Ocho días después, el municipio pone a su disposición este antiguo albergue de peregrinos hindúes contiguo al gran templo de Kali. Madre Teresa está exultante. Es la mano de Dios. El lugar tiene una situación ideal: en los alrededores de este lugar santo se reúnen la mayoría de los indigentes para morir, con la esperanza de ser incinerados en las piras del templo. La intrusión de las religiosas con Sari blanco adornado con un crucifijo en este barrio que está consagrado por entero al culto de Kali al principio suscita curiosidad. Pero poco después se ven hindúes ortodoxos que se indignan. Corre el rumor de que Madre Teresa y sus hermanas están allí para convertir a los agonizantes al cristianismo. Estallan incidentes. Un día, una lluvia de piedras y de ladrillos cae sobre la ambulancia que trae a unos moribundos. Madre Teresa termina por arrojarse de rodillas ante los manifestantes.
—¡Matadme! —les grita, poniendo los brazos en cruz—. ¡De este modo iré más aprisa al Cielo!
Impresionado, el populacho se retira. Pero la agitación continúa. Unas delegaciones del barrio se presentan en el ayuntamiento y en la comisaría general de policía para pedir la expulsión de «esa religiosa extranjera». El jefe de la policía promete atender la petición, pero exige hacer antes sus averiguaciones. Se traslada al asilo de moribundos y encuentra a la religiosa arrodillada en la cabecera de un hombre enfermo de cáncer de piel. Dios mío, se pregunta, ¿cómo puede soportar esto? Madre Teresa limpia la horrible llaga, aplica antibióticos y promete al desdichado que va a mejorar. Una extraña serenidad baña su rostro. El jefe de la policía está conmovido.
—¿Quiere que le guíe para visitar nuestro establecimiento? —le pregunta entonces.
—No, Madre —se disculpa él—, no vale la pena.
Cuando sale, unos jóvenes fanáticos del barrio le esperan en las escaleras.
—Os prometí expulsar a esa extranjera —les dice—, y cumpliré mi palabra. Pero no antes de que consigáis que vuestras madres y vuestras hermanas vengan aquí a hacer el trabajo de esta mujer.
No obstante, la cuestión no queda resuelta. En los días siguientes unos energúmenos siguen arrojando piedras. Una mañana, Madre Teresa ve una aglomeración ante el templo de Kali. Se acerca. Un hombre está tendido en el suelo, con la mirada extraviada, el rostro exangüe. Lleva la triple cuerdecilla de los brahmanes. Es un sacerdote del templo. Nadie se atreve a tocarlo: es una víctima del cólera. Se agacha, coge al brahmán por la cintura y le lleva al asilo. Le cuida día y noche. Se salva. Un día aquel hombre exclamará: «Durante treinta años he venerado a una Kali de piedra. Ahora venero a una Kali de carne y hueso». No volverá a lanzarse ninguna piedra contra las monjitas del sari blanco. La noticia de esta hazaña se extiende por toda la ciudad. Ambulancias y furgones de policía llevan todos los días a Madre Teresa y a sus hermanas su ración de desdichas. «Nirmal Hriday es la joya más preciada de Calcuta», dirá un día la religiosa. La misma ciudad toma bajo su protección esta joya. El alcalde, periodistas, notables acuden a visitarla. Mujeres de la alta sociedad se ofrecen voluntarias para cuidar a los moribundos al lado de las monjas. Una de ellas se convertirá en una de las mejores amigas de Madre Teresa. Amrita Roy, de treinta y cinco años, es guapa, rica y poderosa. Su tío, el doctor B. C. Roy, un hombre de corazón, no es otro que el
Chief Minister
de Bengala. Parentesco que allanará muchos obstáculos en una ciudad en la que todo constituye un problema, el clima, la contaminación, la superpoblación y, sobre todo, la burocracia. Igual que Paul Lambert, la Madre Teresa a veces tiene que pasarse días enteros en los almacenes de la Aduana para arrancar a unos funcionarios puntillosos la caja de medicamentos o los botes de leche en polvo que le envían unos amigos extranjeros.
Pero acoger a unos moribundos abandonados, para la religiosa no es más que una primera etapa. Están también los vivos. Y entre los más desamparados de los vivos, los recién nacidos que aparecen todas las mañanas sobre un montón de desperdicios, junto a una acera, en la puerta de una iglesia. La «mano de Dios» condujo un día a Madre Teresa hasta el portal de una gran mansión desocupada en un bulevar muy próximo al lugar donde estaba instalada su congregación. El 15 de febrero de 1953, Shishu Bhavan, «La casa de los niños», acoge a su primer huésped, un niño prematuro que apareció en una acera envuelto en un pedazo de periódico. Pesa menos de tres libras. Ni siquiera tiene fuerza para sorber el biberón que le da la Madre Teresa. Hay que alimentarle por medio de una sonda nasal. La religiosa se obstina. Y consigue su primera victoria en ese nuevo puerto de amor y de misericordia. Pronto varias decenas de bebés llenan las cunas y los parquecillos. Todos los días llegan cinco o seis. Sus hermanas, sus amigos, su confesor se alarman. ¿Cómo va a asegurar el sustento de tanta gente? Con los huéspedes del asilo, son ya varios centenares de bocas. A esta pregunta responde con su luminosa sonrisa:
—¡El Señor proveerá!
Y el Señor proveyó. Afluyen donativos. Familias ricas envían a sus chóferes con los coches llenos de arroz, de hortalizas, de pescado. Una tarde, la Madre Teresa se cruza por la escalera con el propietario de la casa donde vive.
—¡Es magnífico! —le anuncia exultante—. Acabo de obtener del gobierno una subvención mensual de treinta y tres rupias para cien de nuestros niños.
—¿Del gobierno? —repite el propietario, incrédulo—. Pues la compadezco, Madre. Porque no sabe usted dónde se ha metido. Se verá obligada a formar una junta de administración, a organizar dos reuniones por mes, a llevar complicados libros de cuentas, y Dios sabe cuántas cosas más.
Y en efecto, aún no habían transcurrido seis meses cuando se celebró una reunión en el palacio del gobierno. Una docena de burócratas vestidos de
dhoti
examinan los registros de la religiosa. Hacen preguntas, discuten, critican. La Madre Teresa, exasperada, se pone en pie.
—Pretenden ustedes exigir que gaste treinta y tres rupias para los niños que subvencionan —se indigna—, cuando sólo gasto diecisiete para los demás niños, que son los más numerosos. ¿Cómo voy a gastar treinta y tres rupias para unos y diecisiete para los demás? ¿Quién es capaz de hacer una cosa así? Señores, gracias y hasta la vista. Prescindiré de su dinero.
Y salió de la habitación.
En esta ciudad ya agobiada por superpoblación, declara la guerra al aborto. Hace dibujar carteles, que sus hermanas fijan por las paredes, anunciando que acogerá a todos los niños que le lleven. Cuando oscurece, jóvenes encinta van a pedir un lugar para su futuro bebé. El ángel de misericordia vela perpetuamente en socorro de las demás especies de desheredados. Después de los moribundos y de los niños abandonados, los más desgraciados de los hombres, los leprosos. En Titagarth, un barrio de chabolas del suburbio industrial de Calcuta, en un terreno prestado por la Compañía de ferrocarriles, construye un edificio de ladrillos sin revocar y chapa metálica donde alberga a los enfermos más graves, llevándoles todos los días vendajes, comprimidos de Sulfone, palabras de consuelo. Decenas y pronto cientos de enfermos se agolpan ante la puerta de este oasis de amor.
Titagarth no es más que un comienzo. Ahora lanza por toda la ciudad a comandos de hermanas indias con la misión de abrir siete dispensarios más. Uno de ellos se instala en el
slum
donde había cuidado a sus primeros pobres. Los leprosos afluyen. Un funcionario del ayuntamiento que vive allí cerca protesta por aquella desagradable vecindad. Amenaza con avisar a las autoridades. La Madre Teresa tiene que ceder. Pero no deja de sacar una lección de aquel incidente.
—Lo que necesitamos son dispensarios móviles —anuncia a sus hermanas.
Varias furgonetas blancas con el emblema de las Misioneras de la Caridad acabarán por recorrer la inmensa ciudad para ir a prestar sus cuidados hasta en los barrios más abandonados. Paul Lambert quería atraer a uno de esos vehículos a Anand Nagar. Mejor aún, soñaba con que dos o tres hermanas de la Madre Teresa fueran a hacer funcionar la pequeña leprosería que proyectaba instalar en la antigua escuela coránica de la Ciudad de la Alegría, cerca del establo de búfalos.
Avanzó por el espacio libre que quedaba entre los cuerpos y se acercó a la silueta arrodillada. La Madre Teresa lavaba las llagas de un hombre aún joven, tan delgado que parecía uno de esos cadáveres vivientes que encontraron los aliados en los campos de concentración nazis. Toda su carne había desaparecido. Sólo subsistía la piel, tensa sobre los huesos. La religiosa le hablaba suavemente en bengalí. «Nunca olvidaré la mirada de aquel hombre», dirá Lambert. «Su sufrimiento se convertía en asombro, y luego en amor». Al advertir una presencia a sus espaldas, la Madre Teresa se puso en pie. Vio la cruz de metal que llevaba el sacerdote.
—¡Oh, Father! —se excusó humildemente—. ¿En qué puedo servirle?
Paul Lambert se sintió terriblemente incómodo. Acababa de interrumpir un diálogo del que captaba lo que tenía de único. Los ojos desorbitados del moribundo parecían suplicar a la Madre Teresa que volviera a dedicarle su atención. Era patético. El sacerdote se presentó.
—¡Claro que he oído hablar de usted! —dijo la monja calurosamente.
—Mother, he venido a pedir su ayuda.
—¿Mi ayuda? —levantó su gruesa mano hacia el techo—. Es la ayuda de Dios lo que hay que pedir, Father. Yo no soy absolutamente nada.
Un joven europeo pasó entonces por el pasillo llevando una jofaina. Madre Teresa le llamó. Le señaló al moribundo.
—Ámale —le ordenó—. Ámale con todas tus fuerzas.
Entregó al joven sus pinzas y sus gasas, y se alejó, guiando a Paul Lambert hacia un espacio vacío que separaba la sala de los hombres de la de las mujeres, y donde había una mesa y un banco. En la pared había un tablero con unas líneas. Era un proverbio hindú. Lambert lo leyó en voz alta, maravillado:
Si tienes dos pedazos de pan,
da uno a los pobres,
vende el otro
y compra jacintos
para alimentar tu alma.
—
Very good
, Father,
very good
… —dijo la Madre Teresa con su pintoresco acento, mezcla de eslavo y de bengalí, después de haber escuchado el proyecto de leprosería que le expuso el francés—.
You are doing God’s work
. Está usted haciendo un trabajo querido por Dios.
Okay
, Father, le enviaré a tres hermanas acostumbradas a cuidar leprosos.
Y paseando su mirada por la sala llena de cuerpos tendidos, añadió: «Nos dan mucho más de lo que nosotros les damos».
Una monja muy joven se acercó y le habló en voz baja. Necesitaban su presencia en otro lugar.
—
Goodbye
, Father —dijo—. Venga a celebrar la misa para nosotros una mañana.
Paul Lambert estaba emocionado. «Bendita seas, Calcuta, porque en tu desgracia has hecho nacer santos».
L
A situación no cesaba de empeorar. Espantosos atascos paralizaban cada vez más a menudo las vías de circulación. A ciertas horas, avanzar un paso era toda una hazaña. Con frecuencia las calles del centro quedaban inmovilizadas en un
maelstrom
de tranvías privados de electricidad, de camiones averiados, con los radiadores humeando como géiseres, de autobuses con imperial inmovilizados por la rotura de un eje, e incluso en otros sitios, hordas de taxis amarillos con las carrocerías cayéndose a pedazos, embestían a trompicones en medio del estruendo de las bocinas. Carros tirados por búfalos, carretas agobiadas bajo enormes cargas que avanzaban a fuerza de brazos, nubes de
coolies
llevando sobre la cabeza montañas de mercancías se deslizaban en medio de esta turbamulta. Más lejos, el hormigueo de los peatones que disputaban a los
rickshaws
su parte de calzada, a menudo hundida a causa de la rotura de un conducto de agua o de una cloaca. Todo parecía romperse y hundirse cada día un poco más. «Había también los clientes que os pinchaban con la punta de un cuchillo en el vientre exigiendo la recaudación del día», contará Hasari Pal, «los borrachos que pagaban a puñetazos, los
gundas
y las prostitutas que desaparecían sin pagar la carrera, los elegantes
mensahibs
que nos estafaban unas
paisa
, los palurdos que al llegar regateaban lo que se había convenido al subir al
rickshaw
». Un día Hasari rogó al
munshi
que añadiera a su giro un corto mensaje para su padre en la casilla reservada a la correspondencia: «Estamos bien. Me gano la vida tirando de un
rickshaw
». Lleno de orgullo por haber podido tener ese gesto con los que lo esperaban todo de él, se apresuró a volver a la acera donde acampaba con su mujer y sus tres hijos. Aquel día tenía una gran noticia que anunciarles.
—¡Mujer! —gritó al ver a Aloka que estaba en cuclillas fregando la escudilla de la vecina—. ¡He encontrado un alojamiento en un
slum
!
¡Un
slum
! Para unos campesinos acostumbrados a su baño diario en un estanque, a la limpieza de las cabañas, a la alimentación sana del campo, la perspectiva de vivir en un barrio de chabolas sin agua, sin cloacas, a veces sin letrinas, no era algo muy prometedor. Pero cualquier cosa era preferible a una acera. Allí, al menos, unos trozos de tela o de palastro depositados sobre cuatro cajas les iban a proporcionar algo parecido a una vivienda, un cobijo precario para hacer frente al frío del próximo invierno y, dentro de unos meses, a los desbordamientos del monzón.
El barrio de chabolas donde Hasari había descubierto tres metros cuadrados de espacio estaba situado en plena ciudad, en la prolongación de la gran avenida Chowringhee que pasaba junto al parque Maidan. Su fundación se remontaba a la época de la guerra con China, cuando millares de refugiados procedentes del norte invadieron Calcuta. Unas cuantas familias se detuvieron un día en aquel terraplén entre dos calles, dejaron allí sus miserables hatillos, clavaron en el suelo unas estacas y tendieron unos pedazos de tela para protegerse del sol. Otras familias se unieron a ese primer núcleo, y así el pequeño campamento llegó a convertirse en un barrio de chabolas, en medio de un barrio de viviendas. Nadie se opuso a ello. Ni las autoridades municipales, ni la policía, ni los propietarios del terreno. Toda la ciudad estaba ya moteada de manchas semejantes de miseria, en las que unos centenares de desarraigados vivían a veces sin tener siquiera agua potable. Algunos de esos islotes existían desde hacía más de una generación. Sin embargo, no todo el mundo se desinteresaba de aquellos
squatters
. Apenas instalarse en su pequeña porción cuadrada de barro, cada recién llegado tenía que pagar inmediatamente una cantidad obligatoria. Este era uno de los aspectos de la asombrosa industria de extorsión ejercida por la mafia del lugar, con la ayuda de ciertas autoridades debidamente sobornadas para ello. Una «mafia» estrictamente autóctona que no tenía nada que envidiar a su ilustre modelo ítalo-norteamericano.