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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (40 page)

BOOK: La colina de las piedras blancas
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—Fue a parar a La Coruña, muy enfermo —comenzó a decir despacio.

Me exasperaba la lentitud del capitán contando estas historias tan lamentables. Mi afán por conocer me hacía desear que me dijese rápidamente qué había ocurrido, así que lo apremiaba con gestos para ver si era algo más diligente.

—A finales de octubre —siguió diciendo— falleció en soledad, amargado y añorando su ciudad, Bilbao. No se ha hecho justicia a su valía…

—¡Oh, Virgen Santísima, cuánta desgracia! —me lamenté.

Permanecimos un rato callados, mientras caminábamos hacia Luxemburgo, bajo el sol que el verano recién estrenado nos regalaba. Durante el trayecto fui haciendo conjeturas acerca de lo que podía haber ocurrido. En realidad, no sabía si Idiáquez había conseguido ayudar al cobro de mi paga, ni sabía si había podido contactar con mi familia. Pero lo que más me inquietaba era el paradero de Ledesma, que a esas alturas me llevaba dos años de ventaja. Dos años de fechorías en los que podía haber sucedido de todo. Incluso, que hubiera echado de sus tierras a mi pobre madre, herida de muerte por mi desaparición y su soledad.

Capítulo 51

D
e Namur a Milán había unas setecientas millas. Según los cálculos del capitán habíamos de emplear seis semanas en recorrer el camino, si todo iba bien y no venían lluvias y vientos fuertes.

Pasamos Luxemburgo y luego Thionville, por donde abandonamos Flandes para dirigirnos a Metz. Allí contemplamos su catedral desde la lejanía, pues las tropas no se adentraban en las ciudades para no causar desmanes y crear alarma entre la población. Para abastecernos se establecían unos puntos por donde habíamos de pasar obligatoriamente. A cada una de las expediciones de soldados españoles que transitaban por el camino entre Bruselas y Milán le precedía un comisario que negociaba con las autoridades de Luxemburgo, Lorena, el Franco Condado y Saboya el recorrido de las tropas, los pueblos o ciudades a cuyas afueras podíamos descansar, las vituallas que necesitaríamos y los medios para el transporte de la impedimenta.

El camino se hacía siempre entre dos o más puntos conocidos como
étapes
. Y a cada gobierno se pedía oferta para aprovisionar los tercios para una o más de estas paradas obligatorias. Cuando se aceptaba la oferta de alguno de los asentistas de la zona se firmaba una capitulación fijando la cantidad de víveres y sus precios.

Habitualmente todos dormíamos a las afueras, pero era frecuente que se buscase alojamiento para la oficialía o para algunos hombres principales que se trasladaban con los tercios. Entonces, en las casas de la
étape,
se buscaban camas y se emitían vales a sus dueños: unos billetes que determinaban el número de personas y caballerías que pernoctaban en cada casa. Esos vales o billetes eran luego entregados al recaudador local de contribuciones y eran pagados o servían para eximir a su portador del pago de ciertos impuestos.

Los lugareños, según decían, aceptaban resignados y de mala gana el tránsito de los españoles por aquellos caminos, pues no era raro que se sucedieran fechorías y altercados cuando las tropas iban cansadas, hambrientas y ávidas de mujeres y placeres de los que se veían privados durante tanto tiempo. Si el número de hombres que se desplazaba hacia Flandes o de regreso a Milán era muy grande, no había víveres suficientes para abastecer a la tropa, y entonces se hacían frecuentes los actos de pillaje, por lo que la población sufría en sus carnes la avidez y la crueldad de la soldadesca. Nosotros, sin embargo, éramos relativamente pocos y respetamos las distancias y las reglas establecidas por las autoridades.

Así fuimos recorriendo el camino, devorando legua tras legua mientras charlábamos acerca de lo sucedido en las Españas durante mi ausencia. Recordamos a cada uno de los que ya no estaban, la trágica recuperación del capitán después de que lo diéramos por muerto, las víctimas que se había cobrado la descoordinación de los duques de Medina Sidonia y de Parma, y la victoria de Inglaterra que había supuesto su preponderancia momentánea en el Atlántico.

Pasamos junto al recinto amurallado de Toul, luego por Lorena y por las tierras fértiles de las vegas del Rin. Y más tarde discurrimos por los viñedos de Alsacia y admiramos sus castillos, hasta ir a parar a los sombríos y húmedos bosques de los Vosgos.

—¡Cuántas riquezas esconden estas tierras! —decía el capitán.

Las compañías avanzaban unidas, pero separados los hombres de cada una. En raras ocasiones íbamos a mezclarnos, y sólo lo hacíamos cuando los capellanes decían misa para todos en las explanadas donde aguardábamos para dar cuenta de las viandas que nos traían.

Al adentrarnos en el Franco Condado nos cansamos mucho, de tanto vadear ríos y arroyuelos. Dejamos atrás su capital, Dôle, y nos dirigimos hacia Ginebra. Transitamos junto a la ciudad, por el puente Grassin: un paso sobre las aguas del recién nacido Ródano. Subimos por los valles de Alta Saboya, rica en tierras, pueblos y tradiciones, y comenzamos a ver los majestuosos Alpes, que señoreaban los valles a aquel lado de la cordillera.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamaron algunos hombres que no habían visto aquellas montañas, por haber llegado a Flandes navegando.

—Ya veréis… ya —les respondían los veteranos conocedores del camino.

Subimos por el Pequeño San Bernardo. El paisaje era espeluznante, sembrado de picachos coronados por nieves eternas. Era digno de verse el verde intenso de las laderas dejando paso al blanco, marrón y gris de las cimas, donde se confundía la nieve con las rocas.

Nos parábamos a contemplar los paisajes que podían admirarse desde las alturas, pero los capitanes nos apremiaban:

—¡Vamos! ¡Vamos!, que se nos hace de noche antes de alcanzar la siguiente
étape
, voto al Cielo.

Y de nuevo la caravana se ponía en marcha, con las acémilas subiendo por los caminos serpenteantes y nosotros arrastrando los pies de cansancio. Yo iba con mi pierna a rastras al final de cada jornada, pero me recuperaba durante el descanso y caminaba de nuevo con gran diligencia cuando volvíamos a ponernos en pie.

—¿Desde dónde y hacia dónde embarcaremos? —pregunté.

—Desde Genova, posiblemente. Nos lo dirán en Milán. También nos dirán con destino a qué puerto.

Cuando coronamos el Pequeño San Bernardo se oyó un ¡oh! general entre la tropa. Aunque muchos conocían aquel paso, no podíamos dejar de exclamar ante tan prodigiosa visión. Estuvimos allí largo rato y esta vez no hubo quien nos recriminase el tiempo perdido en la parada. ¡Qué maravilla! ¡Si hubiese algún artilugio que permitiese reproducir el paisaje sobre un lienzo en apenas un instante!

Descendimos luego hacia Ivrea con fuertes dolores en las rodillas por lo escarpado de la pendiente. Llegamos a los pies de las montañas y allí descansamos nuevamente y nos fue servida comida y bebida suficiente para abastecernos. Y nos repusimos para afrontar las últimas jornadas antes de llegar a nuestro destino.

Finalmente, agotados, llegamos a Milán, donde se encontraba buena parte del tercio de Lombardía y donde se estaban concentrando muchas compañías con el objetivo de partir en unos meses hacia Flandes a dar refuerzos a Farnesio, si es que éste salía airoso de París y regresaba pronto a Bruselas o Amberes.

Al llegar a Milán supimos que embarcaríamos de inmediato con destino a Cartagena. Era éste para mí el mejor de los destinos, pues tenía pensado ir a Sevilla para encaminarme luego hacia Llerena, sin entretenerme mucho por el camino. Ahora que estaba de vuelta no quería perder ni un minuto más antes de solucionar mis asuntos familiares y ajustar las cuentas que había de cobrarme.

Sin apenas descansar en Milán, ni llegar a aprovechar las oportunidades que ofrecía la ciudad, pusimos rumbo al puerto de Genova. Allí nos esperaban doce galeras que debían transportarnos hasta Cartagena. Una vez en tierra española, dos de las compañías se repondrían del viaje y habrían de embarcar de nuevo hacia las costas de Berbería, mientras las otras dos tenían licencia para descansar hasta el otoño. Luego volverían a embarcar, esta vez en Cádiz y en galeones, para cumplir una misión de protección de los puertos del Atlántico. El rey, según supimos entonces, estaba modernizando la flota. Había tomado nota de lo acaecido en la jornada de Inglaterra y estaba construyendo barcos con castillos más pequeños, o incluso sin ellos. Eran navíos más potentes y ligeros, más manejables y mejor armados. Estaba dispuesto a no ceder ni una sola derrota más frente a la reina Isabel. Costase lo que costase. Pero para mí, aquello carecía ya de sentido, pues bien sabía yo que una nueva vida me esperaba.

Capítulo 52

H
icimos escala en Mallorca y luego seguimos hacia el sur con escaso viento, por lo que los galeotes tuvieron que esforzarse mucho para conseguir poner rumbo a Cartagena. El calor comenzaba a ser sofocante en aquellas latitudes. Eso, tan habitual en nuestra nación, se soportaba mucho peor cuando los ejércitos regresábamos de Flandes, pues veníamos habituados a la lluvia, la humedad y el frío, si es que a estas maldades puede un cuerpo acostumbrarse nunca. Así que veníamos sudando; más aún cuando veíamos a los forzados dándole al remo, ¡bogad!, ¡bogad!, siguiendo las órdenes del cómitre.

Llegamos al puerto de Cartagena casi a finales del verano. Desembarcamos y allí nos separamos la mayoría. El capitán tenía intención de ir a Segovia y Toledo, mientras yo tomaría la ruta de Granada y Sevilla, para luego encaminarme hacia Extremadura. Acordamos entonces que nos volveríamos a ver a primeros de noviembre en Toledo, para volver a reclutar soldados para la compañía, y allí decidiríamos a qué frente acudir; probablemente para entonces él ya tuviese instrucciones y no necesitásemos tomar decisión alguna.

Me despedí de don Álvaro y ambos nos llevamos un gran disgusto. Después de las penurias pasadas y de creernos muertos el uno al otro, el reencuentro nos había llenado de satisfacción.

—Cuida de tu madre y déjala a buen resguardo esta vez.

—Descuidad, lo haré. Nos separamos y yo me uní a unos soldados andaluces que irían abandonando el grupo a medida que fuesen pasando por puntos cercanos a sus casas. Pasamos por Granada, pero tantas eran las ansias por llegar a nuestros destinos que no quisimos hacer un alto en tan bella ciudad, cuna del malogrado marqués de Santa Cruz. Seguimos, pues, hasta que estuvimos a la altura de Osuna. Entonces tuve la idea de ir a visitar a la familia de mi compañero Pedro de la Vega. Lo perdí definitivamente tras el naufragio de nuestro esquife y creí que haría una buena obra si visitaba a sus padres, que aún debían de ser jóvenes. En su desgracia, se alegrarían de que alguien les contase que su hijo fue valiente y que no murió acuchillado ni masacrado por los herejes.

Me adentré en Osuna. Me sorprendió la población, que era mucho más grande y bonita de lo que la había imaginado. Supe entonces que Pedro no nos mentía, ni exageraba lo más mínimo cuando nos hablaba de su lugar de origen. Pregunté a varias personas, pero ninguna me respondía amablemente. Al cabo, cuando me dirigí a un hombre mayor por suponer que tenía que conocer a todas las familias del pueblo, me contestó:

—Deja a esa pobre gente, que bastante desgracia tienen con lo de su hijo.

—Ya imagino, pero… por favor, dígame dónde viven, precisamente les traigo noticias de su hijo.

Puso un gesto de asco. Luego me miró fijamente, soltó un bufido y agarró su bastón fuertemente. Por un momento pensé que iba a arrearme un mandoble en la cabeza, pero debió de pensarlo mejor.

—Ande vuestra merced, que tiene pinta de buen soldado, y hágame caso. Que no sé yo qué noticia va a traer vuesa merced a esta familia que ellos no tengan todos los días. Váyase y déjelos en paz.

Pero tanto insistí que finalmente me dijo dónde vivían, no sin antes recomendarme de nuevo que me marchara y desistiera de mi empeño. Yo, terco como una mula, me encaminé hacia la casa familiar de los Vega, la cual se descubrió a mis ojos como una vivienda muy digna.

Cuando estuve ante la puerta, llamé dos veces. Al punto vino una moza y me preguntó qué deseaba.

—Vengo a ver a los señores Vega. Soy compañero de su hijo Pedro. Navegábamos en el mismo barco.

Me rogó que aguardase. Al momento vino acompañada por una señora que no debía superar los cuarenta o cuarenta y cinco, pero que estaba muy envejecida, con ojeras que le llegaban a los pies y el pelo completamente blanco, atado en un moño.

—¿Qué desea? —me preguntó con desgana.

—A sus pies, señora. Verá… yo era compañero de su hijo Pedro. Ambos navegamos juntos en el galeón
San Marcos
hasta el día del naufragio, cuando lo perdí para siempre. Quiero decirle que era muy valiente y que no murió a manos de los ingleses, sino ahogado por designio divino.

—Así que ahogado —dijo impasible ante mi extrañeza.

Pensé que estaba trastornada, tal vez por la muerte de su hijo. No hizo caso a mis explicaciones. Ni siquiera puso un gesto de alivio, ni de rabia, ni de aquiescencia. En lugar de ello, abrió la cancela y me invitó a pasar. Luego me pidió que la siguiese hasta una pequeña sala, y cuando asomé la cabeza tras las cortinas, pude ver al mismísimo Pedro de la Vega sentado en una silla de enea. Fue lo único que vi antes de desmayarme.

—Fue él, Montiel, fue él. Él nos mató a todos.

Pedro de la Vega se golpeaba la rodilla con la palma de la mano y luego la movía sobre el muslo en círculos acompasados. Tenía los ojos muy abiertos, como un mochuelo, mirando hacia el infinito. Continuamente repetía las mismas palabras. Una y otra vez:

—Fue él, fue él. Él nos hizo esto.

Le faltaba un brazo y ambas orejas. La nariz la tenía rota, y de la mano que le quedaba, con la que se acariciaba continuamente la pierna, le faltaba el anular.

—También está castrado —me dijo su madre—. Y tiene varias cuchilladas en la pierna.

—Así que cayó en manos de los ingleses…

—Parece que lo torturaron y luego logró escapar. No sabemos cómo. Alguien lo recogió y lo embarcó para España. Llegó así, destrozado. Pero lo peor no es lo del brazo, ni lo de la pierna…

Señalaba su cabeza. Desde luego Pedro estaba loco de atar.

—Fue él: Ledesma. Él nos vendió al diablo, Montiel. Nos dejó en la barca a propósito. Fue él.

—A su padre se lo llevó por delante. Se murió de pena. Es nuestro único hijo y había puesto en él todas sus esperanzas. Pero no teníamos fortuna y quiso ir al ejército a ver si así…

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