La Ciudad de la Alegría (53 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Entonces hizo su aparición el padrino. Vestido con un
dhoti
blanco inmaculado, calzado con sandalias doradas, en la mano un bastón con puño de marfil, parecía más que nunca el Gran Mongol, entre sus dos guardaespaldas que le abanicaban. «Es el emperador Akbar que acude para apaciguar la cólera de sus súbditos», pensó Lambert. El combate cesó en un segundo. Nadie, ni siquiera el último de los
gundas
contratado en los muelles, se hubiera atrevido a discutir la autoridad del señor de la Ciudad de la Alegría. Ya tranquilizados, los habitantes volvieron a sus casas. Entonces pudieron asistir a una escena extraordinaria. El padrino avanzó hacia el gordo propietario bengalí, entregó el bastón a uno de sus guardaespaldas y elevó las dos manos a la altura de su cara para unirlas en un gesto de saludo. Luego, tras recuperar su bastón, señaló con él el enorme candado negro que el propietario seguía apretando entre sus dedos. Con un movimiento imperceptible de la cabeza, invitó a uno de sus guardaespaldas a tomar posesión de aquel objeto. No dijeron ni una sola palabra y el bengalí no opuso la menor resistencia.

Unos instantes después, el propietario se retiraba con lo que quedaba de su escolta. Entonces el padrino dio la vuelta al corralillo para saborear su triunfo y acariciar las mejillas de algunos niños que iban en brazos de sus madres. Hijo del Milagro estaba exultante. Verdaderamente merecía su apodo. Su victoria, realmente, le había costado cara: había tenido que soltar bastante dinero a los vecinos para que aceptaran el precio de la intervención del padrino. Pero el resultado compensaba los sacrificios: Hasari iba a escapar a la degradación de la acera y a poder instalarse con su familia en aquel corralillo próximo al suyo. Un corralillo cuatro estrellas, donde los tugurios eran de materiales consistentes y donde había techos de verdad. Y además siendo vecino de un auténtico hombre de Dios, de piel blanca, y de cinco no menos auténticos eunucos. Para celebrar como convenía tan formidable acontecimiento, el padrino no había perdido el tiempo: las botellas de
bangla
y de
todi
de su nueva taberna clandestina esperaban ya a los juerguistas.

63

M
AX Loeb estaba seguro: aquella visión increíble era un efecto del calor. «Estoy delirando», pensó. Dejó su escalpelo y se echó agua en los ojos. Pero la visión seguía allí, plantada en el agua negra, en medio de la calleja.

—¡Papá! —gritó entonces, precipitándose fuera de su cuarto.

La alta silueta de cabellos rojos era la de Arthur Loeb. El cirujano, que llevaba los pantalones arremangados hasta las rodillas, parecía un pescador de quisquillas. Padre e hijo permanecieron durante un momento frente a frente, incapaces de decir nada. Arthur abrió por fin los brazos y Max se precipitó en ellos. El espectáculo de aquellos dos
sahibs
que se abrazaban provocó la hilaridad de la muchedumbre que se agolpaba a la puerta del cuarto-dispensario.

—¿Es éste tu hospital? —preguntó por fin Arthur Loeb, señalando la estancia de adobe.

—Pues sí.

Max movió la cabeza y se echaron a reír. Pero el rostro de Arthur Loeb se ensombreció de pronto. Sus ojos acababan de descubrir las caras roídas, los bebés esqueléticos en brazos de sus madres, los pechos salientes de los tuberculosos que tosían y escupían en espera de la consulta.

—Eso es como una corte de milagros —balbuceó aterrado.

—Lamento no poder ofrecerte nada más como comité de bienvenida —se disculpó Max—. Si me hubieras avisado, hubieses podido tener banda de música, bailarines, travestis, eunucos, collares de flores,
tilak
de bienvenida y toda la pesca. ¡La India es un país fastuoso!

—¿
Tilak
de bienvenida?

—Es un punto rojo que te ponen en la frente. Lo llaman el tercer ojo. Permite ver la verdad más allá de las apariencias.

—Por el momento, lo que veo es más bien abrumador —constató Arthur—. Seguramente ha de existir en esta ciudad un lugar menos siniestro para celebrar nuestro reencuentro.

—¿Qué te parecería una cena punjabí? Es la mejor cocina de la India. Y el mejor restaurante está precisamente en tu hotel. Porque estarás en el Grand Hotel, ¿no?

Arthur asintió con la cabeza.

—¡Entonces a las ocho en el Tandoori!

Max señaló la fila de enfermos y lisiados que se impacientaban. «Y mañana, ven a echarme una mano. Las enfermedades del aparato respiratorio son tu especialidad, ¿no? Pues aquí no podrás quejarte».

Cuando disponían de medios, los habitantes de Calcuta se vengaban de los excesos del calor con excesos inversos. Para desafiar las locuras caniculares, un industrial de la ciudad había llevado la extravagancia al extremo de instalar una pista de patinaje sobre hielo en su jardín. Como todos los lugares dotados del progreso del aire acondicionado, el restaurante elegido por Max era una nevera. Afortunadamente, el
maître
de hotel con turbante encontró un magnum de Dom Perignon que no tardó en reconfortar a los dos comensales helados, despertando su apetito. Max conocía todos los platos de la cocina punjabí. Los había descubierto allí mismo, en compañía de Manubai Chatterjee, la hermosa india a quien debía su iniciación gastronómica.

Arthur levantó su copa.

—¡Bebamos primero por tu descubrimiento de Calcuta! —sugirió Max, chocando su copa con la de su padre.

Bebieron unos sorbos.

—¡Demonio! —dijo Arthur—. ¡Menuda impresión la de esta tarde!

—Pues todavía no has visto nada demasiado trágico.

El cirujano adoptó un aire incrédulo.

—¿Quieres decir que aún hay cosas peores?

—Comprendo que resulta difícil de concebir cuando se acaba de llegar de un paraíso como Miami —dijo Max, pensando en la lujosa clínica paterna—. En realidad, nadie puede hacerse una idea de la situación de millones de personas que viven en los
slums
de aquí. A no ser que uno comparta su existencia, como hace ese sacerdote francés del que te hablaba en mis cartas. Y como yo, aunque en mucha menor medida.

Arthur escuchaba con una mezcla de respeto y de asombro. Imágenes de su hijo niño y adolescente volvían a su memoria. Casi todas se referían a uno de los rasgos sobresalientes de su carácter: un horror enfermizo por la suciedad. Durante toda su vida, Max se había cambiado varias veces al día de ropa interior y de traje. En el instituto, su manía de las abluciones hizo que sus compañeros le apodasen «Supersuds», el nombre de una célebre marca de lejía. Más tarde, en la Facultad, su miedo obsesivo a los insectos y a toda clase de animalillos le valió unas cuantas novatadas memorables, como encontrarse en la cama una colonia de cucarachas o toda una familia de tarántulas entre su instrumental de disección. Arthur Loeb no salía de su asombro. Los dioses de la Ciudad de la alegría habían metamorfoseado a su hijo. Quería comprender.

—¿Y no tuviste ganas de huir después de caer en la cloaca? —preguntó.

—Claro que sí —respondió Max sin vacilar—. Además, ese sádico de Lambert me había preparado una bonita sorpresa para mi llegada: el parto de una de sus amigas leprosas. ¡Si hubieras visto mi cara! Pero lo peor vino después.

Max contó lo del calor infernal, los cientos de muertos vivos invadiendo su cuarto con la esperanza de un milagro imposible, la huelga de los poceros que convertía el
slum
en un mar de excrementos, las tormentas tropicales, la inundación, el atraco en plena noche, la picadura del escorpión, su zambullida en la cloaca. «Ya en la primera semana, la Ciudad de la Alegría me ofreció el catálogo completo de sus encantos», concluyó. «Entonces, era inevitable: me hundí. Me metí en un taxi y me di el piro. Vine a refugiarme aquí. Y me distraje. Pero al cabo de tres días experimenté una especie de nostalgia. Y regresé».

Unos criados trajeron varias olorosas fuentes llenas de una montaña de pedazos de pollo y de cordero coloreados de un tinte naranja. Su padre hizo una mueca.

—Tranquilízate: es el color típico de los platos de esta cocina del Punjab —explicó Max encantado de lucir sus conocimientos—. Se empieza por hacer macerar los pedazos de carne en un yogur en el que se han metido muchas especias. Luego se untan con algo parecido a una pasta de pimentón. Es lo que da ese color. Después se asan en un
tandoor
. Es un horno especial de tierra. Prueba, es una delicia.

Arthur Loeb obedeció. Max vio entonces cómo las mejillas de su padre adoptaban un color rojo escarlata. Le oyó balbucear unas palabras. El pobre hombre pedía champán para apagar el incendio que acababa de estallar en su boca. Max se apresuró a llenar su copa e hizo traer
nans
, unas deliciosas tortas de trigo candeal sin levadura asadas al horno, que son el mejor remedio para calmar los paladares ardientes. Arthur masticó varias en silencio. Bruscamente, al cabo de cinco minutos, levantó la cabeza.

—¿Y si yo comprase tu Ciudad de la Alegría?

Max estuvo a punto de tragarse un hueso de pollo.

—¿Te refieres al
slum
?

—Exacto. Lo arraso completamente y lo reconstruyo todo de nueva planta, con agua corriente, desagües, electricidad e incluso televisión. Y regalo la vivienda a los habitantes. ¿Qué te parece, hijo?

Max empezó por vaciar su copa.

—Es una idea genial, papá —dijo por fin—. El único inconveniente es que estamos en Calcuta, no en South Miami ni en el Bronx. Me temo que un proyecto como éste, aquí sea difícil de realizar.

—Gastando el dinero necesario, se puede hacer todo —respondió Arthur, un poco irritado.

—Seguramente tienes razón. Pero aquí el dinero no basta. Hay que tener en cuenta otros muchos factores muy distintos.

—¿Por ejemplo?

—Para empezar, ningún extranjero puede comprar bienes inmobiliarios. Es una vieja ley india. Hasta los ingleses en el tiempo de su esplendor tuvieron que someterse a ella.

Arthur barrió la objeción de un manotazo.

—Me serviré de testaferros indios. Comprarán el
slum
para mí y llegaremos al mismo resultado. Al fin y al cabo, lo que importa es el resultado, ¿no?

Tal vez eran las especias de la cocina o los recuerdos traumáticos de su primera visita a Anand Nagar, pero el cirujano estaba muy excitado. «Una obra así tendría un impacto más directo que todos los brumosos proyectos de ayuda a los países subdesarrollados que se discuten en la ONU», terminó diciendo.

—Sin duda —admitió Max con una sonrisa.

Pensaba en la cara que pondrían los
babúes
del gobierno al enterarse de que un
sahib
norteamericano quería comprar uno de los barrios de chabolas de Calcuta. Pero había una objeción más grave. Desde que él mismo se encontraba sumergido en la miseria del tercer mundo, Max había revisado muchas de sus ideas de rico sobre la manera de resolver los problemas de los pobres. «Cuando llegué al
slum
», contó, «una de las primeras reflexiones que me comunicó Lambert procedía de un obispo brasileño que luchaba al lado de los pobres de los campos y de las favelas. Según este hombre, nuestros gestos de asistencia hacen que los hombres estén aún más desasistidos, excepto si se acompañan de actos destinados a extirpar la raíz de la pobreza».

—¿O sea que sacarlos de sus tugurios llenos de mierda para instalarlos en viviendas nuevas no serviría de nada? —preguntó Arthur.

Max asintió tristemente con la cabeza.

—Te diré que incluso he descubierto una curiosa verdad —dijo—. En un
slum
es preferible un explotador a un Papá Noel —ante el aire estupefacto de su padre, precisó—. Un explotador te obliga a reaccionar, mientras que un Papá Noel te desmoviliza.

«Necesité varios días para comprender exactamente lo que Max quería decir», contará más tarde Arthur Loeb. «Todas las mañanas tomaba un taxi e iba a reunirme con él en su
bidonville
. Cientos de personas hacían cola desde el amanecer, e incluso desde plena noche, para llegar a la puerta de su cuarto-dispensario. La adorable assamesa Bandona me había acomodado en un rincón de la estancia. Ella era quien seleccionaba a los enfermos. Con un ojo infalible, dirigía hacia mí los casos más graves, en general tuberculosos en estado terminal. En toda mi carrera nunca había visto organismos tan descompuestos. ¿De dónde sacaban aquellos espectros fuerza suficiente para dar aunque sólo fueran unos pasos que les conducían hasta mi mesita? Para mí, estaban ya muertos. Pues bien, me engañaba. Aquellos muertos-vivientes,
vivían
. Se empujaban, reñían entre sí, bromeaban. En la Ciudad de la Alegría la vida parecía siempre más fuerte que la muerte».

Aquellas visitas cotidianas al mismo corazón de la miseria y del sufrimiento de un barrio de chabolas indio debía sobre todo permitir al doctor Loeb comprender mejor a que nivel podía situarse una ayuda eficaz. «Yo estaba dispuesto a dar decenas de millares de dólares para comprar un
slum
y reconstruirlo de nueva planta», dirá, «pero las verdaderas urgencias eran distribuir una ración de leche a bebés raquíticos con las fontanelas aún abiertas, vacunar a una población que corría grandes peligros de epidemia, arrancar a millares de tuberculosos de la contaminación mortal. Esta experiencia al lado de mi hijo y de la pequeña Bandona me hizo comprender una verdad fundamental. La de que los gestos de la solidaridad sólo se comprenden y se aprecian a ras de tierra. Una simple sonrisa puede tener tanto valor como todos los dólares del mundo».

Una simple sonrisa. Todos los miércoles por la mañana, Max fletaba un minibús a costa suya. Allí metía a una decena de niños raquíticos o paralíticos, con polio, jóvenes deficientes físicos o mentales. Algunas madres, junto con Bandona y Margareta, acompañaban al joven médico y a su triste cargamento humano. Aquella mañana, el autobús contaba con un pasajero más, el padre de Max. El vehículo cruzó el gran puente metálico sobre el Hooghly, y en medio de grandes bocinazos se incorporó a la locura de los embotellamientos. El número 50 de la Circus Avenue era un viejo edificio desconchado de dos plantas. Un simple rótulo pintado anunciaba en la entrada: «Estrid Dane Clinic, primer piso». ¿Una clínica aquella vasta estancia polvorienta mal iluminada, amueblada tan sólo con dos grandes mesas?, se preguntó el profesor norteamericano paseando una mirada de susto por aquel austero decorado. No obstante, el espectáculo al que iba a asistir debía proporcionarle una de las mayores emociones médicas de su existencia. Cuando todos los niños estuvieron en su lugar, apareció la dueña. Era una anciana descalza, de corta estatura, casi insignificante. Llevaba el sari blanco y los cabellos muy cortos de las viudas hindúes. Sólo verla, un detalle atrajo la atención del americano: su sonrisa. Una sonrisa luminosa que iluminaba toda su cara arrugada, los ojos claros, la boca fina enrojecida de jugo de betel. Una sonrisa de comunión, de amor, de esperanza. «Bastaba aquella sonrisa», dirá Arthur Loeb, «para iluminar aquel conjunto de miserias con un brillo y un consuelo sobrenaturales. Con el carisma en estado puro».

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