La ciudad sin tiempo (5 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

BOOK: La ciudad sin tiempo
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Creo haber dicho antes que la habían acusado varias veces de brujería, y brujas eran, por ejemplo, las que sacaban sangre a los niños para sus ritos. Con esta acusación había bastante para condenarla, si además era una esclava. Y peor aún si, para que nada faltase, era una mujer pública con un hijo que no tenía cara de niño, sino de hombre.

Era demasiado para unos siervos de la fe como los que me habían estado persiguiendo. Las mujeres del burdel —que se fijaban en todo— y los clientes —que no se fijaban apenas en nada— habían atribuido mi aspecto a una enfermedad; a excepción de mi madre, todos esperaban que, enfermo como estaba, me muriese pronto.

Pero los hombres que me habían perseguido —y los que llegaron después, atraídos por los gritos y la mala fama del lugar— no estaban acostumbrados a verme, y menos manchado de sangre, de modo que enseguida proclamaron que aquello era un acto de brujería. Y el culpable era yo, y por encima de todo mi madre, que había engendrado al pequeño monstruo.

Han pasado siglos, pero recuerdo aquella escena tan claramente como si la estuviese viviendo hoy: la casa con mi imagen en piedra sobre la puerta, la primera habitación donde siempre estaban los dueños de la casa para vigilarlo todo, el patio con animales que daba a los pequeños cubículos donde se practicaba el sexo y sobre todo, el jergón en el que había nacido yo, con mi madre abrazándome entre lágrimas. Aunque aquel día había una pequeña novedad: sobre el catre descansaba una piedra casi negra donde cayeron unas gotas de mi propia sangre. Me había herido en la cara mientras intentaba ocultarme entre las zarzas.

Si algo faltaba para que acusasen a mi madre de brujería, aquella piedra acabó de estropearlo todo. No tenía la menor lógica que estuviera allí, y si estaba allí era porque la había traído el diablo.

Mi madre, intentando aclarar la situación, la ennegreció todavía más. Dijo que se la había traído para que la guardase uno de sus clientes, que era alquimista. Según él, la piedra era más antigua que la misma Tierra, había caído del cielo y guardaba secretos dignos de estudio. Para eso pensaba utilizarla el alquimista.

Alquimista…

Palabra nefanda.

Todos tenían fama de dedicarse a la brujería, eran sospechosos de crímenes y algunas veces acababan en la hoguera. Vivían solos y escondidos, aunque se decía que algunos eran admitidos en ciertos conventos si prometían dar con la piedra filosofal.

Mi madre jamás debió haber pronunciado la palabra «alquimista». Jamás debió defenderme asumiendo la culpa de todo lo que yo hacía. Jamás debió permitir que vieran mis manos manchadas de sangre.

—¡Eres tú la que lo ha enviado a atacar a la niña! ¡Eres una bruja! ¡Y si éste es tu hijo, es un vástago del diablo!

—Todo el mundo lo conoce aquí —se defendió ella—. Siempre ha tenido la misma cara.

—¡Entonces dinos quién es el padre!

—No lo conozco.

—¡Dinos si lo conocen tus dueños!

—Ellos menos que nadie. Estando aquí, es natural que tenga hijos. Dos de ellos ya han muerto.

—¡Entonces el padre pudo ser ese renegado alquimista! ¡Danos su nombre! ¡Dinos dónde vive!

Mi madre tampoco lo sabía. Ninguno de sus clientes, incluso los más habituales, le daba su dirección, y a veces hasta falseaban su nombre. Se puso a llorar implorando compasión.

Fue lo peor que podía haber hecho.

Las brujas siempre imploraban compasión. Nunca ofrecían pruebas de su inocencia. Sólo lloraban. O mostraban su verdadero rostro y maldecían cuando ya estaban en manos del verdugo y nada tenía remedio.

Enseguida me di cuenta de que estaba perdida. Porque entre las caras de los hombres que iban llenando la habitación vi las facciones del Otro.

No podía recordarlo. No podía tener memoria de él. Había tratado de matarme junto a mi madre cuando yo acababa de nacer, así que era imposible que conservase alguna imagen.

Pero mi madre, temiendo que volviera, me lo había descrito tantas veces que lo reconocí. Era alto, enjuto, con ojos de iluminado, joven, con un cierto aire de siervo destacado de Dios. Muchos clérigos que predicaban en las iglesias más nobles tenían aquel aspecto, pero él no iba vestido de clérigo. Llevaba prendas oscuras, severas y elegantes, como los comerciantes ricos o los miembros del Consejo de Ciento, aunque lo que impresionaba era su rostro sin edad, un rostro que en cierto modo se parecía al mío.

Me di cuenta de que mi madre también lo había reconocido.

Y empezó a chillar de nuevo, presa del terror, porque no entendía nada. Los años —los siglos más bien— me han enseñado que no te puedes defender de algo que no comprendes. Y mi madre había visto, años antes, cómo aquel hombre intentaba matarnos a los dos, pero no sabía por qué. Y cuando lo vio de nuevo allí supo que estaba perdida para siempre.

Se puso de rodillas y empezó a llorar de nuevo, implorando piedad. En nombre de Cristo: piedad. En nombre de la Virgen: piedad. Piedad en nombre de la Santa Iglesia.

No hay nada que irrite más a los creyentes fanáticos que el uso del nombre de Dios por parte de los que no creen. Yo aprendí eso más tarde, pero en aquel momento tuve ya motivos para aprenderlo. Los que llenaban la habitación empezaron a patearla, a llamarla puta, bruja e infiel, esclava y agente de Satanás, porque llevaba a los hombres al pecado. Nadie se preguntó entonces, y menos yo, cuánto dinero llegaban a obtener las autoridades de las mancebías de Barcelona. Mi madre, envuelta ya en sangre, intentó protegerme con su cuerpo, pero eso fue aún peor. Sonó un grito:

—¡La bruja protege a su cómplice!

—¡Muerte a los dos!

—¡A muerte!

El Otro avanzó a través del gentío y me tomó entre sus manos. No le costó ningún esfuerzo, porque todos le abrieron paso como a una autoridad. Sé que nunca olvidaré esas manos fuertes, grandes, duras como las de un leñador y frías como las de un muerto.

—Deben ser quemados —dijo—. Para las brujas, es la ley de Dios.

El dueño de la casa se puso a aullar diciendo que la esclava era suya y que tenían que pagársela, pero no sirvió de nada. El Otro, que era alto y fuerte, lo lanzó al suelo de un empujón y le preguntó si quería ser quemado también. Entre todos empezaron a arrastrarnos hacia la puerta.

Fue entonces cuando el clérigo habló. El clérigo —que tenía un puesto en el coro de la catedral— era uno de los clientes de mi madre, el que después de yacer con ella nos explicaba anécdotas sobre la vida de la ciudad encerrada en sus murallas. No podía ser un hombre perfecto porque profanaba a Dios, pero mi larga vida me ha enseñado que hay que temer a los hombres perfectos: quizá al no tener compasión de sí mismos, no tienen compasión de nadie. Los frágiles, los pecadores, los que tienen una debilidad, comprenden mejor las debilidades de los otros. Y aquel hombre, que amaba las pobres carnes de mi madre, pensó que no merecían acabar en la hoguera. Trató de decir que mi madre no era una bruja. «¡Las brujas tienen poder, y ya veis que ella no es más que una esclava!»

—Pues entonces el brujo es su hijo.

—No podéis hacer nada contra él. Los niños no pueden ser condenados a muerte.

No era verdad. A muchos niños se los había ahorcado por robo, y siglos más tarde supe que en la plaza Mayor de Madrid fueron ahorcados niños de siete años por haber pasado una frontera monetaria: robar más de un real. Como sospechoso de brujería, yo podía seguir la suerte de mi madre. Sobre todo cuando El Otro gritó:

—¡El es el principal culpable!

Nos sacaron de allí arrastrándonos y nos condujeron a una mazmorra que estaba en una de las pocas plazas de la ciudad, la llamada plaza de San Jaime. Siglos más tarde, al lado mismo, estaría instalada la Audiencia de lo Criminal, donde se dictaron numerosas penas de muerte, pero yo entonces no podía ni imaginarlo. Se aprovechó que se estaba celebrando junto a la catedral un juicio por brujería. Fuimos añadidos a los otros dos acusados —lo que nos libró del tormento—, y mi madre, deseando salvarme, se declaró culpable.

La condenaron a morir. Yo fui absuelto por mi corta edad, y en parte también porque las lágrimas de mi madre, y su desgarradora confesión, hubiesen enternecido hasta a las puertas de las murallas. En cambio, se me expulsó de la ciudad y se me desposeyó de todos los derechos que tenían los ciudadanos de Barcelona —entre ellos el de ser libres—, de modo que cualquiera podía cazarme como a un animal. En la práctica, eso significaba, a falta de cosas peores, que el dueño de mi madre podría considerarme su esclavo.

Ni una palabra salió de mis labios cuando la condenaron por brujería. Ni una lágrima saltó de mis ojos cuando la sentenciaron a morir. A veces, cuando recuerdo aquello, pienso que no sentí absolutamente nada, como si estuviese por encima del tiempo. Cuando pienso en Dios, también me siento así: ante alguien que no siente nada por nosotros porque también está por encima del tiempo. Era también como si mi madre no existiera y sólo existiera mi padre, al que sin embargo no había conocido nunca.

Las ejecuciones solían hacerse ya en sitios alejados y no en la Rambla, que era lugar demasiado público, notorio y bullanguero al que daban directamente varias puertas de la muralla. Pero con mi madre no pasó eso: la mataron en el Llano de la Boquería, una vez que el tribunal eclesiástico la dejó en manos del poder civil para que ejecutase la sentencia.

Había sobre eso —lo supe luego— un antecedente no muy lejano. En junio de 1451 había sido colgado en las horcas de las huertas del Llano de la Boquería un pañero acusado de diversos hurtos. Su nombre era Pedro Colom, y sus familiares, también comerciantes, se unieron para pedir algo que los familiares no suelen pedir nunca: que la ejecución se llevara a cabo inmediatamente. ¿Por qué? Para impedir que el acto fuese anunciado y, por lo tanto, para evitar al reo la vergüenza de la presencia de público. Los Colom eran gente poderosa, y entre ellos figuraban eclesiásticos y mercaderes riquísimos. Un canónigo Colom había legado sus bienes para la construcción del Hospital de la Santa Cruz, aunque entonces aún no tenía ese nombre. Por tanto, podían conseguir aquel favor.

Y lo consiguieron en parte. Colom estaba ya en la horca, sin anuncio público alguno, cuando llegó la orden del Consejo de Ciento para que se le devolviera a la cárcel y se le ejecutara al día siguiente, en presencia del pueblo. No debía haber excepción para nadie ante el rito de la muerte.

Pese a mi corta edad, yo sabía eso.

Y de los ritos de la muerte llegué a saber mucho más. Por ejemplo, de la ejecución de Blas de Durana, un alto militar que en 1855 había asesinado por celos a una mujer casada y que ante la sentencia de muerte pidió como última gracia ser fusilado y no acabar en el garrote vil, que significaba la muerte deshonrosa. Al serle negada esa gracia, sus compañeros de armas le facilitaron en secreto un veneno, y Durana se suicidó en su calabozo de la Ciudadela. Pero la sentencia se cumplió como estaba previsto: en el garrote vil fue «ejecutado» el cadáver.

Aunque para que yo supiese eso habían de transcurrir aún varios siglos.

De momento, yo sólo quería evitar que mi madre sufriese una muerte horrible.

Porque la mayor parte de las veces, y cuando se trataba de condenas por brujería, a los reos se los quemaba vivos.

Y hasta en ocasiones se los quemaba con leña verde, para que las llamas los devoraran más lentamente. Pero los clientes de la mancebía —que ya he dicho eran con frecuencia gente ilustrada y culta, ungida por la mano de Dios— habían comentado delante de mí, creyendo que no les oía, que en realidad la hoguera con leña verde era piadosa, pues el sentenciado, antes de sufrir de verdad las llamas, ya había muerto por el humo. Y en este catálogo de obras de caridad también me habían hablado, por ejemplo, de que los verdugos, si recibían una cuantiosa propina, fingían ordenar bien la leña con un largo hierro, acercándola al condenado, pero lo que en realidad hacían era pasar la punta por entre las ramas, sin que nadie los viese, atravesando con ella el corazón del reo. Así le ahorraban los sufrimientos del infierno.

Mi madre se libró de eso, quizá porque mi ciudad era más piadosa que otras o quizá porque alguno de los jueces había sido su cliente en los días no dedicados al Señor. La condenaron a morir en la horca, es decir, sólo con un relativo sufrimiento, pero en uno de los lugares más públicos de la ciudad.

Ese fue mi primer contacto con el tormento, aunque yo no llegué a presenciarlo, ni pude ver, por tanto, cómo El Otro ceñía la soga al cuello de mi madre. Ya no era más que un fugitivo al que iban a perseguir por toda la ciudad. Y tenía que salvar mi vida.

9
El rito

En el norte de España hay una población que se llama Santillana del Mar. Recibe tantos turistas y acumula tantas bellezas que no le faltan envidias, y menos gente que se burle de ella. Por tal razón existe una frase famosa según la cual el nombre de la villa es embustero, porque no es santa, no es llana y tampoco tiene mar.

En Santillana existe un museo muy visitado que es el Museo de la Inquisición: los turistas acuden en tropel, quizá porque el horror del pasado dota al presente de una cierta sensación confortable. El museo exhibe delicados instrumentos de empalar, pinzas de hierro al rojo, ruedas para estirar los huesos y camas con garfios que dejan atravesado al huésped. Con tales instrumentos se garantizó durante siglos la caridad cristiana y la pureza de la fe.

En el mundo abundan, por supuesto, los museos de esa clase, pero el de Santillana del Mar es uno de los más completos, y además se halla en un edificio de época, con lo cual aumenta la convicción de los creyentes. Como es natural, hay instrumentos de tortura literalmente aterradores, hechos para despedazar un cuerpo humano, y otros más livianos, hechos sólo para despedazar su alma. Entre éstos figura una gran variedad de cepos con los cuales se inmovilizaban las manos y la cabeza de la víctima, y así expuesta recibía los insultos, los escupitajos y la orina del pueblo soberano. El cepo fue tan ampliamente usado en todas las épocas por creyentes y no creyentes que la Inquisición nunca ha presumido de su invento, y más bien lo tuvo catalogado entre el material profano.

No hay quien no haya visto el uso de un cepo en dibujos o en películas, y tampoco hay quien no lo considere un instrumento de otros tiempos, sin la menor actualidad. Puede que figure aún en el arsenal de algún sadomasoquista, pero de eso no se habla.

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