la vuelta; yo no soy ningún muerto de hambre.

El camarero se quedó cortado; tenia más cara de bobo que de costumbre. Antes de que se aleje demasiado, Martín lo vuelve a llamar. —Que venga el limpia.

—Bien. Martín insiste.

—Y el cerillero.

—Bien.

Martín ha tenido que hacer un esfuerzo tremendo; le duele un poco la cabeza, pero no se atreve a pedir una aspirina.

Doña Rosa habla con Pepe, el camarero, y mira, estupefacta, para Martín. Martín hace como que no ve.

Le sirven, bebe un par de sorbos y se levanta, camino del retrete. Después no supo si fue allí donde sacó el pañuelo que llevaba en el mismo bolsillo que el dinero.

De vuelta a su mesa se limpió los zapatos y se gastó un duro en una cajetilla de noventa.

—Esta bazofia que se la beba la dueña, ¿se entera?; esto es una malta repugnante.

Se levantó, casi solemne, y cogió la puerta con un gesto lleno de parsimonia.

Ya en la calle, Martín nota que todo el cuerpo le tiembla.

Todo lo da por bien empleado; verdaderamente se acaba de portar como un hombre.

Ventura Aguado Sans dice a su compañero de pensión don Tesifonte Ovejero, capitán de Veterinaria:

—Desengáñese usted, mi capitán, en Madrid lo que sobran son asuntos. Y ahora, después de la guerra, más que nunca. Hoy dia, la que más y la que menos hace lo que puede. Lo que hay es que dedicarles algún ratillo al día, ¡qué caramba! ¡No se pueden pescar truchas a bragas enjutas!

—Ya, ya; me hago cargo.

—Naturalmente, hombre, naturalmente. ¿Cómo quiere usted divertirse si no pone nada de su parte? Las mujeres, descuide, no van a venir a buscarle a usted. Aquí todavía no es como en otros lados.

—Si, eso sí.

—¿Entonces? Hay que espabilarse, mi capitán, hay que tener arrestos y cara, mucha cara. Y sobre todo, no decepcionarse con los fracasos. ¿Que una falla? Bueno, ¿y qué? Ya vendrá otra detrás.

Don Roque manda un aviso a Lola, la criada de la pensionista doña Matilde: "Pásate por Santa Engracia a las ocho. Tuyo, R."

La hermana de Lola, Josefa López, había sido criada durante bastantes años en casa de doña Soledad Castro de Robles. De vez en cuando decía que se iba al pueblo y se metia en la Maternidad a pasar unos días. Llegó a tener cinco hijos que le criaban de caridad unas monjas de Chamartin de la Rosa: tres de don Roque, los tres mayores; uno del hijo mayor de don Francisco, el cuarto, y el último de don Francisco, que fue el que tardó más en descubrir el filón. La paternidad de cada uno no ofrecía dudas.

—Yo seré lo que sea —solía decir la Josefa—, pero a quien me da gusto no le pongo cuernos. Cuando una se harta, se tarifa y en paz; pero mientras tanto, como las palomas, uno con una.

La Josefa fue una mujer hermosa, un poco grande. Ahora tiene una pensión de estudiantes en la calle de Atocha y vive con los cinco hijos. Malas lenguas de la vecindad dicen que se entiende con el cobrador del gas y que un dia puso muy colorado al chico del tendero, que tiene catorce años. Lo que haya de cierto en todo eso es muy difícil de averiguar.

Su hermana Lola es más joven, pero también es grande y pechugona. Don Roque le compra pulseras de bisutería y la convida a pasteles, y ella está encantada. Es menos honesta que la Josefa y parece ser que se entiende con algún pollo que otro. Un dia doña Matilde la cogió acostada con Ventura, pero prefirió no decir nada.

La chica recibió el papelito de don Roque, se arregló y se fue para casa de doña Celia.

—¿No ha venido?

—No, todavía no; pasa aquí.

Lola entra en la alcoba, se desnuda y se sienta en la cama. Quiere darle una sorpresa a don Roque, la sorpresa de abrirle la puerta en cueros vivos.

Doña Celia mira por el ojo de la cerradura; le gusta ver cómo se desnudan las chicas. A veces, cuando nota mucho calor en la cara, llama a un lulú que tiene.

—¡Pierrot! ¡Pierrot! ¡Ven a ver a tu amita!

Ventura abre un poco la puerta del cuarto que ocupa.

—Señora.

—Va.

Ventura mete a doña Celia tres duros en la mano.

—Que salga antes la señorita. Doña Celia dice a todo amén.

—Usted manda.

Ventura pasa a un cuarto ropero, a hacer tiempo, encendiendo un cigarrillo, mientras la muchacha se aleja, y la novia sale, mirando para el suelo, escaleras abajo.

—Adiós, hija.

—Adiós.

Doña Celia llama con los nudillos en la habitación donde aguarda Lola.

—¿Quieres pasar a la alcoba grande? Se ha desocupado.

—Bueno.

Julita, al llegar a la altura del entresuelo, se encuentra con Roque.

—¡Hola, hija! ¿De dónde vienes? Julita está pasada.

—De... la fotografía. Y tú, ¿a dónde vas?

—Pues... a ver a un amigo enfermo; el pobre está muy malo.

A la hija le cuesta trabajo pensar que el padre vaya a casa de doña Celia; al padre le pasa lo mismo.

—No, ¡qué tonto soy! ¡A quién se le ocurre! —piensa don Roque.

—Será cierto lo del amigo —piensa la niña—, papá tendrá sus planes, pero ¡también sería mala uva que se viniera a meter aquí!

Cuando Ventura va a salir, doña Celia lo detiene.

—Espere un momento, han llamado. Don Roque llega; viene algo pálido.

—¡Hola! ¿Ha venido la Lola?

—Sí, está en la alcoba de delante.

Don Roque da dos ligeros golpes sobre la puerta.

—¿Quién?

—Yo.

—Pasa.

Ventura Aguado sigue hablando, casi elocuentemente, con el capitán.

—Mire usted, yo tengo ahora un asuntillo bastante arregladito con una chica, cuyo nombre no hace al caso, que cuando la vi por primera vez pensé: "Aquí no hay nada que hacer". Fui hasta ella, por eso de que no me quedase la pena de verla pasar sin trastearla, le dije tres cosas y le pagué dos vermús con gambas, y ya ve usted, ahora la tengo como una corderita. Hace lo que yo quiero y no se atreve ni a levantar la voz. La conocí en el Barceló, el veintitantos de agosto pasado y, a la semana escasa, el día de mi cumpleaños, ¡zas, al catre! Si me hubiera estado como un gilí viendo cómo la camelaban y cómo le metían mano los demás, a estas horas estaba como usted.

—Si, eso está muy bien, pero a mí me da por pensar que eso no es más que cuestión de suerte. Ventura saltó en el asiento.

—¿Suerte? ¡Ahí está el error! La suerte no existe, amigo mío, la suerte es como las mujeres, que se entrega a quienes la persiguen y no a quien las ve pasar por la calle sin decirles ni una palabra. Desde luego, lo que no se puede es estar aquí metido todo el santo día, como está usted, mirando para esa usurera del niño lila y estudiando las enfermedades de las vacas. Lo que yo le digo es que así no se va a ninguna parte.

Seoane coloca su violín sobre el piano, acaba de tocar "La cumparsita". Habla con Macario.

—Voy un momento al water.

Seoane marcha por entre las mesas. En su cabeza siguen dando vueltas los precios de las gafas.

—Verdaderamente, vale la pena esperar un poco. Las de veintidós son bastante buenas, a mi me parece.

Empuja con el pie la puerta donde se lee "Caballeros": dos tazas adosadas a la pared y una débil bombilla de quince bujías defendida con unos alambres. En su jaula, como un grillo, una tableta de desinfectante preside la escena.

Seoane está solo, se acerca a la pared, mira para el suelo.

—¿Eh?

La saliva se le para en la garganta, el corazón le salta, un zumbido larguísimo se le posa en los oídos. Seoane mira para el suelo con mayor fijeza, la puerta está cerrada. Seoane se agacha precipitadamente. Sí, son cinco duros. Están un poco mojados, pero no importa. Seoane seca el billete con un pañuelo.

Al día siguiente volvió a la droguería.

—Las de treinta, señorita, deme las de treinta.

Sentados en el sofá, Lola y don Roque hablan. Don Roque está con el abrigo puesto y el sombrero encima de las rodillas. Lola, desnuda y con las piernas cruzadas. En la habitación arde un chubesqui, se está bastante caliente. Sobre la luna del armario se reflejan las figuras, hacen realmente una pareja extraña: don Roque, de bufanda y con el gesto preocupado; Lola, en cueros y de mal humor.

Don Roque está callado.

—Eso es todo.

Lola se rasca el ombligo y después se huele el dedo.

—¿Sabes lo que te digo?

—Qué.

—Pues que tu chica y yo no tenemos nada que echarnos en cara, las dos podemos tratarnos de tú a tú. Don Roque grita:

—¡Calla, te digo! ¡Que te calles!

—Pues me callo.

Los dos fuman. La Lola, gorda, desnuda y echando humo, parece una foca del circo.

—Eso de la foto de la niña es como lo de tu amigo enfermo.

—¿Te quieres callar?

—¡Venga ya, hombre, venga ya, con tanto callar y tanta monserga! ¡Si parece que no tenéis ojos en la cara! Ya dijimos en otro lado lo siguiente:

"Desde su marco dorado con purpurina, don Obdulio, enhiesto el bigote, dulce la mirada, protege, como un malévolo, picardeado diosecillo del amor, la clandestinidad que permite comer a su viuda."

Don Obdulio está a la derecha del armario, detrás de un macetero. A la izquierda, cuelga un retrato de la dueña, de joven, rodeada de perros lulús.

—Anda, vístete, no estoy para nada.

—Bueno. Lola piensa:

—La niña me la paga, ¡como hay Dios! ¡Vaya si me la paga!

Don Roque la pregunta:

—¿Sales tú antes?

—No, sal tú, yo mientras me iré vistiendo.

Don Roque se va y Lola echa el pestillo a la puerta.

—Ahí donde está, nadie lo va a notar —piensa. Descuelga a don Obdulio y lo guarda en el bolso. Se arregla el pelo un poco en el lavabo y enciende un tritón.

El capitán Tesifonte parece reaccionar.

—Bueno... Probaremos fortuna...

—No va a ser verdad.

—Sí, hombre, ya lo verá usted. Un día que vaya usted de bureo, me llama y nos vamos juntos. ¿Hace?

—Hace, sí, señor. El primer día que me vaya por ahí, lo aviso.

El chamarilero se llama José Sanz Madrid. Tiene dos prenderías donde compra y vende ropas usadas y "objetos de arte", donde alquila smokings a los estudiantes y chaqués a los novios pobres.

—Métase ahí y pruébese, tiene donde elegir.

Efectivamente, hay donde elegir: colgados de cientos de perchas, cientos de trajes esperan al cliente que los saque a tomar el aire.

Las prenderías están, una en la calle de los Estudios y otra, la más importante, en la calle de la Magdalena, hacia la mitad.

El señor José, después de merendar, lleva a Purita al cine, le gusta darse el lote antes de irse a la cama. Van al cine Ideal, enfrente del Calderón, donde ponen "Su hermano y él", de Antonio Vico, y "Un enredo de familia", de Mercedes Vecino, "toleradas" las dos. El cine Ideal tiene la ventaja de que es de sesión continua y muy grande, siempre hay sitio.

El acomodador los alumbra con la linterna.

—¿Dónde?

—Pues por aquí. Aquí estamos bien. Purita y el señor José se sientan en la última fila. El señor José pasa una mano por el cuello de la muchacha.

—¿Qué me cuentas?

—Nada, ¡ya ves!

Purita mira para la pantalla. El señor José le coge las manos.

—Estás fría.

—Sí, hace mucho frío.

Están algunos instantes en silencio. El señor José no acaba de sentarse a gusto, se mueve constantemente en la butaca.

Other books

The 12th Planet by Zecharia Sitchin
Mask of Dragons by Jonathan Moeller
I Have Landed by Stephen Jay Gould
Raising Rain by Debbie Fuller Thomas
Girl Act by Shook, Kristina
The Patriot Bride by Carolyn Faulkner