La clave de las llaves (10 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La clave de las llaves
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—¿Es una pregunta con trampa?

—¿Cómo? ¿Qué has dicho? —Las súplicas del niño interferían en nuestra conversación, «¡un caramelito!».

—¡Que si es una pregunta con trampa!

—¡Papá Noel no puede hablar por el móvil, Esquius, joder!

—Pues desconéctalo.

—¿Y entonces con quién coño estarías hablando ahora?

La voz infantil continuaba reclamando incansable su caramelito. Me imaginé a un mocoso de tres o cuatro años tirando de la manga de mi compañero y a una madre joven y sonriente mirando enternecida a su hijito que creía en la magia y se ilusionaba con Papá Noel y con el espíritu de la Navidad.

—Un momento —dijo Octavio, exasperado. A continuación, se escuchó un rugido devastador—: ¡Joder, ya está bien! ¿Es que no sabes esperarte, nene? ¿No ves que estoy hablando con el cuidador de mis renos? ¿Quieres que se mueran de hambre por tu culpa, los putos renos?

—Quiero hablar con Beth —dije, horripilado y levantando la voz para sobreponerla al llanto súbito y desconsolado del niño.

—¡Me cago en tus muertos! ¿Me llamas a mí para hablar con Beth? ¡Pues llama a Beth, joder, Esquius, no jodas, que pareces idiota!

Al llanto desesperado de la criatura se sumaban ahora los gritos indignados de la madre y Octavio cortó la comunicación sin despedirse.

Ya sé que hablo demasiado por teléfono mientras conduzco, y que un día tendré un accidente o me clavarán una multa, pero mentiría si no dijera que de inmediato llamé a la agencia, hablé con Amelia y le pedí que buscara en el ordenador el número de teléfono de un periodista llamado Tete Gijón. Y, por fin, ya a la altura de la plaza Cerdá, muy cerca de mi objetivo, localicé a Tete Gijón, especialista en deportes.

—Me llamo Esquius y soy detective privado, no sé si te acuerdas de mí. Nos presentó una vez Sisteró…

—¡Jodo, ya lo creo que me acuerdo! ¡El día de la cerveza con vodka! ¿Y no eras tú el que se tomaba la cerveza con cointreau? ¡Jodo, tío, si me acuerdo! ¡Ya lo creo que me acuerdo!

Eran otros tiempos. Aún no hacía un mes que había muerto Marta y yo creía que no podría superarlo nunca. Hacía mezclas extrañas y tenía resacas aún más extrañas.

—Necesito un poco de información.

—¡Jodo, tío, pues claro, que para eso eres detective! ¿Qué quieres saber, salao? Si puedo ayudarte, por mí, encantado.

—Quisiera hablar con Reig, Joan Reig.

—¿Joan Reig, el futbolista? ¡Jodo, salao, a mí también me gustaría hablar con él, pero estos días está imposible, con todo eso de la renovación del contrato y la situación del equipo! No pude hablar con él ni en la rueda de prensa… ¡Imagínate!

—¿No habría manera de acercarse…?

—Ahora mismo, no se me ocurre ninguna. Y, si se te ocurre a ti, jodo, salao, me la cuentas, ¿vale?

—Bueno. Pues querría hablar contigo para que me cuentes cosas de Reig. Cosas que puedan haberle pasado últimamente.

—Coño, pues que le han renovado el contrato. Que decían que no se lo renovaban, que no se lo renovaban porque pedía la tira de millones, y precisamente el otro día hace un partido de puta pena, tú, de puta pena que te cagas, y patapam, como quien dice al día siguiente le renuevan el contrato. ¿Tú te lo explicas? Pues yo tampoco. Oye: ¿por qué no vienes el domingo al campo, que yo te cuelo, y ves cómo juega y hablamos de lo que sea? ¡Me gustará mucho volver a verte, jodo! Y nos zampamos unas cervezas con calisay, eh, ¿qué te parece? ¿Has probado la cerveza con calisay? ¡Venga, salao, que tengo que cortar que voy conduciendo y hay guardias a la vista!

Yo ya estaba entrando en el aparcamiento subterráneo de TNolan.

Subí en ascensor a la sexta planta, donde estaba el restaurante, y pedí un plato combinado. Huevos fritos, chistorra, patatas fritas y una cerveza. Sola, sin calisay ni chartreuse, ni nada de eso. Estuve a punto de quedarme colgado de pensamientos melancólicos. Para espantarlos, probé de localizar otra vez a Beth y aquella vez la encontré.

—¿Beth? Soy Esquius. Estoy aquí, en los almacenes Nolan, en el restaurante. ¿Podemos hablar cinco minutos?

—Sí, claro. Como si quieres diez minutos. Yo también tengo que comer. Ahora subo.

Fue en aquel preciso momento, mientras cortaba la comunicación, cuando vi entrar en el restaurante al hombre con el casco integral de motorista puesto. Era alto y delgado y tenía unos brazos muy largos que colgaban a lo largo de su cuerpo y se balanceaban como si fueran de goma. Y llevaba una mochila roja y gris a la espalda.

Maldije mi estampa por no haber hecho caso de la primera intuición paranoica que me había asaltado al salir de casa de Lady Sophie. Al final, resultaba que la
madam
había situado en la calle a un vigilante provisto de móvil, que había recibido el mensaje mientras yo bajaba las escaleras: «Un tío alto, pelo blanco, abrigo azul, traje de alpaca gris marengo, corbata de rombos». Después, supongo que me había ofuscado la descarga de adrenalina provocada por mi encuentro con el Hombre Bala, y mientras conducía y hablaba por el móvil, no había estado atento a los retrovisores.

¿O no?

¿El motorista que yo había visto en la calle de María Auxiliadora llevaba una mochila como aquélla?

Ahora se quitaba el casco y ocupaba una mesa a la otra punta del restaurante, al lado de la puerta. Era joven y tenía los cabellos lacios y largos hasta los hombros. Vestía una cazadora de nailon negro, pantalones vaqueros muy gastados y botas de montañero. No me miraba. Se había puesto a hablar por el móvil.

Escena 2

Estaba acabándome los huevos fritos cuando Beth entró en el restaurante, me localizó y vino hacia mí deslumbrando a toda la parroquia con su sonrisa, su juventud, su vitalidad y su cabellera de un verde chillón. Iba vestida con un anorak azul cielo muy grueso, pantalones negros ceñidos y botas de media caña con cordones larguísimos. Labios y uñas pintados de granate, casi negro. Una dienta más. Nadie diría que estaba trabajando allí. A nadie se le podía ocurrir que una vigilante se tiñera los cabellos de verde.

—¡Eh, Esquius! —exclamó en cuanto se sentó ante mí—. ¡No sabes lo que nos ha pasado! ¡Es la pera! Abajo, en el subterráneo, donde está el supermercado… Una señora mayor, que llevaba un sombrero muy aparatoso, va y se desmaya. Hace un momento, de esto, justo antes de que me llamaras. La llevamos a la enfermería y, cuando le quitamos el sombrero… ¡Resulta que había mangado un pollo congelado y se lo había escondido dentro del sombrero! —Se echó a reír y me contagió su buen humor—. ¡Se ve que ha sido el pollo congelado lo que le ha provocado la hipotermia y el desmayo…!

No podíamos dejar de reír. Se me saltaban las lágrimas, a pesar de que era consciente de que el greñudo del otro extremo del local me estaba mirando disimuladamente mientras hablaba por el móvil.

—Bueno, ahora perdona, ya vengo, voy a buscar la comida.

Se levantó Beth bruscamente y me dejó solo en la mesa. La seguí con la vista. Me gustaba cómo meneaba las caderas, cómo se movía como impulsada por arranques inesperados. Ejerciendo deliberadamente de viejo verde, recreé un poco la vista. Alguna vez, me había parecido que tenía alguna oportunidad con ella. ¿Qué iba a hacer, yo, con aquella preciosidad que, por edad, podía ser mi hija? Después, me dijo que tenía novio y me pareció que, con aquello, descartaba cualquier expectativa por mi parte. Pero el novio resultó ser virtual, fantasmal, nunca nadie lo había visto, no tenía nombre, ni dirección, ni gustos o aficiones conocidas, y se convirtió en nuestro tema de conversación preferido para coquetear: «¿Qué tal con tu novio? ¿Aún te hace tan feliz?». «¡No te puedes imaginar lo que me hace, para hacerme feliz!»

La observé mientras bromeaba con los camareros, mientras pagaba la comida.

Sacudí la cabeza para sacudirme los malos pensamientos. Que necesitaba una mujer, eso era evidente. Pero, cuando Beth volvía hacia mí con su bandeja, hice lo posible para que mi mirada fuera una galantería.

Ensalada multicolor y carne a la plancha.

Se fijó en la chistorra que yo aún no había probado.

—¿No decías que tenías que cuidarte? ¿Que estabas haciendo dieta…?

—Tienes razón. Pero todavía no he mirado en el diccionario qué significa la palabra colesterol —me justifiqué. Y, a continuación—: Ahora que se acerca la Navidad, las dietas son absurdas. En enero, empiezo una, ya lo verás.

—¡Jo, qué suerte que hayas venido, Esquius! —exclamó de pronto—. Te necesitamos aquí. Necesitamos tu coeficiente intelectual de superdotado. No sé cómo se las apañan los ladrones para llevarse cosas día sí, día no, cada vez de más valor. Me estoy volviendo una experta en robar en los grandes almacenes, ¿sabes?

—¿Y Octavio?

—¡Uy, Octavio! —se rió con la boca llena.

—Le he llamado y me ha parecido que estaba muy enfadado.

Con gestos ampulosos, me indicaba que lo estaba, y muchísimo. En cuanto deglutió, se explicó:

—Ya sabes cómo es. Va de un lado para otro vestido de Papá Noel y perseguido por los niños. Ahora hace un rato, le ha pegado un bocinazo a uno que han acabado todos en el despacho de dirección, Octavio, el niño y la madre que lo parió. Además, como no avanzamos nada en la resolución del caso, se aburre y, claro, ya sabes cómo es, le ha dado por insistir en registrar a las dientas que están buenas, y ha armado un par de follones. El peor pasó ayer, cuando abrió de golpe la puerta de un vestuario donde se estaba probando ropa una dienta, y sorprendió a la chica en bragas y sujetador. Imagínate a la pobre, que ve aparecer de repente a Papá Noel gritando, con ese vozarrón que tiene: «¡Quedas detenida!», por poco se desmaya del susto. Las mujeres de los probadores de al lado se pusieron a chillar… Después gritó también el jefe de personal, y el jefe de seguridad, que no les gusta nada que estemos por aquí porque nos consideran competencia que pone en cuestión su solvencia… En fin, un jaleo.

—¿Pero qué estáis haciendo, exactamente? —le pregunté, para alargar la conversación—. ¿Para qué os han llamado? ¿Robos…?

Me lo explicó mientras comía. Yo ya había terminado y había dejado la bandeja a un lado.

Hacía como mínimo tres meses que, en los grandes almacenes, de manera sistemática, iban desapareciendo artículos de los que había expuestos para el público. Toda clase de cosas: material de bricolaje, electrodomésticos, objetos artísticos, plantas, muebles… Consideraban que tenían un sistema de seguridad tan perfecto que, durante bastante tiempo, más de un mes, habían atribuido la responsabilidad a los vendedores y al departamento de contabilidad. Se suponía que los artículos, en realidad, se vendían pero que los dependientes de las cajas no se acordaban de hacerlo constar. O que había alguno conchabado con los ladrones que se olvidaba de ello con premeditación. Los del departamento de seguridad aún defendían esta tesis pero, incluso después de colocar cámaras de vídeo directamente enfocadas a las cajeras, no habían descubierto nada anormal. Y la merma constante había llevado a uno de los directivos de la empresa, que era amigo o conocido de Biosca, a contratar a la agencia para que tratara de solucionar el caso.

—… Y no tiene solución —concluía Beth—. O yo no sé verla.

Todos los artículos de la casa llevaban, bien a la vista, unas tarjetas magnéticas, de la medida de una tarjeta de crédito, pegadas de manera que sólo se podían quitar y desactivar en la caja. Nadie podía salir del establecimiento, bajo ningún concepto, sin pasar por los arcos detectores que tenían un guardia de seguridad al lado y, si se intentaba salir por ellos con esa tarjeta magnética, se disparaban las alarmas. Había arcos detectores por todas partes: en las entradas y salidas de la clientela, naturalmente, pero también en las puertas que utilizaban los directivos, y en las salidas de emergencia, y en los grandes accesos a los almacenes de atrás, de manera que todos los paquetes que entraban y salía del recinto a lo largo del día, e incluso los contenedores de basura que sacaba el personal de la limpieza, por la noche, todo, todo, todo, siempre, pasaba por esos arcos detectores. Todos los artículos robados habían desaparecido de la tienda; ninguno de los almacenes anexos.

—… Si alguien se dedicase a arrancar las tarjetas magnéticas —continuaba Beth, como si me estuviera contando una historia apasionante—, cosa prácticamente imposible de hacer de una manera rápida y disimulada, después tendríamos que haberlas encontrado por la tienda, ¿comprendes? Porque no tendría sentido arrancarlas para después metérselas en el bolsillo y hacer sonar igual la alarma al salir. Y no hemos encontrado ni una. Aparte de que probablemente, tarde o temprano, los seguratas o las cámaras de seguridad habrían acabado por descubrirlo.

—Sí, sí.

—¿Qué te parece?

Yo no le prestaba mucha atención. Me preocupaba el hombre del casco de motorista, que ya había terminado de comer y fumaba tranquilamente, de espalda a nosotros y con la vista fija en la puerta.

—Mira… —dije, volviendo a la realidad—. Venía para pedirte un favor. Un par de favores.

—No, no, no —se resistió la chica—. Después hablaremos de los favores. Ahora dime qué te parece este caso.

Yo no le veía ninguna solución obvia a aquel misterio pero, ya que le estaba pidiendo favores, no podía negarle la ayuda. Decidí recurrir a vagas generalidades.

—¿Qué haces cuando miras la actuación de un mago? —le pregunté.

—¿Un mago? —se rió como si le hubiera hecho una proposición atrevida y le apeteciera aceptarla—. Pues aplaudir, ¿no?

—No: cuando miras la actuación de un mago, intentas descubrir el truco.

Uy, lo que dije. Beth puso los ojos en blanco, se echó a reír y emitió un chillido, todo a la vez. Escandalizada y escandalizando.

—¡No! ¿Cómo voy a intentar descubrir el truco? ¡Eso es lo que dice siempe mi padre!

—No estaba hablando de ti como espectadora infantil…

Pero, por lo visto, había tocado un tema especialmente traumático.

—¡Ostras, Esquius, no me esperaba esto de ti! ¿Por qué iría a ver la actuación de un mago si quisiera desenmascararlo? ¿Qué te crees? ¿Que te está desafiando? ¿Que quiere tomarte el pelo?

—Beth…

—¡Es precisamente la conversación que tenemos con mi padre cada vez que sale un prestidigitador en la tele!

—Beth: estoy hablando de ti como detective…

—Mi padre se cree que el mago le quiere engañar. Le digo «No, papá, el mago no lo hace con la intención de dejarte en ridículo. ¡Lo hace para que te diviertas, para que te lo pases bien!».

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