—Y los hombres la destruimos —objetó—. Nos convertimos en dueños de los animales para sacrificarlos.
—Eso también es verdad. Hacemos perverso algo que nunca lo ha sido.
—Lo hacemos perverso todo, y encima con la aparente gracia de Dios. Guerras, crueldades, maldades e injusticias dependen de nosotros, los hombres. Enfermedades, cataclismos, terremotos, pestes, accidentes en los cuales los niños son quemados vivos dependen de Dios. Ya me dirás si, por un lado o por otro, éste es un mundo bien construido.
—Dios no puede haberse equivocado hasta tal extremo —susurré.
—Pues entonces le hicieron equivocarse.
—No lo entiendo.
Era cierto: no lo entendía, aunque en el fondo de mi corazón algo que no sabía explicar me obligaba a estar de acuerdo con el párroco de Sant Pau. Pero éste no parecía dispuesto a seguir con sus palabras, al menos de momento. Perdió por un instante la mirada en el vacío mientras sus manos se acercaban más a la fogata. Nos pareció ver a lo lejos que unos ladrones de tumbas abrían la fosa de alguien enterrado aquella misma mañana, para ver si encontraban alguna alhaja. Normalmente el párroco los habría perseguido invocando la santa ira de Dios, pero aquella vez no se movió, como si de pronto no le importase. Seguía con la mirada perdida.
—No es que no me atreva a perseguirlos —dijo al cabo de un par de minutos—: después de todo, el cementerio está bajo mi custodia, pero si no me muevo es porque no vale la pena luchar contra la grotesca construcción del mundo. Ahí tienes la prueba de que la muerte es tan absurda como la vida. Todo cuanto hagas será inútil.
—Veo que no tiene ganas de luchar —susurré, esperando no ofenderle con aquellas palabras.
—Ya he luchado bastante. Quizá hay algo que no conoces de mí.
—¿Qué?
—No sabes que yo he sido soldado.
Hice un gesto de sorpresa. La verdad era que no lo sabía. Yo pensaba que el párroco de Sant Pau del Camp se había pasado siempre la vida en el cementerio y en la iglesia.
—No. No podía ni imaginarlo —dije en voz baja.
—Siendo muy joven me enrolé en la guerra para reconquistar el Rosellón, que pertenecía al rey de Mallorca. Barcelona había dado créditos para la lucha, empobreciéndose todavía más y sin darse cuenta de que aquello significaba una matanza de hombres que después de todo hablaban la misma lengua y que cualquier animal habría comprendido que no merecían morir. Cualquier animal, por supuesto, habría sido más listo que nosotros. Pero eso, entonces, no me importaba. Para combatir me dieron un escudo y un hacha.
—No me lo imagino con un hacha —murmuré.
—La utilicé una única vez.
—¿Cómo?
—Entré un solo día en combate. Me habían enseñado que yo debía utilizar una estratagema, si el enemigo era tan incauto para caer en ella. Debía alzar el hacha sobre su cabeza, como si fuese a partirle el cráneo, y el enemigo se protegería con el escudo toda la parte superior, sin darse cuenta de que dejaba al descubierto la entrepierna. Mi movimiento, entonces, tenía que ser muy sencillo pero terriblemente rápido: bajar el hacha y hundírsela en los genitales, en un golpe de abajo arriba, partiéndole casi en dos. Sus partes, su vejiga, su vientre, caerían de pronto al suelo entre una oleada de sangre. Lo hice tan bien que mi enemigo ni siquiera fue consciente de que moría: mejor dicho, sí que lo fue, porque la muerte fue atroz y lenta, perdiéndolo todo por la horrible grieta. Lo vi tan de cerca que su sangre saltó hacia mi cara.
El párroco abrió un poco las manos. Era como si dijese: «¿Ves qué sencillo?». El primer golpe engaña, el segundo mata. Oímos confusamente que los ladrones de tumbas habían dado con el ataúd de madera tosca y lo estaban abriendo, pero no hicimos caso. El sacerdote cerró los ojos y prosiguió:
—Me negué a seguir luchando, sobre todo cuando vi, después de la victoria, que el campamento enemigo era saqueado, los niños muertos y las mujeres violadas. Y algo más.
—¿Algo más?…
—Dos cosas. La primera fue la organización de una misa para agradecer a Dios la victoria. De modo, me dije, que Dios quedaba proclamado autor de aquello. La segunda fue cuando volví a ver al hombre al que había matado. En el campamento estaba su perro, y el perro aullaba junto al muerto mientras los soldados nos abrazábamos por la victoria. El único sentimiento que vi, entre tantos miles de hombres, fue el de aquel animal.
Y se puso en pie. Su mirada se había vuelto hacia la cripta románica de la iglesia, que no era su obra pero sí su responsabilidad en este mundo. Me dio la sensación de que, de pronto, aquel hombre creía en los siglos, no en el templo. A lo lejos, se veían las fogatas que los centinelas habían encendido en las torres de la muralla. Del cementerio, que casi se extendía hacia Montjuïc, llegaron una serie de golpes, como si alguien estuviese rompiendo un ataúd. En una carpa situada muy cerca cantaba una mujer y se oían risotadas.
Aquella voz me recordó a mi madre.
Mi madre, a veces, cantaba para los clientes, que luego la poseían por turno.
—Si éste es un mundo bien hecho… —balbució mi protector—. Si éste es un mundo bien hecho, y si los hombres nacimos a imagen y semejanza de Dios…
Bueno, ¿quién cree eso? ¿Voy a dedicar mi vida a una mentira tan monstruosa? Cuando hubo una guerra entre Dios y el diablo, ¿de veras crees que la ganó Dios?
Giró sobre sus pies y se dirigió lentamente hacia la iglesia, que estaba perdida entre las sombras. Por eso no vio lo que traían entre sus manos los que acababan de robar la tumba de una mujer recién sepultada.
Era una cruz de bronce que el cadáver tenía sobre su pecho. No creo que valiese demasiado, pero algo sacarían los ladrones de ella: al fin y al cabo era una cruz de bronce. Mientras los saqueadores se dirigían a una de las carpas alineadas frente a la muralla de la Rambla, yo me dirigí con una antorcha hacia la tumba recién violada y cubrí de nuevo con tierra el cuerpo de la mujer.
Había sido muy guapa. Y aún parecía viva.
Pero huí al oír llegar al guardia. Aún pensarían que el que había violado la tumba era yo.
Marcos Solana y el padre Olavide entraron en el despacho.
La cruz estaba allí.
Era una cruz de bronce, de tamaño medio, que podía cubrir todo el pecho de una persona. Como estaba limpia y bruñida y el bronce es un metal agradecido, parecía una cruz nueva, una de ésas que están en los catálogos de las pocas tiendas de arte sacro que aún existen en Barcelona. Pero era una cruz muy antigua, una auténtica pieza de 1400. Había sido acreditada por tres clases de peritos: los de una sala de subastas, los de la Audiencia y los del Obispado, que movió a sus expertos cuando se discutió si el arte religioso de La Franja, tierra de habla catalana entre Cataluña y Aragón, pertenecía a una comunidad o a otra. Por eso muchas cruces y muchas vírgenes que deberían estar en las iglesias han acabado en los bufetes de los abogados o en las antesalas de los obispos.
Esa cruz había estado en muchos lugares.
Pero de momento fue el padre Olavide el que la examinó con más respeto y atención, quizá porque veía en ella algo que los otros no verían nunca. Acariciando su alzacuello, que le tapaba hasta la mandíbula, y alisando con la otra mano la sotana que le llegaba hasta los pies, el padre Olavide parecía más que nunca un hombre alto, ascético, surgido de otro tiempo, como si acabara de nacer de un breviario de la época de Torras i Bages. Sabía que llamaba la atención por la calle, pero eso le enorgullecía, porque era el testimonio público de una religión por encima del tiempo.
El abogado Solana, junto a él, examinó las piezas de arte sacro que estaban sobre una de las mesas. Al lado de la cruz lucía un anillo episcopal —último vestigio de alguien que fue fusilado durante la guerra civil—, una custodia, un Libro de Horas y un cáliz que también había sido limpiado cuidadosamente. Pero aun así, aquellos objetos parecían hablar desde un tiempo que ya no existía, desde más allá de la muerte, con una voz que ya no entendía nadie.
Por la puerta del fondo entró entonces Marta Vives, como un impacto de juventud que se colara repentinamente en el despacho, cuando nadie la esperaba. Marta intentó sonreír, pero su sonrisa parecía helada desde dos días atrás. Nadie le había preguntado por qué, ni siquiera Solana.
Fue éste quien murmuró:
—Gracias por tu asistencia, Marta. Hoy, al fin, podemos firmar la transacción que acabará con el maldito pleito. Llevamos cerca de ocho años con él. Una vez firmemos el documento, todo esto se incorporará a la herencia de los Vives. He pedido que tú redactes el acta porque eres una experta en arte. Estoy seguro de que así no podrá haber ningún error.
Se sentó detrás de la mesa, frente a una inmensa estantería donde estaban todos los libros que en los últimos cien años ha parido la ley, y continuó:
—Este pleito por la herencia empezó, Marta, mucho antes de que tú entraras a trabajar en el despacho, y es uno de los que más me han aperreado la vida. Empezó discutiéndose si era una herencia castellana o catalana, lo cual lo variaba todo, porque ya sabes que, según el Código Civil, se tienen que dejar forzosamente los dos tercios a los herederos —el tercio de legítima y el de mejora—, mientras que en Derecho catalán son de libre disposición para el testador las tres cuartas partes de la herencia. No se podía hacer nada sin aclarar antes ese concepto. Con la ley castellana, la herencia se repartía de una manera, y con la ley catalana de otra.
Hizo una breve pausa mientras contemplaba al padre Olavide. Éste no prestaba atención a sus palabras, como si no le importaran las sentencias de los hombres sino las sentencias de la eternidad. Ni siquiera parecía haberse dado cuenta de la entrada de Marta Vives.
Marcos Solana prosiguió:
—Luego hubo otro largo pleito, aunque éste eclesiástico, porque esta cruz y los demás objetos habían aparecido en La Franja, una zona catalano-aragonesa que se disputan dos obispos. Finalmente, el padre Olavide fue nombrado arbitro de la cuestión y consiguió llegar a un acuerdo. Por eso está aquí, para firmar el acta que luego llevaremos al notario.
—No fue fácil —dijo el sacerdote con voz lejana.
—Los objetos que aquí vemos —finalizó Marcos— pertenecieron históricamente a la familia de los Vives, y a ellos les serán devueltos cuando los documentos se legalicen.
Marta, que estaba junto a la mesa, se acercó un poco más y tomó entre sus dedos la cruz. Seguro que no era el elemento más valioso —la custodia alcanzaba varias veces su precio—, pero aquella cruz parecía fascinarla. Sus finos dedos de mujer experta en antigüedades acariciaron los bordes de la reliquia, sus relieves comidos por los años, ese brillo artificial que parecía tener debajo la oscuridad de una tumba.
—Es extraño —musitó.
—¿El qué?
—No he podido apartar los ojos de esta cruz desde que entré en el despacho. Me pregunto en qué sitios habrá estado hasta llegar aquí, en qué palacios, en qué cárceles y en qué sepulcros. Quizá sean fijaciones de anticuario.
—Por supuesto —dijo Marcos, que deseaba acabar pronto—, aunque ésa sea una fijación que no hace daño.
—Hay algo más —susurró Marta.
—¿Y qué es?
—La familia que reclama judicialmente esta cruz se llama Vives, y yo también me llamo de ese modo.
—Casualidad —dijo el sacerdote.
—Oh, claro que sí… —Marcos Solana atajó la cuestión con un encogimiento de hombros—. El apellido Vives es antiguo y muy habitual en esta tierra. Además, tiene auténtica categoría cultural… Pero hay Vives ricos y Vives pobres, Vives que disfrutan de un patrimonio y Vives que no pueden disfrutar de nada… Quizá un militar con ese apellido lo pasó mejor que nadie.
—¿Quién? —preguntó el padre Olavide, que presumía de saberlo todo.
—Fue capitán general de Cuba —dijo el abogado— y durante su mandato se caracterizó por no dar golpe. Lo pasaba tan bien en su poltrona que, en la vieja Cuba, cuando se referían a alguien que ya no podía pasarlo mejor, le decían: «Vives como Vives».
La muchacha sonrió.
—Pues yo no puedo decir lo mismo que el capitán general. No tengo más que problemas.
Y dejó la cruz sobre la mesa con tanto respeto como si fuese un ser vivo, sin poder apartar su mirada de ella.
Una serie de rápidos pensamientos pasó por detrás de sus ojos, pero todos se referían al tiempo que se iba, al tiempo que transformaba las cosas en polvo y que, sin embargo, dejaba un resquicio para la idea de eternidad, la única que sin ninguna prueba habían asumido los hombres.
La eternidad… Marta Vives no podía dejar de pensar que la eternidad da sentido a todo aquello que no es eterno.
La voz del padre Olavide la distrajo un momento. Aquella voz parecía llegar siempre de muy lejos, como el retumbar de la piedra del primer sepulcro que se abrió en nombre de la Iglesia.
—Me gustaría que las cenizas de nuestro amigo Guillermito Clavé dieran vueltas en el espacio creyendo que así se hacen eternas… Mejor que estar enterradas con una piedra.
—Parece como si usted se burlase, padre…
—Yo siempre me río de todo lo que intenta sustituir la idea de Dios.
Y tomó asiento ante la mesa, con su habitual rostro imperturbable, con los ojos perdidos en un espacio que no correspondía a los otros. Todos los fanáticos de Dios —pensó Solana— tienen la misma mirada perdida.
—Con esto terminamos muchos años de trabajo —murmuró el sacerdote—. El de hoy es un gran día, y por cierto lleno de hechos notables. Usted, Marta, que redactará el acta, se llama Vives por parte de padre, aunque también por parte de madre. Se llama usted Vives y Vives… Bueno, es igual. Si yo no fuera sacerdote, elogiaría su belleza y su inteligencia, pero como lo soy, sólo elogiaré su inteligencia… Dispóngase a escribir, amiga mía… Hoy acabamos por fin con un pleito inacabable.
—Más inacabable ha sido para mí que para usted —dijo riendo Marcos Solana—. Usted sólo ha tenido que dilucidar si estas piezas sagradas pertenecían a Cataluña o Aragón, pero yo he tenido que examinar todos sus antecedentes para saber a quién habían pertenecido. Muchos documentos me los facilita la familia reclamante, pero otros los tuve que buscar en los archivos parroquiales, los librotes del Registro Civil e incluso los de los cementerios. Aunque no voy a quejarme ahora… Cuando uno se dedica a viejas herencias catalanas, parte de su trabajo es un trabajo de topo. No saben el alivio que siento al dar carpetazo a un pleito así.