En otro lugar, en un cuarto minúsculo, Paul Lambert descubrió un día, cerca de una fragua, una enorme hélice de barco. La puerta era tan estrecha que hubo que ensanchar el umbral de tierra apisonada a golpes de pico para sacar aquel mastodonte. Cinco hombres consiguieron por fin sacar la hélice sobre unas ruedas y descargarla en un
telagarhi
. El patrón contrató a tres
coolies
para tirar de la carreta y les mandó que avanzaran. Las espaldas y las cinturas se encorvaron en un esfuerzo desesperado. Las ruedas giraron. El patrón suspiró, satisfecho. No iba a ser necesario contratar a un cuarto
coolie
. Pero, ¿qué iba a pasar al poco rato, cuando los tres desdichados llegasen al pie de la cuesta del puente de Howrah?, se preguntó Lambert. ¿Cuántos meses o años necesitaría para descubrir todos aquellos lugares en donde hombres y niños pasaban la existencia fabricando muelles, piezas de camiones, ejes para telares, pernos, depósitos de avión, e incluso engranajes de turbinas de un sexto de micrón?
Toda una mano de obra de una destreza, de una inventiva, de una maña asombrosas fabricaba, imitaba, reparaba, renovaba cualquier pieza, cualquier máquina. Allí se reutilizaba, se transformaba, se adaptaba el pedazo más pequeño de metal, el más ínfimo residuo. «Nada iba nunca al desguace», dirá Lambert, «porque todo renacía como por milagro. En las tinieblas, el polvo, el mobiliario de sus talleres, los obreros de Anand Nagar eran el orgullo del dios que otorga el pan. Con igual frecuencia, ay, eran también su remordimiento. Por razones de docilidad y de rendimiento, gran parte de esta mano de obra era sumamente joven. En el momento de contratar personal, un niño, en efecto, tenía siempre prioridad. Sus deditos son más hábiles y se contenta con un sueldo mísero. Estos obreros figuraban entre los menos protegidos del mundo.
»No tenían ninguna seguridad social; a menudo eran explotados de un modo ignominioso, trabajando hasta doce y catorce horas seguidas en locales en los que ningún zoo del mundo se atrevería a albergar a sus animales. Muchos de ellos comían y dormían allí mismo, sin luz ni ventilación. Ni un solo día festivo. Un solo día de faltar al trabajo y se les despedía. Un comentario fuera de lugar, una reivindicación, una riña, una hora de retraso acarreaba el despido inmediato sin ninguna retribución. Sólo los que conseguían especializarse de un modo u otro (torneros, laminadores, obreros de prensas especializadas, tenían una esperanza real de conservar durante más tiempo su empleo.
»Sólo en mi
slum
eran millares. Tal vez quince o veinte mil. Y naturalmente, varios cientos de miles en Calcuta, y millones en toda la India. ¿Cómo era posible que nunca hubiesen utilizado esta fuerza de ser tantos para mejorar su condición? Es una pregunta que siempre me ha intrigado, y para la que no tengo una respuesta satisfactoria. Desde luego, sus orígenes rurales no les habían acostumbrado a la reivindicación colectiva. La miseria en la que vivían hacía que para ellos incluso los talleres-presidio fueran una bendición. ¿Cómo protestar contra un trabajo que permite llevar todos los días a la familia el arroz que necesita? Y cuando una familia se encuentra en el desamparo más absoluto a causa de la enfermedad o de la muerte del padre, ¿cómo no comprender que uno de los hijos acepte cualquier trabajo? Sin duda todo eso es muy poco moral, ¿pero quién puede hablar de moral y de derecho cuando se trata de la supervivencia?
»Y los sindicatos, ¿qué hacían para defenderles? Además de las tres poderosas centrales sindicales que agrupan a varios millones de miembros, hay en la India cerca de dieciséis mil sindicatos, de los cuales corresponden sólo a Bengala siete mil cuatrocientos cincuenta. Y no son precisamente huelgas lo que falta en su historial: solamente en Bengala, todos los años se pierden más de diez millones de jornadas de trabajo. Pero en un
slum
como la Ciudad de la Alegría, ¿quién se va a atrever a iniciar una huelga? Hay demasiada gente que espera el puesto de trabajo de uno.
»Sin ofender a Vishwakarma, el dios que da el pan, ellos eran los verdaderos condenados de la tierra, los forzados del hambre. Y sin embargo, con qué ardor y qué fe honraban todos los años a aquel dios, y pedían su bendición para las máquinas y las herramientas a las que estaban encadenados.»
Desde el día anterior, el trabajo había ya cesado en todos los talleres del
slum
. Ayer, mientras los obreros se afanaban limpiando, pintando y decorando sus máquinas y sus herramientas con follaje y guirnaldas de flores, los patronos fueron a Howrah a comprar los tradicionales iconos del dios de cuatro brazos montado en su elefante, y sus estatuas de arcilla pintada, hechas por los alfareros del barrio de los
kumars
. El tamaño y el esplendor de esas imágenes dependían de la dimensión de las empresas. En las grandes fábricas, las estatuas de Vishwakarma eran el doble o el triple del tamaño natural, y costaba cada una de ellas millares de rupias.
En el espacio de una noche todos los presidios de sufrimiento se transformaron en lugares de culto, adornados con espléndidos altares decorados y con flores, y al día siguiente por la mañana todo el
slum
resonaba nuevamente con el jubiloso estrépito de la fiesta. Los esclavos de la víspera llevaban rutilantes camisas abigarradas,
longhis
nuevos; sus esposas se envolvían en saris de ceremonia piadosamente conservados durante todo el año en el baúl familiar. Los niños resplandecían con sus trajes de principitos. La zarabanda de los metales y de los tambores de la fanfarria había sustituido al estruendo de las máquinas en torno a las cuales giraba el brahmán, agitando una campana con una mano y llevando en la otra el fuego purificador, a fin de que fuese bendecido cada instrumento de trabajo. Aquel día, numerosos obreros fueron a ver a Lambert para pedirle que bendijese también en nombre de su Dios los utensilios que les permitían sobrevivir. «Bendito seas, oh Dios del universo, que das el pan, porque tus hijos de Anand Nagar te aman y creen en ti», repitió el sacerdote francés en cada uno de los talleres. «Y alégrate con ellos por este día de luz en medio de las tristezas de su vida».
Después de las bendiciones, empezaron las fiestas. Patronos y contramaestres sirvieron a los obreros y a sus familias un banquete de
curries
, carne, hortalizas,
curd
[42]
,
puri
[43]
y
laddus
[44]
. El
bangla
y el
todi
[45]
corrieron profusamente. Rieron, bebieron, bailaron y, sobre todo, olvidaron. Vishwakarma podía sonreír desde sus mil lechos de flores: había reconciliado a los hombres con el trabajo. Estas celebraciones se prolongaban hasta muy avanzada la noche, bajo la luz de los focos. Este pueblo privado de televisión, de cine y de casi todos los espectáculos, se abandonaba a la magia de la fiesta. Los obreros y sus familias corrían de taller en taller, maravillándose ante las estatuas más hermosas, felicitando a los autores de las decoraciones más suntuosas, mientras los altavoces derramaban por todas partes un monzón de música popular y los petardos puntuaban las libaciones.
Al día siguiente, los obreros de cada taller cargaron las estatuas en un
telagarhi
o un
rickshaw
y las acompañaron al son de los tambores y los címbalos hasta el Banda
ghat
, a orillas del Hooghly. Luego las arrojaron al río para que sus cuerpos de arcilla se disolvieran en el agua sagrada madre del mundo.
Vishwakarma Ki Jai!
¡Viva Vishwakarma!, gritaban en aquel instante millares de voces. Luego cada cual volvía junto a su máquina. Y el telón caía por un año entero para los esclavos del dios que da el pan.
N
OSOTROS llamábamos a la fiesta de Vishwakarma «la
puja
de los
rickshaws
», contará Hasari Pal. «Nuestra fábrica, nuestros talleres, nuestras máquinas, eran dos ruedas, una caja y dos varas. Si una rueda se rompe en un hoyo, si un camión arranca una vara, si un autobús aplasta al
rickshaw
como un
chapati
, ¡adiós, Hasari! Es inútil ir a llorar a la
gamcha
[46]
del propietario. Todo lo que podía esperarse como regalo, era que sus
gunda
nos diesen una buena paliza en su nombre. Nosotros sí que necesitábamos la protección del dios, y mucho más que nadie. No sólo por nuestro carrito. También para nosotros. Un clavo en el pie, un accidente o la fiebre roja, como en los casos de Ram o del Chirlo, y estábamos listos».
Lo mismo que sus empleados, los propietarios de los
rickshaws
veneraban fervientemente al dios Vishwakarma. Por nada del mundo hubieran dejado de congraciarse con él organizando en su honor una
puja
tan vibrante y generosa como la de los demás lugares de trabajo de Calcuta. En general, la fiesta se desarrollaba en sus domicilios. Solamente el viejo Narendra Singh, llamado el Bihari, el dueño del
rickshaw
de Hasari, se obstinaba en ocultar su dirección. «Tal vez tenía miedo de que un día en que estuviéramos encolerizados fuéramos a hacerle una visitita», bromeaba Hasari. Su hijo primogénito alquilaba, pues, un gran edificio rodeado de un jardín, detrás de Park Circus, y allí hacía levantar un magnífico
pandal
que se decoraba con guirnaldas de flores y con cientos de bombillas alimentadas por un generador que se alquilaba para el caso. La víspera de la fiesta, cada uno de los hombres-caballo procedía a hacer un minucioso repaso de su
rickshaw
. Hasari incluso compró el resto de un bote de pintura negra para disimular los arañazos de la madera. Engrasó cuidadosamente los cubos de las ruedas con unas gotas de aceite de mostaza, para que ningún ruido desagradable irritase los oídos del dios. Luego fue al barrio de chabolas en busca de su mujer y de sus hijos. Aloka le tenía preparada su ropa de fiesta, un
longhi
de cuadritos multicolores y una camisa a rayas azules y blancas. Ella misma se había engalanado con el sari de ceremonia rojo y oro que habían traído del pueblo. Era el sari de su boda. A pesar de las ratas, de las cucarachas, de la humedad, de las cloacas que se desbordaban, había conseguido conservar su empaque original. También los niños estaban suntuosamente vestidos. Tan limpios y tan elegantes que acudían para admirarles gentes de todo el barrio. El dios iba a estar satisfecho. Toda la familia vivía en una casucha de cajas de madera y trozos de tela, pero hoy los que salían de aquel chamizo eran unos príncipes.
Aloka, su hija y su hijo menor subieron al
rickshaw
. Nunca el pobre carrito había llevado viajeros tan orgullosos y elegantes. Los tres eran como un ramo de orquídeas. Manooj, el hijo mayor, se puso entre las varas, porque su padre no quería sudar aquella camisa tan bonita. La casa que había alquilado el hijo del «Viejo» no estaba muy lejos. Ésta era una de las características de la ciudad: los barrios de los ricos y los barrios de chabolas donde vivían los pobres estaban muy cerca los unos de los otros. Eran pocos los
rickshaws wallahs
que tenían la suerte de celebrar la
puja
en familia. La mayor parte de ellos vivían solos en Calcuta, pues los suyos se habían quedado en el pueblo. «Lo siento por ellos», deploraba Hasari, «nada es más agradable que celebrar una fiesta con toda la familia. Es como si el dios se convirtiera en el tío o el primo de uno».
El propietario había hecho bien las cosas. Su
pandal
estaba decorado como un verdadero altar. Los bordados de flores blancas y rojas, y los adornos hechos con palmas formaban como un arco de triunfo en la entrada. En medio, sobre una alfombra de claveles y de jazmines, había una enorme estatua de Vishwakarma magníficamente pintada, con carmín en los labios y
khol
en los ojos. «¡Qué grandioso es nuestro dios, qué poderío demuestra!», se extasió Hasari. Sus brazos se elevaban hasta el techo de la tienda, blandiendo un hacha y un martillo como para arrancar las dádivas del cielo. Hubiérase dicho que de su pecho podía salir el soplido de la tempestad, que sus bíceps podían levantar montañas y sus pies aplastar todas las bestias salvajes de la creación. Con un dios como aquél por protector, ¿cómo no iban a ser los pobres carritos como carros celestiales? ¿Y caballos con alas los infelices que tiraban de ellos?
Hasari y su familia se prosternaron ante la divinidad. Aloka, que era muy piadosa, había llevado ofrendas, un plátano, un puñado de arroz y pétalos de jazmín y de claveles que depositó a sus pies. Su marido fue a estacionar su
rickshaw
junto a todos los demás, en el jardín. Uno de los hijos del dueño se apresuró a adornarlo con guirnaldas de flores y de follaje. «¡Qué lástima que no pueda hablar para agradecerlo!», le dijo Hasari. Todos los carritos, con las varas llenas de flores apuntando como lanzas hacia el cielo, eran un espléndido espectáculo. Apenas podía reconocer los pobres carritos rechinantes de los que él y sus compañeros tiraban todos los días hasta perder el aliento. «Parecía como si una varita mágica les hubiese dado una nueva encarnación». Cuando todos los
rickshaws
estuvieron en su lugar, se oyó un redoble de tambor, luego una algaraza de címbalos. Entonces entró un viejo brahmán con
dhoti
blanco, precediendo a una fanfarria de unos cincuenta músicos con chaquetas y pantalones rojos galoneados de oro. Un joven brahmán cuyo torso desnudo aparecía ceñido por una cuerdecilla, se puso a golpear frenéticamente el badajo de una campana para informar al dios de su presencia y el sacerdote pasó luego lentamente entre las hileras de
rickshaws
, vertiendo sobre cada uno de ellos unas gotas de agua del Ganges y un poco de
ghee
. Todos estaban sobrecogidos de emoción. Esta vez no eran lágrimas de congoja, ni tampoco sudor, lo que caía sobre sus pobres carritos, sino el agua fecundante del dios que iba a proteger y a dar de comer a sus hijos. Cuando el sacerdote hubo bendecido todos los
rickshaws
, volvió ante la divinidad para depositar en sus labios un poco de arroz y de
ghee
, y para incensarlo con fuego del
arti
que llevaba en una copita. Entonces uno de los hijos del patrón gritó: «
Vishwakarma Ki Jai!
» «¡Viva Vishwakarma!». Los seiscientos hombres que estaban presentes repitieron la invocación tres veces seguidas. Era un aullido triunfal y sincero que sonaba mejor a los oídos de los propietarios que las consignas hostiles gritadas con motivo de la reciente huelga. «Pero, ¿por qué no gritar también: “¡Viva Vishwakarma y viva la solidaridad de los
rickshaws
!”?», se preguntó Hasari. «¿Y por qué no gritar también: “¡Viva la revolución!”? ¿Es que Vishwakarma no era el dios de los trabajadores más que de los propietarios? Aunque a veces nos parecía que se olvidase de engrasar la rueda de nuestro
karma
».