La ciudad sin tiempo (18 page)

Read La ciudad sin tiempo Online

Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

BOOK: La ciudad sin tiempo
4.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

La casa que Marta Vives buscaba era la última que había estado en pie de las que se construyeron directamente sobre la nueva muralla, cuando ésta dejó de ser útil y el espacio faltó más que nunca, propiciando su derribo en 1854. Las casas eran ilegales, y lo fueron durante siglos, como las que hasta 1946 taparon nada menos que la vieja muralla romana. En sus investigaciones, Marta Vives había averiguado incluso quién fue el último inquilino expulsado de aquellas casas de la ciudad antigua: se llamaba Robusté.

Pero la casa ya existía. Se había alzado al borde de la calle Riera Alta y duró casi hasta los años ochenta del siglo XX, o sea, que era un edificio memorable. Tan memorable que durante los últimos cincuenta años había sido un hotel para parejas, siempre compuestas por una mujer profesional y un hombre que casi llegaba a serlo. Durante los más variados regímenes políticos se perpetuaron allí las artes del beso furtivo, la felación, el amor para toda la vida, la cortina y el espejo.

Marta miró el nuevo edificio actual. Una casa de apartamentos, acristalada y vulgar, construida simplemente para la vida eficaz, la que solamente pasa, sin ninguna relación con la vida que se sueña. Claro que los edificios nuevos están construidos sobre el alma de los viejos. O al menos ella deseaba creerlo.

Examinó en los archivos las fotos de lo que había sido el barrio. Todo estaba prácticamente igual, excepto la plaza del Peso de la Paja, ahora cerrada por una casa de sanitarios y antes cerrada por un bar de putas melancólicas. Tampoco existía el cine Rondas, una fábrica de sueños barata para familias que habían decidido creer en algo, ni por supuesto la última casa de la muralla. Antes hubo allí un edificio de ventanas pequeñas, con un bar en la planta baja —el Bar Picón, según mostraban las fotos— en cuyas habitaciones de alquiler las mujeres contaban monedas y los hombres contaban polvos. Debió de haber sido un edificio de escaleras estrechas, puertas que no encajaban, camas de anticuario, cortinas de sacristía y espejos en el techo. Cuando el edificio fue destruido no cayeron al suelo los ladrillos, sino las palabras secretas.

Pero el edificio, según las investigaciones de Marta, no había sido siempre un hotel para parejas. Antes fue una casa de vecinos y en él habitó la bisabuela de Marta, o quién sabe si la madre de su bisabuela. Las pistas se perdían en las nubes de la historia anónima… Marta avanzaba por las viejas calles y sentía que el tiempo estaba entrando en ella.

Se atrevió a buscar en la sección de Estadística, donde constaban los vecinos de cada casa de la ciudad para la confección del censo electoral. Pero fue inútil, porque las mujeres no habían tenido derecho a voto hasta después de la Dictadura de Primo de Rivera: ninguna dama llamada Vives figuraba en el censo. Por suerte para ella, encontró la ayuda del padre Olavide, que frecuentaba el despacho (era especialista en testamentos canónicos), y que la orientó hacia la Cámara de la Propiedad Urbana. Allí quizá se diera el milagro de que existieran archivos de viejos contratos de inquilinato que tal vez nadie había consultado jamás. El padre Olavide sabía buscar aún mejor que ella. En realidad, el padre Olavide parecía saberlo todo.

Y halló el contrato: Elisa Vives, piso tercero izquierda, dos pesetas al mes. Con esos datos consiguió investigar en el Registro Civil, pero no constaba aquel nombre; quizá el Registro había sufrido daños durante la guerra civil, quizá la gente pobre de dos siglos atrás no se molestaba en hacer constar que se había ido de este mundo.

Fue el padre Olavide quien le aconsejó de nuevo:

—Mire en el cementerio Nuevo, que por supuesto es el viejo. Es muy anterior al de Montjuïc, inaugurado a finales del XIX. Como conozco al administrador, le telefonearé para pedirle que le dé facilidades. Y es que las va a necesitar: no sé si existen archivos de entierros que correspondan a la época de las guerras carlistas. Si fueran personas ricas sí, porque se conservan los panteones, pero personas pobres… En fin, puede intentarlo.

Marta Vives lo intentó. Se sumergió en un mundo de amor convertido en mármol. Lápidas de letras borradas por el tiempo, figuras aladas de bordes devorados, poesías esculpidas a mano para recordar el amor de una tarde. Y gatos, muchos gatos que se perpetuaban en el silencio de las horas. Marta se adentró en aquel mundo y en los más antiguos registros tuvo la suerte de hallar el nombre: Elisa Vives. Un nicho que había sido vaciado por falta de pago al menos cincuenta años atrás. «Aunque hubo una familia que pagó incluso después de la guerra civil», informaron a Marta. «Debían de ser amigos, porque por el apellido no tienen nada que ver. La familia se llamaba Masdéu.»

Y el administrador añadió:

—Precisamente un señor llamado Masdéu vino a preguntar lo mismo que usted hace poco. Le atendí bien porque le conocía. Una vez mi mujer le compró una joya.

22
La tumba en la colina

La gran llanura de Barcelona se extendía hasta el infinito. Daba la sensación de que la ciudad no ocuparía nunca aquel terreno, igual que hoy tenemos la falsa sensación de que los humanos nunca ocuparemos el mundo entero; pero desde la iglesia del Coll se empezaba a ver ya que Barcelona tenía sus límites. Por un lado la cerraba el mar, por el otro las montañas, a la izquierda un río, y a la derecha, un segundo curso de agua que marcaba una frontera. Y era fácil ver, ya entonces, que pequeñas poblaciones independientes como Gracia, Horta, Sarria o Pedralbes iban llenando la tierra que luego la gran ciudad se acabaría tragando. Más allá del Raval se distinguían entre la bruma algunas casas del Pueblo Seco, que no crecía porque estaba prohibido edificar a menor distancia del alcance de los cañones de Montjuïc. Desde el Coll, en las tardes que no terminaban nunca, se distinguían unas colinas que no ocupaba nadie. El sol se vaciaba sobre unos campos donde aún imperaba el silencio de los siglos.

Todo estaba igual.

El párroco supo que me había torturado la Inquisición, pero no por eso dejó de admitirme en el templo; sabía que el Santo Oficio detenía a muchas personas sólo por una sospecha. Los demás seguían allí: los pastores, los propietarios, unas mujeres perdidas que trabajaban como esclavas y sobre todo la niña.

En ella nada había cambiado, excepto sus ojos perdidos y su mueca de sufrimiento. Las señoras de la casa la trataban cada vez peor y con más desprecio, porque para ellas era solamente una aprendiza de puta; en cambio, para sus maestros, el amo y el «hereu», no hubo un solo reproche. La niña, como los animales, formaba parte de lo que les había dado la tierra.

—No soy una aprendiza de puta, soy una puta completa —me dijo una tarde con la vergüenza reflejada en sus ojos—. Ya me lo han hecho todo.

Se confiaba a mí porque notaba de una manera misteriosa que yo no tenía sexo y que estaba por encima de mi edad. Ella se confiaba a mí porque necesitaba confesar su vergüenza, porque así aceptaba el mundo y se justificaba para morir.

Le habían hecho de todo y estaba embarazada, pero no sabía si del padre o del hijo: en esas condiciones no le quedaba más que parir en el campo, como los animales, coger a la criatura y huir. Nadie iba a ayudarla, y menos la Iglesia. Como propagadora del pecado tal vez sería acogida en un centro de mujeres arrepentidas, donde se la acusaría toda la vida no de lo que había hecho sino de lo que le habían hecho, como si la culpa fuera de ella. Y ella no quería que su criatura conociera eso: ella quería morir.

La sociedad era santa y justa.

Ella no podría cambiarla.

Me lo confesó una tarde, cuando le ofrecí refugio en una gruta después de que varios vecinos la persiguieran a pedradas. Enternecedor y terrible: sólo su perro la acompañó y lamió sus heridas. Su perro, y yo mismo, yo, el que no tenía nombre ni amaría ni sería arrastrado por la edad.

Me sentía terriblemente débil. La pérdida de sangre me había dejado tan exhausto que apenas me podía mover, y un oscuro instinto me llevaba a buscarla. La pequeña no me ofreció sus labios porque sus labios no tenían ningún valor: me ofreció confiadamente su cuello.

No sé si lo sabía.

O si su instinto se lo dijo.

Su instinto de mujer que quería morir.

Quedó quieta mientras yo mordía su cuello, sin causarle ningún dolor. Quedó quieta mientras yo sorbía su vida. No se alteraron sus hermosos ojos al notar que los objetos se borraban para siempre. No sé si se dio cuenta de que moría, como no me di cuenta yo. O quizá sí que lo supo. Quizá, porque su última palabra fue:

—Gracias.

Yo fui quien la mató sin llegar a comprenderlo.

Yo fui quien mintió y dijo haber hallado su cadáver, pidiendo que le dieran sepultura junto a la iglesia.

El párroco se negó.

Toda la gente honesta y bienpensante que iba a misa se negó. Por ejemplo, el dueño de la masía más importante del entorno. Y el joven «hereu», que merecía no ser corrompido en esta vida. Y también las señoras de la casa, quienes no la querían junto a las tumbas de sus padres pero prometieron rezar a Dios para que perdonara a aquella puta.

Fue enterrada sola en la cima de la colina desde la que se divisaba toda la llanura, desde las montañas hasta el mar.

La enterramos en solitario el párroco y yo.

El párroco me pidió que no se lo contase a nadie.

Pero sí lo contó el perro aullador, que estuvo gimiendo junto a la tumba.

Lo contó tres días y tres noches.

23
La ciudad de los fantasmas

Fue el juez Brines quien recibió a Marcos Solana en su despacho, que daba al paseo de Lluís Companys, abogado de pobres en tiempos difíciles. En la mesa se apilaban los legajos, desde la pantalla del ordenador un muñeco hacía muecas y desde los árboles del paseo llegaba una luz melancólica.

El juez Brines había sido compañero de Solana, y admiraba su profundo conocimiento de las familias más tradicionales del país. «En el fondo, siempre son las mismas —pensaba—. Antes se dedicaron a la navegación y al comercio con Cuba, luego al textil y más tarde a los cupos de materias primas. Su última mina inagotable ha sido el ladrillo, un negocio sin fin. Sí, siempre son las mismas, pero en el fondo cuesta conocerlas.»

Por eso, a veces, el juez pedía consejo a Marcos Solana. Y Marcos Solana se lo pedía a Marta Vives.

—Voy a cerrar el caso del crimen ritual de Vallvidrera —explicó—. Lo llamo crimen ritual porque no sé encontrar otra explicación. He pedido toda clase de datos a la policía, pero siempre me dan los mismos, de modo que no encuentro solución. El caso irá a archivo provisional, aunque estaré atento por si se descubre algo nuevo.

Encendió un cigarrillo y añadió:

—Lamento tener que hacerlo, porque así queda todo por resolver. Es un caso tan inquietante que me gustaría haber encontrado más pruebas.

—¿Recuerdas algún caso semejante?

—En realidad no, pero debe de ser porque llevo pocos años en este juzgado. Algunos compañeros me habían hablado de extraños crímenes que no tenían sentido, y en los que un periodista podía incluso imaginar la mano del Más Allá; algunos se remontan incluso a la época de Franco, y ni siquiera están en los archivos de los periódicos. La razón es muy sencilla: durante la época de Franco no se publicaba nada sobre hechos que tuvieran algo que ver con la religión, para que el ciudadano no se confundiese. En la religión todo era santo. Pero ¿por qué te digo que ese asesinato de Vallvidrera ha estado de algún modo relacionado con la religión? En realidad no lo sé. Sólo sé que fue un rito… En fin, voy a dictar auto de archivo provisional, si el fiscal o la parte querellante no pide otra cosa.

Marcos Solana asintió lentamente.

No, él no podía pedir otra cosa.

Caso cerrado.

Nunca se volvería a abrir, a no ser que alguien, un día lejano, lo utilizase como guión para una serie sobre ritos satánicos.

Susurró:

—Gracias por tu amabilidad.

—No creas que me siento feliz al olvidar ese asunto. La verdad es que me inquieta. A veces siento como si no existiera el tiempo, a pesar de que asistimos a nuestra propia degradación. Hay ideas que viven eternamente, y a menudo me he preguntado si puede haber seres que también vivan eternamente.

—Yo también lo he pensado.

—Pero ésta no es una conversación razonable.

Marcos Solana musitó:

—No, no es razonable.

—Ni políticamente correcta.

—Ni políticamente correcta.

—Un juez no puede abrir sumarios basándose en cosas del Más Allá —remachó Brines.

—Pero el Más Allá existe.

Los dos hombres se estrecharon las manos. Marcos Solana iba a dirigirse a la puerta cuando preguntó, como si acabase de recordarlo:

—Me han dicho que te han ofrecido un traslado.

—Sí, a Madrid, con una categoría superior, pero les estoy dando largas. Lo que ganaría de más lo perdería en el alquiler del piso, porque aquí tengo un apartamento barato y allí habría de buscarlo de nuevo. Además me gusta Barcelona, a pesar de ser una plaza donde a un juez no se le considera y donde cada día aumenta el trabajo. Barcelona es una ciudad que vive de mitos, a pesar de que dice que es una ciudad realista. Y está poblada de fantasmas de anarquistas, de sindicalistas, de revolucionarios, de gente que hoy trabaja laboriosamente y mañana, no se sabe por qué, decide abrir las tumbas de los conventos. Ahora la ciudad presenta encefalograma plano, es verdad. Pero los fantasmas existen… Ah… No quisiera olvidarme de que muchos de ellos son fantasmas de mujer. Aquí han hecho historia las cortesanas más honradas de Europa.

El juez lanzó una carcajada mientras acompañaba a su visitante a la puerta.

—Ah… —dijo como de pasada—. Agradécele a Marta Vives sus informes. De vez en cuando se los pido, cuando en un sumario aparece un viejo apellido, y ella lo sabe todo y me orienta con tanta sabiduría y desinterés que no se lo podré pagar nunca. Hace dos semanas le pregunté por los protagonistas de una estafa bancaria que pertenecían a viejas familias, y ella me contó los antecedentes de tal manera que me pareció que yo estaba viviendo a principios del siglo xx, cuando aún se fundaban bancos en Barcelona. No sabes tú el trabajo que me evita… Por cierto, en aquel informe aparecía el nombre de un antepasado de Marta, que quizá por eso sabía tanto. El antepasado era, según parece, un contable de mucha categoría, uno de esos tíos con antiparras que te hacían en una tarde el balance de la Maquinista Terrestre y Marítima. Un tipo perfecto, de esos que no se equivocan jamás. Y de pronto, un día lo encierran en un psiquiátrico.

Other books

He Who Fears the Wolf by Karin Fossum
Noah by Susan Korman
The Violet Hour: A Novel by Hill, Katherine
Along Came a Husband by Helen Brenna
Silent Son by Gallatin Warfield