La Ciudad de la Alegría (35 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Una de las casas más hermosas de King Estates, una especie de hacienda mejicana completamente blanca, con patios, fuentes y un claustro con columnas, era propiedad de un famoso cirujano, un judío llamado Arthur Loeb. Este gigante que medía un metro noventa, de cabellos rojos que apenas empezaban a grisear, apasionado por las novelas policíacas, por la gran pesca y por la ornitología, poseía una de las clínicas más lujosas de la ciudad, la Bel Air Clinic, con ciento cuarenta camas, especializada en el tratamiento de la cirugía de las enfermedades pulmonares y de las vías respiratorias altas. Estaba casado desde hacía veintinueve años con la dulce y rubia Gloria Lanzar, hija única de uno de los pioneros del cine sonoro; tenía dos hijos: Gaby, de veinte años, una bulliciosa morena que estudiaba arquitectura en el Miami College of Fine Arts, y Max, de veinticinco años, un gigante pelirrojo como él, y también como él con la piel cubierta de pecas, que terminaba sus estudios en la facultad de Medicina de la Tulane University de Nueva Orleans. Porque Max había abrazado la profesión de su padre; le faltaba un año para el concurso final de internado; había decidido especializarse en la cirugía torácica. Arthur Loeb no podía, pues, quejarse de nada: hasta su sucesión al frente de la Bel Air Clinic parecía garantizada.

—Profesor, me voy de los Estados Unidos.

No había ninguna burla en el hecho de llamarle «profesor». Desde el día en que Arthur Loeb, con birrete y toga negra bordada de rojo, había subido al estrado de la Universidad de Columbia para que se le confiriera el título de profesor de Medicina, sus hijos le habían dado ese apodo cariñoso.

Arthur Loeb tiró de las riendas de la yegua y se volvió hacia su hijo. El rostro de Max era totalmente impasible.

—¿Qué quiere decir eso de que te vas de los Estados Unidos?

—Me voy un año a la India.

—¿A la India? ¿Y tu concurso de internado?

—He pedido una prórroga.

—¿Una prórroga?

—Sí, profesor, una prórroga —repitió Max, haciendo un esfuerzo por conservar una perfecta calma.

Su padre aflojó las riendas. Los caballos iniciaron un trotecillo.

—¿Y a qué viene esta sorpresa? —preguntó a los pocos pasos.

Max fingió no advertir la irritación que impregnaba el tono de la pregunta.

—Sencillamente, tengo ganas de cambiar un poco de aire… y de prestar algunos servicios.

—¿Qué significa eso de «prestar algunos servicios»?

Max sabía que no iba a poder seguir disimulando durante mucho tiempo más. Prefirió decirlo todo de golpe.

—Me han invitado a hacer una sustitución en un dispensario —dijo sencillamente.

—¿Y en qué parte de la India? ¡La India es tan grande como los Estados Unidos!

—En Calcuta, profesor.

Este nombre causó tal efecto en Arthur Loeb que perdió los estribos. Hizo que la yegua volviera al paso y dejó descansar las manos sobre el pomo de la silla.
Calcutta! Of all places, Calcutta!
, repitió sacudiendo la cabeza. Como muchos norteamericanos, Loeb no sentía muchas simpatías por la India, y su actitud se convertía en repulsión tratándose de Calcuta, ciudad que para él era sinónimo de miseria, de mendigos, de gentes que aparecían muertas por la mañana en las aceras. ¿Cuántos programas de televisión había visto, cuántos reportajes de revistas había leído donde todas las tragedias de esa metrópoli se exhibían complacidamente? Pero más aún que las imágenes de hambre, de superpoblación, de degradación, era sobre todo el recuerdo de un hombre lo que motivaba la aversión del cirujano por la mayor democracia del mundo. Un hombre lleno de arrogancia y de odio, dando al mundo lecciones de moral desde lo alto de la tribuna de las Naciones Unidas. Como toda Norteamérica, recordaba las diatribas del indio Krishna Menon, el enviado de Nehru en el Palacio de Cristal, un peligroso visionario con aires de gran sacerdote, escupiendo su veneno sobre el Occidente en nombre de los valores de un tercer mundo que según él estaba estrangulado por el hombre blanco.

—¿No has encontrado un lugar mejor para ir a ejercer tus habilidades? —dijo bruscamente Arthur Loeb. Y en seguida añadió—. ¿Y tú te imaginas, pobre infeliz, que tus queridos compañeros van a guardarte el puesto para cuando vuelvas? Cuando regreses, todos tendrán ya su diploma, y vas a encontrarte con una nueva hornada que puedes estar seguro de que no te va a tratar con contemplaciones.

Max no respondió.

—¿Está al corriente tu madre? —preguntó el cirujano.

—Si.

—¿Y lo aprueba?

—No exactamente…, pero, en fin, me ha parecido que lo entendía.

—¿Y Sylvia?

Sylvia Paine era la novia de Max. Una bella muchacha alta y rubia, de veintitrés años, imagen perfecta de la norteamericana sana y deportiva. Sus padres poseían la propiedad vecina de la de los Loeb en el parque de King Estates. Su padre era el propietario del principal diario de Miami, el
Tribune
. Ella y Max se conocían desde niños. Tenían que casarse en junio, después del concurso del internado.

—Sí, profesor. Lo sabe —respondió Max.

—¿Y qué opina Sylvia?

—¡Me ha propuesto ir conmigo!

—¡Pobre chica! —dijo ácidamente Arthur.

Un relincho de su yegua impidió que Max oyera este comentario. Los caballos habían visto su cuadra al fondo de la avenida de adelfas en flor.

Seis semanas después de este paseo a caballo, Max Loeb tomó el avión para Nueva Delhi. Sus padres supieron estar a la altura de las circunstancias y habían dado un
party
en su honor. Las tarjetas de invitación precisaban que Max iba a pasar un año sabático de estudio y de reflexión en Asia. Asia era muy grande, y Max había aceptado no revelar a nadie su destino concreto, a fin de no suscitar comentarios desagradables en la pequeña colonia de los multimillonarios. Su última noche en Miami la pasó naturalmente con su novia. Llevó a la joven a cenar al Versailles, el restaurante francés de moda en Boca Ratón, una playa elegante al norte de Miami. Pidió una botella de Bollinger, su champán preferido, y ella propuso un brindis por el éxito de su misión y por su regreso lo más pronto posible. Sylvia llevaba un vestido de muselina rosa muy descotado y una simple sarta de perlas en torno al cuello. Los cabellos, recogidos en forma de moño con una peineta de concha, le dejaban la nuca descubierta, dando un aire soberbio a su cabeza. Max no podía apartar los ojos de ella.

—¡Eres tan hermosa! —dijo—. ¿Cómo podré estar lejos de ti?

—¡Oh, encontrarás a indias que aún son más hermosas! Y dicen que no admiten comparación como amantes. Incluso he oído decir que saben preparar unos brebajes que vuelven loco de amor.

En aquel momento Max pensó en el barrio de chabolas que le había descrito Paul Lambert en sus cartas, pero la idea de despertar los celos de la muchacha no le desagradó.

—Haré lo posible por instruirme para hacerte aún más feliz —dijo guiñándole un ojo.

Una simple broma. Max sabía que el exuberante aspecto físico de Sylvia ocultaba una naturaleza tímida, secreta y púdica. Su gran pasión era la poesía. Conocía de memoria millares de versos y podía recitar toda la obra de Longfellow, así como largos fragmentos de Shelley, Keats, Byron, e incluso de Baudelaire y de Goethe. Aunque eran amantes desde que ambos estudiaban en la
High School
(aquel día en el
cabin cruiser
del padre de Max, mientras pescaban el pez espada entre Cuba y Cayo Largo), su historia de amor había sido más intelectual que física. Aparte de la práctica de deportes como la equitación y el tenis, apenas participaban en las diversiones habituales de los jóvenes de su edad. «Por la noche no íbamos casi nunca a fiestas», contará Max más tarde, «y detestábamos bailar. Preferíamos permanecer durante horas y horas tendidos en la arena ante el mar, discutiendo sobre la vida, el amor y la muerte. Y Sylvia me recitaba los nuevos poemas que habían enriquecido su repertorio desde la última vez que nos habíamos visto».

Sylvia había ido varias veces a visitarle a Nueva Orleans. Exploraron juntos los tesoros históricos de la Luisiana. Cierta noche en que una tormenta tropical les obligó a quedarse en una plantación a orillas del Mississippi, se habían amado en una cama donde habían dormido Mademoiselle de Granville y el marqués de Lafayette. «Sin ninguna duda, nuestra unión estaba ya inscrita en nuestros horóscopos», dirá Max. «Aunque la familia de Sylvia fuese de religión protestante y la mía judía practicante, sabíamos que nada hubiera podido hacer más dichosos a nuestros padres».

Pero de pronto, exactamente siete meses antes de la boda, Max decidía súbitamente irse por un año. No le había dicho nada a su novia de las razones profundas que ocasionaban su decisión. Hay actos en la vida de un hombre que, según él, no necesitan ninguna explicación. Y no obstante, aquella última noche, en la suave penumbra del restaurante, impulsado por la euforia del champán y por el suave aroma de un habano Montecristo de contrabando, decidió confesar la verdad. «En caso de que me ocurriese algo, quería que supieran que no me había ido por un capricho». Contó cómo un día, en la biblioteca de la universidad, su mirada se posó en la fotografía de un niño que ilustraba la portada de una revista publicada en el Canadá por una asociación humanitaria. Era un niño indio de cinco o seis años, sentado delante de la pared decrépita de un cuchitril de Calcuta. El casco negro de su revuelta pelambrera le ocultaba la frente y una parte de los ojos, pero entre los mechones de pelo brillaban las dos llamitas de sus pupilas. Lo que más impresionó a Max fue su sonrisa, una sonrisa tranquila y luminosa que formaba dos profundos hoyuelos en torno a la boca, descubriendo cuatro dientes de leche radiantes de blancura. No parecía hambriento, pero probablemente era muy pobre, porque iba completamente desnudo. Apretaba entre sus brazos a un bebé de pocos días envuelto en trapos. «Lo sujetaba con tanto orgullo», dirá Max, «con tanta seriedad detrás de su sonrisa, y con un sentido tan evidente de sus responsabilidades, que permanecí varios minutos sin ser capaz de apartar la mirada». El niño era un habitante de la Ciudad de la Alegría, y el bebé que llevaba en brazos era su hermanito. El periodista que tomó la fotografía contaba en su artículo su visita al
slum
y cómo había conocido allí a «un apóstol blanco venido de Occidente para vivir entre los hombres más desheredados del mundo». Aquel apóstol blanco se llamaba Paul Lambert. Respondiendo a una pregunta del periodista, había expresado el deseo de que alguien que poseyera una buena formación médica, a ser posible un médico joven, fuese durante un año a Anand Nagar para trabajar con él y ayudarle a organizar una verdadera asistencia médica en aquel lugar privado de toda ayuda.

—Le escribí —concluyó Max—. Me respondió que me esperaba lo antes posible. Parece ser que la tregua del invierno se acaba allí y que pronto empezarán las tórridas temperaturas del verano y del monzón.

La palabra monzón hizo que un relámpago pasara por los ojos azules de la norteamericana.

—¡El monzón! —repitió, pensativa.

Entonces recordó un poema de Paul Verlaine que le gustaba de un modo especial. «
There is weeping in my heart
», recitó mirando amorosamente a Max, «
like the rain falling on the city. What is this languor which pierces my heart?
». (Llora en mi corazón como llueve sobre la ciudad. ¿Qué es esa languidez que penetra en mi corazón?)

42

E
N su marco dorado que decoraba una guirnalda de flores, la imagen expresaba la fuerza y la belleza. Sobre su elefante revestido de tapices con incrustaciones de pedrería, el personaje parecía un maharajá conquistador. Llevaba una túnica bordada de hilos de oro y constelada de joyas. Lo único que le diferenciaba de un hombre eran las alas y los cuatro brazos que blandían un hacha, un martillo, un arco y el astil de una balanza. Se llamaba Vishwakarma, y efectivamente no era un hombre, ni siquiera un príncipe, sino un dios del panteón hindú. Uno de los más grandes. Vishwakarma personificaba en la mitología de la India el poder creador. Los himnos del Veda, los libros sagrados del hinduismo, le glorificaban como «el arquitecto del universo», el dios que lo ve todo, el hacedor del cielo y de la tierra, el creador, el padre, el dispensador de todos los mundos, el que da sus nombres a las divinidades y se sitúa más allá de la comprensión de los mortales. Pero, según el
Mâhabhârata
, la cumbre épica del hinduismo, Vishwakarma no era solamente el arquitecto supremo. Era también el artificiero de los dioses y el fabricante de sus herramientas, el señor de las artes y el carpintero del cosmos, el constructor de los carros celestes y el creador de todos los ornamentos. En consecuencia, era el protector de todos los oficios manuales que permiten subsistir a los hombres, lo cual le valía un culto particular por parte de los obreros y de los artesanos de la India.

Así como los cristianos glorificaban durante el ofertorio de la misa al «Dios del universo que da el pan, fruto del trabajo de los hombres», los indios veneraban a Vishwakarma, fuente de trabajo y de vida. Todos los años, después de la luna de setiembre, en la miríada de obradores de los barrios de chabolas de Calcuta, al igual que en todas las grandes fábricas modernas de los suburbios, su efigie triunfante reinaba sobre todos los lugares de trabajo abundantemente decorados para una ferviente
puja
de dos días. Era un maravilloso momento de comunión entre patronos y obreros, una loca fiesta de los ricos y de los pobres mezclados en una misma adoración y una misma plegaria.

Como todos los
slums
, la Ciudad de la Alegría celebraba con una fe particular la festividad del dios que da el pan. ¿Acaso aquel amontonamiento de tugurios que componían el barrio no albergaba el hormiguero más fantástico de trabajadores que pudiera imaginarse? Todos los días, una puerta abierta que daba a una cueva, los chirridos de una máquina, un montón de objetos nuevos ante una barraca, revelaban a Paul Lambert la presencia de un nuevo taller, de una pequeña fábrica, de una minúscula
workshop
. Aquí, media docena de niños semidesnudos a los que veía recortando láminas de hojalata para hacer escudillas; más allá, otros muchachos, como Nasir, el hijo de Mehbub, empapaban objetos en baños de vapores deletéreos. En otro lugar, unos niños fabricaban cerillas y fuegos de Bengala, envenenándose lentamente al manipular el fósforo, el óxido de cinc, el polvo de amianto y la goma arábiga. Sin embargo, el artículo veinticuatro de la Constitución india estipulaba que «ningún niño puede trabajar en una fábrica o en una mina, ni tener ninguna ocupación que entrañe peligro». Casi enfrente de donde vivía el francés, en la oscuridad de una
workshop
, unas formas ennegrecidas laminaban, soldaban, ajustaban piezas de chatarra en medio de un olor de aceite hirviendo y de metal recalentado. Un poco más lejos, en una especie de cobertizo sin ventanas, una decena de sombras confeccionaban
bidi
. Casi todos eran tuberculosos que ya no tenían fuerzas para manejar una prensa o tirar de un
rickshaw
. Si no se interrumpían ni un minuto, podían liar hasta mil trescientos cigarrillos al día. Por mil
bidis
recibían once rupias, ochenta y ocho centavos de dólar.

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