La Colmena (11 page)

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Authors: Camilo José Cela

BOOK: La Colmena
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—¡Mami! ¡Mami!

Después notó que el corazón le palpitaba muy de prisa y bajó las escaleras, de dos en dos.

—Lléveme a la Carrera de San Jerónimo, enfrente del Congreso.

El taxi lo llevó a la Carrera de San Jerónimo, enfrente del Congreso.

Mauricio Segovia, cuando se aburrió de ver y de oír cómo doña Rosa insultaba a sus camareros, se levantó y se marchó del Café.

—Yo no sé quién será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o toda esa caterva de gaznápiros. ¡Si un día le dieran entre todos una buena tunda!

Mauricio Segovia es bondadoso, como todos los pelirrojos, y no puede aguantar las injusticias. Si él preconiza que lo mejor que podían hacer los camareros era darle una somanta a doña Rosa, es porque ha visto que doña Rosa los trataba mal; así, al menos, quedarían empatados —uno a uno— y se podría empezar a contar de nuevo.

—Todo es cuestión de cuajos: los hay que lo deben tener grande y blanducho, como una babosa, y los hay también que lo tienen pequeñito y duro, como una piedra de mechero.

Don Ibrahim de Ostolaza y Bofarull se encaró con el espejo, levantó la cabeza, se acarició la barba y exclamó:

—Señores académicos: No quisiera distraer vuestra atención más tiempo, etc., etc. (Sí, esto sale bordado... La cabeza en arrogante ademán... Hay que tener cuidado con los puños, a veces asoman demasiado, parece como si fueran a salir volando.)

Don Ibrahim encendió la pipa y se puso a pasear por la habitación, para arriba y para abajo. Con una mano sobre el respaldo de la silla y con la otra con la pipa en alto, como el rollito que suelen tener los señores de las estatuas, continuó:

—¿Cómo admitir, como quiere el señor Clemente de Diego, que la usucapión sea el modo de adquirir derechos por el ejercicio de los mismos? Salta a la vista la escasa consistencia del argumento, señores académicos. Perdóneseme la insistencia y permítaseme que vuelva, una vez más, a mi ya vieja invocación a la lógica; nada, sin ella, es posible en el mundo de las ideas. (Aquí, seguramente, habrá murmullos de aprobación.) ¿No es evidente, ilustre senado, que para usar algo hay que poseerlo? En vuestros ojos adivino que pensáis que sí. (A lo mejor, uno del público dice en voz baja: "Evidente, evidente".) Luego si para usar algo hay que poseerlo, podremos, volviendo la oración por pasiva, asegurar que nada puede ser usado sin una previa posesión. Don Ibrahim adelantó un pie hacia las candilejas y acarició, con un gesto elegante, las solapas de su balín. Bien: de su frac. Después sonrió..

—Pues bien, señores académicos: así como para usar algo hay que poseerlo, para poseer algo hay que adquirirlo. Nada importa a titulo de qué; yo he dicho, tan sólo, que hay que adquirirlo, ya que nada, absolutamente nada, puede ser poseído sin una previa adquisición. (Quizá me interrumpan los aplausos. Conviene estar preparado.)

La voz de don Ibrahim sonaba solemne como la de un fagot. Al otro lado del tabique de panderete, un marido, de vuelta de su trabajo, preguntaba a su mujer:

—¿Ha hecho su caquita la nena?

Don Ibrahim sintió algo de frío y se arregló un poco la bufanda. En el espejo se veía un lacito negro, el que se lleva en el frac por las tardes.

Don Mario de la Vega, el impresor del puro, se había ido a cenar con el bachiller del plan del 3.

—Mire, ¿sabe lo que le digo? Pues que no vaya mañana a verme; mañana vaya a trabajar. A mi me gusta hacer las cosas así, sobre la marcha.

El otro, al principio, se quedó un poco perplejo. Le hubiera gustado decir que quizá fuera mejor ir al cabo de un par de días, para tener tiempo de dejar en orden algunas cosillas, pero pensó que estaba expuesto a que le dijeran que no.

—Pues nada, muchas gracias, procuraré hacerlo lo mejor que sepa.

—Eso saldrá usted ganando. Don Mario de la Vega sonrió.

—Pues trato hecho. Y ahora, para empezar con buen pie, le invito a usted a cenar.

Al bachiller se le nubló la vista.

—Hombre...

El impresor le salió al paso.

—Vamos, se entiende que si no tiene usted ningún compromiso, yo no quisiera ser inoportuno.

—No, no, descuide usted, no es usted inoportuno, todo lo contrario. Yo no tengo ningún compromiso. El bachiller se armó de valor y añadió:

—Esta noche no tengo ningún compromiso, estoy a su disposición.

Ya en la taberna, don Mario se puso un poco pesado y le explicó que a él le gustaba tratar bien a sus subordinados, que sus subordinados estuvieran a gusto, que sus subordinados prosperasen, que sus subordinados viesen en él a un padre, y que sus subordinados llegasen a cogerle cariño a la imprenta.

—Sin una colaboración entre el jefe y los subordinados no hay manera de que el negocio prospere. Y si el negocio prospera, mejor para todos: para el amo y para los subordinados. Espere un instante, que voy a telefonear, tengo que dar un recado.

El bachiller, tras la perorata de su nuevo patrón, se dio cuenta perfectamente de que su papel era el de subordinado. Por si no lo había entendido del todo, don Mario, a media comida, le soltó:

—Usted entrará cobrando dieciséis pesetas; pero de contrato de trabajo, ni hablar. ¿Entendido?

—Sí, señor; entendido.

El señor Suárez se apeó de su taxi enfrente del Congreso y se metió por la calle del Prado, en busca del Café donde lo esperaban. El señor Suárez, para que no se le notase demasiado que llevaba la boquita hecha agua, había optado por no llegar con el taxi hasta la puerta del Café.

—¡Ay, chico! Estoy pasado. En mi casa debe suceder algo horrible, mi mamita no contesta.

La voz del señor Suárez, al entrar en el Café, se hizo aún más casquivana que de costumbre, era ya casi una voz de golfa de bar de camareras.

—¡Déjala y no te apures! Se habrá dormido.

—¡Ay! ¿Tú crees?

—Lo más seguro. Las viejas se quedan dormidas en seguida.

Su amigo era un barbián con aire achulado, corbata verde, zapatos color corinto y calcetines a rayas. Se llama José Giménez Higueras y aunque tiene un aspecto sobrecogedor, con su barba dura y su mirar de moro, le llaman, por mal nombre, Pepito el Astilla.

El señor Suárez sonrió, casi con rubor.

—¡Qué guapetón estás, Pepe!

—¡Cállate, bestia, que te van a oír!

—¡Ay, bestia, tú siempre tan cariñoso! El señor Suárez hizo un mohín. Después se quedó pensativo.

—¿Qué le habrá pasado a mi mamita?

—¿Te quieres callar?

El señor Giménez Figueras, alias el Astilla, le retorció una muñeca al señor Suárez, alias la Fotógrafa.

—Oye, chata, ¿hemos venido para ser felices o para que me coloques el rollo de tu mamá querida?

—¡Ay, Pepe, tienes razón, no me riñas! ¡Es que estoy que no me llega la camisa al cuerpo!

Don Leoncio Maestre tomó dos decisiones fundamentales. Primero: es evidente que la señorita Elvira no es una cualquiera, se le ve en la cara. La señorita Elvira es una chica fina, de buena familia, que ha tenido algún disgusto con los suyos, se ha largado y ha hecho bien, ¡qué caramba! ¡A ver si va a haber derecho, como se creen muchos padres, a tener a los hijos toda la vida debajo de la bota! La señorita Elvira, seguramente, se fue de su casa porque su familia llevaba ya muchos años dedicada a hacerle la vida imposible. ¡Pobre muchacha! ¡En fin! Cada vida es un misterio, pero la cara sigue siendo el espejo del alma.

—¿En qué cabeza cabe pensar que Elvira pueda ser una furcia? Hombre, ¡por amor de Dios!

Don Leoncio Maestre estaba un poco incomodado consigo mismo.

La segunda decisión de don Leoncio fue la de acercarse de nuevo, después de cenar, al Café de doña Rosa, a ver si la señorita Elvira habia vuelto por allí.

—¡Quién sabe! Estas chicas tristes y desgraciadas que han tenido algún disgustillo en sus casas, son muy partidarias de los Cafés donde se toca la música.

Don Leoncio Maestre cenó a toda prisa, se cepilló un poco, se puso otra vez el abrigo y el sombrero, y se marchó al Café de doña Rosa. Vamos; él salió con intención de darse una vueltecita por el Café de doña Rosa.

Mauricio Segovia fue a cenar con su hermano Hermenegildo, que había venido a Madrid a ver si conseguía que lo hiciesen secretario de la C.N.S. de su pueblo.

—¿Cómo van tus cosas?

—Pues, chico, van... Yo creo que van bien...

—¿Tienes alguna noticia nueva?

—Si. Esa tarde estuve con don José María, el que está en la secretaría particular de don Rosendo, y me dijo que él apoyaría la propuesta con todo interés. Ya veremos lo que hacen entre todos. ¿Tú crees que me nombrarán?

—Hombre, yo creo que si. ¿Por qué no?

—Chico, no sé. A veces me parece que ya lo tengo en la mano, y a veces me parece que lo que me van a dar, al final, es un punterazo en el culo. Esto de estar así, sin saber a qué carta quedarse, es lo peor.

—No te desanimes, de lo mismo nos hizo Dios a todos. Y además, ya sabes, el que algo quiere, algo le cuesta.

—Si, eso pienso yo.

Los dos hermanos, después, cenaron casi todo el tiempo en silencio.

—Oye, esto de los alemanes va de cabeza.

—Sí, a mí ya me empieza a oler a cuerno quemado.

Don Ibrahim de Ostolaza y Bofarull hizo como que no oía lo de la caquita de la nena del vecino, se volvió a arreglar un poco la bufanda, volvió a poner la mano sobre el respaldo de la silla, y continuó:

—Sí, señores académicos, quien tiene el honor de informar ante ustedes cree que sus argumentos no tienen vuelta de hoja. (¿No resultará demasiado popular, un poco chabacano, esto de la vuelta de hoja?) Aplicando al concepto jurídico que nos ocupa, las conclusiones del silogismo precedente (aplicando al concepto jurídico que nos ocupa, las conclusiones del silogismo precedente, quizás quede algo largo) podemos asegurar que, asi como para usar algo hay que poseerlo, paralelamente, para ejercer un derecho, cualquiera que fuere, habrá que poseerlo también. (Pausa.)

El vecino de al lado preguntaba por el color. Su mujer le decía que de color normal.

—Y un derecho no puede poseerse, corporación insigne, sin haber sido previamente adquirido. Creo que mis palabras son claras como las fluyentes aguas de un arroyo cristalino. (Voces: sí, sí.) Luego si para ejercer un derecho hay que adquirirlo, porque no puede ejercerse algo que no se tiene (¡Claro, claro!), ¿cómo cabe pensar, en rigor científico, que exista un modo de adquisición por el ejercicio, como quiere el profesor De Diego, ilustre por tantos conceptos, si esto seria tanto como afirmar que se ejerce algo que aún no se ha adquirido, un derecho que todavía no se posee? (Insistentes rumores de aprobación.)

El vecino de al lado preguntaba:

—¿Tuviste que meterle el perejilito?

—No, ya lo tenía preparado, pero después lo hizo ella sólita. Mira, he tenido que comprar una lata de sardinas; me dijo tu madre que el aceite de las latas de sardinas es mejor para estas cosas.

—Bueno, no te preocupes, nos las comemos a la cena y en paz. Eso del aceite de las sardinas son cosas de mi madre.

El marido y la mujer se sonrieron con terneza, se dieron un abrazo y se besaron. Hay días en que todo sale bien. El estreñimiento de la nena venia siendo ya una preocupación.

Don Ibrahim pensó que, ante los insistentes rumores de aprobación, debía hacer una breve pausa, con la frente baja y la vista mirando, como distraídamente, para la carpeta y el vaso de agua.

—No creo preciso aclarar, señores académicos, que es necesario tener presente que el uso de la cosa —no el uso o ejercicio del derecho a usar la cosa, puesto que todavía no existe— que conduce, por prescripción, a su posesión, a título de propietario, por parte del ocupante, es una situación de hecho, pero jamás un derecho. (Muy bien.)

Don Ibrahim sonrió como un triunfador y se estuvo unos instantes sin pensar en nada. En el fondo —y en la superficie también— don Ibrahim era un hombre muy feliz. ¿Que no le hacían caso? ¡Qué más da! ¿Para qué estaba la Historia?

—Ella a todos, al fin y a la postre, hace justicia. Y si en este bajo mundo al genio no se le toma en consideración, ¿para qué preocuparnos si dentro de cien años, todos calvos?

A don Ibrahim vinieron a sacarlo de su dulce sopor unos timbrazos violentos, atronadores, descompuestos.

¡Qué barbaridad, qué manera de alborotar! ¡Vaya con la educación de algunas gentes! ¡Lo que faltaba es que se hubieran confundido!

La señora de don Ibrahim, que hacía calceta, sentada al brasero, mientras su marido peroraba, se levantó y fue a abrir la puerta.

Don Ibrahim puso el oído atento. Quien llamó a la puerta había sido el vecino del cuarto.

—¿Está su esposo?

—Sí, señor, está ensayando su discurso.

—¿Me puede recibir?

—Sí, no faltaría más.

La señora levantó la voz:

—Ibrahim. es el vecino de arriba. Don Ibrahim respondió:

—Que pase, mujer, que pase; no lo tengas ahí. Don Leoncio Maestre estaba pálido.

—Veamos, convecino, ¿qué le trae por mi modesto hogar?

A don Leoncio le temblaba la voz.

—¡Está muerta!

—¿Eh?

—¡Que está muerta!

—¿Qué?

—Que si, señor, que está muerta: yo le toqué la frente y está fría como el hielo.

La señora de don Ibrahim abrió unos ojos de palmo.

—¿Quién?

—La de al lado.

—¿La de al lado?

—Sí.

—¿Doña Margot?

—Sí.

Don Ibrahim intervino.

—¿La mamá del maricón?

Al mismo tiempo que don Leoncio decía que sí, su mujer le reprendió:

—¡Por Dios, Ibrahim, no hables así!

—¿Y está muerta, definitivamente?

—Sí, don Ibrahim, muerta del todo. Está ahorcada con una toalla.

—¿Con una toalla?

—Sí, señor, con una toalla de felpa.

—¡Qué horror!

Don Ibrahim empezó a cursar órdenes, a dar vueltas de un lado para otro, y a recomendar calma.

—Genoveva, cuélgate del teléfono y llama a la policía.

—¿Qué número tiene?

—¡Yo qué sé, hija mia; míralo en la lista! Y usted, amigo Maestre, póngase en guardia en la escalera, que nadie suba ni baje. En el perchero tiene usted un bastón. Yo voy a avisar al médico.

Don Ibrahim, cuando le abrieron la puerta de la casa del médico, preguntó, con aire de gran serenidad:

—¿Está el doctor?

—Sí, señor; espere usted un momento.

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