La Colmena (22 page)

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Authors: Camilo José Cela

BOOK: La Colmena
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—¡Ay, Julio, ay, ay! ¡Ay, qué daño me haces! ¡Bestia! ¡Cachondo! ¡Ay, ay!

El hombre le muerde en la sonrosada garganta, donde se nota el tibio golpecito de la vida.

Los novios esperan unos momentos en silencio, sin moverse. Petrita parece como pensativa.

—Julio.

—Qué.

—¿Me quieres?

El sereno de la calle de Ibiza se guarece bajo un portal que deja entornado por si alguien llama.

El sereno de la calle de Ibiza enciende la luz de la escalera; después se da aliento en los dedos, que le dejan al aire los mitones de lana, para desentumecerlos. La luz de la escalera se acaba pronto. El hombre se frota las manos y vuelve a dar la luz. Después saca la petaca y lía un pitillo.

Martín habla suplicante, acobardado, con precipitación. Martín está tembloroso como una vara verde.

—No llevo documentos, me los he dejado en casa. Yo soy escritor, yo me llamo Martín Marco. A Martín le da la tos. Después se ríe.

—¡Je, je! Usted perdone, es que estoy algo acatarrado, eso es, algo acatarrado, ¡je, je!

A Martín le extraña que el policía no lo reconozca.

—Colaboro en la prensa del Movimiento, pueden ustedes preguntar en la Vicesecretaria, ahí en Genova. Mi último artículo salió hace unos días en varios periódicos de pro vincias: en Odiel, de Huelva; en Proa, de León; en Ofensiva, de Cuenca. Se llamaba Razones de la permanencia espiritual de Isabel la Católica,

El policía chupa su cigarrillo.

—Ande, siga. Vayase a dormir, que hace frío.

—Gracias, gracias.

—No hay de qué. Oiga. Martín creyó morir.

—Qué.

—Y que no se le quite la inspiración.

—Gracias, gracias. Adiós.

Martin aprieta el paso y no vuelve la cabeza, no se atreve. Lleva dentro del cuerpo un miedo espantoso que no se explica.

Don Roberto, mientras acaba de leer el periódico, acaricia, un poco por cumplido, a su mujer, que apoya la cabeza sobre su hombro. A los pies, en este tiempo, siempre se echan un viejo abrigo.

—Mañana qué es, Roberto, ¿un día muy triste o un día muy feliz?

—¡Un día muy feliz, mujer!

Filo sonríe. En uno de los dientes de delante tiene una caries honda, negruzca, redondita.

—Sí, ¡bien mirado!

La mujer, cuando sonríe honestamente, emocionadamente, se olvida de su caries y enseña la dentadura.

—Sí, Roberto, es verdad. ¡Qué día más feliz mañana!

—¡Pues claro, Filo! Y, además, ya sabes lo que yo digo, ¡mientras todos tengamos salud!

—Y la tenemos, Roberto, gracias a Dios.

—Sí, no podemos quejarnos. ¡Cuántos están peor! Nosotros, mal o bien, vamos saliendo. Yo no pido más.

—Ni yo, Roberto. Verdaderamente, muchas gracias tenemos que dar a Dios, ¿no te parece?

Filo está mimosa con su marido. La mujer es muy agradecida; el que le hagan un poco de caso le llena de alegría.

Filo cambia algo la voz,

—Oye, Roberto.

—Qué.

—Deja el periódico, hombre.

—Si tú quieres...

Filo coge a don Roberto de un brazo.

—Oye.

—Qué.

La mujer habla como una novia.

—¿Me quieres mucho?

—¡Pues claro, hijita, naturalmente que mucho! ¡A quién se le ocurre!

—¿Mucho, mucho?

—Don Roberto deja caer las palabras como en un sermón; cuando ahueca la voz, para decir algo solemne, parece un orador sagrado.

—¡Mucho más de lo que te imaginas!

Martín va desbocado, el pecho jadeante, las sienes con fuego, la lengua pegada al paladar, la garganta agarrotada, las piernas flaccidas, el vientre como una caja de música con la cuerda rota, los oídos zumbadores, los ojos más miopes que nunca.

Martin trata de pensar, mientras corre. Las ideas se empujan, se golpean, se atropellan, se caen y se levantan dentro de su cabeza, que ahora es grande como un tren, que no se explica por qué no tropieza en las dos filas de casas de la calle.

Martín, en medio del frío, siente en sus carnes un calor sofocante, un calor que casi no le deja respirar, un calor húmedo e incluso quizás amable, un calor unido por mil hilitos invisibles a otros calores llenos de ternura, rebosantes de dulces recuerdos.

—Mi madre, mi madre, son los vahos de eucaliptus, los vahos de eucaliptus, haz más vahos de eucaliptus, no seas asi...

A Martín le duele la frente, le da unos latidos rigurosamente acompasados, secos, fatales.

—¡Ay!

Dos pasos.

—¡Ay!

Dos pasos.

—¡Ay!

Dos pasos.

Martin se lleva la mano a la frente. Está sudando como un becerro, como un gladiador en el circo, como un cerdo en la matanza.

—¡Ay!

Dos pasos más.

Martín empieza a pensar muy de prisa.

—¿De qué tengo yo miedo? ¡Je, je! ¿De qué tengo yo miedo? ¿De qué, de qué? Tenía un diente de oro. ¡Je, je! ¿De qué, de qué? A mí me haría bien un diente de oro. ¡Qué lucido! ¡Je, je! ¡Yo no me meto en nada! ¡En nada! ¿Qué me pueden hacer a mí si yo no me meto en nada? ¡Je, je! ¡Qué tío! ¡Vaya un diente de oro! ¿Por qué tengo yo miedo? ¡No gana uno para sustos! ¡Je, je! De repente, ¡zas!, ¡un diente de oro! "¡Alto! ¡Los papeles!" Yo no tengo papeles. ¡Je, je! Tampoco tengo un diente de oro. ¡Je, je! En este país, a los escritores no nos conoce ni Dios. Paco, ¡ay, si Paco tuviera un diente de oro! ¡Je, je! "Sí, colabora, colabora, no seas bobo, ya darás cuenta, ya..." ¡Qué risa! ¡Je, je! ¡Esto es para volverse uno loco! ¡Éste es un mundo de locos! ¡De locos de atar! ¡De locos peligrosos! ¡Je, je! A mi hermana le hacía falta un diente de oro. Si tuviera dinero, mañana le regalaba un diente de oro a mi hermana. ¡Je, je! Ni Isabel la Católica, ni la Vicesecretaría, ni la permanencia espiritual de nadie. ¿Está claro? ¡Lo que yo quiero es comer! ¡Comer! ¿Es que hablo en latín? ¡Je, je! ¿O en chino? Oiga, póngame aquí un diente de oro. Todo el mundo lo entiende. ¡Je, je! Todo el mundo. ¡Comer! ¿Eh? ¡Comer! ¡Y quiero comprarme una cajetilla entera y no fumarme las colillas del bestia! ¿Eh? ¡Este mundo es una mierda! ¡Aquí todo Dios anda a lo suyo! ¿Eh? ¡Todos! ¡Los que más gritan, se callan en cuanto les dan mil pesetas al mes! O un diente de oro. ¡Je, je! ¡Y los que andamos por ahí tirados y malcomidos, a dar la cara y a pringar la marrana! ¡Muy bien! ¡Pero que muy bien! Lo que dan ganas es de mandar todo al cuerno, ¡qué coño!

Martín escupe con fuerza y se para, el cuerpo apoyado contra la gris pared de una casa. Nada ve claro y hay momentos en los que no sabe si está vivo o muerto.

Martín está rendido.

La alcoba del matrimonio González tiene los muebles de chapa, un día agresiva y brilladora, hoy ajada y deslucida: la cama, las dos mesillas de noche, una consolita y el armario. Al armario nunca pudieron ponerle la luna y, en su sitio, la chapa se presenta cruda, desnuda, pálida y delatora.

La lámpara de globos verdes del techo aparece apagada. La lámpara de globos verdes no tiene bombilla, está de adorno. La habitación se alumbra con una lamparita sin tulipa que descansa sobre la mesa de noche de don Roberto.

A la cabecera de la cama, en la pared, un cromo de la Virgen del Perpetuo Socorro, regalo de boda de los compañeros de don Roberto en la Diputación, ha presidido ya cinco felices alumbramientos.

Don Roberto deja el periódico.

El matrimonio se besa con cierta pericia. Al cabo de los años, don Roberto y Filo han descubierto un mundo casi ilimitado.

—Oye, Filo, pero ¿has mirado el calendario?

—¡Qué nos importa a nosotros el calendario, Roberto! ¡Si vieras como te quiero! ¡Cada día más!

—Bueno, pero ¿vamos a hacerlo... así?

—Sí, Roberto, así.

Filo tiene las mejillas sonrosadas, casi arrebatadas.

Don Roberto razona como un filósofo.

—Bueno, después de todo, donde comen cinco cachorros, bien pueden comer seis, ¿no te parece?

—Pues claro que sí, hijo, pues claro que sí. Que Dios nos dé salud, y lo demás..., pues mira. ¡Si no estamos un poco más anchos, estamos un poco más estrechos y en paz!

Don Roberto se quita las gafas, las mete en el estuche y las pone sobre la mesa de noche, al lado del vaso de agua, que tiene dentro, como un misterioso pez, la dentadura postiza.

—No te quites el camisón, te puedes enfriar.

—No me importa, lo que quiero es gustarte. Filo sonríe, casi con picardía.

—Lo que quiero es gustar mucho a mi maridito... Filo, en cueros, tiene todavía cierta hermosura.

—¿Te gusto aún?

—Mucho, cada día me gustas más.

—¿Qué te pasa?

—Me parecía que lloraba un niño.

—No, hija, están dormiditos. Sigue...

Martín saca el pañuelo y se lo pasa por los labios. En una boca de riego, Martín se agacha y bebe. Creyó que iba a estar bebiendo una hora, pero la sed pronto se le acaba.

El agua estaba fría, casi helada, con un poco de escarcha por los bordes.

Un sereno se le acerca, toda la cabeza envuelta en una bufanda.

—Conque bebiendo, ¿eh?

—¡Pues, sí! Eso es... Bebiendo un poco...

—¡Vaya nochecita! ¿Eh?

—¡Ya lo creo, una noche de perros! El sereno se aleja y Martín, a la luz de un farol, busca en su sobre otra colilla en buen uso.

—El policía era un hombre bien amable. Ésa es la verdad. Me pidió la documentación debajo de un farol, se conoce que para que no me asustase. Además me dejó marchar en seguida. Seguramente habrá visto que yo no tengo aire de meterme en nada, que yo soy un hombre poco amigo de meterme en donde no me llaman; esta gente está muy acostumbrada a distinguir. Tenía un diente de oro y llevaba un abrigo magnifico. Sí, no hay duda que debía ser un gran muchacho, un hombre bien amable...

Martín siente un temblor por todo el cuerpo y nota que el corazón le late, otra vez con más fuerza, dentro del pecho.

—Esto se me quitaba a mí con tres duros.

El panadero llama a su mujer.

—¡Paulina!

—¡Qué quieres!

—¡Trae la palangana!

—¿Ya estamos?

—Ya. Anda, estáte callada y vente.

—¡Voy, voy! Pues, hijo, ¡ni que tuvieras veinte años!

La alcoba de los panaderos es de recia carpintería de saludable nogal macizo, vigoroso y honesto como los amos. En la pared lucen, en sus tres marcos dorados iguales, una reproducción en alpaca de la Sagrada Cena, una litografía representando una Purísima de Murillo, y un retrato de boda con la Paulina de velo blanco, sonrisa y traje negro, y el señor Ramón de sombrero flexible, enhiesto mostacho y leontina de oro.

Martín baja por Alcántara hasta los chalets, tuerce por Ayala y llama al sereno.

—Buenas noches, señorito.

—Hola. No, ésa no.

A la luz de una bombilla se lee "Villa Filo". Martín tiene aún vagos, imprecisos, difuminados respetos familiares. Lo que pasó con su hermana... ¡Bien! A lo hecho, pecho, y agua pasada no corre molino. Su hermana no es ningún pendón. El cariño es algo que no se sabe dónde termina. Ni dónde empieza tampoco. A un perro se le puede querer más que a una madre. Lo de su hermana... ¡Bah! Después de todo, cuando un hombre se calienta no distingue. Los hombres en esto seguimos siendo como los animales.

Las letras donde se lee "Villa Filo" son negras, toscas, frías, demasiado derechas, sin gracia ninguna.

—Usted perdone, voy a dar la vuelta a Montesa.

—Como usted guste, señorito. Martin piensa:

—Este sereno es un miserable, los serenos son todos muy miserables, ni sonríen ni se enfurecen jamás sin antes calcularlo. Si supiera que voy sin blanca me hubiera echado a patadas, me hubiera deslomado de un palo.

Ya en la cama, doña María, la señora del entresuelo, habla con su marido. Doña María es una mujer de cuarenta o cuarenta y dos años. Su marido representa tener unos seis más.

—Oye, Pepe.

—Qué.

—Pues que estás un poco despegado conmigo.

—¡No, mujer!

—Sí, a mí me parece que sí.

—¡Qué cosas tienes!

Don José Sierra no trata a su mujer ni bien ni mal, la trata como si fuera un mueble al que a veces, por esas manías que uno tiene, se le hablase como a una persona.

—Oye, Pepe.

—Qué.

—¿Quién ganará la guerra?

—¿A ti qué más te da? Anda, déjate ahora de esas cosas y duérmete.

Doña María se pone a mirar para el techo. Al cabo de un rato vuelve a hablar con su marido.

—Oye, Pepe.

—Qué.

—¿Quieres que coja el pañito?

—Bueno, coge lo que quieras.

En la calle de Montesa no hay más que empujar la verja del jardín y tocar dentro, con los nudillos, sobre la puerta. Al timbre le falta el botón y el hierrito que queda suelto, a veces, corriente. Martín ya lo sabía de otras ocasiones.

—¡Hola, doña Jesusa! ¿Cómo está usted?

—Bien, ¿y tú, hijo?

—¡Pues ya ve! Oiga, ¿está la Marujita?

—No, hijo. Esta noche no ha venido, ya me extraña. A lo mejor viene todavía. ¿Quieres esperarla?

—Bueno, la esperaré. ¡Para lo que tengo que hacer!

Doña Jesusa es una mujer gruesa, amable, obsequiosa, con aire de haber sido guapetona, teñida de rubio, muy dispuesta y emprendedora.

—Anda, pasa con nosotras a la cocina, tú eres como de la familia.

—Si...

Alrededor del hogar donde cuecen varios pucheros de agua, cinco o seis chicas dormitan aburridas y con cara de no estar ni tristes ni contentas.

—¡Qué frío hace!

—Ya, ya. Aqui se está bien, ¿verdad?

—Sí, ¡ya lo creo!, aquí se está muy bien. Doña Jesusa se acerca a Martín.

—Oye, arrímate al fogón, vienes helado. ¿No tienes abrigo?

—No.

—¡Vaya por Dios!

A Martín no le divierte la caridad. En el fondo, Martín es también un nietzscheano.

—Oiga, doña Jesusa, ¿y la Uruguaya, tampoco está?

—Si, está ocupada; vino con un señor y con él se encerró, van de dormida.

—¡Vaya!

—Oye, si no es indiscreción, ¿para que querías a la Marujita, para estar un rato con ella?

—No... Quería darle un recado.

—Anda, no seas bobo. ¿Es que... estás mal de fondos?

Martín Marco sonrió, ya estaba empezando a entrar en calor.

—Mal no, doña Jesusa, ¡peor!

—Tú eres tonto, hijo. ¡A estas alturas no vas a tener confianza conmigo, con !o que yo quería a tu pobre madre, que en Gloria esté!

Doña Jesusa dio en el hombro a una de las chicas que se calentaban al fuego, a una muchachita flacucha que estaba leyendo una novela.

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